Su sencillez dejaba traslucir que decía todo aquello para ponernos contentos y preparar a Agnes a oír nombrar a su padre en cosas más confidenciales; pero no por eso era menos agradable su naturalidad.
—Ahora vamos a ver —continuó Traddles mirando entre los papeles de la mesa—. Después de saber con lo que contamos, y de haber contado en primer lugar con una cantidad grande de confusión involuntaria, y en segundo con una confusión y falsificación voluntarias, queda demostrado que míster Wickfield puede cerrar ahora su negocio y su notaría sin ningún déficit ni desfalco.
—¡Oh, gracias, Dios mío! —exclamó Agnes con fervor.
—Pero —dijo Traddles— lo que quedaría entonces para subvenir a sus necesidades (y al decir esto supongo la casa ya vendida) sería tan exiguo, que probablemente no excedería a unos cientos de libras. Por lo tanto, miss Wickfield, convendría reflexionar si no se podría conservar la notaría abierta. Sus amigos podrían aconsejarle, ya sabe usted, ahora que está libre. Usted misma, miss Wickfield, Copperfield, yo.
—Ya lo he pensado, Trotwood —dijo Agnes mirándome—, y siento que no debe ser, y que no será, aunque me lo aconseje un amigo a quien agradezco y debo tanto.
—No diré que te he aconsejado —observó Traddles—. Me parecía bien sugerirlo nada más.
—Me alegra el oírselo decir —contestó Agnes con tranquilidad—; esto me hace esperar, casi me da la seguridad de que opinamos del mismo modo. Querido míster Traddles y querido Trotwood, papá libre y con honra, ¡qué más puedo desear! Siempre he aspirado, de poder ser, a disminuir los embrollos en que se había metido, a devolverle un poco de los cuidados y cariños que le debo, y dedicarle mi vida. Ésta ha sido durante muchos años mi mejor esperanza. Tener la responsabilidad de nuestro porvenir sobre mí será mi segunda gran alegría después de librarle de toda preocupación y responsabilidad.
—¿Has pensado cómo, Agnes?
—Muchas veces. No tengo miedo, querido Trotwood. Estoy segura del éxito. Tanta gente me conoce aquí y me aprecia, que estoy segura. No dudes de mí. Nuestras necesidades no son muchas. Si alquilo nuestra querida y vieja casa, y pongo una escuela, seré útil y feliz.
El fervor tranquilo de su alegre voz me trajo a la memoria tan vivamente la querida casa vieja primero, y luego mi hogar solitario, que mi corazón estaba demasiado lleno para poder hablar. Traddles hizo como que estaba muy ocupado, buscando entre los papeles durante un rato.
—Ahora, miss Trotwood —dijo Traddles—, esa propiedad es suya.
—¡Bueno! Lo que tengo que decir es que si desapareció puedo sobrellevarlo, y que si aun existe, me alegraré mucho de recobrarla.
—En su origen creo que eran ocho mil libras —dijo Traddles.
—Eso era —contestó mi tía.
—No he conseguido encontrar más de cinco —dijo Traddles, perplejo.
—¿Miles quiere usted decir —inquirió mi tía con compostura nada vulgar—, libras?
—Cinco mil libras —dijo Traddles.
—Eso es lo que quedaba —contestó mi tía—. Yo misma vendí tres mil; pagué mil por tus cosas, Trot querido, y llevo conmigo las otras dos mil. Cuando perdí lo demás me pareció prudente no hablar de esta cantidad y guardarla en secreto para algún día de apuro. Quería ver cómo saldrías de la prueba, Trot; saliste de ella noblemente, con perseverancia, abnegación, confiando en ti mismo. ¡Lo mismo se ha portado Dick! ¡No me hablen, porque tengo los nervios alterados!
Nadie lo hubiera creído viéndola tan tiesa, sentada, con los brazos cruzados; pero es que se dominaba maravillosamente.
—Pues no saben lo que me alegro decirles —exclamó Traddles radiante de alegría— que hemos recobrado todo el dinero.
—Que nadie me dé la enhorabuena —exclamó mi tía—. ¿Y cómo es eso, caballero?
—¿Usted creía que míster Wickfield lo había malversado? —dijo Traddles.
—Claro que lo creía —dijo mi tía—, y por eso me lo callaba. Agnes, ni una palabra.
—Y se vendió —dijo Traddles—, ¡vaya si se vendió!, en virtud de un poder suyo que él tenía; pero no necesito decir por quién fue vendido o bajo qué firma. Luego el vendedor lo fingió a míster Wickfield (y probó con números el muy canalla) que él mismo se había apoderado del dinero (dándole instrucciones generales, decía) para ocultar otros déficit y deudas. Míster Wickfield, desamparado, fue tan débil en sus manos, que llegó a pagarle a usted varias cantidades de intereses de un capital que sabía que no existía, haciéndose así, desgraciadamente, cómplice del fraude.
—Y por fin cargó con toda la culpa —añadió mi tía—, y me escribió una carta loca, culpándose de robo y maldades que nadie puede imaginar. Entonces fui a visitarle una mañana temprano, pedí una vela, quemé la carta y le dije que si alguna vez podía justificarse ante mí y ante sí mismo, que lo hiciera, y que si no podía, se callara por amor a su hija. Si alguien me habla, me marcho ahora mismo.
Todos nos quedamos silenciosos; Agnes se tapaba la cara.
—Bien, amigo mío —dijo mi tía después de una pausa—, ¿y por fin le ha vuelto usted a sacar el dinero?
—El hecho es —contestó Traddles— que míster Micawber le había cercado de tal modo, que tenía siempre preparados argumentos nuevos por si alguno fallaba, y no se nos pudo escapar. Una de las circunstancias más notables es que no creo que se apoderara de la cantidad por satisfacer su avaricia desordenada, sino más bien por el odio que sentía contra Copperfield. Me lo dijo claramente. Dijo que hubiese gastado otro tanto por hacer daño a Copperfield.
—¡Ah! —exclamó mi tía frunciendo su entrecejo y mirando hacia Agnes—. ¿Y qué ha sido de él?
—No lo sé —dijo Traddles—. Se marchó de aquí con su madre, que no había cesado de clamar, descubrirse y amenazarnos. Se marcharon en una de las diligencias de la noche, y ya no he vuelto a saber de él, excepto que su odio hacia mí al despedirnos fue inmenso. Se considera poco más o menos tan deudor contra mí como contra míster Micawber, lo que considero (como se lo dije) un cumplido.
—¿Supones que tendrá algún dinero, Traddles? —pregunté.
—Creo que sí, querido —contestó, sacudiendo muy serio la cabeza—. Estoy seguro de que, de un modo o de otro, se ha metido en el bolsillo buenas cantidades. Pero, Copperfield, creo que si pudieras observar a ese hombre en el transcurso de su vida, verías que el dinero no le impedirá que sea dañino. Es tan profundamente hipócrita, que cualquier fin que persiga tiene que perseguirlo por caminos torcidos. Es su única compensación, por lo que se domina exteriormente. Como siempre se arrastra para conseguir cualquier fin pequeño, siempre le parece monstruoso cualquier obstáculo que halle en su camino; en consecuencia, odiará y sospechará de todo el mundo que se coloque, del modo más inocente, entre él y su objetivo. Así, los caminos tortuosos se volverán más torcidos en cualquier momento y por cualquier razón o por ninguna. No hay más que fijarse en su historia de aquí —dijo Traddles— para saberlo.
—Es un monstruo de mezquindad —dijo mi tía.
—Realmente, no sé —observó Traddles pensativo—. Cualquiera puede ser un monstruo de mezquindad proponiéndoselo.
—Y ahora, respecto a míster Micawber… —dijo mi tía.
—Bien —dijo Traddles alegremente—. Debo una vez más alabar a míster Micawber, pues si no hubiera sido por su paciencia y perseverancia durante todo este tiempo nunca hubiese conseguido nada que mereciese la pena; y creo que debemos considerar que míster Micawber ha hecho el bien por amor a la justicia, si consideramos las condiciones que podía haberle propuesto a Uriah Heep por su silencio.
—Lo mismo pienso yo —dije.
—Y usted ¿qué le daría? —insistió mi tía.
—¡Oh! Antes de tratar de esto —dijo Traddles, un poco desconcertado— temo haber omitido (como no podía exponer todo a un tiempo) dos puntos al hacer este arreglo ilegal (porque es perfectamente ilegal desde el principio hasta el fin) de un negocio difícil. Las letras y demás que míster Micawber le dio por los adelantos a Uriah…
—Bien. Hay que pagarlos —dijo mi tía.
—Sí; pero no sé cuándo se podrán encontrar, no sé dónde estarán —contestó Traddles abriendo los ojos—; y les advierto que desde ahora hasta su marcha se verá arrestado constantemente y puesto en la prisión por deudas.
—Pues habrá que ponerlo en libertad cada vez y pagar lo que sea —dijo mi tía—. ¿A cuánto asciende el total?
—Míster Micawber tiene apuntadas en un libro, con el mayor orden, todas las operaciones (las llama operaciones) —comentó Traddles sonriendo—, y la suma total asciende a ciento tres libras y cinco chelines.
—¿Y qué le daríamos además, incluyendo esa suma? —dijo mi tía—. Agnes, querida mía, tú y yo hablaremos después de repartírnoslo. ¿Cuánto le daremos? ¿Quinientas libras?
A esto Traddles y yo contestamos a un tiempo. Los dos recomendábamos una pequeña cantidad en dinero, y el pago, sin condiciones, de las reclamaciones de Uriah según fueran viniendo. Propusimos que se pagara a la familia el pasaje y los gastos y que se les diera cien libras, y también que se debía atender con seriedad a los arreglos de míster Micawber para el pago de los adelantos, ya que el suponerse bajo una responsabilidad así podía ser beneficioso para él. A esto añadí la idea de dar explicaciones de su carácter e historia a míster Peggotty, en quien yo sabía que se podía confiar, y dejar a su discreción el poderle adelantar otras cien libras. Luego propusimos interesar a míster Micawber por míster Peggotty, contando a aquel parte de la historia de éste, lo que yo creyera justo y conveniente, e intentar que cada uno de ellos ayudara al otro para su beneficio común. Todos estábamos de acuerdo en ello, y también los interesados lo hicieron poco después, con una muy buena voluntad y en perfecta armonía.
Viendo que Traddles volvía a mirar con ansiedad a mi tía, le recordé el segundo y último punto que había prometido.
—Tú y tu tía me disculparéis, Copperfield, si toco, como temo, un asunto doloroso —dijo Traddles vacilando—; pero creo necesario recordároslo. El día de la memorable denuncia de míster Micawber, Uriah Heep hizo una alusión amenazadora al marido de tu tía.
Mi tía, manteniéndose en su tiesa postura y aparente serenidad, asintió con la cabeza.
—Quizá —observó Traddles— fuera sólo una impertinencia voluntaria.
—No —contestó mi tía.
—¿Existía, perdóneme, de verdad esa persona y estaba en su poder? —insinuó Traddles.
—Sí, amigo mío —dijo mi tía.
A Traddles se le alargó la cara perceptiblemente y explicó que no había podido tocar aquel asunto; que había compartido la suerte de las habilidades de míster Micawber al no ser comprendido en cuantos términos había usado; que ya no teníamos ninguna autoridad sobre Uriah Heep, y que si nos podía hacer a cualquiera de nosotros algún daño o causarnos alguna molestia, nos lo haría seguramente.
Mi tía permaneció inmóvil hasta que otra vez algunas lágrimas rebeldes rodaron por sus mejillas.
—Tiene usted razón —dijo—. Estaba bien pensado el aludir a ello.
—¿Podernos Copperfield o yo hacer algo? —preguntó Traddles suavemente.
—Nada —dijo mi tía—. Muchísimas gracias, Trot, querido mío. ¡Era una amenaza vana! ¡Que vuelvan míster y mistress Micawber, y que ninguno de vosotros me hable!
Al decir esto se arregló su traje y se sentó, con su porte erguido, mirando hacia la puerta.
—Bien, míster y mistress Micawber —dijo mi tía cuando entraron—. Hemos estado discutiendo su emigración, y les pedimos mil perdones por haberlos tenido fuera durante tanto rato; y ahora les diré las condiciones que les proponemos.
Les explicó todo, para satisfacción indudable de toda la familia; y como los niños estaban presentes, se despertaron en míster Micawber sus costumbres puntillosas en cuestiones de deudas, y no pudimos disuadirle de salir corriendo, con alegría, a comprar pólizas para sus pagarés. Pero su alegría recibió un gran golpe. A los cinco minutos volvió, custodiado por un oficial del sheriff, informándonos, con un diluvio de lágrimas, de que todo se había perdido. Nosotros, que estábamos preparados a esto, que era, naturalmente, un procedimiento de Uriah Heep, pagamos enseguida, y al momento ya estaba míster Micawber, sentado ante la mesa, llenando el papel sellado con esa expresión de perfecta alegría que sólo esta ocupación y el hacer ponche podían prestar a su reluciente cara. Era graciosísimo verle trabajar en sus pólizas con la delicadeza de un artista, retocándolas como si fueran estampas, mirándolas de lado y recogiendo en su cuaderno de bolsillo apuntes de fechas y cantidades y contemplándolas al terminar, muy convencido de su precioso valor.
—Ahora, lo mejor que puede usted hacer, caballero, si me permite aconsejarle —dijo mi tía después de observarle en silencio—, es renunciar para siempre a esta clase de ocupaciones.
—Señora —contestó míster Micawber—, mi intención es consultar este voto en la página virgen del futuro. Mistress Micawber lo atestiguará. Confío —dijo míster Micawber solemnemente— en que mi hijo Wilkins se acordará siempre de que es infinitamente mejor poner el puño en el fuego que usarlo para manejar las serpientes que han envenenado la sangre y la vida de su desgraciado padre.
Profundamente afectado y transformado en un momento en la imagen de la desesperación, míster Micawber miraba a las serpientes con una cara de aborrecimiento horroroso (en el que no se dejaba traslucir su no muy antigua admiración); después dobló el papel y se lo metió en el bolsillo. Esto terminó los asuntos de la tarde. Estábamos cansados y tristes, y mi tía y yo teníamos que volver a Londres al día siguiente. Se había decidido que los Micawber nos seguirían después de efectuar la venta de sus cosas a algún corredor—, que los negocios de míster Wickfield debían llegar a un arreglo con la prisa conveniente y bajo la dirección de Traddles, y que mientras estos negocios estaban pendientes Agnes vendría también con nosotros a Londres. Pasamos la noche en la casa vieja, que, libre de la presencia de los Heeps, parecía curada de una enfermedad. Dormí en mi antigua habitación como un náufrago aventurero que vuelve a su hogar.
Al día siguiente volvimos a casa de mi tía (no a la mía), y cuando estábamos sentados solos, como antiguamente, antes de acostarnos, me dijo:
—Trot, ¿quieres de veras saber lo que últimamente me ha preocupado?
—Ya lo creo, tía. Si ha habido algún tiempo en que he querido compartir tus penas y tus ansiedades, es ahora.
—Bastantes penas has tenido ya, niño —me contestó cariñosamente—,sin necesidad de aumentarlas con las mías. No había más motivo que éste para que te las ocultara.