Read Delirio Online

Authors: Laura Restrepo

Tags: #Relato, Drama

Delirio (21 page)

BOOK: Delirio
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Cuándo fue la última vez que vio a su hermana Eugenia, le pregunta Aguilar a la tía Sofi, una pregunta más bien de rutina que no sospecha el calibre de la respuesta que va a suscitar, ¿La última vez? Pues fue ese día de juicio final en que se nos acabó la familia, De qué me está hablando tía Sofi, De eso Aguilar, del día en que de la familia no quedó sino el recuerdo, y a decir verdad, recuerdo más bien duro fue el que quedó, te estoy hablando de un Domingo de Ramos de hace trece años, Un domingo, comenta Aguilar, un domingo, por qué será que todo nos tiene que ocurrir un domingo. Agustina era una muchacha de diecisiete y terminaba ese año su bachillerato, le cuenta la tía Sofi, Joaco que tenía veinte ya estaba en la universidad y el Bichi había cumplido los quince pero todavía era un niño, muy alto eso sí, ya por entonces había alcanzado el metro ochenta y siete que mide ahora pero en su manera de ser era todavía un niño, muy tímido además, desesperadamente apegado a la casa y en particular a su hermana Agustina, un niño de pocos amigos, eran las seis y media de la tarde, le dice la tía Sofi a Aguilar, cuando aquello sucedió. Como todos los domingos cuando se quedaban en la casa de la ciudad, habían almorzado con sorbete de curuba, un ajiaco con todas las de la ley y postre de natas, cuando dieron las tres de la tarde estaban todos en casa, cosa bastante inusual, Joaco llevaba zapatos tenis y pantaloneta blanca porque había pasado la mañana haciendo deportes en el club y los otros dos niños, Agustina y el Bichi, estaban todavía en piyama, los domingos en la casa de La Cabrera Carlos Vicente padre les hacía la concesión especial de dejarlos sentar así a la mesa del comedor, Mi hermana Eugenia y yo habíamos llevado las palmas a bendecir a misa de doce en Santa María de los Ángeles y regresábamos a casa caminando, paramos en un mercadito callejero a comprar aguacates para el ajiaco y como la tarde estaba hermosa nos sentamos un rato en una tapia bajita a asolearnos un rato, aunque en realidad nos sentamos en esa tapia porque a mi hermana Eugenia se le rompió la correa de un zapato, fíjate cómo es la vida, muchacho, Aguilar, si no se le hubiera roto esa correa a lo mejor no nos ponemos a conversar, que era cosa rara entre nosotras pese a que salvo breves intervalos habíamos vivido juntas toda la vida, ¿Recuerda de qué conversaron?, le pregunta Aguilar, Sí, claro que recuerdo, empezamos por lo de la correa, cruzamos unas cuantas frases sobre cómo podría arreglarse el zapato aquel, Mañana, si quieres, cuando vaya hacia el dispensario de Areneras te lo puedo dejar en una remontadora de calzado, entrego de una vez el par para que les cambien las tapas a los tacones, eso le dije a mi hermana Eugenia, Por ese entonces, le informa la tía Sofi a Aguilar, yo llevaba algunos años trabajando como enfermera voluntaria en un dispensario para los hijos de los trabajadores de las areneras del norte, y no sé por qué caminos tomó la conversación entre nosotras, pero fue a parar a Sasaima, un tema que por lo general evitábamos porque era un campo minado de tantas cosas inconfesas que sucedieron allá, pero ese día quiso la suerte que termináramos comentando el misterio que siempre había sido el paso de Farax por nuestra infancia, ¿Farax?, pregunta Aguilar, suena a nombre de perro, No, le contesta la tía Sofi, no era ningún perro, era un muchacho joven y guapo, rubio él, aprendiz de piano, se llamaba Abelito Caballero pero lo llamábamos Farax, De dónde salió el apodo, preguntó Aguilar, Eso no te lo sé decir, los apodos son como los refranes, nunca sabes quién se los inventa. En cualquier caso esa tarde, por primera vez en nuestras vidas, Eugenia y yo empezamos a acercarnos juntas a los bordes a ese pozo de misterio que es el paso de Farax por nuestra casa paterna, la forma brutal en que cambiaron las cosas entre mis padres desde que apareció Farax, su aparición misma, que nunca he sabido explicarme, íbamos poco a poco acercándonos Eugenia y yo al corazón de la alcachofa, le cuenta la tía Sofi a Aguilar, y fui yo quien levantó la sesión apremiándola a ella con el asunto del ajiaco, yo impedí que siguiéramos adelante, Tal vez por miedo, dice Aguilar, Sí, tal vez, tal vez por la convicción de que todos los secretos están guardados en un mismo cajón, el cajón de los secretos, y que si develas uno corres el riesgo de que pase lo mismo con los demás, Y usted sí que mantenía un secreto gordo con respecto a su hermana, le dice Aguilar, Sí, bueno, ése ya te lo confesé, Aguilar, no volvamos allá, De acuerdo, asiente él, sigamos más bien con las dos hermanas sentadas conversando tras la bendición de los ramos y demorando un poco el regreso a casa. Vamos, le dijo Sofi a Eugenia, tu marido y tus hijos ya deben tener hambre y ella sonrió, ahora pienso que con tristeza, Cuántos años llevas viviendo con nosotros, le dijo Eugenia a Sofi, y siempre te oigo decir así, tu marido y tus hijos, tu marido y tus hijos, me pregunto si alguna vez te voy a escuchar decir mi cuñado y mis sobrinos, y era precisamente por esas palabras, para mí ardientes, que siempre evitaba las conversaciones con mi hermana, le dice la tía Sofi a Aguilar y le confiesa que tenía miedo de lo que pudiera pasar, Por un lado sentía el impulso de revelarle todo a Eugenia y pedirle mil veces un perdón que sabía que no me podría dar, pero por el otro lado algo se insubordinaba en mí y me nacían unas ganas horrendas de decirle en la cara Mi marido y mis hijos, Eugenia, mi marido y mis hijos porque son más míos que tuyos, pero se fueron por las ramas y no pasaron de allí ni el tema de Farax ni el otro, que era aún más espinoso, de ese tamaño se quedó todo aquello porque ya nunca más tuvieron oportunidad. Ha sido como una ley de nuestras vidas, le dice la tía Sofi a Aguilar, eso de recurrir al amparo del silencio cuando está por aflorar la verdad, Bien cara estamos pagando esa recurrencia, le dice Aguilar, Ya lo sé, le dice Sofi, te refieres a los nudos que tiene Agustina en la cabeza, Así es, tía Sofi, me refiero justamente a eso. De todas maneras el día seguía radiante y en lo que quedaba de camino a casa Eugenia y yo nos reímos, y eso sí que era todavía más inusual, oír reír a mi hermana, nos reímos porque ella iba rengueando a causa de esa correa reventada, y luego ya durante el almuerzo Eugenia se sentó en la cabecera, así como era ella, bella, silenciosa y distante, mientras yo me ocupaba de servir el ajiaco, entrando y saliendo de la cocina para asegurar que estuvieran dispuestas las bandejas con el pollo y las mazorcas y en sus respectivos tazones la crema de leche, las alcaparras y los aguacates, y el ajiaco con guascas bien caliente en la gran sopera de barro, porque los domingos servíamos con cucharón de palo en una vajilla de barro negro de Ráquira, tal como se hizo toda la vida en casa de mi madre pese a que la comida típica nunca fue del agrado de mi padre, que a la hora de componer bambucos se volvía colombiano pero que seguía siendo alemán a la hora de comer, pero te decía, Aguilar, que en presencia de Carlos Vicente, mi hermana Eugenia se volvía silenciosa. ¿Y Agustina?, pregunta Aguilar, Agustina también, esa niña contemplaba a su padre tan arrobada que no podía musitar palabra. Después del almuerzo cada quien se perdió por un rato para dedicarse a lo suyo, Carlos Vicente y Eugenia se encerraron en su dormitorio, Joaco partió en el automóvil, de Agustina no sé, Trate de recordar, tía Sofi, me gustaría saber qué hizo Agustina después del almuerzo, No lo sé, Aguilar, cualquier cosa que te diga es mentira, en cambio recuerdo perfectamente que yo salí al antejardín a podar los rosales, como también que el Bichi se colocó sobre la piyama un suéter, unas medias y unas botas y dijo que montaría en bicicleta por el vecindario, aunque en realidad sólo daba vueltas alrededor de la manzana, una y otra vez y siempre en el sentido de las manecillas del reloj, lo vi pasar frente a la casa por lo menos siete y ocho veces, tan alto que la bicicleta le quedaba cómica de tan chica y la manga del pantalón de la piyama le daba una cuarta por encima del tobillo, con sus rizos negros aún sin peinar y su cara tan hermosa, unos ojos que ya desde entonces eran profundos y una finura de facciones casi femenina, e inclusive recuerdo haberme preguntado Cuándo irá a crecer esta criatura, qué muchacho tan solitario, debe ser el temor al padre lo que no le permite crecer ni tener amigos, todo eso pensé y lo recuerdo con una nitidez atroz, le dice la tía Sofi a Aguilar, he leído que cuando cayó la bomba atómica en Hiroshima las sombras quedaron grabadas en los muros sobre los que se proyectaban, pues todo lo que ocurrió durante nuestra bomba atómica familiar también ha quedado grabado con cincel en mi memoria, hasta retengo en la pupila la imagen de las rosas amarillas de tallo largo que corté esa tarde para los floreros del comedor. Hacia las cinco y media de la tarde las sirvientas llevaron el chocolate con almojábanas y pandeyucas a la salita del televisor y poco a poco allá fuimos llegando todos, inclusive Joaco que los domingos no solía regresar hasta tarde en la noche, y más raro aún, estaba presente Carlos Vicente padre, eso sí que era extraño porque aparte de las horas de comida, o se hallaba fuera de casa o se encerraba en su estudio, nunca fue hombre de dedicarle mucho tiempo a la vida en familia, pero te digo, Aguilar, que todos estuvimos allí como si nos hubieran convocado, como si un director de teatro que dirigiera la escena se hubiera asegurado de que no faltara nadie, con eso te quiero decir que estaba escrito que ese domingo todos cumpliríamos la cita, a lo mejor habíamos ido llegando a la salita del televisor atraídos por el olor de los pandeyucas recién horneados pero ésa sería una interpretación fácil, la única de fondo es reconocer que aquello lo estaba orquestando el destino desde mucho tiempo atrás, La tía Sofi servía el chocolate, los dos niños menores estaban enfrascados en una discusión sobre cuál canal de televisión sintonizar, Carlos Vicente y Joaco empezaron una partida de ajedrez y Eugenia tejía un chal de lana color lila, Preguntarás qué importancia pueden tener esos detalles menores y yo te repito que la tienen toda, porque ésa fue nuestra última vez. Sin que nadie la esperara llegó de visita Aminta, una sirvienta que durante años trabajó en la casa, en realidad desde muy joven hasta el día en que contó que estaba embarazada, unos once meses antes del domingo aquel, ésas son las cosas horribles de Eugenia, el lado oscuro de su alma, cuando supo que Aminta esperaba un hijo la despidió, los niños lloraron, yo traté de interceder pero Eugenia fue implacable, tal vez también en esa ocasión le salió de adentro esa especie de horror por la sexualidad de los demás que siempre ha marcado su vida, que a lo mejor también es horror por la sexualidad propia, no sería de extrañar, pero lo primero, esa compulsión a censurar y reglamentar la vida sexual de los otros fue una actitud que compartió con Carlos Vicente, en esa inclinación sombría se encontraban los dos, ahí coincidían, ahí eran cómplices y ése era el pilar de la autoridad tanto del uno como del otro, algo así como la columna vertebral de la dignidad de la familia, como si por aprendizaje hereditario supieran que adquiere el mando quien logra controlar la sexualidad del resto de la tribu, no sé si entiendas a qué me refiero, Aguilar, Claro que entiendo, dijo Aguilar, si no entendiera eso no podría descifrar este país, pero la tía Sofi seguía abundando en explicaciones como si se las estuviera dando más bien a sí misma, Es una especie de fuerza más poderosa que todo y que viene en la sangre, una censura inclemente y rencorosa hacia la sexualidad en cualquiera de sus expresiones como si fuera algo repugnante, a Eugenia le parecen un insulto las parejas que se besan en el parque o que se abrazan entre el mar, hasta el punto de protestar porque la policía no impide que Hagan eso en público, siendo Eso todo lo que tiene que ver con la sexualidad, con la sensualidad, dos cosas que para ella nunca han tenido nombre, las reduce apenas a un Eso que pronuncia con un gesto torcido como si sólo mencionarlo le ensuciara la boca, no sé de dónde sacó esa fobia porque ni mi madre ni mi padre eran así, otras taras tenían pero no ésa, ni tampoco eran así las gentes de Sasaima, en eso Eugenia es más bien como Carlos Vicente, yo diría que se lo aprendió a él y que a partir de ahí elaboró su propia versión extrema, interpretar la vida sexual de la gente como una afrenta personal debe ser una característica ancestral de las familias de Bogotá, o quizá justamente ése sea el sello específico de su distinción, no sabría decirte, Aguilar, pero lo que sí sé es que ahí anida el corazón del dolor, un dolor que se hereda, se multiplica y se transmite, un dolor que los unos le infligen a los otros, en el caso de Eugenia sospecho que es así de dura también con respecto a su propia intimidad, en el de Carlos Vicente me consta que era sólo de puertas para afuera. Volvamos a ese domingo con el Bichi circundando la manzana en bicicleta, usted podando los rosales y Agustina refundida en algún lugar de la casa, propone Aguilar y enseguida pregunta, ¿O había salido Agustina? No, no, seguía allí, lo que no sé es a qué se dedicaba pero claro que se encontraba allí, le asegura la tía Sofi, ya estaba dispuesto el escenario, ya estábamos listos los actores y sólo faltaba el detonante que no tardó en llegar, y fue a las seis y cuarto de ese atardecer, cuando entró Aminta, hacía tiempo no la veíamos y traía a su niña recién nacida, venía a presentárnosla, a anunciar que en honor a mi hermana y a mí se llamaría Eugenia Sofía y a pedirles a ellos que fueran los padrinos de bautismo, ¿A pedirles a quiénes? Pues a Eugenia y a Carlos Vicente, el bautizo tendría lugar dentro de un par de semanas y la criatura era linda como una muñeca, Aminta la había vestido toda de rosado, la capota, el vestido, los mitones, los patines, hasta el pañolón en que estaba envuelta era rosado, entonces Eugenia abrazó a Aminta como diciéndole Ya estás indultada, no lo dijo pero sé que lo pensó, para ella el dar a luz era como el perdón del gran pecado; mi hermana Eugenia dijo, te repito sus palabras textuales, Con la lana que me quede cuando termine el chal le voy a tejer a esta preciosura un enterizo para los fríos de la sabana, ésa fue su frase textual, de esto hace trece años pero recuerdo cada gesto, cada palabra, como te digo, Aguilar, como las sombras grabadas en los muros de Hiroshima, estoy segura de que Agustina también lo recuerda paso a paso, cosa por cosa, Agustina y todos
los que estábamos allí tenemos esa marca palpitante en el corazón y en la memoria. Todos queríamos alzar a la recién nacida de Aminta, menos Carlos Vicente y Joaco que contemplaban la escena desde su distancia de hombres que juegan ajedrez y no se inmiscuyen en cosas de mujeres, y el siguiente movimiento le correspondió a Agustina, en mis recuerdos cada quien repite sus acciones siguiendo al pie de la letra ese script que no tiene escapatoria, como cumpliendo con su parte en una coreografía, Agustina, que estaba sentada en el suelo frente al televisor, se puso de pie, como te dije seguía en piyama, le cuenta la tía Sofi a Aguilar, Tú la conoces, una piyama que en realidad no era piyama sino una de esas camisetas enormes, las mismas que todavía usa para dormir, sólo que ahora se pone las tuyas y antes las de su padre, Agustina se paró, se acercó a Aminta y le pidió que le dejara alzar a Eugenia Sofía, tomó a la bebé con esa especie de instinto maternal que le permite a una mujer saber cómo acunar en brazos a una criatura así nunca antes lo haya hecho, y empezó a hacerle arrumacos y a decirle en media lengua esas cosas que siempre se les dicen a los bebés, acompañadas por ciertos ruidos que se repiten como si el adulto quisiera imitar el balbuceo del niño, tú sabes a qué me refiero, dijo la tía Sofi, y Aguilar dijo que sí, que sí sabía, pero que no se detuviera y que siguiera adelante. Lo que Agustina le dijo a la bebé de Aminta fue exactamente Ay qué cosita más bonita caramba, haciéndole muequitas amorosas y cariñitos con la punta del índice en la cumbamba, y en ese momento se paró el Bichi, que también estaba sentado en el suelo, se colocó detrás de Agustina mirando a la bebé por encima del hombro de su hermana, le hizo los mismos cariños en la cumbamba y repitió, con el mismo tono e idéntico acento, las palabras en media lengua que acababa de pronunciar ella, Ay, qué cosita más bonita, caramba. En ese instante Carlos Vicente padre, que como te dije había estado presente pero sin participar en la escena familiar, se levantó sorpresivamente del sillón con los ojos inyectados en furia y le dio al Bichi un patadón violentísimo por la espalda a la altura de los riñones, un golpe tan repentino y tan feroz que mandó al muchacho al suelo haciendo que se golpeara antes contra el televisor, que también se cayó, a todos se nos disparó el corazón en el pecho como si se nos fuera a estallar y durante unos segundos no atinamos a reaccionar, paralizados por el horror de lo que acababa de ocurrir, y en seguida vimos que Carlos Vicente padre se iba hacia Carlos Vicente hijo, que seguía boca abajo en el piso, y le daba otro par de patadas en las piernas mientras lo imitaba, Ay qué cosita más bonita, caramba, Ay qué cosita más bonita, ¡Hable como un hombre, carajo, no sea maricón!

BOOK: Delirio
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