Antaño residí en su casa. Pues ha actuado con tal destreza que todas las figuras importantes del mundo cristiano pasan por su pequeña corte de Orthez, y así ha logrado que se convierta en una gran corte. Cuando estuve allí, vi a un conde palatino, a un prelado del rey Eduardo, a un primer chambelán del rey de Castilla, por no hablar de varios médicos prestigiosos, un célebre imaginero y grandes doctores en leyes. Y a todos se les dispensaba un trato espléndido.
Por lo que sé, únicamente el rey Lúsignan de Chipre tiene una corte tan brillante e influyente en un territorio tan reducido; pero dispone de más medios, gracias a los beneficios del comercio.
Febo tiene un modo rápido y amable de mostraros lo que posee: «Aquí están mis perros de caza... mis caballos... mi amante... mis bastardos... madame de Foix está muy bien, Dios sea loado. La veréis esta tarde.»
Por la tarde, en la larga galería que ordenó abrir sobre el flanco de su castillo, y desde donde se domina un horizonte montañoso, la corte entera se reúne y pasea, durante largo rato, todos con soberbios atavíos, mientras una sombra azul cae sobre el Béarn. De tanto en tanto se abren inmensas chimeneas llameantes, y entre las chimeneas el muro está pintado al fresco con escenas de caza, el trabajo de artesanos venidos de Italia. El invitado que no trajo todas sus joyas y sus mejores prendas, porque creyó que se dirigía a pasar un tiempo en un pequeño castillo montañés hace muy mal papel. Os lo advierto, por si un día os invitan a ese lugar... Madame Inés de Foix, que es navarra, hermana de la reina Blanca, y casi tan hermosa como ella, luce un vestido recamado de oro y perlas. Habla poco, o más bien se adivina que teme hablar. Escucha a los que cantan
Aqueres mountanes
, una pieza compuesta por su esposo, la misma que los bearneses se complacen en aprender de memoria.
Febo va de un grupo a otro, saluda primero a éste y después a aquél, recibe a un señor, cumplimenta a un poeta, se entretiene con un embajador, de pasada se informa de las cosas del mundo, sugiere un consejo, a media voz imparte una orden y gobierna conversando. Hasta que doce grandes antorchas sostenidas por criados de librea vienen a reclamarlo para cenar con todos sus invitados. A veces no se sienta a la mesa antes de medianoche.
Una tarde lo sorprendí, apoyado contra un arco de la galería abierta, suspirando frente al arroyo plateado y su horizonte de montañas azules:
«Demasiado pequeño, demasiado pequeño... Monseñor, se diría que la Providencia se complace perversamente, cuando tira los dados, en darnos lo que no cuadra a nuestro carácter.»
Acabábamos de hablar de Francia, del rey de Francia, y comprendí lo que me daba a entender. A menudo un gran hombre tiene que gobernar un pequeño territorio y el amplio reino corresponde al hombre débil. Y agregó: «Pero por pequeño que sea mi Béarn, creo que sólo a mí me pertenece.»
Sus cartas son extraordinarias. No omite ninguno de sus títulos. «Nos, Gastón III, conde de Foix, vizconde de Béarn, vizconde de Lautrec, de Marsan y de Castillon... —y qué más... ah, sí—: señor de Montesquieu y de Montpezart... —y después, oíd esto—: vicario de Andorra y de Capir...» Y firma: «Febo», exactamente como en los castillos y los monumentos que construye o embellece, donde aparece grabado en grandes letras: «Febo lo hizo.»
Sin duda, el personaje incurre en ciertas exageraciones, pero es necesario recordar que tiene sólo veinticinco años. Dada su edad, es muy hábil. También ha demostrado su coraje; fue uno de los más valerosos en Crécy. Tenía quince años. Ah, omití decirlo, y quizá no lo sabéis: es sobrino nieto de Roberto de Artois. Su abuelo desposó a Juana de Artois, la hermana de Roberto, la cual, inmediatamente después de quedar viuda, demostró tanto apetito por los hombres, llevó una vida tan escandalosa, provocó tantos embrollos (y podría provocar todavía muchos más... sí, sí, aún vive; tiene poco más de sesenta años y goza de excelente salud), que su nieto, nuestro Febo, se vio obligado a encerrarla en una torre del castillo de Foix, donde se la vigila de cerca. ¡Oh, es espesa la sangre de los Artois!
Y éste es el hombre de quien La Fôret, el arzobispo canciller, consigue que rinda homenaje, precisamente cuando todo parece contrariar la suerte del rey Juan. No, no os engañéis. Febo ha meditado bien su decisión, y procede así sólo para proteger la independencia de su pequeño Béarn. Aquitania limita con Navarra y el propio Febo tiene fronteras comunes con los dos países, de modo que la alianza de estos vecinos, ahora evidente, no le augura nada bueno; es una grave amenaza a sus breves fronteras. Le agradaría protegerse por el lado del Languedoc, donde ha sostenido muchas disputas con el conde de Armagnac, gobernador del rey. Entonces, aproximémonos a Francia, acabemos con este desacuerdo, y en vista de este propósito rindamos el homenaje al que estamos obligados por nuestro condado de Foix. Por supuesto, Febo solicitará la liberación de su cuñado de Navarra, eso está acordado, pero será una cuestión de forma, exclusivamente de forma, como si ése fuese el pretexto de la aproximación. Un juego refinado. Febo siempre podrá decir a los Navarra: «He rendido homenaje sólo para serviros.»
Gastón Febo no necesitó más que una semana para seducir París.
Había llegado con una nutrida escolta de hidalgos, muchos servidores, veinte carros para transportar su guardarropa y su mobiliario, una espléndida jauría y una parte de su colección de bestias salvajes. Este cortejo cubría un cuarto de legua. El criado de menor rango iba espléndidamente vestido, con la librea de Béarn; los caballos lucían gualdrapas de terciopelo de seda, como los míos. Ciertamente, un atuendo muy costoso, pero destinado a impresionar a la multitud. Febo consiguió lo que quería.
Los grandes señores se disputaban el honor de recibirlo. Todos los personajes importantes de la ciudad, los hombres del Parlamento, la universidad, las finanzas, e incluso los personajes de la Iglesia encontraban excusas para ir a saludarlo al palacio que su hermana Blanca, la reina viuda, le había prestado durante el tiempo que durase su estancia. Las mujeres deseaban contemplarlo, oír su voz y tocarle la mano. Cuando recorría las calles de la ciudad, los mirones lo reconocían por su cabellera dorada y se apiñaban a las puertas de las tiendas de los plateros y los tenderos en las cuales entraba. Reconocían también al escudero que lo acompañaba siempre, un gigante llamado Ernauton de España, quizá su hermanastro bastardo, del mismo modo que reconocían a los dos enormes perros pirenaicos que lo seguían llevados de la traílla por un criado. Un monito se mantenía en equilibrio sobre el lomo de uno de los perros... Un gran señor poco usual, más fastuoso que los más fastuosos, había llegado a la capital, y todos hablaban de él.
Os cuento todo esto en detalle ya que durante ese ingrato mes de julio nos hallábamos en la escalera del drama, y cada peldaño importa.
Archambaud, tendréis que gobernar un gran condado, y lo haréis en un tiempo que no será más fácil que éste; no es posible salir en pocos años del hondo abismo en el que hemos caído.
Recordad bien esto: cuando la naturaleza de un príncipe es mediocre o él está debilitado por la edad o por la enfermedad, no puede mantener la unidad de sus consejeros. Su entorno se divide y dispersa, pues cada uno se apropia los fragmentos de una autoridad que ya no se ejerce o que se ejerce mal; cada uno habla en nombre de un amo que ya no manda; cada uno construye para sí, la mirada puesta en el futuro. Se forman camarillas de acuerdo con las afinidades de la ambición o el temperamento. Las rivalidades se intensifican. Los fieles se agrupan de un lado y los traidores del otro, y éstos se creen fieles a su modo.
Pero llamo traidores a quienes traicionan el interés superior del reino.
A menudo se trata de personas incapaces de advertirlo; ven únicamente el interés de las personas y, sin embargo, por desgracia, son ellos quienes generalmente triunfan.
Alrededor del rey Juan existían dos partidos, como existen hoy dos partidos alrededor del delfín, pues se trata de los mismos hombres.
Por un lado, el partido del canciller Pierre de La Fôret, arzobispo de Ruan, con la ayuda de Enguerrando del Petit-Cellier; a mi juicio, los hombres más sagaces y los más interesados en el bien del reino. Del otro lado, Nicolás Braque, Lorris, y sobre todo, Simón de Bucy.
Quizá lo conozcáis en Metz. Ah, desconfiad siempre de él y de las personas que se le parecen. Un hombre de cabeza demasiado grande sobre un cuerpo demasiado breve, eso ya es mal signo; erguido como un gallo, bastante maleducado y violento tan pronto deja de mostrarse taciturno, y desborda un inmenso orgullo, aunque disimulado. Saborea el poder ejercido en la sombra, y nada le agrada tanto como humillar, e incluso perder a todos los que adquieren demasiada importancia o excesiva influencia sobre el príncipe. Imagina que gobernar es sólo engañar, mentir, concebir maquinaciones. No tiene grandes ideas, sólo planes mediocres, siempre sombríos, y los ejecuta con mucha obstinación. Tinterillo del rey Felipe, trepó hasta donde está ahora (primer presidente del Parlamento y miembro del Gran Consejo) conquistando una reputación de fidelidad porque es autoritario y brutal.
Se ha visto a este hombre impartiendo justicia y obligando a los solicitantes descontentos a arrodillarse en plena sala para pedirle perdón. También ordenó que ejecutasen de una vez a veintitrés burgueses de Ruan. Concede asimismo absoluciones arbitrarias, o posterga indefinidamente asuntos graves para mantener a la gente sometida a su voluntad. No descuida su fortuna; consiguió que el abate de Saint-Germaindes-Prés le otorgase la puerta de Saint-Germain, llamada también puerta de Bucy, y en ella cobra peaje sobre una buena parte de todo lo que entra en París.
Tan pronto La Fôret negoció el homenaje de Febo, Bucy se opuso y decidió que el acuerdo tenía que fracasar. Fue al encuentro del rey, que venía de Breteuil, y le dijo: «Febo os atrae a París para desplegar toda su riqueza... Febo recibió dos veces al preboste Marcel... Sospecho que Febo conspira con su mujer y la reina Blanca la fuga de Carlos el Malo... Es necesario exigir a Febo que rinda homenaje por Béarn... Febo no tiene buenas intenciones con vos... Cuidaos, cuando acogéis demasiado amablemente a Febo, no sea que ofendáis al conde de Armagnac, a quien mucho necesitáis en el Languedoc. Sí, el canciller La Fôret se muestra demasiado cordial con los amigos de vuestros enemigos... Y además, ¿qué es eso de llamarse Febo?» Y para irritar realmente al rey, le dio una mala noticia. Friquet de Fricamps había escapado del Châtelet gracias al ingenio de dos de sus domésticos. Los navarros ponían en jaque el poder real y recuperaban a un hombre muy hábil y peligroso.
De modo que, durante la cena que ofreció la víspera del homenaje, el rey Juan se mostró grosero y agresivo, y cuando se dirigía a Febo utilizaba la fórmula «Mi señor vasallo», y a veces le preguntaba: «¿Quedan hombres en vuestros feudos, después de haber retirado todos los que os escoltan y que vemos en mi ciudad?» También le dijo: «Me agradaría que vuestras tropas no volviesen a entrar en las tierras gobernadas por mi señor de Armagnac.»
Muy sorprendido, pues se había convenido con Pedro de La Fôret que se olvidarían estos incidentes, Febo replicó:
—Señor, primo mío, mis soldados no habrían tenido que entrar en Armagnac si no hubiese sido para rechazar a los que venían a atacarnos.
Pero puesto que habéis ordenado que cesen las incursiones de los hombres que obedecen a mi señor de Armagnac, mis caballeros no sobrepasarán sus fronteras.
A esto respondió el rey:
—Desearía que estuviesen más cerca de mí. He convocado a la hueste a Chartres, para marchar contra los ingleses. Espero que acudiréis puntualmente con los regimientos de Foix y Béarn.
—Los regimientos de Foix —dijo Febo—, serán convocados, como debe hacerlo un vasallo, tan pronto os haya rendido homenaje, señor, mi primo. Y los de Béarn los acompañarán, si así os place.
¡Vaya cena de confraternización! El arzobispo canciller, sorprendido e inquieto, trataba vanamente de suavizar la situación. Bucy tenía una expresión impenetrable. Pero en el fondo de sí saboreaba el triunfo. Se creía el auténtico dueño de la situación.
No se mencionó siquiera el nombre del rey de Navarra, pese a que la reina Juana y la reina Blanca estaban allí.
Cuando salían del palacio, Ernauton de España, el gigantesco escudero, dijo al conde de Foix (yo no estuve allí, pero así me lo contaron): « ¡He admirado vuestra paciencia. Si yo fuera Febo, no esperaría a que me infligiesen otro ultraje y partiría inmediatamente para mi Béarn!» A lo cual Febo respondió: «Y si yo fuese Ernauton, es exactamente el consejo que daría a Febo. Pero soy Febo y debo tener en cuenta ante todo el futuro de mis súbditos. No quiero ser el culpable de la ruptura y ponerme en una situación equivocada. Agotaré todas las posibilidades de acuerdo, hasta los límites del honor. Pero me temo que La Fôret me ha tendido una emboscada. A menos que un hecho que yo ignoro y que él ignora, haya trastornado al rey. Mañana lo veremos.»
Al día siguiente, después de misa, Febo entró en la gran sala del palacio. Seis escuderos sostenían la cola de su manto, y por una vez Febo no marchaba con la cabeza descubierta. Sostenía una corona, oro sobre oro. La cámara estaba ocupada por los chambelanes, los consejeros, los prelados, los capellanes, los principales personajes del Parlamento y los altos funcionarios. Pero el primero a quien Febo vio fue al conde de Armagnac, Juan de Forez, de pie, muy cerca del rey y como apoyado en el trono, en actitud arrogante. Al otro lado, Bucy fingía ordenar sus rollos de pergamino. Eligió uno y leyó, como si se tratase de una ocasión común y corriente: «Mi señor, el rey de Francia, mi señor, os recibe por el condado de Foix y el vizcondado de Béarn, que tenéis de su mano, y así os convertís en su hombre como conde de Foix y vizconde de Béarn, de acuerdo con las formas concertadas por sus antecesores, los reyes de Francia, y los vuestros. Arrodillaos.»
Se hizo el silencio. Después, Febo respondió con voz muy clara: «No puedo.»
Los presentes manifestaron su sorpresa, una sorpresa sincera en la mayoría, fingida en otros, con una pizca de placer. No es frecuente que en una ceremonia de homenaje sobrevenga un incidente de este tipo.
Febo repitió:
—No puedo. —Y agregó con voz muy clara—: Puedo doblar una rodilla, la de Foix. Pero no puedo doblar la de Béarn.