Miré la vieja casa desde la esquina de la calle sin atreverme a acercarme, por no perjudicar involuntariamente, si acaso era observado, el motivo por el que había venido. El sol de la mañana doraba con sus rayos el tejado y las ventanas, y sus resplandores conmovían mi corazón.
Me paseé por los contornos durante una hora o dos, y regresé por la calle principal, que en el intervalo había sacudido su último sueño. Entre los que abrían las tiendas vi a mi antiguo enemigo, el carnicero, que ahora parecía un personaje importante, meciendo a un niño.
Al sentarnos a desayunar estábamos todos muy inquietos e impacientes. A medida que se acercaban las nueve y media, nuestra agitación esperando a míster Micawber iba creciendo. Al fin, sin hacer caso del desayuno, el cual, excepto para míster Dick, había sido desde el primer momento una pura fórmula, mi tía empezó a pasearse de un lado a otro de la habitación. Traddles se sentó en un sofá, haciendo como que leía el periódico, pero con los ojos fijos en el techo; y yo miraba por la ventana para avisar la llegada de míster Micawber. No tuve que esperar mucho, pues a la primera campanada de la media apareció en la calle.
—¡Aquí está! —dije—. ¡Y no trae su traje negro!
Mi tía se ató las cintas de su cofia (había bajado a desayunar con ella) y se puso su chal, como preparándose para cualquier asunto que requiriese toda su energía. Traddles se abrochó con resolución la chaqueta. Míster Dick, aturdido con aquellos formidables preparativos, pero juzgando necesario imitarlos, se encasquetó el sombrero hasta las orejas, con las dos manos, con toda la energía que pudo, e instantáneamente se lo volvió a quitar para saludar a míster Micawber.
—Señores y señora —dijo míster Micawber—, ¡buenos días! Mi querido señor —dijo a míster Dick, que le estrechaba la mano violentamente—, es usted extraordinariamente amable.
—¿,Ha desayunado usted? —dijo míster Dick—. Tome usted algo.
—Por nada del mundo, amigo mío —exclamó míster Micawber impidiéndole que tocara el timbre—; el apetito y yo, míster Dixon, hace tiempo que somos extraños el uno al otro.
Míster Dixon estaba tan contento con su nuevo nombre, y le parecía tan amable que míster Micawber se lo hubiera dado, que volvió a estrecharle la mano y a reírse como un chiquillo.
—Dick —dijo mi tía—, ten cuidado.
Dick se recobró enrojeciendo.
—Ahora, caballero —dijo mi tía a míster Micawber, mientras se ponía los guantes—, estamos dispuestos para ir al Vesubio o a cualquier otro sitio en cuanto usted guste.
—Señora —contestó míster Micawber—, creo que efectivamente asistirá usted pronto a una explosión. Míster Traddles, creo que tengo su permiso para mencionar aquí que usted y yo hemos tenido algunas confidencias.
—Es indudablemente un hecho, Copperfield —dijo Traddles, al cual yo miraba sorprendido—. Míster Micawber me ha consultado sobre lo que pensaba hacer, y yo le he dado mi opinión lo mejor que he podido.
—A menos de equivocarme, míster Traddles —siguió diciendo míster Micawber—, lo que tengo intención de descubrir es muy importante.
—Extremadamente —dijo Traddles.
—Quizá en esas circunstancias, señora y señores —dijo míster Micawber—, me harán ustedes el favor de someterse por un momento a la dirección de un hombre que, aunque indigno de considerarse de otra manera que como una frágil barca naufragada sobre la playa de la vida humana, es todavía un hombre como ustedes, aunque aplastado por errores individuales y por una total combinación de circunstancias que le han obligado a cambiar su forma primitiva.
—Tenemos plena confianza en usted, míster Micawber —dije yo—, y haremos lo que usted quiera.
—Míster Copperfield —contestó míster Micawber—, no está, por ahora, mal colocada su confianza. Les ruego me permitan adelantarme cinco minutos, y luego recibiré a todos los presentes, que deben preguntar por miss Wickfield, en la oficina de Wickfield—Heep, de la cual soy empleado.
Mi tía y yo miramos a Traddles, que hacía una señal de asentimiento.
—No tengo nada más que decir por ahora —añadió míster Micawber.
Y, con gran sorpresa mía, nos saludó a todos ceremoniosamente y desapareció. Sus modales eran muy extraños y su cara estaba extraordinariamente pálida. Traddles fue el único que sonrió, moviendo la cabeza, con su pelo más tieso que nunca, al mirarle yo pidiéndole una explicación; como último recurso saqué mi reloj y estuve contando cinco minutos. Mi tía, con su reloj en mano, hizo lo propio. Cuando transcurrió el tiempo fijado, Traddles le dio el brazo, y nos dirigimos todos juntos a la vieja mansión, sin decir una sola palabra por el camino.
Encontramos a míster Micawber en el pupitre de su despacho, en la planta baja de la torre, escribiendo, o haciendo como que escribía, con la mayor actividad. La larga regla de oficinista atravesaba su chaleco, y no muy bien disimulada, pues un palmo o más del instrumento se dejaba ver como una nueva especie de chorrera.
Como me pareció que yo era el que debía hablar, dije en voz alta:
—¿Cómo está usted, míster Micawber?
—Míster Copperfield —dijo míster Micawber gravemente—, ¿supongo que se encuentra usted bien?
—¿Está miss Wickfield en casa? —dije yo.
—Míster Wickfield está en la cama, algo indispuesto, con una fiebre reumática —contestó él—; pero estoy seguro de que miss Wickfield se alegrará mucho de ver a sus antiguos amigos. ¿Quieren ustedes pasar, señores?
Nos precedió al comedor (la primera habitación que había pisado cuando entré por primera vez en aquella casa), y empujando la puerta de lo que antes era el despacho de míster Wickfield, dijo con voz sonora:
—¡Miss Trotwood, míster David Copperfield, míster Thomas Traddles y míster Dixon!
No había visto a Uriah Heep desde el día en que le pegué. Evidentemente nuestra visita le chocaba casi tanto como nos extrañaba a nosotros mismos. No frunció el entrecejo, porque no tenía cejas; pero nos miró con tal ceño, que parecía que tenía los ojos cerrados, mientras la precipitación con que llevaba su mano cartilaginosa a la barbilla mostraba miedo y sorpresa. Esto fue cosa de un segundo, en el momento de entrar en su cuarto, cuando le vislumbré por encima del hombro de mi tía. Inmediatamente después se puso tan humilde y servil como siempre.
—¡Realmente —dijo— es un placer inesperado, una suerte, tener tantos amigos a un tiempo alrededor de uno!… Míster Copperfield, espero que esté usted bien… Y, si humildemente puedo expresarme así, ¿seguirá siendo tan amable con sus amigos? mistress Copperfield, espero que siga mejorando… Le aseguro que hemos estado muy inquietos por las malas noticias que hemos tenido de su salud.
Me sentía avergonzado dejándole estrechar mi mano; pero no sabía qué hacer.
—Las cosas han variado mucho, miss Trotwood, desde que yo no era más que un humilde empleado y cuidaba de su póney, ¿no le parece? —dijo Uriah con su sonrisa enfermiza—. Pero yo no he cambiado, miss Trotwood.
—A decir verdad, caballero —contestó mi tía—, y si puede ser una satisfacción para usted, encuentro que ha cumplido usted todo lo que prometía en su juventud.
—Gracias por su buena opinión, miss Trotwood —dijo Uriah con sus artificiosas y burdas maneras de costumbre—. Micawber, avise usted a miss Agnes y a mi madre. Mi madre estará encantada de verlos a todos ustedes —dijo Uriah ofreciéndonos sillas.
—¿No está usted ocupado, míster Heep? —dijo Traddles, cuyos ojos encontraron su mirada astuta, que nos examinaba.
—No, míster Traddles —replicó Uriah volviendo a ocupar su asiento oficial, apretando la una contra la otra sus huesudas manos entre sus huesudas rodillas—. No tanto como yo quisiera, pues jueces tiburones y sanguijuelas no se conforman fácilmente, ¿sabe usted? Esto no quiere decir que míster Micawber y yo no tengamos que hacer suficiente, pues míster Wickfield apenas si puede ocuparse ya de ningún trabajo. Pero es para nosotros un gusto, así como un deber, el trabajar para él. ¿No ha tratado usted a míster Wickfield, creo, míster Traddles? Me parece que yo mismo sólo he tenido el honor de verle a usted una vez.
—No; no he tratado íntimamente a míster Wickfield —contestó Traddles—; de ser así quizá hubiese tenido ocasión de visitarle a usted hace ya tiempo, míster Heep.
Había algo en el tono de esta contestación que hizo a Uriah mirar al que hablaba con una expresión siniestra y suspicaz; pero viendo la cara bonachona de Traddles, sus modales sencillos, y sus cabellos erizados, siguió hablando con una sacudida en todo su cuerpo, pero especialmente en su garganta.
—Lo siento mucho, míster Traddles. Le hubiese usted admirado tanto como le admiramos todos; sus pequeños defectos habrían servido para que le apreciara más. Pero si quiere usted oír el elogio de mi asociado, diríjase a Copperfield. Está muy enterado de todo lo concerniente a esta familia, si es que todavía no le ha oído nunca.
No tuve tiempo de declinar el elogio (aun cuando hubiera estado dispuesto a hacerlo) porque Agnes entraba en aquel momento, escudada por míster Micawber. Me pareció que no estaba tan tranquila como de costumbre; era evidente que había pasado mucha ansiedad y fatiga; pero esto hacía resaltar más su serena belleza y su brillante amabilidad.
Vi que Uriah la observaba mientras nos saludaba, y me pareció un espíritu maligno acechando a un hada buena. Entre tanto, míster Micawber hizo una seña discreta a Traddles, al cual no le observaba nadie más que yo, y salió.
—No tiene usted necesidad de esperar —dijo Uriah.
Míster Micawber, con la mano puesta sobre la regla, seguía de pie delante de la puerta, contemplando a uno de los que estábamos allí; y ese individuo era, sin duda alguna, su patrón.
—¿Qué aguarda usted? —dijo Uriah—. Micawber, ¿no me ha oído usted decirle que se marche?
—Sí —dijo míster Micawber sin moverse.
—Entonces, ¿por qué espera usted? —dijo Uriah.
—Porque… me da la gana —contestó en un estallido míster Micawber.
Las mejillas de Uriah perdieron el color, sólo sus párpados estaban enrojecidos. Miró atentamente a míster Micawber, con la respiración entrecortada.
—No es usted más que un hombre intratable, como todo el mundo sabe —dijo con una sonrisa forzada—, y me temo que me obligue a que le despache. Salga usted. Luego hablaremos.
—Si hay en el mundo algún bribón —dijo míster Micawber estallando con la mayor vehemencia— con el cual he hablado ya demasiado, ese bribón es… Heep…
Uriah se echó hacia atrás como si le hubieran dado un golpe. Mirándonos lentamente, con la expresión más sombría y malvada que su cara podía expresar, dijo en voz baja:
—¡Oh! ¡Esto es una conspiración! Se han citado ustedes aquí. Se entienden ustedes con mi empleado, ¿no es cierto, Copperfield? Pero tengan ustedes cuidado, porque no les ha de salir bien. Ya nos conocemos ustedes y yo. No existe cariño entre nosotros. Desde que vino usted aquí no ha sido más que un intrigante, y ahora envidia usted mi posición; pero les advierto que no conspiren contra mí, porque yo sabré defenderme. Micawber, salga usted. Le hablaré en seguida.
—Míster Micawber —dije yo—, se ha efectuado un cambio rápido en este individuo en algunos aspectos; entre otros el muy extraordinario de decir la verdad sobre un punto, lo cual me demuestra que se halla rodeado de enemigos. ¡Trátele como se merece!
—Son ustedes gente muy amable —dijo Uriah, siempre en el mismo tono, secándose con su mano flaca y larga unas gotas de sudor que resbalaban por su frente— que viene a comprar a un empleado, la verdadera escoria de la sociedad (como usted mismo lo era, Copperfield, antes de que nadie tuviera compasión de usted) y a pagarle para que me calumnie. Miss Trotwood, mejor haría usted interrumpiendo esto antes de que haga yo detener a su marido, que sería en menos tiempo del que usted desea. ¡Para algo me he enterado de su historia privada, mi buena señora! Y usted, miss Wickfield, si tiene algún cariño a su padre, mejor haría no uniéndose con esta gentuza, si no quiere usted que lo arruine. Y ahora venga. Le tengo a usted bajo mis garras, Micawber; piénselo usted bien antes de obrar, si no quiere que le aplaste. Le recomiendo que se aleje mientras pueda. Pero, ¿dónde está mi madre? —dijo de repente, notando con alarma la ausencia de Traddles y tirando con fuerza de la campanilla—. ¡Bonito modo de comportarse en casa extraña!
—Míster Heep, está aquí —dijo Traddles volviendo con la digna madre de tan digno hijo—. Me he tomado la libertad de presentarme a ella yo mismo.
—¿Y quién es usted para presentarse? —preguntó Uriah—. ¿Qué es lo que quiere usted aquí?
—Soy el agente y amigo de míster Wickfield, caballero —dijo Traddles con tono tranquilo, como de hombre de negocios—, y tengo en mi bolsillo plenos poderes para actuar como procurador en su nombre en cualquier circunstancia.
—Ese viejo asno habrá bebido hasta perder el sentido —dijo Uriah, que cada vez iba poniéndose más feo—, y le habrán sonsacado ese acta por medios fraudulentos.
—Ya sabemos que le han sonsacado bastantes cosas por medios fraudulentos —contestó Traddles tranquilamente—. Y usted también lo sabe, míster Heep. Pero si usted quiere vamos a dejar este asunto para que lo trate míster Micawber.
—¡Ury! —empezó mistress Heep con inquietud.
—Detén tu lengua, madre; contestó él: «cuanto menos se habla, menos se yerra».
—¡Pero Ury!
—¿Quieres callarte, madre? ¡Déjame hablar!
A pesar de que sabía desde hace mucho que su servilismo era falso y que todo en él era mentira y simulación, no tenía ni idea de su hipocresía hasta que vi cómo se quitaba la careta. La rapidez con que se desprendió de ella cuando vio que era inútil; la malicia, la insolencia y el rencor que demostró; el placer que experimentaba aún en aquel momento por el daño cometido, me llenó de sorpresa a pesar de que por intuición creía ya detestarlo. No digo nada de la mirada que me lanzó mientras estaba de pie, mirándonos a unos después de otros, pues hacía tiempo que sabía que me odiaba y me acordaba de las marcas que mi mano le dejaron en la cara. Pero cuando sus ojos se fijaron en Agnes tenían una expresión de rabia que me hizo temblar; se veía que sentía cómo se le escapaba: ya no podía satisfacer su odiosa pasión, que le había hecho esperar el poseer una mujer cuyas virtudes era incapaz de apreciar. ¿Cómo podía ser posible que ella hubiera vivido ni una hora en compañía de semejante hombre?
Después de rascarse la barbilla y de mirarnos, con los ojos llenos de odio, a través de sus flacos dedos, se volvió hacia mí y me dijo en tono medio burlón, medio insolente: