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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico

De cómo un rey perdió Francia (31 page)

BOOK: De cómo un rey perdió Francia
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Detrás, siguiéndolo, iban los tres señores borgoñones: Joigny, Auxerre y Châtillon. «¿El rey?» «Va a Chauvigny.» «¡Vayamos, pues, a Chauvigny!»

Se sienten satisfechos, casi están sobre la hueste; podrán participar de la gran batalla.

De modo que llegan a Chauvigny, donde hay un gran castillo construido en el recodo del Vienne. Al atardecer se reúne allí un enorme contingente de tropas, una acumulación sin igual de carros y corazas.

Joigny, Auxerre y Châtillon gustan de la comodidad. Después de realizar una etapa muy dura, no desean caer en medio de semejante turba. ¿Para qué darse prisa? Más vale cenar bien, mientras los criados se ocupan de las monturas. Se quitan el yelmo, se aflojan las perneras y se echan al suelo, mientras se masajean los riñones y los muslos; después, van a cenar a un albergue que está cerca del río. Los escuderos, que conocen la glotonería de sus amos, han encontrado pescado, porque es viernes.

Después, irán a dormir (todo esto me lo relataron después, con mucho detalle). A la mañana siguiente se despiertan tarde y descubren el lugar vacío y silencioso.

—Buenas gentes, ¿y el rey?

Les indican la dirección de Poitiers.

—¿El camino más corto?

—Por la Chaboterie.

De modo que Châtillon, Auxerre y Joigny, seguidos por sus hombres, avanzan al trote largo por los caminos sembrados de maleza. Una hermosa mañana; el sol se filtra entre las ramas, pero no molesta demasiado. Tres leguas no cansan mucho. Llegarán a Poitiers en menos de media hora. Y de pronto, en el cruce de dos caminos, tropiezan con unos sesenta exploradores ingleses. Los franceses son más de trescientos. Es casi un regalo. Bajemos las viseras, empuñemos las lanzas. Los exploradores ingleses, que por lo demás son hombres de Hainaut mandados por los señores de Ghistelles y de Auberchicourt, dan media vuelta y emprenden la fuga. «¡Ah, cobardes! ¡Tras ellos, tras ellos! »

La persecución no dura mucho, porque de pronto Joigny, Auxerre y Châtillon caen sobre el grueso de la columna inglesa, que se cierra sobre ellos. Las espadas y las lanzas entrechocan un instante. ¡Los borgoñones se baten bien! Pero el número los abruma. « ¡Corred adonde está el rey, corred adonde está el rey si podéis! », gritan Auxerre y Joigny a sus escuderos, antes de ser desmontados y de verse obligados a rendir las armas.

El rey Juan estaba ya en las afueras de Poitiers cuando unos hombres del conde de Joigny, que habían podido escapar a una persecución furiosa, casi sin aliento, fueron a informarle. El monarca los felicitó. Se sentía muy reconfortado. ¿Porque —había perdido a tres importantes barones con sus contingentes? No, ciertamente; pero el precio no era muy elevado a cambio de la buena noticia recibida. El príncipe de Gales, a quien creía todavía delante, estaba detrás. Había conseguido su propósito; le había cortado el camino. Media vuelta hacia la Chaboterie.

¡Adelante, mis valientes! El combate, el combate... el rey Juan acababa de vivir el día más feliz de su vida.

¿Y yo, sobrino? ¡Ah! Yo había seguido por el camino de Châtellerault.

Llegué a Poitiers y me alojé en el obispado, y esa noche me enteré de todo lo ocurrido.

VI.- Las actividades del cardenal

Archambaud, no os sorprendáis si en Metz veis al delfín rindiendo homenaje a su tío el emperador. Naturalmente, por el delfinado, que corresponde al dominio imperial... Por supuesto, yo lo incité a eso; ¡incluso es uno de los pretextos del viaje! Ese acto de ningún modo humilla a Francia, todo lo contrario; confirma sus derechos sobre el reino de Arles, en caso de que se lo restablezca, pues el Vennois antaño estaba incluido. Y además es un buen ejemplo para los ingleses pues les demuestra que un rey o hijo de rey puede rendir homenaje a otro soberano sin que ello implique menoscabo, cuando algunas regiones de sus estados corresponden a la antigua soberanía del otro...

Es la primera vez, desde hace mucho tiempo, que el emperador parece decidido a inclinarse un tanto del lado francés. Pues hasta ahora, y pese a que su hermana Bonne fue la primera esposa del rey Juan, se mostraba más bien favorable a los ingleses. ¿Acaso no nombró vicario imperial al rey Eduardo, que se había mostrado muy hábil con él? Las grandes victorias de Inglaterra y el deterioro de Francia sin duda lo movieron a la reflexión. Un imperio inglés al lado del Imperio no le pareció una perspectiva muy grata. Siempre ocurre lo mismo con los príncipes alemanes; hacen todo lo posible para disminuir el poder de Francia, y después comprenden que eso en nada los beneficia, todo lo contrario...

Cuando estemos ante el emperador, os aconsejo, si llega a hablarse de Crécy, que no insistáis demasiado en esa batalla. En todo caso, no seáis el primero en nombrarla. Pues a diferencia de su padre Juan el Ciego, el emperador, que aún no era emperador, no hizo allí muy buen papel (no nos andemos con rodeos... sencillamente, se fugó). Pero tampoco habléis demasiado de Poitiers, un episodio que todos tienen en mente, ni creáis necesario exaltar el coraje infortunado de los caballeros franceses, y eso por consideración al delfín...

Pues tampoco él se distinguió por el exceso de valor. Es una de las razones por las cuales tropieza con dificultades cuando intenta afirmar su autoridad. ¡Ah, no! No será una reunión de héroes... Y bien, el delfín tiene cierta disculpa; y aunque no es un guerrero, no habría dejado de aprovechar la oportunidad que tuvo su padre...

Retomo la narración de lo que ocurrió en Poitiers, y os advierto que nadie podría hacerlo mejor que yo, ya veréis por qué. Habíamos llegado al sábado por la tarde, cuando los dos ejércitos saben que están uno muy cerca del otro, casi tocándose, y el príncipe de Gales comprende que ya no tiene muchas posibilidades.

El domingo muy temprano el rey oye misa, en medio del campo. Una misa de guerra. El oficiante lleva mitra y casulla sobre la cota de malla; es Regnault Chauveau, el conde-obispo de Châlons, uno de esos prelados que se sentirían mejor en las órdenes militares que en las religiosas...

Sobrino, veo que sonreís... Sí, pensáis que yo pertenezco al mismo género; pero yo aprendí a moderarme, puesto que Dios me indicó el camino.

Ese ejército arrodillado en los prados empapados de rocío, frente al burgo de Nouaillé, debe de haber parecido a Chaveau una visión de las legiones celestes. Las campanas de la abadía de Maupertuis repican en su gran campanario cuadrado. Y, sobre la altura, detrás de los matorrales que los disimulan, los ingleses oyen el formidable
Gloria
cantado por los caballeros franceses.

El rey comulga rodeado por sus cuatro hijos y su hermano de Orleans, todos ataviados con su equipo de combate. Los mariscales miran con cierta perplejidad a los jóvenes príncipes, a quienes han tenido que dar mandos pese a que no tienen experiencia de guerra. Sí, los príncipes son una carga. Si han traído incluso a los niños, el joven Felipe, el hijo preferido del rey, y su primo Carlos de Alençon. Catorce años, trece años; ¡qué molestias acarrean estos minúsculos caballeros!

El joven Felipe estará cerca de su padre, que desea cuidarlo personalmente, y se ha encomendado al arcipreste la protección del pequeño Alençon.

El condestable ha dividido el ejército en tres grandes cuerpos. El primero, formado por treinta y dos contingentes, está a las órdenes del duque de Orleans. El segundo está a las órdenes del delfín, duque de Normandía, ayudado por sus hermanos Luis de Anjou y Juan de Berry.

Pero en realidad están al mando Juan de Landas, Thibaut de Vodenay y el señor de Saint-Venant, tres hombres de guerra a quienes se ha ordenado rodear estrechamente al heredero del trono y gobernarlo. El rey asumirá el mando del tercer cuerpo.

Levantan a éste sobre la silla de su gran corcel blanco. Con la mirada recorre el ejército y se maravilla de verlo tan numeroso y tan colorido.

¡Cuántos yelmos, cuántas lanzas una al lado de la otra, formando hileras interminables! ¡Cuántos caballos robustos que sacuden la cabeza y agitan los arreos! De las sillas cuelgan las espadas, las mazas de guerra, las hachas de doble filo. Las lanzas enarbolan pendones y banderolas.

¡Qué vivos colores pintados en los escudos y las armaduras, bordados sobre las cotas de los caballeros y los arreos de sus monturas! Todo centellea y se agita, brilla iluminado por el sol de la mañana.

Ahora el rey se adelanta y exclama: «Mis buenos caballeros, cuando estabais en París, en Chartres, en Ruan o en Orleans, amenazabais a los ingleses y deseabais tenerlos frente a frente; ahora ha llegado el momento; están frente a nosotros. ¡Mostradles lo que podéis hacer, y venguemos las angustias y las decepciones que nos infligieron, pues sabe Dios que los derrotaremos!» Y después del enorme clamor que le responde: «Dios lo quiera. ¡Que así sea!», el rey espera. Antes de dar la orden de atacar, espera el regreso de Eustaquio de Ribemon, el baile de Lille y de Douai, a quien envió con un pequeño destacamento para determinar exactamente la posición inglesa.

Y el ejército entero espera, espera en silencio. Es un momento difícil éste en que se acerca el momento de atacar y la orden se demora. Pues todos se dicen: «Quizás hoy sea mi turno... es posible que vea este mundo por última vez.» Y bajo el protector de acero todos y cada uno sienten un nudo en la garganta, y los hombres ruegan a Dios con más sinceridad que durante la misa. El juego de la guerra de pronto se convierte en un hecho solemne y terrible.

El señor Godofredo de Charny llevaba el estandarte de Francia, un honor concedido por el propio rey, y me dicen que tenía el rostro transfigurado.

El duque de Atenas parecía muy tranquilo. Sabía por experiencia que ya había realizado la parte principal de su trabajo de condestable.

Apenas se iniciase el combate, ya no vería nada a más de doscientos pasos, y su voz se oiría a lo sumo a cincuenta; desde diferentes lugares del campo de batalla le enviarían escuderos que llegarían o no llegarían, y a los que llegaran les impartiría una orden que sería o no sería ejecutada. Que él estuviese allí, que los comandantes pudieran enviarle mensajes, que él respondiese con gestos, que diese muestras de aprobación, todo eso podía reconfortar. Tal vez una decisión adoptada en un momento crítico... Pero en esa gigantesca confusión de combates y clamores, en realidad ya no sería él quien mandaría, sino la voluntad de Dios. Y en vista del número de franceses, muy bien podría decirse que Dios ya se había pronunciado.

Por su parte el rey Juan comenzaba a irritarse porque Eustaquio de Ribemon no regresaba. ¿Lo habrían apresado, como el día anterior a Auxerre y Joigny? La sensatez imponía enviar un segundo grupo de reconocimiento. Pero el rey Juan ya no soporta la espera. Lo domina esa colérica impaciencia que crece en él siempre que el acontecimiento no obedece inmediatamente a su voluntad, y que le impide juzgar con equilibrio las cosas. Está a un paso de dar la orden de ataque... tanto peor, ya se verá... cuando al fin aparecen mi señor de Ribemon y sus hombres.

—Pues bien, Eustaquio, ¿qué noticias traéis?

—Muy buenas, señor; si Dios quiere tenéis asegurada una excelente victoria sobre vuestros enemigos.

—¿Cuántos son?

—Señor, los hemos visto y calculado. Creemos que los ingleses pueden ser dos mil hombres de armas, cuatro mil arqueros y mil quinientos auxiliares.

Montado en su corcel blanco, el rey sonríe con aire de vencedor. Mira el ejército de veinticinco mil hombres reunido a su alrededor.

—¿Y qué posición ocupan?

—¡Ah!, señor, una plaza fuerte. Podemos estar ciertos de que no resistirán mucho nuestras armas, pero ocupan un lugar apropiado.

Explica la distribución de los ingleses, a cierta altura, a ambos lados de un camino que asciende, bordeado por árboles de espeso follaje y arbustos, detrás de los cuales se alinean los arqueros. Para atacarlos no puede seguirse otro camino, y por éste pueden avanzar de frente solamente cuatro caballos. Por los restantes lados hay únicamente viñedos y bosques de pinos que impiden cabalgar. Los hombres de armas ingleses han apartado sus monturas y parecen dispuestos a combatir a pie, detrás de los arqueros que forman una especie de barrera. Y no será fácil desalojar a estos arqueros. «Mi señor Eustaquio, ¿cómo creéis que debemos acercarnos?»

El ejército entero tenía los ojos vueltos hacia el conciliábulo que reunía, alrededor del rey, al condestable, los mariscales y los principales jefes de los contingentes. Y también al conde de Douglas, que no se había separado del rey desde Breteuil. A veces algunos invitados nos cuestan muy caro. Guillermo de Douglas dijo: «Los escoceses siempre derrotamos a pie a los ingleses.» Y Ribemon apoya este criterio, y alude a las milicias flamencas. Como se ve, a la hora de entrar en combate los jefes se dedicaban a disertar sobre el arte militar. Ribemon desea formular una propuesta acerca del orden de ataque. Y Guillermo de Douglas lo aprueba. Y el rey invita a los demás a escucharlos, porque Ribemon es el único que exploró el terreno, y porque Douglas es el invitado que conoce bien a los ingleses.

De pronto, se imparte una orden, y todos la difunden y la repiten. «¡Desmonten!» ¿Qué? Después de tanta tensión y ansiedad, ahora que todos están preparados para afrontar la muerte, ¿no habrá combate? Un sentimiento de decepción domina a todos. Pero no, habrá combate, pero será a pie. Lucharán a caballo sólo trescientos caballeros que, dirigidos por los dos mariscales, abrirán una brecha en las filas de los arqueros ingleses. Y por allí los hombres de armas entrarán en torrente, para combatir mano a mano a los hombres del príncipe de Gales. Los caballos serán guardados muy cerca, para facilitar la persecución.

Audrehem y Clermont recorren los contingentes para elegir a los trescientos caballeros más fuertes, los más audaces y mejor armados; éstos irán al frente.

Los mariscales no están satisfechos, pues ni siquiera se los invita a opinar. Clermont intentó hablar y pidió que se reflexionara un momento.

El rey lo desairó:

—Mi señor Eustaquio vio, y mi señor de Douglas sabe. ¿Qué puede añadir ahora vuestro discurso?

—El plan del explorador y del invitado se convierte en el plan del rey.

—En ese caso, bastaría nombrar mariscal a Ribemon y condestable a Douglas —rezonga Audrehem.

Los que no participarán en la carga, a desmontar, a desmontar...

«¡Quitaos las espuelas y cortad las lanzas de modo que no sobrepasen los cinco pies! »

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