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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico

De cómo un rey perdió Francia (24 page)

BOOK: De cómo un rey perdió Francia
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Por eso pensaba refugiarme en mi litera, envolverme en pieles y mantenerme con vino caliente. Pero ocurre todo lo contrario; el aire se ha suavizado, el sol brilla y este diciembre es como una primavera. Esto ocurre a veces en Provenza; pero yo no esperaba tanta luz como la que ahora ilumina la campiña; esta tibieza que hace sudar a los caballos y que nos recibe apenas hemos entrado en Champaña.

Os aseguro que casi hacía menos calor el día que llegué a Breteuil, en Normandía, a principios de julio, para ver al rey.

Pues habiendo partido de Aviñón el veintiuno de junio, ya estábamos allí a doce de julio... Bien, ya lo recordáis; ya os lo dije... y el Capocci estaba enfermo, en efecto, por los trajines a los cuales yo lo había obligado.

¿Qué hacía en Breteuil el rey Juan? El sitio, el sitio del castillo, al cabo de una corta incursión normanda de la cual lo menos que puede decirse es que no representó un gran triunfo para él.

El duque de Lancaster desembarcó en Cotentin el dieciocho de junio.

Recordad las fechas; en este caso son importantes... ¿Los astros? Ah, no, no he estudiado especialmente los astros correspondientes a ese día. Lo que deseaba decir es que en la guerra el tiempo y la rapidez cuentan tanto como el número de tropas, y a veces más.

Tres días después se reúne en la abadía de Montebourg con los destacamentos del continente, el que Roberto Knolles, un buen capitán, trae de Bretaña, y el que reunió Felipe de Navarra. ¿Qué tienen estos tres hombres? Felipe de Navarra y Godofredo de Harcourt no traen más de un centenar de caballeros. Knolles aporta el contingente más nutrido: trescientos hombres de armas, quinientos arqueros, por otra parte no todos ingleses; hay bretones que vienen con Juan de Montfort, pretendiente al ducado, contra el conde de Blois, que es hombre de los Valois. Por su parte, Lancaster tiene apenas ciento cincuenta caballeros y doscientos arqueros; pero dispone de un importante contingente de caballos.

Cuando el rey Juan II supo el número de hombres de la fuerza enemiga, rió tanto que se le sacudió el cuerpo entero, del vientre a los cabellos. ¿Pensaban asustarlo contan lamentable ejército? Si eso era todo lo que su primo de Inglaterra podía reunir, no había motivo para inquietarse mucho. «Ya lo veis, Carlos, hijo mío; ya veis, Audrehem, que no era peligroso encarcelar a mi yerno; sí, tenía razón cuando me burlaba de los desafíos de estos pequeños Navarra, pues ahora sólo han podido obtener muy medrados aliados.»

Y se envanecía porque, desde principios de mes, había convocado a la hueste en Chartres. «Me mostré previsor, ¿no creéis, Audrehem? ¿Qué decís, Carlos, hijo mío? Ya veis que bastaba convocar a los primeros reclutas, y no a la totalidad de los hombres. Que estos buenos ingleses corran y se metan en el país. Caeremos sobre ellos y los arrojaremos a la boca del Sena.»

Según me dicen, pocas veces se lo había visto tan feliz, y creo en lo que me dijeron. Pues este vencido perpetuo gusta de la guerra, por lo menos en sueños. Iniciar la marcha, impartir órdenes montado a caballo, ser obedecido... pues en la guerra la gente obedece... por lo menos al comienzo; dejar a cargo de Nicolás Braque, de Lorris, de Bucy y del resto los problemas financieros o de gobierno; vivir entre hombres, sin mujeres alrededor; marchar, marchar sin descanso; comer sin desmontar, a grandes bocados, o bien al costado de camino, bajo un árbol ya cargado de pequeños frutos verdes; recibir los informes de los exploradores; pronunciar palabras grandiosas que todos repetirán: «Si el enemigo tiene sed, beberá su sangre»; apoyar la mano sobre el hombro de un caballero que enrojece de felicidad: «¡Nunca te fatigas, Boucicaut, tu excelente espada se mueve inquieta, noble Coucy! »

Y sin embargo, ¿ha conquistado una sola victoria? Jamás. A los veintidós años, designado por su padre jefe de campaña en Hainaut...

¡Ah, qué hermoso título: jefe de campaña! Pues bien, consiguió que los ingleses lo castigasen duramente. A los veinticinco años, con un título aún más hermoso, casi se diría que los inventa, señor de la conquista, costó muy caro a las poblaciones del Languedoc y, después de cuatro meses de sitio, no consiguió apoderarse de Aiguillon, en la confluencia del Lot y el Garona. Pero quien lo oye creerá que todos sus combates fueron proezas, por lamentable que haya sido el desenlace. Jamás un hombre ha adquirido tanta experiencia en la derrota.

Esta vez consiguió prolongar su placer.

Mientras él marchaba a Saint-Denis para enarbolar la oriflama y, sin prisas, se trasladaba a Chartres, el duque de Lancaster pasaba al sur de Caen, cruzaba el Dives e iba a dormir en Lisieux. El recuerdo de la incursión de Eduardo III, diez años antes, y sobre todo del saqueo de Caen, no se había borrado. Centenares de burgueses muertos en las calles, cuarenta mil piezas de lienzo confiscadas, todos los objetos preciosos llevados del otro lado de la Mancha y el incendio de la ciudad evitado por poco. En efecto, la población normanda no había olvidado, y ahora se apresuraba a dar paso a los arqueros ingleses. Sobre todo porque Felipe de Evreux-Navarra y el señor Godofredo de Harcourt decían a todos que estos ingleses eran amigos. La mantequilla, la leche y los quesos abundaban, y la sidra burbujeaba; en esos fértiles prados, los caballos no carecían de forraje. Después de todo, alimentar una noche a mil ingleses costaba menos que pagar al rey, el año entero, su tasa, el gravamen por la casa y el impuesto de ocho denarios por cada libra de mercancía.

En Chartres, Juan II comprobó que su hueste era menos numerosa y estaba menos preparada de lo que él había creído. Contaba con un ejército de cuarenta mil hombres. Apenas se había reunido un tercio.

Pero ¿no era suficiente, no era incluso demasiado en vista del adversario al que debía afrontar? «Eh, no pagaré a los que no se presentaron; mejor para mí. Pero quiero que se les advierta.»

En el tiempo que necesitó para instalarse en su tienda flordelisada y de enviar reprimendas («cuando el rey quiere, el caballero debe») por su parte, el duque de Lancaster estaba en Pont-Audemer, un feudo del rey de Navarra. Liberó el castillo, sitiado vanamente desde hacía varias semanas por una partida francesa, y reforzó un tanto la guarnición navarra, a la cual dejó provisiones para un año; después, enfiló hacia el sur y fue a saquear la abadía de Bec-Hellouin.

En el tiempo que el condestable, el duque de Atenas, necesitó para imponer un poco de orden en la mesnada de Chartres (pues los que se habían presentado esperaban desde hacía tres semanas y comenzaban a impacientarse) y, sobre todo, en el tiempo necesario para suavizar la discordia entre los dos mariscales, Audrehem y Juan de Clermont, que se odiaban sinceramente, Lancaster ya estaba bajo los muros del castillo de Conches, de donde desalojó a quienes lo ocupaban en nombre del rey.

Después, lo incendió. De modo que los recuerdos de Roberto de Artois, y los más recientes de Carlos el Malo, se convirtieron en humo. Ese castillo no está marcado por la felicidad. Luego, Lancaster se dirigió hacia Breteuil. Excepto Evreux, todos los lugares que el rey había querido ocupar porque pertenecían al feudo de su yerno fueron retomados uno tras otro.

«Aplastaremos en Breteuil a estos malvados», dijo envalentonado Juan II cuando su ejército al fin pudo marchar. De Chartres a Breteuil hay diecisiete leguas. El rey quiso que las recorrieran en una sola etapa.

Parece que, a partir de mediodía, el ejército francés comenzó a perder rezagados. Cuando los hombres llegaron, malhumorados, a Breteuil, Lancaster ya no estaba allí. Había tomado la ciudadela, aprisionado a la guarnición francesa e instalado en su lugar una tropa sólida mandada por un buen jefe navarro, Sancho López, a quien también dejó vituallas para un año.

Rápido para consolarse, el rey Juan exclamó: «Los destrozaremos en Verneuil, ¿no es así, hijo mío?» El delfín no se atrevió a decir lo que me confió después, a saber, que le parecía absurdo perseguir a mil hombres con casi quince mil. No deseaba parecer menos entusiasta que sus hermanos menores, que imitaban a su padre y fingían mucho ardor combativo, incluido el más joven, Felipe, que tiene apenas catorce años.

Verneuil, a orillas del Avre, es una de las puertas de Normandía. La expedición inglesa había pasado por ahí la víspera, como un torrente desbordado. Los habitantes vieron llegar al ejército francés como un río crecido.

El señor de Lancaster sabía lo que lo amenazaba, y se cuidó mucho de avanzar hacia París. Con el gran botín que había recogido en el camino, y un buen número de prisioneros, retomó prudentemente el camino del oeste. «Hacia Laigle, hacia Laigle, fueron a Laigle», indicaron los villanos. Cuando oyó esto, el rey Juan creyó que Dios lo favorecía. Ya veréis por qué. Ah, habéis comprendido... A causa de La Trucha que Huye, el asesinato de Carlos de España. El rey se dirigió al lugar donde se había perpetrado el crimen para ejecutar el castigo. No permitió que su ejército durmiese más de cuatro horas. En Laigle encontraría a los ingleses y los navarros, y al fin llegaría la hora de su venganza.

De modo que el nueve de julio, detenido frente al umbral de La Trucha que Huye, le costó un poco doblar la rodilla enfundada en hierro.

¡Extraño espectáculo para el ejército, un rey rezando y llorando a la puerta de un albergue! Veía al fin las lanzas de Lancaster, a dos leguas de Laigle, en el límite del bosque de Tuboeuf. Todo esto, sobrino, acababa de ocurrir cuando me lo contaron, tres días después.

—Asegurad los yelmos, formad en orden batalla —gritó el rey.

Y entonces, por esta vez de acuerdo, el condestable y los dos mariscales se opusieron.

—Señor —declaró bruscamente Audrehem—, me habréis visto siempre dispuesto a serviros.

—Y a mí también —dijo Clermont—. Pero sería una locura entrar ahora mismo en batalla. No es posible exigir un solo paso más a las tropas.

Hace cuatro días que no les dais respiro, y hoy mismo nos habéis obligado a marchar con más prisa que nunca. Los hombres no tienen aliento, miradlos; los arqueros tienen los pies ensangrentados, y si no pudiesen apoyarse en la pica caerían al suelo.

—¡Ah! ¡Siempre la misma gentuza que demora la marcha! —exclamó irritado Juan II.

—Los que cabalgan no están mejor —replicó Audrehem—. Muchas monturas están llagadas a causa de la carga que llevan, y otras cojean, y no ha sido posible reparar las herraduras. Los hombres de armadura, con semejante marcha, en vista del calor que hizo, tienen el culo sangrante. No esperéis nada de vuestra tropa mientras no haya descansado.

—Además, señor —insistió Clermont—, ved en qué territorio atacaremos.

Frente a nosotros hay un bosque denso, y allí se ha retirado el señor de Lancaster. Le será fácil retirar a sus hombres y, en cambio, nuestros arqueros dispararán a la maleza y nuestras lanzas cargarán contra los troncos de los árboles.

El rey Juan tuvo un acceso de cólera y maldijo a los hombres y las circunstancias que se oponían a su voluntad. Después, adoptó una de esas decisiones sorprendentes, de las que mueven a sus cortesanos a llamarlo el Bueno, porque así consiguen que otros repitan el halago.

Envió a sus dos principales escuderos, Pluyan du Val y Juan de Corquilleray, a decir al duque de Lancaster que lo desafiaba y lo invitaba a presentar batalla. Lancaster estaba en un claro, los arqueros formados delante, mientras varios exploradores observaban al ejército francés y vigilaban las vías de retirada. El duque de ojos azules vio acercarse, escoltados por algunos hombres de armas, a los dos escuderos reales que sostenían un pendón con la flor de lis al extremo de la lanza, y que tocaban una corneta como heraldos de torneo. Rodeado por Felipe de Navarra, Juan de Montfort y Godofredo de Harcourt, escuchó el siguiente discurso, pronunciado por Pluyan du Val.

El rey de Francia llegaba a la cabeza de un ejército inmenso, y en cambio el duque tenía un pequeño grupo de guerreros. De modo que el monarca francés proponía a dicho duque un enfrentamiento al día siguiente, con el mismo número de caballeros por ambas partes, cien, o cincuenta, o incluso treinta, en un lugar que se determinaría de acuerdo con las reglas del honor.

Lancaster recibió cortésmente la propuesta del rey «que decía serlo de Francia pero que no por eso dejaba de ser un reputado caballero. Afirmó que estudiaría la propuesta con sus aliados, a quienes designó con la mano, pues era demasiado seria para resolverla solo. Los dos escuderos creyeron que de estas palabras podían deducir que Lancaster respondería a la mañana siguiente.

Fundándose en estas seguridades, el rey Juan ordenó que levantasen su tienda y se acostó a dormir. Y la noche de los franceses fue la de un ejército con muchos ronquidos.

A la mañana siguiente, el bosque de Tuboeuf estaba vacío. Había rastros del paso de una tropa, pero los ingleses y los navarros habían desaparecido. Lancaster había replegado prudentemente a su gente en dirección a Argentan.

El rey Juan II manifestó su desprecio por estos enemigos desprovistos de lealtad, buenos únicamente para el pillaje cuando nadie los enfrentaba, individuos que se eclipsaban apenas se les plantaba cara.

«Llevamos la Estrella en el corazón, y en cambio la Jarretera es símbolo de cobardía. Eso es lo que nos distingue. Éstos son los caballeros de la fuga.»

Pero ¿se le ocurrió perseguirlos? Los mariscales propusieron enviar a las compañías más frescas por el camino que había seguido Lancaster; los sorprendió que Juan II rechazara la idea. Se hubiera dicho que creía ganada la batalla apenas el adversario se abstenía de aceptar el desafío.

Por lo tanto, se decidió regresar a Chartres para disolver allí a la hueste. De pasada, recuperarían Breteuil.

Audrehem le advirtió que la guarnición dejada en Breteuil por Lancaster era numerosa, estaba bien mandada y bien atrincherada.

—Señor, conozco ese lugar; no es fácil ocuparlo.

—Entonces, ¿por qué los nuestros se dejaron desalojar? —dijo el rey Juan—. Yo mismo mandaré el sitio.

Y allí, sobrino mío, vi al rey, en compañía de Capocci, el doce de julio.

II.- El sitio de Breteuil

El rey Juan nos recibió ataviado con su atuendo de guerra, como si pensara desencadenar un ataque media hora después. Nos besó el anillo, nos pidió noticias del Santo Padre, y sin escuchar la respuesta un tanto larga y florida iniciada por Nicola Capocci, me dijo: «Monseñor de Périgord, llegáis a tiempo para asistir a un hermoso sitio. Sé cuánto valor hay en vuestra familia, y que sus miembros son expertos en las artes de la guerra. Vuestros parientes siempre han prestado digno servicio al reino, y si no fuerais príncipe de la Iglesia, sin duda seríais mariscal de mi hueste. Estoy seguro de que aquí os sentiréis complacido.»

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