—¡Eres un niño! —dijo Peggotty, muy entusiasmada con aquello.
—Bien —dijo míster Peggotty, con las piernas un poco separadas y paseando sus manos por encima, con expresión de profunda alegría y mirando alternativamente al fuego y a nosotros—. No sé si lo seré; al menos a la vista no.
—No del todo —observó Peggotty.
—No —dijo míster Peggotty riendo—, a la vista no; pero, reflexionándolo bien, me tiene sin cuidado, ¿saben ustedes?
Voy a decirles: Cuando miro a mi alrededor en esta linda casita de nuestra Emily… me siento… , me siento… —dijo míster Peggotty en un impulso de entusiasmo—. ¡No puedo decir más!; me parece que los objetos más insignificantes son, por decirlo así, una parte de ella misma; los cojo, los muevo y los toco con la misma delicadeza que si fueran nuestra Emily; lo mismo me ocurre con sus sombreritos y con todas sus cosas. No podría ver que se tratara mal cualquier objeto que le perteneciese, por nada del mundo. He aquí cómo soy un niño, si queréis bajo la forma de un gran erizo de mar —dijo míster Peggotty abandonando su seriedad para lanzar una sonora carcajada.
Peggotty y yo también reímos, pero no tan alto.
—Supongo que esto debe de provenir —continuó míster Peggotty con el rostro radiante y frotándose siempre las piernas— de haber jugado tanto con ella haciendo como que éramos turcos y franceses y toda clase de extranjeros, y hasta leones y ballenas, y qué sé yo cuántas cosas, cuando no me llegaba a las rodillas. De eso debe de provenir. ¿Veis muy bien esta vela, no? —dijo míster Peggotty, que continuaba riendo mientras nos la enseñaba—. Pues bien: estoy seguro de que cuando se haya casado y marchado la seguiré poniendo ahí igual que ahora. Estoy seguro de que cuando esté aquí por la noche (¿y dónde iría a vivir, os pregunto, sea cual sea la fortuna que me llegue?), cuando ella no esté aquí o no esté yo en su casa, pondré la luz en la ventana y me sentaré al lado del fuego haciendo como que la estoy esperando como ahora. Así soy un niño —dijo míster Peggotty con una nueva carcajada— bajo la forma de un erizo de mar. ¿Veis? En este momento, mientras veo brillar la luz, me digo: «Emily la ve, ya estará cerca». Y por eso os parezco un niño bajo la forma de un erizo de mar. Después de todo, no me equivoco —continuó míster Peggotty, interrumpiéndose en medio de su carcajada y palmoteando—, porque aquí está.
Pero no; era Ham, que venía solo. La lluvia debía de haber arreciado mucho desde que yo había entrado, pues Ham llevaba un gran sombrero de hule encajado hasta los ojos.
—¿Dónde está Emily? —dijo míster Peggotty.
Ham hizo un movimiento de cabeza como indicando que estaba en la puerta. Míster Peggotty quitó la luz de la ventana, la despabiló, la volvió a poner encima de la mesa y se puso a atizar el fuego, mientras Ham, que no se había movido, me dijo:
—Señorito Davy, ¿quiere usted venir fuera conmigo un momento para ver lo que Emily y yo tenemos que enseñarle?
Salimos. Al pasar a su lado por la puerta vi, con tanta sorpresa como susto, que estaba pálido como la muerte. Me empujó con precipitación fuera y volvió a cerrar la puerta tras de nosotros. Sólo estábamos los dos.
—Ham, ¿qué sucede?
—¡Señorito Davy! ¡Ay! ¡Su pobre corazón roto! ¡Cómo lloraba amargamente!
Yo estaba como petrificado a la vista de aquel dolor; no sabía qué pensar ni qué temer; no sabía más que mirarle.
—Ham, amigo mío; ¡en nombre del cielo, dime lo que ha ocurrido!
—Mi amor, señorito Davy; el orgullo y la esperanza de mi vida, por quien hubiera querido morir, por quien todavía querría morir, ¡se ha marchado!
—¿Se ha marchado?
—Emily ha huido, y piense cómo ha huido, cuando yo le pido a la bondad de Dios y a su misericordia que la mate (a ella, a quien quiero por encima de todo) antes que dejarla perderse y deshonrarse.
El recuerdo de la mirada que dirigió al cielo, cargado de nubes; del temblor de sus manos juntas, de la angustia que expresaba toda su persona, todavía ahora está unido en mi espíritu al de la vasta soledad de la playa. En la oscuridad de la noche, él era el único personaje de la escena.
—Usted es un sabio —dijo con precipitación— y sabrá lo mejor que puede hacerse. ¿,Cómo anunciárselo a su tío, señorito Davy?
Vi moverse la puerta, e instintivamente hice un movimiento para sujetar el picaporte desde el exterior, para ganar algún momento. Pero era demasiado tarde. Míster Peggotty asomó la cabeza, y no olvidaré nunca el cambio que se produjo en su expresión al vernos; no, aunque viviera quinientos años no lo olvidaría.
Recuerdo un gemido y un grito. Las mujeres le rodean, y estamos todos de pie en la habitación, yo teniendo en la mano un papel que Ham me acaba de entregar. Míster Peggotty, con el chaleco entreabierto, los cabellos en desorden, el rostro y los labios muy pálidos, la sangre, que debió salir de su boca, brillando en su pecho, me mira fijamente.
—Lea usted, señorito —dice lentamente, en voz baja y temblorosa—; haga el favor, para que trate de comprender.
En medio de un silencio de muerte leí una carta, medio borrada por las lágrimas, que decía:
Cuando recibas esta carta, tú que me amas infinitamente, más de lo que he merecido nunca, incluso cuando mi corazón era inocente, estaré ya muy lejos.
—Estaré lejos —repitió míster Peggotty lentamente—. Espere. Emily estará lejos, ¿y qué más?
Cuando deje mi querido hogar, ¡oh mi querido hogar!, por la mañana —la carta estaba fechada la víspera por la noche— será para no volver nunca, a menos que me traiga después de haber hecho de mí una señora. Encontraréis esta carta la noche del día de mi marcha, muchas horas después, en el momento en que esperéis verme. ¡Oh, si supierais cómo tengo el corazón destrozado! Si tú, Ham, sobre todo; tú, con quien tan mal me porto y que no podrás nunca perdonarme, ¡si supieras lo que sufro! Pero soy demasiado culpable para hablarte de mí. ¡Oh, sí!, consuélate con el pensamiento de que soy culpable. ¡Oh! Y, por piedad, dile a mi tío que no le he amado nunca ni la mitad que ahora. No recordéis toda la bondad y el afecto que me habéis demostrado; no recuerdes que debíamos casarnos; trata de convencerte de que llevo muerta desde que era pequeñita y de que estoy enterrada en cualquier parte. Que el cielo, del que no soy digna de implorar la piedad para mí, la tenga al menos para mi tío. Dile que nunca le he querido ni la mitad que ahora. Consuélale. Ama a alguna buena muchacha que sea para mi tío lo que yo era antes, que sea digna de ti y que te sea fiel; bastante tenéis con mi vergüenza para desesperaros. ¡Que Dios os bendiga a todos! Le rogaré a menudo por todos, de rodillas. Si no me trae hecha una señora, aunque no pueda rezar por mí misma rezaré por todos vosotros. Mi mayor ternura, para mi tío. Mis lágrimas y mi agradecimiento, para mi tío.
Era todo.
Míster Peggotty continuó largo tiempo mirándome después de haber terminado. Por fin me aventuré a cogerle una mano y a rogarle lo mejor que pude que tratara de recobrar el ánimo.
—¡Gracias, señorito, gracias! —me respondía sin moverse.
Ham le habló y míster Peggotty no fue impasible a su dolor, pues le estrechó la mano con todas sus fuerzas; pero eso era todo: continuaba en la misma actitud, y nadie se atrevía a molestarle.
Por fin, lentamente, separó los ojos de mi rostro, como si saliera de un sueño, y los paseó alrededor de la habitación; después dijo en voz baja:
—¿Quién es él? Quiero saber su nombre.
Ham me miró, y yo me sentí al momento anonadado por un golpe que me hizo retroceder.
—¿Sospechas de alguien? —dijo míster Peggotty—. ¿De quién?
—Señorito Davy —dijo Ham en tono suplicante—, salga usted un momento y déjeme que le diga lo que le tengo que decir. Usted no puede oírlo.
Sentí de nuevo el mismo golpe, y me dejé caer en una silla; traté de pronunciar una respuesta, pero mi lengua estaba helada y mis ojos turbados.
—Quiero saber su nombre —repetía míster Peggotty.
—Desde hace algún tiempo —murmuró Ham— hay un criado que ha venido algunas veces a rondar por aquí. Y también un caballero; se entendían.
Míster Peggotty continuaba inmóvil; pero miró a Ham.
—Al criado —continuó Ham— le han visto ayer tarde con… , con nuestra pobre niña. Estaba oculto en las cercanías desde hacía lo menos ocho días. Creían que se había marchado; pero solamente estaba oculto. ¡No se quede aquí, señorito Davy, no se quede!
Sentí que Peggotty me pasaba el brazo alrededor del cuello para arrastrarme; pero no hubiera podido moverme aunque la casa se me cayera encima.
—Esta mañana, casi antes de amanecer, se ha visto un coche desconocido con caballos de postas por la carretera de Norwich —continuó Ham—. El criado fue allí, volvió aquí y volvió allá. La última vez Emily iba con él. El otro estaba en el coche. ¡Es él!
—¡En nombre del cielo —dijo míster Peggotty retrocediendo y extendiendo la mano para rechazar un pensamiento que temía confesarse a sí mismo—, no me digas que se llama Steerforth!
—Señorito Davy —exclamó Ham con la voz rota—, no es culpa de usted… y estoy muy lejos de acusarle; pero… su nombre es Steerforth, y ¡es un miserable!
Míster Peggotty no lanzó un grito, no vertió una lágrima, no hizo un movimiento; pero al cabo de un rato pareció que se despertaba de pronto y se puso a descolgar un grueso capote, que estaba suspendido en un rincón del techo.
—Ayudadme un poco; estoy destrozado y no consigo hacer nada. Ayudadme un poco. ¡Bien! —añadió cuando se le hubo ayudado—. Ahora dadme mi sombrero.
Ham le preguntó dónde iba.
—Voy a buscar a mi sobrina, voy a buscar a mi Emily. Y antes voy a hundir el barco ese donde he debido ahogarle; sí, tan verdad como estoy vivo que lo habría hecho si hubiera podido sospechar lo que meditaba. Cuando estaba sentado frente a mí —dijo como un loco, extendiendo el puño cerrado—; cuando estaba sentado frente a mí, que me parta un rayo si no le hubiera ahogado y si no hubiera estado convencido de que obraba bien. ¡Voy a buscar a mi sobrina!
—¿Dónde? —exclamó Ham poniéndose delante de la puerta.
—¿Qué importa dónde? Voy a buscar a mi sobrina por el mundo. Voy a buscar a mi pobre niña en su vergüenza y a traerla conmigo. Que no me detengan. ¡Digo que voy a buscar a mi sobrina!
—No, no —exclamo mistress Gudmige, que vino a interponerse entre ellos en un acceso de dolor—; no, no, Daniel. En el estado en que estás, no. Irás a buscarla pronto, mi pobre Dan, es muy justo; pero ahora no. Siéntate y perdóname el haberte atormentado tanto, Dan… (¿qué son mis penas al lado de ésta?) y hablemos de los tiempos en que ella se quedó huérfana y Ham huérfano; cuando yo era una pobre viuda y tú me habías recogido. Esto calmará tu pobre corazón, Daniel —dijo apoyando su cabeza en el hombro de míster Peggotty—, y soportarás mejor tu dolor, pues ya conoces la promesa, Daniel: «Lo que hayas hecho por el menor de tus hermanos será como si me lo hubieras hecho a mí mismo», y esto no podrá por menos que cumplirse bajo este techo que nos ha servido de abrigo durante tantos años, ¡tantos años!
Parecía que se había vuelto insensible, y cuando le oí llorar, en lugar de ponerme de rodillas, como tenía ganas de hacer para pedirles perdón por el dolor que les había causado y para maldecir a Steerforth, hice más: di a mi corazón oprimido el mismo desahogo, y lloré con ellos.
El principio de un viaje largo
Supongo que lo que es natural en mí es natural en todo el mundo, y por eso no temo decir que nunca he querido más a Steerforth que en el momento en que los lazos que nos unían se habían roto. En la amarga angustia que me causaba el descubrimiento de su crimen recordaba más claramente que nunca sus brillantes cualidades; apreciaba más vivamente todo lo que había bueno en él; hacía más completa justicia a todas las facultades que hubieran podido hacer de él un hombre de una naturaleza noble y excepcional; lo veía todo más claro que en la época más ardiente de mi abnegación pasada; me resultaba imposible no sentir profundamente la parte involuntaria que había tenido en la mancha que caía sobre aquella familia honrada, y, sin embargo, creo que si me hubiera encontrado frente a frente con él no habría tenido fuerzas para dirigirle ni un solo reproche. Le hubiese amado tanto todavía, aunque mis ojos estuvieran abiertos; hubiese conservado un recuerdo tan tierno de mi afecto por él, que me temo habría sido débil como un niño que no sabe más que llorar y olvidar; pero claro que no se me ocurrió pensar en una reconciliación entre nosotros. Fue un pensamiento que no abrigué jamás. Sentía, como él mismo lo había sentido, que todo había terminado entre él y yo. Nunca he sabido qué recuerdo había conservado de mí; quizá no era más que un recuerdo ligero, fácil de desechar; pero yo, yo lo recordaba como a un amigo muy querido que me hubiera arrebatado la muerte.
Sí, Steerforth; desde que has desaparecido de la escena de este pobre relato, no digo que mi dolor no presentará involuntariamente testimonio contra ti ante el trono del Juicio Final; pero no temas que mi cólera ni mis reproches acusadores lo persigan por sí mismos.
La noticia de lo que acababa de ocurrir se extendió pronto por el pueblo, y al pasar por las calles al día siguiente por la mañana oía a los habitantes hablar de ello delante de sus puertas. Había muchas gentes que se mostraban muy severas con ella; otras, con él; pero sólo había una opinión respecto a su padre adoptivo o a su novio. Todo el mundo, de todas condiciones, demostraba por su dolor un respeto lleno de cuidados y delicadezas. Los marineros permanecieron alejados cuando los vieron andar lentamente por la playa muy de madrugada, y formaron grupos donde sólo se hablaba de ellos para compadecerlos.
Los encontré en la playa a la orilla del mar, y me habría sido fácil observar que no habían pegado ojo, aunque Peggotty no me hubiera dicho que la mañana les había sorprendido sentados todavía donde los había dejado la víspera. Parecían agotados, y me pareció que aquella sola noche había inclinado la cabeza de míster Peggotty más que todos los años transcurridos desde que yo le conocía. Pero los dos estaban graves y tranquilos como el mismo mar que se extendía ante nosotros sin una ola, bajo un cielo sombrío, aunque el oleaje duro demostrase claramente que respiraba dentro de su reposo y aunque una banda de luz que iluminaba el horizonte hiciera adivinar detrás la presencia, del sol, invisible todavía tras de las nubes.