David Copperfield (114 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

BOOK: David Copperfield
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Uriah permaneció un momento mordiendo su pañuelo, y luego me dijo, mirándome con ceño:

—¿Qué más tienen ustedes que añadir, si es que hay algo más? ¿Qué quieren ustedes de mí?

Míster Micawber empezó nuevamente con su carta, contento de representar un papel de que estaba altamente satisfecho:

Tercero y último: Estoy ahora en condición de demostrar, por los libros falsos de Heep y por el memorándum auténtico de Heep, que durante muchos años Heep se ha aprovechado de las debilidades y defectos de míster W. Para llegar a sus infames propósitos. Con este fin ha sabido también aprovechar las virtudes, los sentimientos de honor y de afecto paternal del infortunado míster W Todo esto lo demostraré gracias al cuaderno quemado en parte (que al principio no entendí, cuando mistress Micawber lo descubrió accidentalmente en nuestro domicilio, en el fondo de un cofre destinado a contener las cenizas que se consumían en nuestro hogar doméstico). Durante muchos años míster W ha sido engañado y robado, de todas las maneras imaginables, por el avaro, el falso, el pérfido Heep. El fin principal de Heep, después de su pasión por el lucro, era tener un poder absoluto sobre míster y miss W… (no diré nada acerca de sus intenciones ulteriores sobre ésta). Su última acción, acaecida hace algunos meses, fue inducir a míster W a abandonar su parte de la asociación y vender el mobiliario de su casa con la condición de que recibiría de Heep, exacta y fielmente, una renta vitalicia, pagadera cada tres meses. Estos enredos empezaban con las cuentas falsas sobre el estado financiero de míster W., en un período en que se había lanzado a especulaciones aventuradas y no podía tener entre manos el dinero de que era moral y legalmente responsable; continuaban con pretendidos préstamos de dinero e interés enorme, efectuados en realidad por Heep, y seguían, por último, con una serie de trampas, siempre crecientes, hasta que míster W creyó que había quebrado su fortuna, sus esperanzas terrestres, su honor, y ya no vio más salvación posible que el monstruo en forma humana que había sabido hacerse el indispensable y le había conducido a la ruina (míster Micawber gustaba de emplear la expresión «monstruo de figura humana», que le parecía nueva y original). Puedo probar esto y muchas otras cosas más.

Murmuré unas palabras al oído de Agnes, quien lloraba de gozo y de pena a mi lado, y hubo un movimiento entre nosotros, como si míster Micawber hubiera terminado. Dijo con un tono grave: «Perdónenme ustedes», y siguió, con una mezcla de decaimiento y de intensa alegría, la peroración de su carta:

Ya he terminado. Ahora sólo me queda demostrar palpablemente estas acusaciones y desaparecer con mi desgraciada familia de este lugar, en el cual parece que estamos de más y somos una carga para todos.

Esto se hará pronto. Podemos figurarnos que nuestro hijito será el primero en morirse de inanición, por ser el miembro más frágil de nuestro círculo, y que nuestros mellizos le seguirán. ¡Que así sea! En cuanto a mí, mi estancia en Canterbury ha hecho ya mucho; la prisión por deudas y la miseria harán pronto lo demás.

Confío que el feliz resultado de una investigación larga y laboriosa, ejecutada entre incesantes trabajos y dolorosos temores desde el amanecer hasta el atardecer y durante las sombras de la noche, bajo la mirada vigilante de un individuo que es superfluo llamarle demonio, y las angustias que me causaba la situación de mis infortunados herederos, derramará sobre mi fúnebre hogar unas gotas de misericordia. Que me hagan únicamente justicia y que digan de mí, como de ese eminente héroe naval, al cual no tengo la pretensión de compararme, que lo que he hecho lo he hecho a despecho de intereses egoístas y mercenarios. Por Inglaterra, por el hogar y por la Belleza. Queda suyo afectísimo, etc…

Muy afectado, pero con una viva satisfacción, míster Micawber dobló su carta y se la entregó a mi tía con un saludo, como si fuera un documento que le agradase guardar.

Había allí, como ya lo había notado en mi primera visita, una caja de caudales, de hierro. Tenía la llave puesta. De repente, una sospecha pareció apoderarse de Uriah; echó una mirada sobre míster Micawber, se abalanzó a la caja y abrió con estrépito las puertas. Estaba vacía.

—¿Dónde están los libros? —gritó con una expresión espantosa—. ¡Algún ladrón ha robado los libros!

Míster Micawber se dio un golpecito con la regla.

—Yo he sido. Me ha entregado la llave como de costumbre, un poco más temprano que otras veces, y la he abierto.

—No esté usted inquieto —dijo Traddles—; han llegado a mi poder. Tendré cuidado de ellos bajo la autoridad que represento.

—¿Es que admite usted cosas robadas? —gritó Uriah.

—En estas circunstancias, sí —contestó Traddles.

Cuál sería mi asombro cuando vi a mi tía, que había estado muy tranquila y atenta, dar un salto hacia Uriah Heep y agarrarle del cuello con las dos manos.

—¿Sabe usted lo que necesito? —dijo mi tía.

—Una camisa de fuerza —dijo él.

—No; mi fortuna —contestó mi tía—. Agnes, querida mía, mientras he creído que era tu padre el que la había perdido, no he dicho ni una sílaba (ni al mismo Trot) de que la había depositado aquí. Pero ahora que sé que es este individuo el responsable, quiero que me la devuelvan. ¡Trot, ven y quítasela!

No sé si mi tía creía en aquel momento que su fortuna estaba en la corbata de Uriah Heep; pero lo parecía, por el modo como le empujaba. Me apresuré a ponerme entre ellos y a asegurarle que tendríamos cuidado de que devolviera todo lo que había adquirido indebidamente. Esto y unos momentos de reflexión la apaciguaron; pero no estaba nada desconcertada por lo que acababa de hacer (no podría decir otro tanto de su gorro) y volvió a sentarse tranquilamente.

Durante los últimos minutos, mistress Heep había estado vociferando a su hijo que se humillara, y fue arrastrándose sobre las rodillas hacia cada uno de nosotros, haciéndonos las promesas más extravagantes. Su hijo la sentó en la silla, permaneciendo de pie a su lado con aire descontento, sosteniéndole el brazo con su mano, pero sin brutalidad, y me dijo, con una mirada feroz:

—¿Qué quiere usted que se haga?

—Ya le diré yo lo que hay que hacer —dijo Traddles.

—¿Es que no tiene lengua Copperfield? —murmuró Uriah—. Haría cualquier cosa por usted si pudiera usted decirme sin mentir que se la habían cortado.

—Míster Uriah va a humillarse —exclamó su madre—. ¡No hagan ustedes caso de lo que diga, buenos señores!

—Lo que hay que hacer es esto —dijo Traddles—: Primero me va usted a devolver aquí mismo el acta por la cual míster Wickfield le abandonaba sus bienes.

—¿Y si no la tuviere? —interrumpió él.

—La tiene usted —dijo Traddles—; así que no tenemos que hacer esa suposición.

No puedo dejar de decir que ésta era la primera ocasión en la cual hice verdadera justicia al entendimiento claro y al sentido común práctico y paciente de mi condiscípulo.

—Así, pues —dijo Traddles—, tiene usted que prepararse a devolver por fuerza todo lo que su rapacidad ha acaparado, hasta el último céntimo. Todos los libros y papeles de la sociedad quedarán en nuestro poder; todos los libros y todos sus documentos; todas las cuentas y recibos de ambas clases; en una palabra, todo lo que hay aquí.

—¿De verdad? No estoy dispuesto a ello —dijo Uriah—. Me hace falta tiempo para pensarlo.

—Sí —dijo Traddles—; pero entre tanto, y hasta que todo se arregle a nuestro gusto, tenemos que apoderarnos de todas estas cosas, y le rogamos (o si es necesario le obligamos) a quedarse en su cuarto, sin comunicarse con nadie.

—No lo haré —dijo Uriah con un juramento.

—La cárcel de Maidstone es un sitio más seguro de arresto —observó Traddles—, y aunque la ley tardará más en arreglar las cosas y no las arreglará tan completamente como usted puede hacerlo, no hay duda que ha de castigarle a usted. ¡Querido: esto lo sabe usted tan bien como yo! Copperfield, ¿quiere usted ir a Guildhall y traer dos guardias?

Aquí mistress Heep estalló otra vez, y llorando y arrastrándose de rodillas se dirigió a Agnes para rogarle que la ayudara, diciendo que su hijo era muy humilde, y que todo era verdad, y que si no hacía lo que nosotros queríamos lo haría ella, y otras muchas cosas por el estilo. Estaba casi frenética de miedo por su querido hijo. En cuanto a él, al preguntarse lo que hubiese podido hacer si hubiera sido más valiente, sería lo mismo que preguntarse qué podría hacer un perro con la audacia de un tigre. Era un cobarde de pies a cabeza, y en este momento, más que en ningún otro de su vida miserable, mostraba su baja naturaleza por su desesperación y su aspecto sombrío.

—Espere —me gruñó, y se secó con su mano sudorosa—. Madre, cállate; dales ese papel; ve y tráelo.

—¿Quiere usted hacer el favor de ayudarla, míster Dick? —dijo Traddles.

Orgulloso de esta misión, cuya importancia comprendía, míster Dick la acompañó como un perro acompaña al rebaño. Pero mistress Heep le dio algún quehacer, pues no solamente volvió con el papel, sino también con la caja que lo contenía y donde encontramos una libreta y algunos otros papeles que utilizamos más tarde.

—Bien —dijo Traddles cuando lo hubo traído—. Ahora, míster Heep, puede usted retirarse a pensar; pero haciendo el favor de observar detenidamente que le declaro, en nombre de todos los presentes, que no hay nada más que una sola cosa que hacer: esto es, lo que he explicado anteriormente, y hay que ejecutarlo sin dilación.

Uriah, sin levantar los ojos del suelo, atravesó bruscamente el cuarto, con su mano puesta en la barbilla; y parándose en la puerta, dijo:

—Copperfield, siempre le he odiado. Ha sido usted siempre un hombre de suerte; siempre ha estado usted contra mí.

—Como ya le dije en otra ocasión —contesté yo—, usted ha sido el que ha estado en contra de todo el mundo, por su astucia y su codicia. En lo sucesivo, piense que no ha habido todavía en el mundo codicia y astucia que no se extralimitasen, aun en contra de sus propios intereses. Esto es tan cierto como la muerte.

—O quizá tan cierto como lo que nos enseñaban en el colegio (en el mismo colegio donde he aprendido a ser tan humilde). De nueve a once nos decían que el trabajo era una lata; de once a una, que era una bendición, un encanto, una dignidad, y qué sé yo cuántas cosas más, ¿eh? —dijo con una mirada de desprecio—. Predica usted cosas tan consecuentes como ellos lo hacían. La humildad vale más que todo eso; es un sistema excelente. Me parece que sin ella no hubiese arrollado tan fácilmente a mi señor socio. ¡Y tú, Micawber, animal, ya me las pagarás!

Míster Micawber le miró con desprecio olímpico hasta que abandonó el cuarto; luego se volvió hacia mí y me propuso darme el gusto de presenciar cómo se volvía a establecer la confianza entre mistress Micawber y él. Después de lo cual invitó al resto de la compañía a que contemplaran un espectáculo tan conmovedor.

—El velo que largo tiempo nos había separado a mistress Micawber y a mí ha caído al fin —dijo míster Micawber—. Mis hijos y el autor de sus días pueden una vez más ponerse en contacto, en los mismos términos de antes.

Como todos le estábamos muy agradecidos y todos deseábamos demostrárselo, tanto como nos lo podía permitir la precipitación y desorden de nuestro espíritu, todos hubiésemos aceptado su ofrecimiento si Agnes no hubiera tenido que volver al lado de su padre, al cual no le habían hecho entrever más que una pequeña esperanza. Hacía falta, además, que alguno se ocupara de hacer guardia a Uriah. Traddles se quedó con esa misión, en la cual lo relevaría míster Dick, y míster Dick, mi tía y yo acompañamos a míster Micawber. Al separarme precipitadamente de mi querida Agnes, a la cual debía tanto, y pensando en los peligros de que la habíamos salvado quizá aquella mañana, a pesar de su resolución, me sentía lleno de agradecimiento hacia las desventuras de mi juventud, que me habían hecho conocer a míster Micawber.

Su casa no estaba lejos, y como la puerta de la sala daba a la calle, entró con su precipitación acostumbrada y enseguida nos encontramos todos en el seno de la familia. Míster Micawber, exclamando: «¡Emma, vida mía!» , se precipitó en los brazos de mistress Micawber. Mistress Micawber lanzó un grito y estrechó a su marido contra su corazón. Miss Micawber, que estaba acunando al inocente extraño, del cual me hablaba mistress Micawber en su última carta, estaba visiblemente emocionada. El pequeñito saltó de alegría. Los mellizos manifestaron su júbilo por varias demostraciones inconvenientes e inocentes. Míster Micawber, cuyo humor parecía agriado por decepciones prematuras, y cuya cara era algo adusta, cediendo a sus mejores sentimientos, lloriqueó.

—Emma —dijo míster Micawber—, la nube que cubría mi alma se ha desvanecido; la confianza mutua que existía entre nosotros vuelve otra vez para no interrumpirse jamás. Ahora, ¡bienvenida seas, miseria! —exclamó míster Micawber derramando lágrimas—. ¡Bienvenidos seáis, pobreza, hambre, harapos, tempestad y mendicidad! ¡La confianza recíproca nos sostendrá hasta el fin!

Hablando de esta manera, míster Micawber hizo sentar a su mujer y abrazó a toda la familia, continuando con entusiasmo la bienvenida a una serie de calamidades que no me parecían muy deseables, y después los invitó a todos a cantar en coro por las calles de Canterbury, ya que no les quedaba otro recurso para vivir.

Pero habiéndose desmayado mistress Micawber por la fuerza de las emociones, lo primero que había que hacer antes de completar el coro era volverla en sí. De esto se encargaron mi tía y míster Micawber. Después le presentaron a mi tía, y mistress Micawber me reconoció.

—Dispénseme usted, mi querido Copperfield —dijo la pobre señora dándome la mano—; pero no estoy fuerte, y el ver desaparecer de pronto todas las incomprensiones entre míster Micawber y yo ha sido una emoción demasiado fuerte.

—¿Es ésta toda la familia, señora? —dijo mi tía.

—No tengo más por ahora —contestó mistress Micawber.

—¡Dios mío! No quería decir eso —dijo mi tía—. Quería decir si todos estos chicos eran de usted.

—Señora, todos estos son míos, es la cuenta exacta.

—Y este joven —dijo mi tía con aire pensativo—, ¿qué hace?

—Cuando vine aquí era mi esperanza —dijo míster Micawber— hacerle entrar a Wilkins en la Iglesia o, para expresar mi idea con más exactitud, en el coro. Pero no había plaza vacante de tenor en este venerable edificio, que es la gloria de esta ciudad, y… en una palabra, se ha acostumbrado a cantar en cafés y lugares públicos, en vez de ejercitarse en los edificios sagrados.

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