—Hemos dejado mensajes en los buzones de voz de Eric Stone, Roberta Rotker y Paul Villani.
—¿Tenemos sus direcciones de correo electrónico?
—Creo que Kim Corazon proporcionó las direcciones de todos en su lista de contactos.
—Entonces enviemos inmediatamente mensajes de correo electrónico, al margen de los mensajes de voz que hayamos dejado. Dentro de una hora tenemos que volver a llamar a todos los que no hayan contestado. Dile a Carly que dispone de quince minutos para pasarme un borrador. Si no recibimos respuesta al segundo mensaje, enviaremos patrullas a sus domicilios.
Después de que Clegg abandonara la sala, Bullard respiró hondo, se echó hacia atrás en su silla y miró reflexivamente a Trout.
—Volviendo a la más difícil de las preguntas, ¿tiene alguna idea del móvil que hay detrás del asesinato de Ruth Blum?
—Lo que he dicho antes. Solo lea el mensaje del Buen Pastor.
—Lo he memorizado.
—Entonces conoce el motivo tan bien como yo. El estreno de
Los huérfanos del crimen
en RAM tocó su fibra más sensible y dio nueva vida a toda la misión de matar a los ricos.
—¿Doctora Holdenfield? ¿Está de acuerdo con eso?
Rebecca asintió con rigidez.
—Sí, en líneas generales. De un modo más específico, diría que el programa de televisión dio nueva vida a su resentimiento. Rompió el dique que había contenido la ira del Buen Pastor durante los últimos diez años y la rabia empezó a fluir otra vez. Su fijación por lo que entiende que es una injusticia social se despertó de nuevo. El resultado fue el asesinato.
—Es un punto de vista interesante —dijo Bullard—. ¿Dave? ¿Cómo lo ve usted?
—Frío, calculador, huye de los riesgos, lo contrario de lo que dice la descripción de Rebecca. Ninguna rabia. Racionalidad total.
—¿Y el móvil totalmente racional para matar a Ruth Blum sería…?
—Detener el trabajo que se estaba haciendo con
Huérfanos
porque planteaba una amenaza para él…
—¿Y la amenaza sería…?
—O bien algo que Kim podría descubrir con las entrevistas, o bien algo de lo que un espectador podría darse cuenta al ver la serie en televisión.
El escepticismo de Bullard retornó.
—¿Se refiere a un vínculo que podría conectar a las víctimas? ¿Además de los coches? Acabamos de discutir el problema con…
—Quizá no es un vínculo
per se
. El objetivo declarado de Kim, ampliamente publicitado, era revelar los efectos del crimen en las vidas de los supervivientes. Quizás haya algo en las vidas actuales de esas familias que el asesino no quiere que se revele, algo que podría descubrirle.
Trout bostezó.
Aquel gesto empujó a Gurney a añadir una posibilidad final.
—O puede que el asesinato, combinado con el mensaje explicativo, sea un intento para que todos sigan pensando en los ataques del Buen Pastor de la misma manera establecida. Tal vez quiera evitar que alguien, por fin, emprenda la clase de investigación adecuada, la que debería haberse seguido desde un primer momento.
Trout le dedicó una mirada airada.
—¿Qué demonios sabe usted sobre lo que debería haberse hecho en ese momento?
—Lo que parece claro es que usted vio el caso exactamente de la manera en que quería el Buen Pastor, y actuó en consecuencia.
Trout se levantó abruptamente.
—Teniente Bullard, a partir de ahora este caso queda bajo control federal. El caos y las absurdas teorías que se están alentando aquí no me dejan alternativa. —Señaló a Gurney—. Este hombre está aquí por invitación suya. No tiene ninguna posición oficial. Repetidamente ha expresado una asombrosa falta de respeto por el FBI. Podría muy bien convertirse en la figura central de un caso de incendio provocado. También podría haber recibido materiales filtrados, de un modo ilegal, de los archivos del FBI y el DIC. Ha sufrido lesiones traumáticas en el cerebro y podría tener discapacidades físicas y psicológicas, que afectan a su modo de pensar. Me niego a perder más tiempo debatiendo nada con él o en su presencia. Hablaré con el alcalde Forbes para fijar de nuevo la responsabilidad de la investigación.
Daker se levantó al lado de Trout. Parecía complacido.
—Siento que opine así —dijo Bullard con calma—. Al contraponer todos estos puntos de vista solo quería probar qué fuerzas tenemos cada uno. ¿No cree que he logrado mi propósito?
—Es una pérdida de tiempo.
—Trout se va a hacer famoso —dijo Gurney con una sonrisa gélida.
Todos lo miraron.
—Va a pasar a la historia del FBI como el único agente supervisor que tomó dos veces el control del mismo caso y consiguió cagarla en ambas ocasiones.
No hubo despedidas ni apretones de manos.
Treinta segundos más tarde, Gurney y Bullard se quedaron solos en la sala.
—¿Está completamente seguro de que tiene razón y de que todos los demás se equivocan? —preguntó Bullard.
—A un noventa y cinco por ciento.
Sus propias palabras le sorprendieron: estar seguro, al noventa y cinco por ciento, en un caso tan confuso como ese le pareció un exceso de confianza propio de un maniaco.
Cuando estaba a punto de preguntarle a Bullard sobre cuándo la oficina regional del FBI tomaría las riendas del caso, Clegg apareció en el umbral. Parecía angustiado, con los ojos como platos, una expresión que Gurney había visto muchísimas veces en policías jóvenes.
Bullard levantó la mirada.
—¿Sí, Andy?
—Otro asesinato, Eric Stone. Justo en el umbral. Picahielos en el corazón. Una pequeña cebra de plástico en los labios.
—¡Oh, Dios! —dijo Madeleine, haciendo una mueca—. ¿Quién lo encontró así? —Estaba de pie frente a la isleta del fregadero, con un escurridor lleno de fideos en las manos.
Gurney estaba sentado en un taburete alto enfrente de su mujer. Había estado contándole todos los problemas a los que se había enfrentado aquel día, algo que no le surgía de manera natural. Nunca le había sido fácil: cosa de los genes, pensaba. Su padre jamás reconoció que le molestara nada, nunca admitió haber experimentado miedo, angustia o confusión. Su aforismo preferido era: «La palabra es plata, y el silencio, oro». De hecho, hasta que Gurney comprendió en el instituto que estaba equivocado, pensaba que esa era la famosa «regla de oro».
Su primer instinto seguía siendo no decir nada de sus sentimientos, pero últimamente había estado tratando de hacer pequeños avances contra un hábito de toda la vida. Sus heridas del último otoño habían reducido su tolerancia al estrés, y había descubierto que compartir algunos de sus pensamientos y sentimientos con Madeleine le ayudaba a aliviar la presión.
Así que se sentó en el taburete, junto al fregadero y, a pesar de lo incómodo que se sentía, le contó todo lo que le había pasado. Incluso respondió las preguntas de su esposa lo mejor que pudo.
—Lo encontró una de sus clientes. Stone se ganaba la vida como pastelero para algunos pequeños hoteles y fondas locales. Una de las propietarias de un hotel fue a recoger un pedido: galletas de jengibre. Se fijó en que la puerta de la casa no estaba completamente cerrada. Al ver que Stone no respondía, abrió ella misma. Y allí estaba. Igual que Ruth Blum. Tendido boca arriba en el recibidor. El mango del picahielos le sobresalía justo por debajo del esternón.
—Dios, ¡qué espantoso! ¿Qué hizo la mujer?
—Supongo que llamó a la policía.
Madeleine negó lentamente con la cabeza, luego parpadeó y puso cara de sorpresa al ver que todavía tenía el escurridor en la mano. Vació los fideos humeantes en una bandeja.
—¿Fue el final de tu día en Sasparilla?
—Más o menos.
Madeleine cogió del hornillo una sartén en la cual había salteado espárragos y champiñones troceados, volcó el contenido sobre los fideos y puso la sartén en el fregadero.
—La confrontación que me estabas contando con ese tal Trout, ¿estás muy preocupado por eso?
—No estoy seguro.
—Suena a que es un capullo burócrata.
—Oh, de eso no cabe duda.
—¿Te preocupa que pueda ser un capullo peligroso?
—Podría decirse así.
Madeleine llevó a la mesa la bandeja de fideos, espárragos y champiñones, y a continuación los platos y cubiertos.
—Esto es lo único que he cocinado esta noche. Si quieres que añada carne, quedan albóndigas en la nevera.
—Así está bien.
—Porque hay muchas albóndigas y…
—En serio, está bien. Perfecto. Por cierto, he olvidado mencionarlo; he hablado con Kyle y Kim para que vuelvan aquí durante un par de días.
—¿Cuándo?
—Ahora. Desde esta noche.
—Me refiero a cuándo se lo has dicho.
—Los he llamado cuando estaba volviendo de Sasparilla. El hecho de que recibieran el mensaje en el correo significa que el que lo envió sabe dónde vive Kyle. Así que he pensado que sería más seguro…
Madeleine torció el gesto.
—El que lo envió también sabe dónde vivimos nosotros.
—Es solo que… Prefiero que estén aquí. La unión hace la fuerza.
Comieron en silencio durante varios minutos, hasta que Madeleine dejó el tenedor cuando aún le quedaba la mitad de la comida y empujó ligeramente el plato hacia el centro de la mesa.
Gurney la miró.
—¿Pasa algo?
—¿Pasa algo? —Madeleine lo miró con incredulidad—. ¿De verdad me has preguntado eso?
—No, quiero decir… Dios, no sé qué quiero decir.
—Parece que se ha abierto la caja de Pandora.
—Sí, supongo que sí.
—Así pues, ¿cuál es tu plan?
Madeleine le había hecho la misma pregunta después de que se quemara el granero. Ahora todo era más inquietante, pues la situación se había deteriorado muy rápidamente. Había personas muertas. Les habían clavado un picahielos en el corazón. Por otra parte, el FBI parecía más decidido a buscarle problemas al propio Gurney y a protegerse las espaldas que a descubrir la verdad. Holdenfield había menoscabado su posición con aquello de la «lesión cerebral traumática» y las «secuelas psicológicas», algo que Trout no había desaprovechado. Bullard podía ser una suerte de aliada, al menos en ese momento, pero sabía que esa alianza se evaporaría rápidamente si le convenía hacer las paces con Trout.
Y eso no era todo. Más allá de la maraña de detalles alarmantes y amenazas concretas, Gurney tenía la sensación de que el mal estaba avanzando, la sensación de que una fatalidad sin rostro descendía sobre él, sobre Kim, sobre Kyle, sobre Madeleine. No sabía quién era aquel diablo sobre cuyo peligro le había advertido la pequeña grabación del sótano, pero ya había despertado. Y Gurney solo tenía un plan: seguir estudiando las piezas del rompecabezas, continuar buscando la imagen oculta, seguir dando golpecitos en el castillo de naipes oficial hasta que este se derrumbara…, o hasta que sus defensores lograran apartarlo a él.
—No tengo ningún plan —dijo—, pero si tienes tiempo, hay algo que me gustaría que vieras conmigo.
Madeleine miró el reloj de péndulo de la pared.
—Tengo una hora, quizá menos. Tenemos otra reunión en la clínica. ¿Qué quieres que mire?
Fueron al estudio. Mientras descargaba el vídeo de Jimi Brewster que Kim le había enviado, le explicó lo poco que sabía del asunto.
Se acomodaron en sus sillas delante de la pantalla del ordenador.
El vídeo empezó con un fragmento que parecía grabado en invierno, desde el asiento del pasajero del coche de Kim. El vehículo se acercaba a un cartel de carretera situado sobre un montículo de nieve: anunciaba la entrada en Barkville, el virtualmente inexistente pueblo del norte de los Catskills donde Jimi Brewster recogía su correo.
Aquel hombre vivía en lo alto de la colina, lejos del inhóspito grupo de casas en ruinas y tiendas abandonadas que formaban el pueblo en sí. Al parecer, los únicos establecimientos en activo eran un bar con un ventanal sucio, una gasolinera de un solo surtidor y una oficina de correos situada en un edificio de bloques de hormigón del tamaño de un garaje para un solo coche.
El coche de Kim ascendió por un camino lleno de surcos, con nieve acumulada a ambos lados; más edificios ruinosos y árboles que parecían no solo desnudos de hojas, sino muertos desde hacía mucho. A Gurney le impactó que Barkville representara un entorno rural en las antípodas de Williamstown, donde había vivido el padre de Jimi, como si fuera el lado oscuro de la luna. Se preguntó si la distancia cultural y estética constituía una declaración de intenciones.
Esa idea fue ganando fuerza a medida que avanzaba el vídeo.
Por otro lado, ¿quién manejaba la cámara? Supuso que Robby Meese, lo que implicaba que aquella visita a Jimi Brewster se produjo antes de que Kim y él rompieran su relación.
El coche frenó cerca de una casa pequeña situada a la derecha. Todo aquel entorno agreste y la casa misma mostraban un decidido desinterés por las apariencias. Nada, desde los postes que aguantaban el techo combado sobre el porche inclinado hasta la puerta del escusado exterior, estaba dispuesto en ángulo recto respecto a ninguna otra cosa. Según la experiencia de Gurney, cierta asimetría, no guardar el viejo precepto de los noventa grados, solía asociarse con pobreza, incapacidad física, depresión o trastorno cognitivo.
El hombre que salió por la ruinosa puerta de la casa al porche era delgado, de aspecto nervioso y ojos vivaces. Vestía unos vaqueros negros. Llevaba el pelo corto y lucía una barba rala, ambos de un tono anaranjado, igual que su camiseta.
Teniendo en cuenta lo que decía su ficha sobre cuándo había ido a la universidad, debía de tener unos treinta y siete años, aunque aparentaba una década más joven. En su camiseta se podía leer el mensaje CONTRA TODO, lo que reforzaba su imagen juvenil.
—Pasen —dijo, con un gesto de impaciencia—. Ahí fuera hace un frío que pela.
La cámara lo siguió al interior. La parte de atrás de su camiseta proclamaba: A LA MIERDA LA AUTORIDAD.
El interior de la casa era tan poco acogedor como el exterior. Los muebles en la pequeña sala de estar eran minimalistas y de aspecto gastado, como de IKEA de segunda mano. Había un sofá descolorido apoyado en una pared y una mesita rectangular ajustada contra la opuesta, con una silla plegable en cada uno de sus lados.
Gurney vio una puerta cerrada a cada lado del sofá. Otra puerta en la parte de atrás de la sala proporcionaba el atisbo de una estrecha cocina. La luz procedía básicamente de una ventana amplia situada sobre la mesa.