Delirio (7 page)

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Authors: Laura Restrepo

Tags: #Relato, Drama

BOOK: Delirio
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Quién sabe qué dirán las gentes de Sasaima cuando ven a Nicolás Portulinus sentado en el café, en una esquina apartada, con una bufanda de lana entorchada al cuello pese al calor y la mirada fija en ninguna parte. ¿Pero hay acaso un café en la campesina y lluviosa Sasaima, remota población de montaña? Desde luego que no, aquel café sólo espejea de los recuerdos que un extranjero ha traído de otro continente; tienda de grano será más bien, o cantina, heladería en el mejor de los casos, y quienes allí entran deben decir al verlo Es el señor alemán, o Es el señor profesor, y lo dejan solo con su botella de cerveza en la mano dando por descontado que así, raros y desencontrados, son todos los alemanes, o al menos todos los músicos nacidos en ese país. Porque se toma poco a poco su cerveza, abotagado entre su bufanda de lana, hasta que Blanca viene por él y se lo lleva, indignada con quienes dudan de su cordura y empecinada contra toda evidencia en no reconocer ante los demás su desmoronamiento. Pero pese a la porfía de ella, día a día se va haciendo más evidente esa rareza que cuando Portulinus calla es un destello ambiguo en el ojo, es un malestar de manos hinchadas que dejan la huella de su humedad sobre la superficie de la mesa, es un aire de andar sumido en mundos que no comparte con nadie, es un peinado que no corresponde, como de persona que tras dormir la siesta olvida pasarse el cepillo por la cabeza, es un nerviosismo de pájaro en los movimientos. Y es un cierto pánico que le sale de adentro y que se va esparciendo, como leve contagio. Pero más que todo lo anterior, la locura de Portulinus es dolor. Es el inmenso dolor que en él habita. Ahora, tanto tiempo después, sobre la chimenea de la residencia de Eugenia, la menor de sus hijas, están enmarcadas y expuestas dos fotografías del abuelo Portulinus, una tomada a los veintinueve años y la otra a los treinta y nueve, lo cual permite establecer un antes y después como de anuncio de cirugía plástica o de producto para adelgazar, sólo que en este caso en vez de mejoría hay pura pérdida y la contraposición revela cómo, en el lapso de diez años, tomó posesión del músico un ritmo biológico abominable que debía estar hermanado con la creciente perturbación de su espíritu. Antes: aspecto amable y seductor, bucles que encuentran la manera de organizarse suavemente alrededor de la cara, mirada que escruta sin dejar de ser soñadora, vida interior intensa pero aún equilibrada. Después: cara fofa y sufrida como de señora fofa y sufrida de cincuenta años, rasgos refundidos, mirada oscura y confusa, párpados abultados de señora feísima que ha llorado mucho, bucles sin brillo y aplastados de mala manera contra la oreja izquierda. Antes todo está por ganar y después todo está perdido; se registra un daño irreversible en el ánimo, es decir, un efecto venenoso en las emanaciones del alma.

Día tras día a partir del episodio oscuro, Aguilar se parquea un rato frente al hotel Wellington, a suficiente distancia de la puerta principal para que los porteros no recelen la presencia de su camioneta destartalada, y observa por el espejo retrovisor el movimiento de gentes que entran y salen con o sin maletas, el revuelo de guardaespaldas alrededor de algún personaje que se baja de un Mercedes blindado, el resquemor de los extranjeros que se le miden a la calle bogotana, las reverencias que a diestra y siniestra reparte un botones vestido de mariscal, el regateo de un vendedor ambulante de caramelos, los pasos rápidos de una mujer que atraviesa la calle, en fin, los gestos naturales, predecibles, de todos aquellos que pueden considerarse habitantes del territorio de la razón, Qué suerte que tienen, carajo, piensa Aguilar, y se pregunta si serán conscientes de su enorme privilegio. Confiesa que no sabe bien qué es lo que espera allí parqueado en la puerta de ese hotel, ¿Que regrese el amante de Agustina, que yo lo reconozca, me abalance sobre él y le rompa la cara? Supone que no. ¿Que me le abalance y le exija explicaciones sobre lo que le sucedió a mi mujer, sobre el daño que le hizo a mi mujer? Tal vez. Pero la verdad es que no creo que ese hombre vaya a aparecer por aquí, y además en el fondo ni siquiera creo que sea el amante de ella, a fin de cuentas lo único que hizo, que me conste, fue abrir una puerta; quién me asegura que no era el conserje. Así que espío vaguedades, vigilo con esperanza pueril y difusa, como si el tiempo pudiera dar marcha atrás, dice, y yo lograra evitar que el episodio oscuro aconteciera, porque repasar una y otra vez lo vivido se ha vuelto mi tormento primordial, repasarlo para diseñarlo en nuevos términos, para imaginar caminos diferentes al ya recorrido, para desviar retrospectivamente el cauce de las cosas e impedir que desemboquen en este punto de dolor extremo al que Agustina y yo hemos llegado. A veces Aguilar traspasa las puertas del hotel, verifica que no esté de turno en la recepción el hombre mayor, de gafas, que lo atendió el domingo que vino a recogerla, se sienta en una de las mesas del lobby y pide un té con leche que un mesero le sirve en juego de plata y luego le cobra a un precio desmedido. Permanezco al acecho en ese lugar, dice, en medio de los afanes de la gente, esperando el momento propicio para acercarme a alguno de los empleados de la recepción a preguntar por el registro de huéspedes de aquel fin de semana; si me lo dejaran ver, especula, al menos tendría una lista de nombres y tras alguno de esos nombres habría una persona que podría decirme lo que necesito saber, pero desde luego no se atreve a pedirla porque no se la darían, lo mandarían a la porra por andar averiguando lo que no le importa, Sí me importa, les gritaría, es lo único que me importa en esta vida, pero con más razón llamarían a Seguridad, mirándolo como a secuestrador en potencia. Aunque de pronto no. Entre los empleados del turno nocturno ha distinguido a una muchacha muy desparpajada; Aguilar lo nota en su actitud de mujer que se gana la vida a brazo partido, en su manera de mirar directo a los ojos, en su falda diez centímetros más corta que la de sus compañeras, en el gesto vigoroso con que su mano de uñas esmaltadas echa hacia atrás la melena crespa. Tiene toda la pinta de estar dispuesta a saltarse las imposiciones laborales de su hotel y a jugarse el puesto a cambio de nada, a cambio de ayudar a un necesitado, de hecho ya debe tener al administrador disgustado con esa minifalda discotequera y ese peinado irreglamentario, y todo sólo porque sí, porque ella parece ser así, fuerte y solidaria y acostumbrada a hacer lo que le da la gana, Este país está lleno de personas así, dice Aguilar, y yo he aprendido a reconocerlas al rompe. Pero qué tal que no sea cierto; temo pifiarme con ella y al final no me animo a preguntarle nada, claro que el impedimento principal no es tanto ése como la convicción de que en cuanto regrese al escenario de los hechos, éstos se van a repetir en una especie de replay insoportable, quiero decir que lo que más me frena es la sospecha de que los sucesos siguen palpitando en el lugar donde ocurrieron, y tengo miedo de salirles al encuentro. Mañana sí, me digo mientras me alejo del Wellington, mañana volveré, esperaré a que la Desparpajada termine su turno, la invitaré a un café lejos del hotel, lejos de la mirada del supervisor, y le haré un interrogatorio.

Claro que el Midas McAlister no creyó ni mierda cuando la Araña le dijo que apostara con confianza porque el pájaro no lo tenía muerto del todo; si el Midas casó la apuesta pese a todo fue porque en el fondo no le importaba perder, o al menos eso le dice a Agustina, total el dinero que me tumbaran se los descontaría del billetal que a través de mí les enviaba Pablo Escobar y ellos ni cuenta se darían siquiera, qué cuenta se iban a dar, si aplaudían con las orejas por la forma delirante en que se estaban enriqueciendo, al mejor estilo higiénico, sin ensuciarse las manos con negocios turbios ni incurrir en pecado ni mover un solo dedo, porque les bastaba con sentarse a esperar a que el dinero sucio les cayera del cielo, previamente lavado, blanqueado y pasado por desinfectante. ¿O es que acaso tú creías, reina mía, que las cosas eran de otro modo? ¿Acaso no sabías de dónde sacaban los dólares tu hermano Joaco y tu papá y todos sus amigotes, y tantos otros de Las Lomas Polo y de la sociedad de Bogotá y de Medellín, para abrir esas cuentas suculentas en las Bahamas, en Panamá, en Suiza y en cuanto paraíso fiscal, como si fueran jet set internacional? Por qué crees que tu familia me recibía en su casa como a un sultán, le pregunta el Midas a Agustina, por qué desempolvaban para mí el cristal de Baccarat y los cubiertos Christofle, y me servían mousses y patés y blinis preparados por las propias manecitas de tu señora mamá, a pesar de que yo te había dejado embarazada y que ni a las malas había accedido a casarme contigo, como exigía tu papá. ¿Por qué crees que pese a todo me recibían como a un sultán, pasando por encima de tu rabia y de tu humillación? Pues porque hasta la langosta que me servían en el plato la pagaban gracias a mí; no pongas esa cara de sorpresa, muñeca bonita, no me hagas reír, no me vengas a decir que ese pequeño enigma no lo habías resuelto aún, porque en qué quedan entonces tus poderes de adivinación. El negocio que el Midas manejaba era incruento y suculento y no tenía nada que ver con el Aerobic’s Center, que no era más que fachada. Para que te quites de una buena vez la venda de los ojos, Agustina, te voy a simplificar en dos palabras la movida chueca para que la veas en Technicolor y gran angular. La Araña, el Silver, Joaco y otros tantos le daban al Midas, en cheque de viles pesos colombianos, cada uno una suma equis que él le hacía llegar a Escobar, y cuando Escobar coronaba su embarque de coca en los USA, les devolvía su inversión de nuevo a través del Midas, pero ¡oh magia, magia!, esta vez venía en dólares y con una ganancia espectacular, del tres por uno, del cuatro por uno y hasta del cinco por uno, según el santo capricho de san Escobar. Así ellos, sin entrar en pleitos con la justicia ni desdorarse ante la sociedad, se convertían en orondos e invisibles inversionistas del narcotráfico y engordaban a reventar sus cuentas en el exterior; Escobar quedaba satisfecho porque lograba blanquear fortuna y el Midas tampoco se quejaba, porque se guardaba una tajada de consideración. La vaina implicaba riesgos, claro está, y para medírsele había que tener sangre fría, porque si el embarque no coronaba, Pablo ni siquiera reintegraba la inversión. El trato del cinco por uno hacía que a los old-moneys se les escurrieran las babas, pero tenía su contrafómeque como todo en esta vida, y era que no había derecho al pataleo, es decir que los olímpicos inversionistas no podían protestar ni decir esta boca es mía en caso de que el dinero se les demorara o no les llegara jamás. Para no mencionar que en cualquier momento cualquiera se podía morir, según el derecho que san Escobar se otorga sobre las vidas de los que se enriquecen a expensas suyas, no sé si me entiendes, muñeca brava, yo sé que las finanzas no son tu fuerte; lo que te quiero decir es que en el instante en que te metes al bolsillo un dólar que venga de Pablo, automáticamente pasas a ser ficha suya, te conviertes en mequetrefe de su propiedad. A todas éstas ya te imaginas quién era el que se jugaba el pellejo en tierra de gringos, allá tocándoles los testículos a los bravucones de la DEA, pues nadie menos que este pecho, el Midas McAlister, aquí tu servidor. Tan pronto Pablo le mandaba aviso de que ya estaba cocinado el pastel, el Midas viajaba a Miami, se instalaba en un hotel discretongo de Coconut Grove, esperaba a que le llegaran las maletas repletas con los billetes que provenían de la venta callejera de la droga, se guardaba lo suyo y el resto se los consignaba a los impolutos inversionistas de Bogotá. Misión cumplida, el Midas volvía a casita, y ya está.

Mañana, mañana sí lo haré, se decía Aguilar a sí mismo todos los días, sentado en el lobby del hotel Wellington, mientras se tomaba un té que encontraba absurdamente caro. Hasta que se atrevió. El viernes pasado entré al Wellington hacia las nueve de la noche, dice, sabiendo que en la recepción encontraría a la Desparpajada de las uñas larguísimas y la melena embravecida. Allí estaba ella en efecto, muy ejecutiva y muy eficiente y muy improvisando idiomas según la nacionalidad de cada huésped extranjero, así que me le acerqué poniendo mi mejor cara para que no se notara al rompe que no soy más que un pobre diablo muerto de angustia porque se le enloqueció la mujer que ama, y le dije con mi mejor voz de VIP que venía a hacer una reservación para una pareja de amigos que quería venir a pasar unos días en Bogotá, ¡Stop!, error, cometí el primer error, nadie viene a Bogotá porque quiere, aquí sólo llegan los que no tienen más remedio, Bueno, continué, vienen a Bogotá estos amigos y me pidieron que les hiciera la reservación, Desde luego, señor, no hay ningún problema, Bueno, sí, señorita, hay un pequeño problema y es que me pidieron que le echara una vuelta a la habitación antes de darle el visto bueno, y ahí me pareció que ella empezaba a mirarme con ojos de policía, ¿sería policía, como todos los recepcionistas de todos los hoteles del mundo? Bueno, es que mis amigos ya estuvieron una vez aquí, en este hotel, hace unos meses, Stop, estaba dando más explicaciones de las necesarias, Bueno, es que mis amigos desean volver a la misma habitación que ocuparon la vez pasada porque les gustó el jardín que se ve desde la ventana. Ella me preguntó entonces de qué habitación se trataba, La 413, le respondí y me sentí un poco enfermo al pronunciar ese número tan estrechamente asociado a mi desdicha, No le puedo mostrar la 413 porque está ocupada en el momento, señor, dijo ella revisando la pantalla y arreglándoselas para golpear las teclas acertadas en el computador pese a sus uñas kilométricas, eran un prodigio digno de los récords Guinness estas diez uñas, cada una de ellas perfectamente pintada a franjas de esmalte rojo, blanco y azul, como una minibandera de Francia, observó Aguilar y se preguntó si aquella decoración se la haría ella misma, las uñas de la izquierda con la mano derecha, ¿y las de la derecha con la mano izquierda?, debía ser ambidextra esta muchacha para lograr semejante proeza, y enseguida sus pensamientos volaron hacia las bellas uñas ovaladas de Agustina, siempre cortas y jamás pintadas, y hacia el estuche de nácar que fue de su abuela Blanca y donde guarda las limas, las pinzas, las barritas de naranjo y demás utensilios para hacerse la manicure, Agustina pronuncia la palabra en francés y Aguilar al escucharla se frunce y le cae encima, Existe la palabra en español y es casi idéntica, Agustina, entre nosotros se dice manicura, fíjate qué fácil, en estas tierras nos hacemos la manicura y no la manicure, con la ventaja de que no tenemos que esforzarnos tanto pronunciando. Aguilar, que se apoya sobre el mostrador de la recepción del hotel Wellington, suda del remordimiento cuando se percata de la brusquedad con que le censura a Agustina sus amaneramientos de niña rica, Qué desagradable soy con ella a veces, reconoce con dolor; afortunadamente Agustina se pasa por la faja mis comentarios agrios y sigue en lo suyo como si nada, y no sólo vuelve a pronunciar manicure otras diez veces sino que además asegura con la mayor naturalidad que la barrita para hacer que asome la luna de la uña debe ser de palo de naranjo, qué típico de Agustina decir hacer que asome la luna de la uña en vez de removerse la cutícula, como dice todo el mundo; mi mujer es capaz de vivir en una casa de pobres como la mía, donde sólo comemos costillas porque para lomo no nos alcanza, y al mismo tiempo considerar imprescindibles objetos tan rebuscados como las tales barritas de naranjo, hace justamente un año, cuando Aguilar viajó invitado por una universidad alemana a un simposio sobre el poeta León de Greiff, se gastó casi todo el dinero extra que llevaba comprando en un duty-free del aeropuerto de Francfort las cremas de belleza marca Clinique que Agustina le había encargado, Porque Marta Elena, mi primera mujer, siempre se las arregló con las cremas Ponds que se consiguen en cualquier droguería, pero no, Agustina, como toda su gente, tiene esa maña horrible de desdeñar sistemáticamente los productos nacionales y de estar dispuesta a pagar lo que sea por vainas de afuera que aquí no se consiguen, y los pensamientos se detienen ahora en la cara de ella, que siempre le ha parecido asombrosamente hermosa, y en sus ojos oscuros que ya no lo miran, Por eso me he vuelto invisible, desde que Agustina no me ve, me he vuelto el hombre invisible, especula Aguilar hasta que se percata de que la Desparpajada le está hablando, Pero si quiere le puedo mostrar la 416 que es prácticamente la misma cosa, la voz lo hace regresar abruptamente y le cuesta entender dónde está y quién le dirige la palabra, ¿Señor?, insiste ella, le digo que si quiere le puedo mostrar la 416. La 416, claro, muchas gracias, señorita, siempre y cuando la 416 también dé sobre el jardín de las acacias. También, sí señor, dará sobre un ángulo diferente pero supongo que se alcanzarán a ver las acacias, dígame cuando estarían llegando sus amigos, Aguilar improvisa una fecha que ella anota, No hay problema, confirman las banderitas de Francia sobre el teclado, para entonces ya estará disponible la 413 y le aseguro que esas acacias no se habrán movido de allí, Mis amigos son gente que se fija en esos detalles, le dice Aguilar con una risita tonta para salirle al paso a su ironía, Por supuesto, señor, el cliente tiene la palabra. La Desparpajada me toma por sorpresa al preguntarme a boca de jarro cómo me llamo y le respondo que Sergio Stepansky, como el alter ego del poeta León de Greiff, que es lo primero que me viene a la cabeza, no sé bien por qué no he querido revelarle mi nombre a esta mujer en la que había decidido confiar, Sígame, señor Stepansky, más que pedirme me ordena así que camino detrás de ella hacia el piso cuarto. Volvía al lugar de los hechos para revivir, para obtener alguna información, para recordar, para vomitar, para aliviarme, para torturarme, no podría precisar para qué, para agarrarme de algo. Mi conmoción crecía a cada paso y empecé a respirar agitadamente, tanto que la Desparpajada me preguntó si estaba bien, No es nada, respondí, he fumado demasiado y las escaleras me dejan sin resuello, pero como habíamos subido en ascensor me hizo saber con una de sus miradas que se percataba de que yo era un bicho raro, y sin embargo me dijo educadamente Sí, el cigarrillo es cosa seria. Ella caminaba delante de mí y aunque yo llevaba una especie de muerte entre pecho y espalda, no pude dejar de mirarle las piernas; era realmente bonita esta trigueña que me iba enumerando las ventajas del hotel, los méritos que lo hacían acreedor a cada una de las cinco estrellas que alumbran su logo, si esta señorita supiera que me voy muriendo, pensaba Aguilar mientras ella seguía elogiando el restaurante italiano, las habitaciones recién remodeladas, el gimnasio con servicio de entrenadores profesionales, el bar del último piso abierto las veinticuatro horas, y yo rebobinando mi agonía, fue por este mismo corredor que parece interminable, este mismo tapete que amortigua mis pisadas, la puerta que se abrió entonces se vuelve a abrir ahora, el hombre alto y moreno que ese día me recibió en la 413 parecía más trasnochado que preocupado, retengo clara noción de su estatura y de su color de piel pero no logro detallar el resto de su figura, se me desdibuja en la memoria o quizá nunca llegué a mirarle la cara, tampoco oí su voz porque cuando le pregunté por Agustina se limitó a dejarme entrar sin decir una palabra, así que no pude comprobar si era suya la voz masculina que encontré grabada en el contestador de mi casa al regresar de Ibagué, esa voz que me advertía que debía recoger a Agustina en este hotel. El hombre me abrió la puerta y debió irse enseguida porque ya no estaba un momento después, cuando lo busqué desesperadamente para averiguar qué le había ocurrido a mi mujer. No bien traspaso la puerta, me parece volver a ver a Agustina arrinconada en el suelo y mirando absorta por la ventana hacia las acacias, suena el radioteléfono que la Desparpajada trae en la mano y ella contesta, habla un poco con alguien y luego le dice a Aguilar, Disculpe si lo dejo solo un momento, señor Stepansky, pero me requieren abajo, no se preocupe que enseguida regreso, lo tranquiliza porque sospecha que algo le pasa pero Aguilar, que tiene la cabeza en otra cosa, no acaba de comprender qué es lo que le están diciendo, Mire usted mismo la habitación si quiere, añade la Desparpajada, aquí está el clóset y aquí dentro la cajilla de seguridad, aquí está el baño, la televisión se prende así, ya vuelvo, discúlpeme un segundo, señor Stepansky. Aquel día, allá en su rincón, mi mujer retiró los ojos de las acacias, todo sucedía tan lentamente que me daba la impresión de que un instante definido y único enmarcaba cada uno de sus movimientos, luego giró la cabeza, al verme pareció volver a la vida y su rostro se suavizó como si de repente lo hubiera bañado un infinito alivio, se levantó, vino hacia mí como quien regresa a lo suyo después de un siglo de ausencia, Ya estás aquí, me dijo y yo la abracé con mucha fuerza, la sentí apretarse contra mí y supe que estábamos salvados, aún no sabía de qué pero estábamos salvados, Ya pasó todo, Agustina, por grave que haya sido ya pasó, vámonos a casa, amor mío, le susurré al oído pero sentí que de repente todo su cuerpo se tensionaba y repelía al mío, si en un primer momento me buscó, luego se apartó bruscamente de mí, si antes me reconoció, un instante después no sabía quién era yo o no quería saberlo, sus gestos se volvieron teatrales y sobreactuados, me observaba profundamente disgustada, quizá no era a mí a quien esperaba, es el pensamiento que ahora atraviesa mi mente como un estilete, Yo con usted no voy a ninguna parte, me advirtió y su voz resonó falsa como la de un mal actor que recitara un parlamento de memoria, me dio la espalda y regresó a su rincón, se desplomó de nuevo sobre la alfombra como una muñeca rota y volvió a quedar absorta en el movimiento que el viento le imprimía a las ramas de las acacias.

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