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Authors: Laura Restrepo

Tags: #Relato, Drama

Delirio (17 page)

BOOK: Delirio
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Aguilar lo sintió tan pronto abrió la puerta del apartamento: era el olor acre de la extrañez. Impregna la casa cuando Agustina se pone rara, cuando sufre una de sus crisis, y yo he aprendido a reconocerlo y a asimilarlo a mi propia tristeza, que huele a eso mismo; sé que toda mi persona ha llegado a rezumar ese olor. Tras dejar a Anita en el Meissen, la noche de la bomba de Paloquemao, había regresado a las Torres de Salmona por toda la calle 26, escuchando por el camino las sirenas de unas ambulancias que la densa polvareda del desastre volvía invisibles; la radio anunciaba cuarenta y siete muertos más un número impreciso de cadáveres entre las ruinas pero Aguilar sólo pensaba en las astillas que habrían cortado los pies de Agustina, Milagrosamente la detonación no había quebrado ninguna de las ventanas de mi apartamento y enseguida me di cuenta de que a sus pies no les había pasado nada porque cuando finalmente llegué, ella estaba calzada; estaba completamente vestida y llevaba zapatos de tacón alto y eso sorprendió a Aguilar, que en un primer momento lo interpretó como una señal alentadora porque desde que había ocurrido el episodio oscuro su mujer andaba entregada al desgaire en cuanto al arreglo de su persona, salvo los breves instantes en que recuperaba algún grado de conciencia de su existencia física, lo demás era el puro arrebato centrípeto de su introspección; la locura se mira el ombligo, dice Aguilar, mi mujer permanece día y noche en piyama o a lo sumo en sudadera, olvidada de comer, de escuchar, de mirar, es como si contuviera dentro de sí misma la totalidad de su horizonte de sucesos. Por eso me sorprendió verla de nuevo de pantalón oscuro y chaqueta, con el pelo agarrado en una moña y zapatos de tacón alto, como si estuviera lista para salir a la calle pero antes de hacerlo tuviera que disponer una serie de cosas dentro de la casa, siendo esa serie de cosas básicamente un compulsivo llevar objetos de aquí para allá y de allá para acá, aunque lo de ahora ya no sea el conocido trasegar de tiestos con agua, a fin de cuentas inofensivo en comparación con esto, sino más bien una suerte de reorganización doméstica que no tiene lógica visible para mí pero que a ella le exige toda la concentración y la energía, quien no haya convivido con un delirante no sospecha siquiera la desaforada cantidad de energía que puede llegar a desplegar, la cantidad de movimientos por segundo. Por órdenes de su sobrina, la tía Sofi permanece en un rincón de la sala sin atreverse a mover porque cada vez que lo intenta, Agustina monta en cólera y se lo impide, también a Aguilar lo conmina a quedarse quieto donde está y establece las reglas de una nueva ceremonia que los otros no comprenden, una original epifanía de la demencia que consiste en ejercer un control implacable del territorio, ellos habitan del lado de allá, Agustina de este lado y está pendiente como un cancerbero, o un agente de aduanas, de que nadie transgreda esa frontera imaginaria, ese Muro de Berlín o Línea Maginot que aún no se sabe para qué habrá trazado, Mi padre va a venir a visitarme, anuncia de repente, mi padre me advirtió que si ustedes están en mi casa, él cancela su visita porque no quiere verlos aquí, quédense allá, carajo, allá es la casa de los hijueputas y aquí es la mía, usted atrás, usted atrás, le grita a Aguilar.

Yo mientras tanto pensaba en ti, que es lo que hago cuando no quiero pensar en nada, le dice el Midas McAlister a Agustina, digamos que me fascina la textura que adquieres en el recuerdo, lisa y resbaladiza y sin responsabilidades ni remordimientos, algo así como acariciarte el pelo, la pura sabrosura de acariciarte el pelo siempre y cuando eso pudiera hacerse sin consecuencias, mala pasada nos jugó Dios con eso de que una cosa lleva a la otra hasta que se forma la endiablada cadena que no para, te juro que el infierno debe ser un lugar donde te encierran con tus consecuencias y te obligan a lidiar con ellas. Por eso prefiero recordarte tal como te vi las primeras veces que tu hermano Joaco me invitó después del colegio a su casa y allá aparecías tú y era como si el aire se quedara quieto, eras una muñeca como yo jamás había visto otra, eras un juguete de lujo en la tienda más costosa, la suntuosa hermana de mi amigo rico, a lo mejor por eso desde entonces te ha dado por hacerte la loca, para obligarnos a reconocer que eres de carne y hueso y a aceptarte con todas tus consecuencias. En tanto que tu hermano Joaco es uno de esos tipos que nunca tuvieron que vestirse con ropa heredada de los hermanos, mi perfil, en cambio, es el de alguien que sólo hoy día, después de mucha lucha, sabe vestirse como Joaco Londoño y tiene con qué, pero no lo hago, mi niña Agustina, porque me doy el lujo de ostentar mi propio swing. Es que soy un auténtico fenómeno de autosuperación, un tigre de la autoayuda, pero cargo desde siempre con la mancha de haberme presentado al Liceo Masculino el primer día de clases como no tocaba, y eso que me esforcé, y sobre todo se esforzó mi mamacita linda que me compró todo nuevo, me peluqueó como pudo y me mandó con la piel brillante a punta de estropajo y de jabón, pero se le escaparon varios detalles que al fin y al cabo cómo no se le iban a escapar, si la señora era una viuda recién llegada a la capital apenas con lo necesario para mantener la dignidad, lo cual sobradamente explica que fueran innumerables los errores que cometió sobre mi persona y mi presentación personal en ese decisivo primer día de clases, por ejemplo, maleta de cuero nueva, saco de lana verde tejido por sus propias manos y pantalón de paño acalorado, pero entre tanto disparate, mi bella Agustina, hubo uno que resultó mortal, las medias blancas, porque al grito de «Media blanca, pantalón oscuro, marica seguro» tu hermano Joaco, joven príncipe de la manada, se me tiró encima y me dio una paliza fenomenal, misma que le agradezco hasta el día de la fecha porque a bofetones me sacudió de encima de una vez por todas el empaque de provinciano huérfano de padre, y esa tarde le robé a mi mami dinero de la cartera para comprarme un par de medias oscuras y un bluyín, después la hice llorar anunciándole que se olvidara de tejerme más saquitos porque no me los iba a poner, y apenas me repuse de la tunda que me había dado Joaco le caí yo a él y le partí la madre, y de verdad se la partí, hasta el punto de que tuvieron que enyesarlo. Por ese procedimiento quedaron en empate y de ahí en adelante el Midas McAlister se dedicó a imitar en todo a su amigo Joaco, a espiar cada uno de sus movimientos, Porque en el Liceo Masculino, mi bella reina pálida, yo no aprendí álgebra ni barrunté la trigonometría ni me enteré de qué iba la literatura ni tuve con la química ningún tipo de encuentro, en el Liceo Masculino yo aprendí a caminar como tu hermano, a comer como él, a mirar como él, a decir lo que él decía, a despreciar a los profesores por ser de menor rango social, y en una escala más amplia, a derrochar desprecio como arma suprema de control; cómo no iba a ser Joaco mi luz y mi guía si mi padre era una lápida a la que mi madre y yo le poníamos claveles el día de los muertos y en cambio el suyo le regaló un Renault 9 cero kilómetros con tremendo equipo de sonido cuando apenas éramos unos críos de cuarto bachillerato, fue en el Renault 9 de Joaco donde los oídos del Midas McAlister se abrieron al milagro del misis braun yugota loblidota de los German Germis, y a Joaco cómo lo admirábamos porque era el único que podía pronunciar Herman’s Hermits y cantar con todas las sílabas Mrs Brown you’ve got a lovely daughter; todo para el Midas eran revelaciones y deslumbramientos cada vez que Joaco le permitía acercarse a su mundo, Disparados a toda mierda en ese Renault 9 nos volábamos los retenes y los semáforos en rojo, hacíamos alarde de machos alfa tirándoles monedas a las prostitutas de las esquinas y parqueábamos en el Crem Helado, desmelenados y triunfales como jóvenes caníbales, y a pedir perros calientes y malteadas al auto, cómo iba a sospechar el Midas, recién llegado de provincia y alojado en un apartamentico interior del decoroso barrio San Luis Bertrand, discretamente agrupado en torno a la iglesia de su santo patrón, Dime, Agustina bonita, cómo iba yo a saber que en esta vida existe ese invento espléndido que se llama malteada de vainilla y que si la pides por micrófono te la acercan al auto. Los discos que le traían de Nueva York a Joaco, y el olor a nuevo de su Renault 9, y esa libertad dorada de niños que vuelan sin licencia de conducir por la Autopista al Norte, todo esto era demasiado para el Midas McAlister, el corazón le latía con una ansiedad desconocida y salvaje y sólo atinaba a repetirse a sí mismo Todo esto tiene que ser mío, algún día será mío, todo esto, todo esto, y mientras tanto cantaban el Yésterdei de los Bicles y también los Sauns of Sailens de Sáimonan Garfúnquel, siempre maldiciendo a Sáimonan por haberle robado esa canción a los indios latinoamericanos, para terminar con la explosión sideral y absoluta, el orgasmo cósmico que era el Satisfacchon de los Rolin, ¡aicanguet-no! ¡satisfac-chon!, Ése se volvió mi grito de batalla, mi desiderata, mi mantra, ¡Anaitrai! mi credo, ¡Anaitrai! mi secreto, ¡Anaitrai! mi conjuro, Dale, Joaco, dime qué quiere decir Anaitrai, qué berraca palabra tan poderosa y tan extraordinaria, pero él era muy consciente de la superioridad que sobre nosotros le otorgaba el dominio del inglés y se daba el lujo de dejarme con las ganas, Eso quiere decir lo que quiere decir, sentenciaba y luego cantaba él solo con su acento perfecto, I can’t get no satisfaction ’cause I try, and I try, and I try, y entonces yo me obstinaba, desfalleciendo, suplicando, Dale, flaco, no seas rata, dime qué significa Anaitrai, dime qué es Aicanguet-no o te rompo la jeta, pero él, implacable y olímpico, sabía exactamente qué tenía que contestar para ponerme en mi sitio, No insistas, McAlister, que sólo los que tienen que entender, entienden. Claro que yo me inventaba mis propios trucos desesperados de supervivencia social, como la vez que descubrí, entre la ropa guardada de mi padre, una camisa marca Lacoste, molida y descolorida a punta de uso y demasiado grande para mí, pero eso era lo de menos, nada podía empañar la gloria de mi descubrimiento y con las tijeras de las uñas me di a la tarea de desprender el lagartico aquel del logo, y de ahí en adelante me tomé el trabajo de coserlo diariamente a la camisa que me iba a poner, te ríes, reina Agustina, y yo también me río, pero no sospechas hasta qué punto el hecho de exhibir ese lagarto Lacoste en el pecho me ayudó a confiar en mí mismo y a llegar a ser el tipo que soy. Mediante mi proceso de espionaje sistemático de ese mundo tuyo llegué a percatarme de cuál era esa peculiar habilidad que yo tenía y tu hermano Joaco no, digamos que en tu casa y en el Liceo Masculino se me reveló la divina paradoja, yo, el provinciano perrata, el de la mamá en pantuflas, el apartamentico en el San Luis Bertrand y la carpeta de crochet sobre el televisor, yo sabía hacer dinero, princesita mía, eso se me daba como respirar, mientras que tu hermano, hijo de ricos y nieto de ricos y criado en la abundancia tenía ese sentido atrofiado, y mi lucidez fue comprender a tiempo que los Joacos de este mundo no iban a poseer sino lo que heredarían, y que no por nada dice aquí la gente que «Bisabuelo arriero, abuelo hacendado, hijo rentista y nieto pordiosero», o sea un lento espiral descendente, mi reina Agustina, donde el esplendor de antaño va perdiendo poco a poco el lustre sin que nadie se dé mucha cuenta, y donde la riqueza originaria se va erosionando y de ella no van quedando sino el gesto, la pompa, el sentimiento de superioridad, el ademán de grandeza, el lagartico de la camisa Lacoste bien visible en el pecho. En cambio yo, que arrancaba sin nada, yo estaba adquiriendo un don, Agustina vida mía, un don que era hijo de la necesidad y de la angustia: el de hacer plata; plata contante y sonante. Pero aún me faltaba lo más grave, Agustina preciosa, lo verdaderamente grave en medio de tanto detalle menor, y era llegar a la casa de mi amigo Joaco y encontrar que ahí estabas tú, haciendo tareas junto a tu madre, porque entonces me salía de lo más hondo el suspiro de verdad, el que me quebraba el pecho, Ay, señora Londoño, ¡Yugota loblidota! Porque año tras año, creciendo al lado nuestro pero inalcanzable, ahí estuviste tú, mi amor Agustina, la bellísima hermana de Joaco, la estrella más distante y más extraña, tan esbelta y tan blanca, siempre perdida entre tu propia cabeza como quien se esconde entre los trastos del ático, tú eras la medalla de oro, el Grand Prix reservado al mejor de todos, el único trofeo que tu hermano Joaco nunca nos podría quitar, porque él podía ser el más rico y sacar las mejores notas y llevar ropa de marca; él podía ser el putas del tenis y del sky acuático, el de las primaveras en París, el del eterno bronceado, pero había una única cosa a la que tu hermano Joaco tenía prohibida la entrada, Agustina belleza, y esa única cosa eras tú. La segunda vez que te vi fue en el comedor de tu casa del barrio La Cabrera, que a mí me parecía un palacio de sultanes, una mansión de los duques de Windsor, y ahí estabas tú haciendo torrecitas de galletas con mantequilla y mermelada, Joaco y yo en un extremo de la mesa y en el otro extremo tú sola debajo de la gran araña de cristal, absorta en tus torres de galletas, tan menudita, tan transparente, con tus ojos negros absolutamente inmensos y tu pelo negro locamente largo, ¡hasta dónde te llegaba el pelo, mi niña Agustina! Yo creo que por ese entonces te llegaba casi al suelo, y cuando por fin pude desprender mis ojos de ti, miré a mi alrededor y comprendí que esa habitación encerraba todos los componentes de mi dicha, lo que te quiero decir es que en ese momento algo hizo clic dentro de mi cabeza y supe que lo que tendría que conseguir para ser feliz estaba allí mismo, esos techos altos en exceso como si albergaran titanes y no humanos; esa lámpara de prismas de cristal que ponía a bailar mil fragmentos de arco iris sobre el mantel blanco; esos floreros tan atiborrados de rosas que parecía que hubieran tallado una rosaleda entera para abastecerlos; esa vajilla de una porcelana delicada como cáscara de huevo, esos cubiertos pesados que nada tenían que ver con los utensilios latosos y livianos que en el San Luis llamábamos cubiertos, Son de plata, me gritaste de un lado al otro de la mesa y ésa fue la primera cosa que en esta vida me dijo tu boca, y ahí supe también que tendría que tener tu boca. Tu boca de labios finos y dientes perfectos, es que de verdad te digo que ese día dilucidé más cosas de las que cabría esperar del niño de doce o trece años que era por entonces, por ejemplo me fijé bien en el asunto de los dientes, porque tan perfectos como los tuyos eran los de tus hermanos y también a punta de ortodoncia, y esa misma tarde, husmeando en los baños de tu casa y averiguando de qué sustancia estaba hecho ese mundo distinto al mío que me seducía hasta el trastorno, me enteré de que tú y tu familia no se lavaban los dientes con un cepillo de dientes como el resto de los mortales sino con un aparato gringo que llamaban Water-pic, y el Midas McAlister tomó la decisión, que cumplió al pie de la letra, de empezar a juntar dinero vendiendo en el colegio fotos de rubias empelotas, primero para comprarse un Water-pic y después para pagarse un tratamiento de ortodoncia, Fíjate cómo es este mundo, princesa Agustina, a la precocidad de mi inteligencia le debo haber comprendido desde temprana edad que con los dientes amarillos, torcidos o picados no se llega a ninguna parte, y que en cambio una sonrisa perfecta como la de los niños Londoño y como la que yo mismo conseguí más tarde, era tan útil o más que una carrera universitaria. Claro que también fue revelador para mí el hecho de que los alimentos que dos sirvientas, perfectamente disfrazadas de tal, servían en la vajilla de cáscara de huevo sobre aquella mesa de doce puestos de tu casa paterna, mesa que dicho sea de paso era casi idéntica a la que hoy en día tengo en mi propio apartamento, esos alimentos, te decía, o sea chocolate con pandebonos, almojábanas y galletas de nata, eran exactamente los mismos que me servía mi madre en la vajilla Melmac de plástico indestructible en nuestra sala-comedor del San Luis Bertrand, ese detalle me hizo gracia, mi reina Agustina; me hizo gracia ver que aunque entre los tuyos eso se llamara tomar el té y entre los míos tomarse las onces, a las cinco de la tarde las dos familias servían a la mesa las mismas harinas amasadas a la manera del campo, en pleno barrio chic de Bogotá, las mismísimas almojábanas del San Luis Bertrand, y de ahí deduje que la diferencia infranqueable entre tu mundo y el mío estaba sólo en la apariencia y en el brillo externo, eso me dio risa pero también me dio ánimos para emprender la lucha. Pues si el problema es sólo de empaque, me dije ese día, y ya te advertí que sólo tenía trece años, entonces yo podré franquear esa diferencia infranqueable, y en efecto al cumplir los treinta ya la había franqueado y ya había sido mía tu boca, y dos arañas auténticas de cristal de Baccarat, un comedor para doce sin estrenar, un juego de veinticuatro puestos de cubiertos de plata y una sonrisa impecable, y sin embargo mírame hoy, convertido en la sombra de mí mismo, derrotado por ese error de percepción —a fin de cuentas no se podía esperar tanto de la inteligencia de un niño— que consistió en deducir que la diferencia era mera cuestión de empaque. No lo era, claro que no lo era, y heme aquí pagando con sangre mi equivocación.

BOOK: Delirio
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