De muerto en peor (8 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: De muerto en peor
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—Creo que puedes concederme una noche —dijo Eric—. No me parece que Quinn te tenga muy ocupada.

—Un comentario malvado por tu parte.

—Es Quinn quien es cruel, prometiéndote que estaría aquí y no siendo fiel a su palabra. —La voz de Eric tenía un elemento oscuro, un tono subterráneo de rabia.

—¿Sabes lo que le ha pasado? —le pregunté—. ¿Sabes dónde está?

Se produjo un silencio significativo.

—No —dijo Eric con delicadeza—. No lo sé. Pero hay alguien que quiere conocerte. Le prometí que me encargaría del encuentro. Me gustaría llevarte personalmente a Shreveport.

De modo que no era una cita «cita».

—¿Te refieres a ese tipo, Jonathan? Vino a la boda y se presentó. Tengo que decir que no me gusto mucho. Sin ánimo de ofensa, si es amigo tuyo.

—¿Jonathan? ¿Qué Jonathan?

—Me refiero a ese tipo asiático... ¿quizá tailandés? Estaba anoche en la boda de los Bellefleur. Dijo que quería verme porque estaba en Shreveport y había oído hablar mucho de mí. Dijo que estaba contigo, como cualquier buen vampiro que esté de visita.

—No lo conozco —dijo Eric. Su voz sonó mucho más seca—. Preguntaré por aquí en Fangtasia por si alguien lo ha visto. Y le preguntaré a la reina por tu dinero, aunque no es..., no es ella misma. Y bien, ¿harás, por favor, lo que te pido que hagas?

Le hice una mueca al teléfono.

—Supongo que sí —dije—. ¿Con quién tengo que reunirme? ¿Y dónde?

—Tendré que dejar que el «quién» siga siendo un misterio —respondió Eric—. Y en cuanto al «dónde», iremos a cenar a un buen restaurante. Podría decirse que «informal elegante».

—Tú no comes. ¿Qué harás?

—Te presentaré y me quedaré todo el tiempo que necesites

Un restaurante con gente me parecía bien.

—De acuerdo —dije, no muy entusiasmada—. Salgo de trabajar hacia las seis, seis y media.

—Te recogeré a las siete.

—Dame hasta las siete y media. Tengo que cambiarme. —Sabía que mi voz sonaba malhumorada, pero era así exactamente como me sentía. Odiaba tanto misterio en torno a aquel encuentro.

—Te sentirás mejor cuando me veas —dijo. Maldita sea, tenía toda la razón.

Capítulo 4

Miré el calendario con «La palabra del día» mientras esperaba que mi plancha para alisar el pelo se calentara. «Epiceno». Caramba.

Como no sabía a qué restaurante iríamos, ni tampoco con quién me iba a encontrar, elegí la opción con la que me sentía más cómoda y me puse una camiseta azul de seda que Amelia decía que le quedaba grande y unos pantalones negros de vestir con zapatos de tacón negros. No suelo llevar muchas joyas, de modo que me decanté por una cadena de oro y unos pendientes discretos, también de oro. Había tenido una dura jornada de trabajo, pero sentía demasiada curiosidad por la velada que tenía por delante como para estar cansada.

Eric llegó puntual y sentí (oh, sorpresa) una oleada de placer en cuanto le vi. No creo que fuera del todo debido al vínculo de sangre que existía entre nosotros. Creo que cualquier mujer heterosexual notaría algo parecido al ver a Eric. Era un hombre alto y en su tiempo debió de ser un gigante. Estaba hecho para blandir una espada con la que acallar a sus enemigos. El cabello dorado de Eric caía como la melena de un león desde una frente despejada. No tenía nada de epiceno, tampoco nada etéreamente bello. Era todo masculinidad.

Eric se inclinó para darme un beso en la mejilla. Me sentía cómoda y a salvo. Este era el efecto que él tenía sobre mí ahora que habíamos intercambiado nuestra sangre más de tres veces. No la habíamos compartido por placer, sino por necesidad (al menos eso era lo que yo creía), pero el precio que había que pagar por ello era elevado. Ahora estábamos unidos y cuando lo tenía cerca de mí me sentía absurdamente feliz. Intentaba disfrutar de la sensación, pero ser consciente de que aquello no era del todo natural me complicaba las cosas.

Eric había venido en su Corvette y al verlo me alegré de haberme decidido por los pantalones. Entrar y salir de un coche así con discreción puede ser un procedimiento complicado cuando una lleva falda. De camino a Shreveport le conté cosas intrascendentes y me di cuenta de que Eric permanecía excepcionalmente en silencio. Intenté interrogarle acerca de Jonathan, el misterioso vampiro de la boda, pero Eric dijo:

—Hablaremos de eso después. No has vuelto a verlo, ¿verdad?

—No —respondí—. ¿Debería haberlo hecho?

Eric negó con la cabeza. Se produjo entonces una incómoda pausa. Por su forma de sujetar el volante, estaba segura de que estaba armándose de valor para decir algo que no quería decir.

—Me alegro por tu bien de que Andre no sobreviviera al atentado.

El hijo más querido de la reina, Andre, había muerto en el atentado de Rhodes. Pero no había muerto a causa de la explosión. Quinn y yo habíamos sido los autores del hecho: la causa de su fallecimiento había sido un gran pedazo de madera que Quinn le había hundido en el corazón mientras el vampiro yacía indefenso. Quinn había matado a Andre por mi bien, porque sabía que Andre tenía unos planes para mí que con sólo pensar en ellos me hacían tiritar de miedo.

—Estoy segura de que la reina debe de echarlo de menos —dije con cautela.

Eric me lanzó una mirada.

—La reina está muy afligida —dijo—. Y su curación le llevará aún muchos meses. Lo que iba a decir es... —Su voz se cortó.

Aquello no era muy típico de Eric.

—¿Qué? —pregunté.

—Que me salvaste la vida —dijo. Me volví para observarlo, pero él seguía mirando al frente—. Me salvaste la vida, y también la de Pam.

Me agité incómoda en mi asiento.

—Sí, bueno... —La Señorita Locuaz. El silencio se prolongó hasta que me di cuenta de que tenía que decir algo más—. Tenemos un vínculo de sangre.

Eric se quedó sin responder durante un buen rato.

—No fue principalmente por eso por lo que viniste a despertarme el día que el hotel voló por los aires —dijo—. Pero no hablemos más de ello por ahora. Tienes una velada importante por delante.

«Sí, jefe», dije con mi lengua afilada, aunque sólo para mis adentros.

Estábamos en una parte de Shreveport que no me resultaba muy familiar. Quedaba lejos de la zona de compras, que conocía bastante bien. Nos encontrábamos en un barrio de casas grandes y jardines cuidados. Las tiendas eran pequeñas y caras..., lo que llaman «boutiques». Nos adentramos entre un grupo de comercios de ese estilo. Estaban dispuestos en forma de L y el restaurante, detrás de ellos. Se llamaba Les Deux Poissons. Había unos ocho coches aparcados delante, cada uno de ellos por el valor de mis ingresos anuales. Bajé la vista para observar mi vestimenta, y de pronto me sentí incómoda.

—No te preocupes, estás preciosa —dijo Eric en voz baja. Se inclinó para desabrochar mi cinturón de seguridad (me quedé asombrada) y cuando se enderezó volvió a besarme, esta vez en la boca. Sus brillantes ojos azules destacaban sobre el blanco de su cara. Parecía tener en la punta de la lengua toda una historia. Pero entonces la engulló y salió del coche, lo rodeó y me abrió la puerta. ¿Y si no era yo la única que se sentía así por nuestro vínculo de sangre?

Por su tensión me di cuenta de que estaba a punto de vivir un acontecimiento importante y empecé a tener miedo. Comenzamos a caminar hacia el restaurante y Eric me cogió la mano, acariciándome distraídamente la palma con el pulgar. Me sorprendió descubrir que existía una línea directa que conectaba la palma de mi mano con la..., con la mujer atrevida que llevaba dentro.

Entramos en el vestíbulo, donde había una pequeña fuente y una mampara que impedía ver a los comensales. La mujer que estaba detrás del podio de la entrada era muy guapa y de raza negra, con el pelo cortado al uno. Llevaba un vestido drapeado de color naranja y marrón y los tacones más altos que había visto en mi vida. La miré con atención, observé el diseño de su cerebro y descubrí que era humana. Le lanzó una luminosa sonrisa a Eric y tuvo el suficiente sentido común para ofrecerme también a mí otra.

—¿Serán dos? —dijo.

—Hemos quedado con alguien —dijo Eric.

—Oh, el caballero...

—Sí.

—Por aquí, por favor. —Después de sustituir su sonrisa por una mirada casi de envidia, se giró y caminó elegantemente hacia las mesas. Eric me indicó con un gesto que la siguiera. El interior estaba bastante oscuro y sobre las mesas, cubiertas con manteles blancos como la nieve y servilletas sofisticadamente dobladas, había velas.

Yo tenía los ojos clavados en la espalda de la recepcionista, de modo que cuando de repente se detuvo, no entendí de inmediato que lo había hecho en la mesa en que debíamos sentarnos. Se hizo a un lado. Sentado delante de mí estaba aquel hombre tan encantador al que había visto en la boda dos noches antes.

La recepcionista dio media vuelta sobre sus altísimos tacones, tocó el respaldo de la silla situada a la derecha del hombre para indicar que yo debía sentarme allí y nos dijo que enseguida llegaría nuestro camarero. El hombre se levantó para retirarme la silla. Miré de reojo a Eric, que movió afirmativamente la cabeza.

Me situé delante de la silla y el hombre la empujó hacia delante en el momento justo.

Eric no se sentó. Deseaba que me explicase lo que estaba ocurriendo, pero no dijo nada. De hecho, casi parecía triste.

El atractivo hombre me miró directamente.

—Hija —dijo, para llamar mi atención. Entonces se echó hacia atrás su largo pelo dorado. Ninguno de los demás comensales estaba en posición de ver lo que me mostraba.

Tenía las orejas puntiagudas. Era un hada.

Conocía a dos hadas más. Pero evitaban a los vampiros por encima de todo, ya que el olor a hada era tan embriagador para un vampiro como el olor de la miel lo es para un oso. Según me había comentado un no muerto especialmente dotado con el sentido del olfato, yo poseía algo de sangre de hada.

—Muy bien —dije, para darle a entender que había tomado nota de sus orejas.

—Sookie, te presento a Niall Brigant —dijo Eric. Pronunció el nombre como «Nye-all»—. Hablará contigo durante la cena. Yo estaré fuera por si me necesitas. —Inclinó rígidamente la cabeza en dirección al hada y se marchó.

Vi a Eric irse y me volví, ansiosa. Entonces sentí una mano sobre la mía y me encontré mirando a los ojos de aquel hombre.

—Como ha dicho, me llamo Niall. —Su voz era clara, asexuada, resonante. Tenía los ojos verdes, del verde más profundo imaginable. Bajo la luz trémula de la vela, el color apenas tenía importancia, era su profundidad lo que llamaba la atención. Sentía su mano sobre la mía ligera como una pluma, pero muy caliente.

—¿Quién es usted? —pregunté, y no le pedía precisamente que me repitiera su nombre.

—Soy tu bisabuelo —dijo Niall Brigant.

—Oh, mierda —dije, y me tapé la boca con la mano—. Lo siento, yo sólo... —Negué con la cabeza—. ¿Mi bisabuelo? —dije, probando qué tal sentaba la palabra. Niall Brigant hizo una delicada mueca. En un hombre normal, el gesto habría resultado afeminado, pero no en Niall.

Los niños de por aquí llaman a sus abuelos «Papaw». Me encantaría ver cómo reaccionaría a eso. Aquella idea me ayudó a recuperar un poco el sentido.

—Explíquese, por favor —dije muy educadamente. Llegó entonces el camarero para preguntarnos qué queríamos beber y recitar las especialidades del día. Niall pidió una botella de vino y le dijo que tomaríamos salmón. No me consultó para nada. Autoritario.

El joven asintió con energía.

—Una elección estupenda —dijo. Era un hombre lobo y aunque habría esperado que sintiese cierta curiosidad por Niall (quien, al fin y al cabo, era un ser sobrenatural que no abundaba), parecía estar mucho más interesado en mí. Lo atribuí a la juventud del camarero y a mis tetas.

Y he de decir una cosa extraña acerca de conocer a mi autoproclamado pariente: en ningún momento dudé de su sinceridad. Era mi bisabuelo y saber aquello encajó a la perfección, como una pieza de rompecabezas.

—Te lo contaré todo —dijo Niall. Muy lentamente, telegrafiándome su intención, se inclinó para darme un beso en la mejilla. Su boca y sus ojos se arrugaron cuando los músculos faciales se movieron para articular el beso. Pero la fina telaraña de arrugas no menguó en absoluto su belleza; era como la seda antigua o como la pintura resquebrajada de un gran maestro.

Era una noche para recibir besos.

—Cuando era joven, hará unos quinientos o seiscientos años, solía deambular entre los humanos —dijo Niall—. Y de vez en cuando, como todo hombre, veía alguna mujer humana a la que encontraba atractiva.

Miré a mi alrededor para no estar fijándome en él todo el rato y me percaté de algo extraño: nadie nos miraba, excepto el camarero. Ni siquiera una mirada casual hacia nosotros. Y los cerebros humanos presentes ni siquiera habían registrado nuestra presencia. Mi bisabuelo hizo una pausa mientras yo observaba nuestro alrededor y continuó hablando cuando yo hube terminado de evaluar la situación.

—Un día vi una mujer en el bosque, se llamaba Einin. Me tomó por un ángel. —Se quedó un instante en silencio—. Era deliciosa —dijo—. Vital, feliz y sencilla. —Niall tenía la mirada fija en mi cara. Me pregunté si yo le recordaría a Einin, por sencilla—. Yo era lo bastante joven como para enamorarme locamente de ella, lo bastante joven como para ignorar el final inevitable de nuestra relación cuando ella envejeciera y yo no lo hiciera. Pero Einin se quedó embarazada, lo cual fue una sorpresa. Einin dio a luz gemelos, algo bastante habitual entre las hadas. Einin y los dos niños sobrevivieron al parto, lo cual no solía ser siempre así en aquellos tiempos. A su hijo mayor lo llamó Fintan. Y al segundo lo llamó Dermot.

El camarero nos trajo el vino y me despertó del hechizo que la voz de Niall ejercía sobre mí. Era como estar sentada junto a un fuego en el bosque escuchando una antigua leyenda. Y de golpe, ¡pam! Estábamos en un restaurante moderno en Shreveport, Luisiana, rodeados de gente que no tenía ni idea de lo que sucedía. Levanté automáticamente mi copa y probé el vino. Me consideré con derecho a hacerlo.

—Fintan, el medio hada, era tu abuelo paterno, Sookie —dijo Niall.

—No. Sé perfectamente quién era mi abuelo. —Me temblaba un poco la voz, me di cuenta, aunque seguí hablando en voz baja—. Mi abuelo era Mitchell Stackhouse, que se casó con Adele Hale. Mi padre era Corbett Hale Stackhouse, y él y mi madre murieron como consecuencia de una inundación repentina que tuvo lugar cuando yo era pequeña. Me crió mi abuela Adele. —Aunque recordaba al vampiro de Misisipi que me había dicho que en mis venas corrían rastros de sangre de hada, y realmente creía que el hombre que tenía delante era mi bisabuelo, no conseguía casar con todo aquello la imagen que hasta ahora había tenido de mi familia.

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