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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

David Copperfield (102 page)

BOOK: David Copperfield
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Se irguió y se sentó, mirando ante ella, a lo lejos, muy a lo lejos.

—Señora —le dije en tono respetuoso—, la comprendo. Y le aseguro que no deseo atribuirle otros motivos; pero debo decirle, yo que he conocido desde la infancia a esa desgraciada familia, que se equivoca usted si se figura que esa pobre muchacha, indignamente tratada, no ha sido engañada cruelmente y que no preferiría hoy morir que aceptar ni un vaso de agua de la mano de su hijo. ¡Se equivoca usted por completo!

—¡Chis, Rose, chis! —dijo mistress Steerforth al ver que su compañera iba a replicar—. Es inútil; no hablemos más. ¡He oído decir que se había casado usted!

Respondí que, en efecto, me había casado hacía un año.

—¡Y que tiene usted éxito! Vivo tan lejos del mundo, que no me entero de nada; pero he oído decir que empieza usted a ser célebre.

—He tenido mucha suerte, y mi nombre empieza a conocerse.

—¿Y no tiene usted madre? —dijo con voz más dulce.

—No.

—¡Es una lástima! Hubiera estado orgullosa de usted. Adiós.

Cogí la mano que me tendía con una dignidad mezclada de dureza; estaba tan tranquila de rostro como si su alma estuviera en reposo. Su orgullo era lo bastante fuerte para imponer silencio hasta a los latidos de su corazón y para extender sobre su rostro el velo de insensibilidad mentirosa a través del cual miraba, desde la silla en que estaba sentado ante ella, a lo lejos, muy a lo lejos.

Al alejarme de ellas, a lo largo de la terraza, no pude por menos que volverme para ver a aquellas dos mujeres, cuyos ojos estaban fijos en el horizonte, cada vez más sombrío a su alrededor. Aquí y allí se veían brillar algunas luces, en la ciudad lejana; una claridad rojiza iluminaba todavía el oriente con sus reflejos; pero del valle subía una niebla que se extendía como el mar en las tinieblas, para envolver en sus pliegues aquellas dos estatuas vivas que acababa de dejar. No lo puedo pensar sin terror, pues cuando volví a verlas un mar furioso se había verdaderamente abierto bajo sus pies.

Reflexionando sobre lo que acababa de oír, pensé que se lo debía contar a míster Peggotty. Al día siguiente fui a Londres para verle. Erraba sin cesar de una ciudad a otra, preocupado únicamente por la misma idea; pero en Londres es donde más estaba. ¡Cuántas veces le he visto, en medio de las sombras de la noche, atravesar las calles para descubrir, entre las raras sombras que parecían buscar fortuna a aquellas horas descompasadas, lo que tanto temía encontrar!

Había alquilado una habitación encima de la tiendecita de velas, en Hungerford Market, de que ya he hablado. De allí fue de donde salió la primera vez, cuando emprendió su peregrinación piadosa. Fui a buscarle. Me dijeron que no había salido todavía, y le encontré en su habitación.

Estaba sentado al lado de una ventana, donde cultivaba algunas ílores. La habitación estaba limpia y bien arreglada. En una ojeada vi que todo estaba preparado para recibirla, y que nunca salía sin pensar que quizá la traería aquella noche. No me había oído llamar a la puerta, y no levantó los ojos hasta que puse la mano en su hombro.

—¡Señorito Davy! ¡Gracias, muchas gracias por su visita! Siéntese y sea bienvenido.

—Míster Peggotty —le dije, cogiendo la silla que me ofrecía—, yo no querría darle demasiadas esperanzas; pero me he enterado de algo.

—¿Sobre Emily?

Se tapó la boca con la mano, con una agitación febril, y, fijando los ojos en mí, palideció mortalmente.

—Esto no me puede dar ningún indicio sobre el lugar en que se encuentra; pero el caso es que ya no está con él.

Se sentó sin dejar de mirarme, y escuchó en el más profundo silencio todo lo que tenía que contarle. No olvidaré nunca la dignidad de aquel rostro grave y paciente; me escuchaba con los ojos bajos y la cabeza entre las manos; permaneció todo el tiempo inmóvil, sin interrumpirme ni una sola vez. Parecía que no hubiera en todo ello más que una figura, que él perseguía a través de mi relato, y dejaba pasar todas las demás como sombras vulgares, de las que no se preocupaba.

Cuando hube terminado se tapó un momento la cara con las manos, en el mismo silencio. Yo me volví hacia la ventana, como para mirar las flores.

—¿Qué piensa usted, señorito Davy? —me preguntó por fin.

—Creo que vive —respondí.

—No sé; quizá el primer choque ha sido demasiado fuerte, y en la angustia de su alma… ese mar azul de que tanto hablaba; ¡quizá pensaba en él desde hacía tanto tiempo porque tenía que ser su tumba!

Hablaba en voz baja y conmovida, mientras paseaba por la habitación.

—Y, sin embargo, señorito Davy —añadió—, yo estaba seguro de que vivía; día y noche, al pensarlo, estaba seguro de que la encontraría; esto me ha dado tanta fuerza, tanta confianza, que no creo haberme equivocado. No, no; Emily vive.

Puso con firmeza la mano encima de la mesa, y su rostro tostado tomó una expresión de resolución indecible.

—Mi Emily vive, señorito —dijo en tono enérgico—. Yo no sé de dónde proviene, ni en qué consiste; pero hay algo que me dice que vive.

Parecía casi inspirado al decir esto. Esperé un momento a que estuviera preparado para escucharme; después traté de sugerirle una idea que se me había ocurrido la víspera por la noche.

—Amigo mío —le dije.

—Gracias, señorito, gracias —y estrechó mis manos entre las suyas.

—Si viniera a Londres, lo que es probable, pues en ninguna parte puede estar segura de ocultarse con la facilidad que aquí, en esta gran ciudad… ¿Y qué podrá hacer sino ocultarse a los ojos de todos, de no volver con usted?…

—A casa no volvería —dijo, sacudiendo tristemente la cabeza—. Si se hubiera marchado contenta, puede que hubiese vuelto; pero así, no.

—Si viniera a Londres, yo creo que hay una persona que tendría más facilidad de encontrarla que cualquier otra. ¿Se acuerda usted?… Escúcheme con firmeza, piense en su gran fin. ¿Se acuerda usted de Martha?

—¿Nuestra paisana?

No necesitaba respuesta; no había más que mirarle.

—¿Sabe usted que está en Londres?

—La he visto por las calles —me contestó estremeciéndose.

—Pero lo que usted no sabe es que Emily estuvo llena de bondad con ella, ayudada por Ham, mucho tiempo antes de que abandonara su casa. Usted tampoco sabe que la noche en que yo le encontré, y en que estuvimos charlando en aquella habitación, allá abajo, Martha estaba escuchando en la puerta.

—Señorito Davy —respondió con sorpresa—, ¿la noche que nevaba tanto?

—Sí. Luego no he vuelto a verla. Después de dejarle a usted traté de buscarla; pero se había marchado. No quería hablarle a usted de ella; hoy mismo, si lo hago, es con repugnancia; pero es que creo que es a ella a quien se debe dirigir usted. ¿Me comprende?

—Comprendo demasiado —respondió. Nos hablábamos en voz baja.

—¿Usted dice que la ha visto? ¿Cree usted que podría volver a encontrarla? Pues yo sólo podría encontrarla por casualidad.

—Creo, señorito Davy, que sé dónde se la puede buscar.

—Es de noche. Puesto que estamos juntos, ¿quiere usted que tratemos de encontrarla?

Consintió en ello y se preparó a acompañarme. Haciendo como que no me fijaba en lo que hacía, vi el cuidado con que arreglaba la pequeña habitación. Preparó una vela y puso cerillas encima de la mesa. Preparó la cama, sacó de un cajón un traje que yo recordaba haberle visto puesto a Emily, lo dobló cuidadosamente, con alguna otra ropa de mujer, unió a ello un sombrero y lo puso todo encima de una silla. Pero no hizo la menor alusión a aquellos preparativos, y yo también guardé silencio. Sin duda hacía mucho tiempo que aquel traje esperaba cada noche a Emily.

—Antes, señorito Davy —me dijo mientras bajaba la escalera—, yo miraba a esa muchacha, a esa Martha, como el fango de los zapatos de mi Emily. ¡Que Dios me perdone; pero hoy ya no es lo mismo!

Mientras andábamos le hablé de Ham; era un modo de obligarle a charlar, y al mismo tiempo deseaba saber algo de aquel pobre muchacho. Me repitió, casi en los mismos términos que la vez anterior, que Ham era siempre el mismo, que abusaba de su vida sin cuidarse de ella; pero que no se quejaba nunca, y que se hacía querer por todo el mundo.

Le pregunté si sabía las disposiciones de Ham respecto al autor de tanto infortunio. ¿No habría algo que temer por aquel lado?

—¿Qué ocurriría, por ejemplo, si Ham se encontrara por casualidad con Steerforth?

—No lo sé, señorito. He pensado en ello a menudo; pero no sé qué decir.

Yo le recordé la mañana en que habíamos paseado los tres por la playa, al día siguiente de la partida de Emily.

—¿Se acuerda usted —le dije— de la manera como miraba el mar y como murmuraba entre dientes: «Ya veremos cómo termina todo esto»?

—Sí, lo recuerdo.

—¿Qué cree usted que quería decir?

—Señorito Davy —me contestó—, me lo he preguntado muchas veces y nunca he encontrado respuesta satisfactoria. Lo más curioso es que, a pesar de toda su dulzura, creo que nunca me atreveré a preguntárselo; nunca me ha dicho la menor palabra fuera del respeto más profundo, y no me parece probable que quiera empezar ahora; pero no es un agua tranquila donde duermen semejantes pensamientos: es un agua muy profunda, y no puedo ver lo que hay en el fondo.

—Tiene usted razón, y eso es lo que me inquieta a veces.

—A mí también, señorito Davy —replicó—, y me preocupa todavía más que sus aficiones aventureras. Sin embargo, todo proviene del mismo manantial. No puedo decir a qué extremo llegaría en semejante caso; pero quiero creer que esos dos hombres no volverán a encontrarse nunca.

Atravesábamos Temple Bar, en la City. Ya no hablábamos; andaba a mi lado absorto en un solo pensamiento, en una preocupación constante, que le hubiera hecho encontrar la soledad en medio de la multitud más ruidosa. Estábamos cerca del puente de Blackfriars cuando volvió la cabeza para enseñarme con la mirada a una mujer que iba sola por la otra acera. Enseguida reconocí a la que buscábamos.

Atravesamos la calle, e íbamos a abordarla, cuando se me ocurrió que quizá estaría más dispuesta a dejarnos ver su simpatía por la pobre muchacha si le hablábamos en un sitio más tranquilo y alejado de la multitud. Por lo tanto, aconsejé a mi compañero que la siguiéramos sin hablarle; además, sin darme yo mismo cuenta, deseaba saber adónde iba.

Consintió, y la seguimos de lejos, sin perderla de vista un momento, pero también sin acercarnos demasiado; ella a cada momento miraba a un lado y a otro. Una vez se detuvo para escuchar una banda de música. Nosotros también nos detuvimos.

Continuaba andando, y nosotros siguiéndola. Era evidente que se dirigía a un lugar determinado; aquella circunstancia, unida al cuidado que ponía en seguir las calles más populosas, y quizá una especie de fascinación extraña que me producía aquella misteriosa persecución, me confirmaron cada vez más en mi resolución de no abordarla. Por fin entró en una calle sombría y triste; allí no había gente ni ruido. Dije a míster Peggotty:

—Ahora podemos hablarle.

Y apretando el paso la seguimos más de cerca.

Capítulo 7

Martha

Habíamos entrado en el barrio de Westminster. Como habíamos encontrado a Martha llevando dirección opuesta a la nuestra, habíamos tenido que volver atrás para seguirla, y fue ya cerca de la abadía de Westminster cuando abandonó las calles ruidosas y frecuentadas. Andaba tan deprisa que, una vez fuera de la gente que atravesaba el puente en todas las direcciones, no conseguimos alcanzarla hasta una estrecha callejuela, a lo largo de la orilla por Millbanck. En aquel momento atravesaba la calzada como para evitar a los que la seguían y, sin perder siquiera tiempo en mirar tras de sí, aceleró el paso.

El río me apareció a través de un sombrío pasaje, donde estaban algunos carros, y al ver aquello cambié de idea. Toqué el brazo de mi compañero, y en lugar de atravesar la calle, como había hecho Martha, continuamos por la misma acera, ocultándonos lo más posible, a la sombra de las casas, pero siempre siguiéndola muy de cerca.

Existía entonces, y existe todavía hoy, al final de aquella calle, un pequeño cobertizo en ruinas. Está colocado precisamente donde termina la calle y donde la carretera empieza a extenderse, entre el río y un alineamiento de casas. En cuanto llegó allí y vio el río se detuvo como si hubiera llegado al punto de su destino; después se puso a bajar lentamente a lo largo del río, sin dejar de mirar un solo instante.

En el primer momento había creído que se dirigía a alguna casa, y hasta había esperado vagamente que encontráramos algo que nos pudiera ayudar sobre las huellas de la que buscábamos. Pero al ver el agua verdosa a través de la callejuela tuve el secreto presentimiento de que no iría más lejos.

Todo lo que nos rodeaba era triste, solitario y sombrío aquella noche. No había aceras ni casas en el camino monótono que rodeaba la vasta extensión de la prisión. Un estancamiento de agua depositaba su fango a los pies de aquel inmenso edificio. Hierbas medio podridas cubrían aquel terreno. Por un lado, las casas en ruinas, mal empezadas y que nunca se habían terminado; por otro, un amontonamiento de cosas de hierro informes: ruedas, tubos, hornos, áncoras y no sé cuántas cosas más, como avergonzadas de sí mismas, que parecían vanamente tratar de ocultarse bajo el polvo y el fango de que estaban cubiertas. En la orilla opuesta, el resplandor deslumbrante y el ruido de las fábricas parecían complacerse en turbar el reposo de la noche; pero el espeso humo que vomitaban sus gruesas chimeneas no se conmovía y continuaba elevándose en una columna incesante. Se decía que allí, en los tiempos de mucha peste, habían cavado una fosa para arrojar los muertos; y aquella creencia había extendido por las cercanías una influencia fatal; parecía que la peste hubiera terminado por descomponerse en aquella forma nueva y que se hubiera combinado con la espuma del río, manchado por su contacto, formando aquel barrizal inmundo.

Allí era donde, sin duda creyéndose formada del mismo barro, y creyéndose el desecho de la naturaleza, reclamada por aquella cloaca, la muchacha que habíamos seguido en su carrera permanecía sola y triste mirando al agua.

Había algunas barcas aquí y allá, en el fango de la orilla, y escondiéndonos tras de ellas pudimos deslizamos a su lado sin ser vistos. Hice señas a míster Peggotty de que permaneciera donde estaba, y me dirigí yo solo a ella. Me acercaba temblando, pues al verla terminar. tan bruscamente su rápida carrera, y al observarla allí, de pie, bajo la sombra del puente cavernoso, siempre absorta en el espectáculo de aquella agua ruidosa, no podía reprimir un secreto temor.

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