De muerto en peor (26 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: De muerto en peor
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—Tomaré una hamburguesa con queso y patatas fritas —dijo Jason. Su elección habitual.

—¿Y tú, Crystal? —pregunté, con toda la simpatía que me era posible. Al fin y al cabo, era mi cuñada.

—Oh, no tengo dinero para tomar nada más —respondió.

Me quedé sin saber qué decir. Lancé una mirada inquisitiva a Jason y él se encogió de hombros, un movimiento con el que quería decirme: «He cometido una estupidez y me he equivocado, pero no pienso echarme atrás, porque soy tozudo como una muía».

—Te invito yo, Crystal —dije en voz baja—. ¿Qué te apetece?

Miró de reojo a su marido.

—Lo mismo que él, Sookie.

Tomé nota de su pedido en una hoja aparte y me acerqué a la ventanilla pasaplatos para llevarlo a cocina. Tenía los nervios a flor de piel y Jason había encendido una cerilla y la había lanzado para encender mi malhumor. Pude leer con claridad la historia en sus respectivas cabezas y, cuando comprendí qué sucedía, me enfadé con la actitud de ambos.

Crystal y Jason se habían instalado en casa de Jason, pero Crystal se desplazaba casi a diario a Hotshot, el lugar donde se sentía cómoda y donde no tenía que fingir nada. Estaba acostumbrada a vivir rodeada de los suyos y sobre todo echaba de menos a su hermana y a los niños de su hermana. Tanya Grissom había alquilado una habitación a la hermana de Crystal, la habitación en la que había vivido Crystal hasta que se casó con Jason. Crystal y Tanya se habían hecho amigas al instante. La ocupación favorita de Tanya era ir de compras y Crystal la había acompañado ya varias veces. De hecho, se había gastado todo el dinero que Jason le había dado para los gastos de la casa. Y a pesar de sus múltiples escenas y promesas, lo había hecho dos meses seguidos.

Ahora, Jason se negaba a darle más dinero. Era él quien se encargaba de la compra, de la comida y de recoger la ropa en la tintorería, y pagaba personalmente todas las facturas. Le había dicho a Crystal que si quería dinero para sus gastos, tendría que buscarse un trabajo. Crystal, sin experiencia y embarazada, no había logrado encontrar nada y estaba sin un céntimo.

Jason intentaba imponer sus principios, pero con lo de humillar a su esposa en público se equivocaba de todas todas. Mi hermano podía llegar a ser un idiota rematado.

¿Y qué podía hacer yo para mejorar la situación? La verdad es que nada. Tenían que solucionarlo ellos solitos. Tenía ante mí a dos personas estúpidas que nunca madurarían y era muy poco optimista respecto a las posibilidades de éxito de la pareja.

Con una intensa punzada de inquietud, recordé sus excepcionales votos de matrimonio. A mí, al menos, me parecieron extraños, aunque imaginé que debían de ser la norma en Hotshot. Como pariente más próxima a Jason, había tenido que prometer que aceptaría el castigo si Jason se portaba mal, del mismo modo que Calvin, el tío de Crystal, había tenido que prometer lo mismo en nombre de ella. Realizar aquella promesa había sido una imprudencia por mi parte.

Cuando les llevé los platos a la mesa, vi que los dos estaban en esa fase de pelea de «mandíbulas apretadas y mirar a cualquier parte menos al otro». Serví los platos con cuidado, les dejé un frasco de kétchup Heinz y salí pitando. Ya me había entrometido demasiado pagándole la comida a Crystal.

Pero había una persona implicada a la que sí podía abordar, y en aquel mismo momento me prometí que lo haría. Toda mi rabia e infelicidad se concentró en Tanya Grissom. Me apetecía de verdad hacerle algo terrible a aquella mujer. ¿Qué demonios andaba buscando revoloteando en torno a Sam? ¿Cuál era su objetivo al querer arrastrar a Crystal hacia aquella espiral de gastos? (Y ni por un momento pude creerme que fuera casualidad que la mejor nueva amiga de Tanya resultara ser mi cuñada). ¿Estaría Tanya tratando de sacarme de mis casillas? Era como tener un tábano zumbando a tu alrededor y posándose sobre ti de vez en cuando... pero nunca el tiempo suficiente como para aplastarlo. Mientras seguía realizando mi trabajo con el piloto automático, reflexioné sobre qué podía hacer para alejarla de mi órbita. Por primera vez en mi vida, me pregunté si podía inmovilizarla a la fuerza para leerle su mente. No sería fácil, pues Tanya era una cambiante, pero me serviría para descubrir qué era lo que quería. Y tenía la convicción de que la información que obtuviera me ahorraría muchos dolores de cabeza, muchos.

Mientras tramaba, planeaba y me subía por las paredes, Crystal y Jason comían en silencio y Jason pagó con mordacidad su cuenta mientras yo me ocupaba de la de Crystal. Se marcharon, y me pregunté cómo sería el resto de su velada. Me alegré de no tener ningún papel que desempeñar en la misma.

Sam lo había observado todo desde detrás de la barra y me preguntó en voz baja:

—¿Qué les pasa a esos dos?

—Es la tristeza de los recién casados —dije—. Graves problemas de adaptación.

Se quedó preocupado.

—No permitas que te metan en ello —dijo, aunque luego me pareció que se arrepentía de haber abierto la boca—. Lo siento, no pretendía darte un consejo que no me habías pedido —dijo.

Empezaron a picarme los ojos. Sam me daba consejos porque yo le importaba. Y en un estado tan desquiciado como el mío, eso provocaba lágrimas sentimentales.

—Tranquilo, jefe —dije, tratando de que mi comentario sonase alegre y despreocupado. Giré sobre mis talones y fui a controlar mis mesas. El sheriff Bud Dearborn estaba sentado en mi sección, lo cual era excepcional. Normalmente, si veía que estaba yo de turno, elegía sentarse en la otra parte. Bud tenía delante de él una cestita con aros de cebolla, regados con kétchup, y estaba leyendo un periódico de Shreveport. El artículo de portada rezaba: «LA POLICÍA BUSCA A SEIS PERSONAS», y me detuve para pedirle a Bud si podría dejarme el periódico cuando hubiera terminado con él.

Me miró con recelo. Sus ojitos en su cara machacada me miraron como si sospechara que iba a encontrar un cuchillo de carnicero ensangrentado colgado en mi cinturón.

—Por supuesto, Sookie —dijo después de una prolongada pausa—. ¿Tienes quizá a alguno de los desaparecidos escondidos en tu casa?

Le lancé una radiante sonrisa, transformando mi ansiedad en ese gesto luminoso de quien no está completamente cuerdo.

—No, Bud, sólo quería saber qué sucede en el mundo. Últimamente no me entero de nada.

—Te lo dejaré sobre la mesa —dijo Bud, y se puso a leerlo de nuevo. Creo que me habría colgado el muerto de Jimmy Hoffa
[1]
de haberse imaginado la manera de poder hacerlo. No quiero decir con ello que me tuviera por una asesina, pero sí por una persona sospechosa y tal vez implicada en asuntos que no quería que sucediesen en su jurisdicción. Bud Dearborn y Alcee Beck opinaban lo mismo al respecto, sobre todo desde la muerte de aquel hombre en la biblioteca. Por suerte para mí, acabó resultando que el hombre tenía un historial delictivo más largo que mi brazo; y no sólo de delitos normales, sino lleno de crímenes violentos. Aunque Alcee sabía que yo había actuado en defensa propia, no confiaba en mí... como tampoco lo hacía Bud Dearborn.

Cuando Bud hubo terminado su cerveza y sus aros de cebolla y partió dispuesto a sembrar el terror entre los malhechores del condado de Renard, cogí el periódico, me lo llevé a la barra y leí el artículo acompañada de Sam que leía por encima de mi hombro. Sam se había mantenido deliberadamente alejado de las noticias después del baño de sangre que había tenido lugar en el parque empresarial vacío. Estaba segura de que la comunidad de hombres lobo no conseguiría ocultar algo tan grande; lo único que podían hacer era embarrar las pistas que la policía iba a seguir. Y resultó ser así.

Transcurridas más de veinticuatro horas, la policía continúa desconcertada en su búsqueda de los seis ciudadanos de Shreveport desaparecidos. El mayor obstáculo es la dificultad de encontrar a alguien que viera a cualquiera de los desaparecidos después de las diez de la noche del miércoles.

«Resulta imposible encontrar alguna cosa que tuvieran en común», afirma el detective Willie Cromwell.

Entre los desaparecidos de Shreveport se encuentra un detective de la policía, Cal Myers; Amanda Whatley, propietaria de un bar en el centro de Shreveport; Patrick Furnan, propietario del concesionario de Harley-Davidson de la ciudad, así como su esposa, Libby; Christine Larrabee, viuda de John Larrabee, inspectora escolar jubilada; y Julio Martínez, piloto de la base aérea de Barksdale. Vecinos de los Furnan han declarado que durante el día previo a la desaparición de Patrick Furnan no vieron en ningún momento a Libby Furnan, y la prima de Christine Larrabee afirma que lleva tres días sin conseguir contactar por teléfono con Larrabee, por lo que la policía especula que ambas mujeres pudieron sufrir una acción criminal antes de la desaparición de los demás.

La desaparición del detective Cal Myers tiene ansiosa a la policía. Su pareja de patrulla, el detective Mike Loughlin, ha declarado: «Myers era uno de los detectives recientemente ascendidos y aún no habíamos tenido tiempo para conocernos muy bien. No tengo ni idea de lo que puede haberle ocurrido». Myers, de 29 años de edad, llevaba siete años en el cuerpo de policía de Shreveport. No estaba casado.

«Si han muerto todos, a estas alturas cabría esperar como mínimo la aparición de un cuerpo», declaró ayer el detective Cromwell. «Hemos inspeccionado sus viviendas y sus puestos de trabajo en busca de pistas, y hasta el momento no hemos encontrado nada».

Para intensificar el misterio, el lunes resultó asesinada otra ciudadana de Shreveport, María Estrella Cooper, ayudante de fotógrafo, que falleció apuñalada en su apartamento situado junto a la Autopista 3. «El apartamento parecía una carnicería», dijo el casero de Cooper, que fue de los primeros en llegar a la escena del crimen. Hasta el momento, el asesinato carece de sospechosos. «Todo el mundo quería a María Estrella», afirmó su madre, Anita Cooper. «Era inteligente y bonita».

La policía no sabe aún si la muerte de Cooper está relacionada con las desapariciones.

Aparte de todo esto, Don Dominica, propietario de Don's RV Park, informó de la ausencia de los propietarios de tres autocaravanas que llevan una semana estacionadas en su camping. «No estoy seguro de cuánta gente había en cada vehículo», declaró. «Llegaron todos juntos y alquilaron las parcelas por un mes. El nombre que aparece en el contrato de alquiler es Priscilla Hebert. Creo que en cada autocaravana había como mínimo seis personas. Me parecieron gente normal».

Ante la pregunta de si sus pertenencias seguían allí, Dominique respondió: «No lo sé; no lo he mirado. No tengo tiempo para esas cosas. Pero hace días que no se les ve el pelo».

Otros residentes en el camping comentaron que no se habían relacionado con los recién llegados. «Eran muy reservados», dijo uno de ellos.

El jefe de la policía, Parfit Graham, dijo: «Estoy seguro de que resolveremos los crímenes. Acabará surgiendo esa pieza de información que necesitamos. Mientras tanto, si alguien conoce el paradero de alguna de estas personas, se ruega llame a la policía».

Reflexioné sobre el tema. Me imaginé la llamada: «Toda esa gente murió como resultado de la guerra de los hombres lobo», diría. «Todos eran lobos, y todo empezó cuando una manada hambrienta y sin hogar del sur de Luisiana decidió que podía sacar provecho a los desacuerdos entre las filas de la manada de Shreveport».

No creo que me escucharan.

—De modo que aún no han encontrado el lugar de los hechos —dijo en voz muy baja Sam.

—Me imagino que era un lugar perfecto para el encuentro. —Pero tarde o temprano... —Sí. Me pregunto qué quedará por allí. —La gente de Alcide ha tenido hasta ahora tiempo suficiente —dijo Sam—. Poca cosa, me imagino. Seguramente habrán incinerado los cadáveres en cualquier lugar apartado. O los habrán enterrado en el terreno de alguien.

Me estremecí. Di gracias a Dios por no haber tenido que formar parte de aquello; al menos, no sabía dónde habían enterrado los cuerpos. Después de repasar mis mesas y servir algunas bebidas más, volví a coger el periódico y lo abrí por la sección de necrológicas. Y cuando leí la columna con el titular «Fallecimientos en el estado», me quedé tremendamente sorprendida.

SOPHIE-ANNE LECLERQ, destacada mujer de negocios, residente en Baton Rouge desde el paso del Katrina, falleció de Sino-SIDA en su casa. Leclerq, vampiro, poseía extensas propiedades en Nueva Orleans y en muchos lugares del estado. Fuentes próximas a ella dicen que llevaba más de cien años residiendo en Luisiana.

Nunca había visto la necrológica de un vampiro. Y aquella era una invención de cabo a rabo. Sophie-Anne no había muerto de Sino-SIDA, la única enfermedad que los humanos podían transmitir a los vampiros. Sophie-Anne seguramente había sufrido más bien un ataque agudo de «Estaca». Los vampiros temían al Sino-SIDA, claro está, pero no era tan fácil de transmitir. En este caso, al menos proporcionaba una explicación aceptable para la comunidad de los hombres de negocios en cuanto a por qué las posesiones de Sophie-Anne estaban siendo gestionadas por otro vampiro, y era una aclaración que nadie iba a cuestionar con detalle, pues no había quien pudiera desmentir aquella afirmación. Para salir en el periódico de hoy, alguien tenía que haber llamado justo después de su asesinato, quizá incluso antes de que estuviera muerta. Qué asco. Me estremecí.

Me pregunté qué le habría sucedido realmente a Sigebert, el leal guardaespaldas de Sophie-Anne. Victor había insinuado que había fallecido junto a la reina, pero no lo había llegado a decir. Me costaba creer que el guardaespaldas siguiera con vida. Jamás habría permitido que alguien se acercara lo suficiente a Sophie-Anne como para matarla. Sigebert llevaba tantos años a su lado, centenares y centenares, que no creía que hubiera podido sobrevivir a su pérdida.

Dejé el periódico sobre la mesa del despacho de Sam abierto por la página de las necrológicas, imaginándome que el bar era un lugar demasiado frecuentado como para ponernos a hablar del tema, aun teniendo tiempo. Había entrado una riada de clientes. Iba como una loca intentando servirlos a todos y recibiendo, también, buenas propinas. Pero después de la semana que había tenido, no sólo me costaba sentirme satisfecha con aquel dinero, como hubiera sucedido en condiciones normales, sino que además me resultaba imposible sentirme tan alegre como habitualmente lo hacía en el trabajo. Me limité, pues, a hacer todo lo posible para sonreír y responder cuando me hablaban.

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