Dora descendió dulcemente en camisón a mi encuentro, ahora que estaba solo. Se echó a llorar en mi hombro y me dijo que había sido muy duro con ella y que ella también había sido muy mala. Yo le dije, poco más o menos, lo mismo, y todo terminó. Decidimos que aquella pelea sería la última y que nunca más, nunca más, sucedería, aunque viviéramos cien años.
¡Qué horror de criadas! De nuevo fueron el origen del disgusto que tuvimos después. El primo de Mary Anne desertó y se ocultó en nuestra carbonera; de allí le sacó, con gran sorpresa nuestra, un piquete de compañeros, que le esposaron y se lo llevaron, dejando nuestro jardín cubierto de oprobio. Esto me dio valor para deshacerme de Mary Anne, quien se resignó tan dulcemente, que me sorprendió; pero pronto descubrí dónde habían ido a parar nuestras cucharillas, y además me revelaron que tenía la costumbre de pedir dinero prestado a mi nombre a nuestros tenderos sin nuestra autorización. Momentáneamente fue reemplazada por mistress Kidgerbury, una vieja de Kentishtown, que asistía, pero que era demasiado débil para hacer nada; después encontramos otro tesoro, de un carácter encantador; pero, desgraciadamente, aquel tesoro no hacía más que rodar las escaleras con las fuentes en las manos o lanzarse de cabeza en el salón con todo el servicio de té, como quien se mete en un baño. Los desastres cometidos por aquella desgraciada nos obligaron a despedirla; fue seguida, con numerosos intermedios de mistress Kidgerbury, por toda una serie de seres incapaces. Por fin caímos sobre una chica de muy buen aspecto, que se fue a la feria de Greenwich con el sombrero de Dora. Después ya sólo recuerdo una multitud de fracasos sucesivos.
Parecíamos destinados a que todo el mundo nos engañara. En cuanto aparecíamos en una tienda nos ofrecían la mercancía averiada. Si comprábamos una langosta estaba llena de agua; la carne estaba pasada; nuestros panecillos sólo tenían miga. Con objeto de estudiar el principio de la cocción de un rosbif para que esté en su punto, tuve yo mismo que acudir al libro de cocina; pero debíamos ser víctimas de una extraña fatalidad, pues nunca conseguíamos el justo medio entre la carne sangrando y la carne quemada.
Estaba convencido de que todos aquellos desastres nos costaban mucho más caro que si hubiéramos ejecutado una serie de triunfos, y estudiando nuestras cuentas veía que habíamos gastado manteca suficiente para embadurnar el piso bajo de nuestra casa. ¡Qué consumo! Yo no se si seria que las contribuciones indirectas habían hecho aquel año encarecer la mostaza; pero al paso que íbamos, iba a ser necesario, para que nosotros tuviéramos mostaza suficiente, que muchas familias se privaran de ella, cediéndonos su parte. Y lo más sorprendente de todo aquello es que en casa nunca se encontraba.
También nos sucedió que la lavandera empeñó nuestra ropa, y vino después en un estado de embriaguez, arrepentida, a implorar nuestro perdón; pero supongo que estas cosas le habrán ocurrido a todo el mundo. También tuvimos que soportar un fuego que se armó en la chimenea; pero todo esto son desgracias corrientes. Lo que nos era personal era la cuestión de las criadas. Una de ellas tenía pasión por los licores fuertes, lo que aumentaba nuestra cuenta de cerveza y de licores en el café que nos los suministraban. Encontramos en la cuenta artículos inexplicables, como: «Un cuarto de litro de ron (mistress C.) y medio cuarto de ginebra (mistress C.); un vaso de ron y de menta (mistress C.).» Los paréntesis se referían siempre a Dora, que pasaba, según supimos después, por haber ingerido todos aquellos licores.
Una de nuestras primeras hazañas fue dar de comer a Traddles. Le encontré una mañana y le dije que viniera a vernos por la tarde. Él consintió, y escribí dos letras a Dora diciéndole que llevaría a nuestro amigo. Era un día muy hermoso, y en el camino charlamos todo el tiempo de mi felicidad. Traddles estaba convencido, y me decía que el día en que él supiera que Sofía le esperaba por la tarde en una casita como la nuestra no faltaría nada a su dicha.
Yo no podía desear una mujercita más encantadora que la que se sentó aquella tarde frente a mí; pero lo que sí hubiera deseado es que la habitación fuese un poco menos pequeña. Yo no sé en qué consistía, pero, aunque no éramos más que los dos, nunca había sitio, y, sin embargo, la habitación era bastante grande para que nuestros muebles se perdieran en ella. Sospecho que era porque nada tenía sitio fijo, excepto la pagoda de Jip, que siempre impedía el paso. Aquella tarde Traddles estaba tan encerrado entre la pagoda, la caja de la guitarra, el caballete de Dora y mi mesa, que yo temía no tuviera bastante sitio para manejar su cuchillo y su tenedor; pero él protestaba con su buen humor habitual diciendo: «Tengo un océano de sitio, Copperfield; un océano, te lo aseguro».
También había otra cosa que me hubiera gustado impedir; me hubiera gustado que no se animara la presencia de Jip encima del mantel durante la comida. Me hubiese parecido molesto que estuviera allí aunque no hubiera tenido la mala costumbre de meter la pata en la sal y en la manteca. Aquella vez yo no sé si es que se creía especialmente encargado de dar caza a Traddles; pero no cesó de ladrarle y de saltar encima de su plato, poniendo en aquellas maniobras tal obstinación, que no podía hablarse de otra cosa.
Pero como yo sabía lo tierno que tenía Dora el corazón y lo sensible que era en lo que se refiere a su favorito, no hice ninguna objeción; ni siquiera me permití una alusión a los platos que Jip destrozaba en el suelo, ni a la falta de simetría en el arreglo de los cacharros, que parecían estar como habían caído; tampoco quise hacer observar que Traddles estaba bloqueado por platos de verdura y por jarras. Únicamente no podía por menos de preguntarme a mí mismo, mientras contemplaba el aspecto del cordero que iba a partir, cómo sería que nuestros corderos tenían siempre unas formas tan extraordinarias como si nuestro carnicero nos sirviera corderos contrahechos; pero me guardé para mí aquellas reflexiones.
—Amor mío —le dije a Dora—, ¿qué tienes en ese plato?
No podía comprender por qué Dora estaba haciendo desde hacía un momento aquellos mohines, como si quisiera besarme.
—Son ostras, amigo mío —me dijo tímidamente.
—¿Y se te ha ocurrido a ti? —dije encantado.
—Sí, Doady —dijo Dora.
—¡Qué buena idea! —exclamé dejando el gran cuchillo y el tenedor de partir el cordero—. No hay nada que le guste tanto a Traddles.
—Sí, sí, Doady —dijo Dora—. He comprado un barrilito entero, y el hombre me ha dicho que eran muy buenas. Pero… . pero temo que les ocurra algo extraordinario.
Y Dora sacudió la cabeza, saltándosele las lágrimas.
—Sólo están abiertas a medias —le dije—; quita la concha de encima, querida.
—No quiere marcharse de ningún modo —dijo Dora, que lo intentaba con todas sus fuerzas, con expresión desolada.
—¿Sabes, Copperfield? —dijo Traddles examinando alegremente el plato—. Yo creo que es porque… estas ostras son perfectas… , pero no las han abierto nunca.
En efecto, no las habían abierto nunca; y nosotros no teníamos cuchillo para ostras; además no hubiéramos sabido utilizarlo; por lo tanto, miramos las ostras mientras nos comíamos el cordero; al menos nos comimos todo lo que estaba cocido. Si se lo hubiera permitido, creo que Traddles, pasando al estado salvaje, se hubiera hecho caníbal y alimentado de carne casi cruda para demostrar lo satisfecho que estaba de la comida; pero yo estaba decidido a no consentirle que se inmolara así en el altar de la amistad, y en lugar de aquello comimos un trozo de jamón; afortunadamente había jamón curado en la despensa.
Mi pobre mujercita estaba tan desesperada al pensar que aquello me iba a contrariar, y fue tan grande su alegría cuando vio que no ocurría nada, que olvidé enseguida mi fastidio al momento. La tarde pasó muy bien. Dora estaba sentada a mi lado con su brazo apoyado en mi sillón, mientras Traddles y yo discutíamos sobre la calidad de mi vino, y a cada instante se inclinaba hacia mí para darme las gracias por no haber sido gruñón ni malo. Después nos hizo el té, y yo estaba tan encantado viéndoselo hacer, como si hiciera las comiditas de la muñeca, que no me hice el difícil sobre la calidad dudosa del brebaje. Después Traddles y yo estuvimos un rato jugando a las cartas, mientras Dora cantaba acompañándose con la guitarra, y me pareció que nuestro matrimonio sólo era un hermoso sueño y que todavía estábamos en la primera tarde en que había oído su dulce voz.
Cuando Traddles se fue lo acompañé hasta la puerta, y después volví al salón; mi mujer vino a poner su silla al ladito de la mía.
—¡Estoy tan triste! ¿Quieres enseñarme a hacer algo, Doady?
—Pero en primer lugar tendría que aprenderlo yo, Dora —le dije yo—; no sé más que tú, pequeña.
—¡Oh, pero tú puedes aprenderlo! —repuso—. ¡Tú tienes tanto talento!
—¡Qué locura, ratita!
—Yo hubiera debido —añadió después de un largo silencio—, yo hubiera debido ir a establecerme al campo y pasar un año con Agnes.
Tenía las manos juntas, apoyadas en mi hombro; reclinó también la cabeza, y me miraba dulcemente con sus grandes ojos azules.
—¿Por qué? —pregunté.
—Creo que su trato me hubiera beneficiado y que con ella hubiera podido aprender muchas cosas.
—Todo llega a su tiempo, amor mío. Desde hace muchos años Agnes ha tenido que cuidar a su padre: hasta cuando sólo era una niña pequeña, ya era la Agnes que tú conoces.
—¿Quieres llamarme como yo lo diga? —preguntó Dora sin moverse.
—¿Cómo? —le dije sonriendo.
—Es un nombre estúpido —dijo sacudiendo sus bucles—. Pero lo mismo da; llámame tu «mujer-niña» .
Pregunté riendo a mi «mujer-niña» que por qué quería que la llamase así, y me respondió sin moverse; sólo mi brazo, pasado alrededor de su cintura, me acercaba todavía más sus hermosos ojos azules.
—Pero ¡qué tonto eres! No te pido que me llames siempre así en lugar de Dora; únicamente quiero que cuando pienses en mí te digas que soy tu «mujer-niña» . Cuando tengas ganas de enfadarte conmigo no tienes más que pensar: «¡Bah, es mi "mujer-niña"!». Cuando te ponga la cabeza loca, vuélvete a decir: «¿Pero no sabía yo hace mucho tiempo que nunca sería más que una "mujer-niña"?». Cuando no sea para ti todo lo que querría ser, y que no lo seré quizá nunca, piensa siempre: «Esto no impide que esta tontuela de "mujer-niña" me quiera mucho». Pues es la verdad, Doady; ¡te quiero tanto!
Yo no había contestado en serio; hasta entonces tampoco se me había ocurrido que hablara ella seriamente. Pero se quedó tan contenta con lo que le contesté, que sus ojos no estaban secos todavía cuando ya estaba riendo. Y pronto vi a mi «mujer-niña» sentada en el suelo al lado de la pagoda china haciendo sonar todas las campanitas, unas después de otras, para castigarle, por su mala conducta, a Jip; pero él continuaba perezosamente tendido en el suelo de su nicho mirándola de reojo como para decirle: «Haz todo lo que quieras; no conseguirás que me mueva con todas tus cosas; soy demasiado perezoso y no me molesto por tan poco».
Aquella llamada de Dora me causó una profunda impresión. Vuelvo a aquellos tiempos lejanos, y me imagino a aquella dulce criatura, a quien amaba tanto, y la invoco para que salga una vez más de la sombra del pasado, para que vuelva hacia mí su rostro encantador, y puedo asegurar que su pequeño discurso resuena sin cesar en mi corazón; quizá no haya sacado de él el mayor partido posible: era joven y sin experiencia; pero nunca su inocente súplica ha venido en vano a llamar a mis oídos.
Dora me dijo unos días después que iba a hacerse una excelente ama de casa. En consecuencia, sacó del cajón su bloc, afiló el lápiz, compró un enorme libro de cuentas, volvió a pegar cuidadosamente todas las hojas del libro de cocina, que Jip había roto, e hizo un esfuerzo desesperado para «ser buena», como ella decía. Pero los números continuaban con el defecto de siempre: no querían dejarse sumar. Cuando había llenado ya dos o tres columnas de su libro de cuentas, lo que no sucedía sin trabajo, Jip iba a pasearse sobre la página, emborronándolo todo con su cola, y además Dora se empapaba de tinta sus lindos deditos; esto era lo más claro de todo.
Algunas tardes, cuando había vuelto y estaba trabajando (pues escribía mucho y empezaba a ser reconocido como escritor), dejaba la pluma y observaba a mi «mujer-niña», que trataba de «ser buena» . En primer lugar ponía encima de la mesa su inmenso libro de cuentas y lanzaba un profundo suspiro; después lo abría en el sitio emborronado por Jip la tarde anterior y llamaba a Jip para enseñarle las huellas de su crimen: era la señal de una diversión en favor de Jip. Le ponía tinta en la punta de la nariz como castigo. Después ella decía a Jip que se echara encima de la mesa «como un león» (era una de sus hazañas, aunque a mis ojos la analogía no era extraordinaria). Si estaba de buen humor, Jip obedecía. Entonces ella cogía una pluma y empezaba a escribir; pero había un pelo en la pluma; cogía otra y empezaba a escribir, pero aquella hacía borrones; cogía la tercera y empezaba de nuevo, diciendo en voz baja: «¡Oh!, ¡ésta mete ruido y va a distraer a Doady!». En una palabra, terminaba por desistir y volvía a colocar el libro de cuentas en su sitio, después de hacer como que lo lanzaba a la cabeza del león.
Otras veces, cuando se sentía de humor más serio, cogía su bloc y una cestita llena de cuentas y otros documentos, que parecían más que nada los papelitos con que recogía sus bucles por la noche, y trataba de sacar algún resultado de ellas. Las comparaba muy seriamente, escribía cifras, las borraba, contaba en todos sentidos los dedos de su mano izquierda, y después de esto tenía una expresión tan contrariada, tan desanimada, tan triste que me daba pena ver ensombrecerse así, por darme gusto, aquella carita encantadora, y me acercaba a ella con dulzura, diciéndole:
—¿Qué te ocurre, Dora?
Me miraba desolada, contestando:
—Son estas cuentas tan antipáticas, que no quieren salir bien; me duele la cabeza; se empeñan en no hacer lo que yo quiero.
Entonces yo le decía:
—Vamos a probar juntos; voy a enseñarte, Dora mía.
Y empezaba una demostración práctica; Dora me escuchaba durante cinco minutos con la más profunda atención; después de lo cual empezaba a sentirse horriblemente cansada y trataba de divertirse enrollando mis cabellos alrededor de sus dedos o bajándome el cuello de la camisa para ver si me sentaba bien. Si quería reprimir su alegría y continuar mis razonamientos ponía una expresión tan triste y tan desconsolada, que yo recordaba al verla, como un reproche, su alegría natural el día en que la conocí, y dejaba caer el lápiz, repitiéndome que era una «mujer-niña» , y le suplicaba que cogiera la guitarra.