Delirio (2 page)

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Authors: Laura Restrepo

Tags: #Relato, Drama

BOOK: Delirio
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Aguilar dice que desde que su mujer está extraña, él se ha dedicado a ayudarla pero que sólo logra desagradarle e importunarla con sus inútiles desvelos de buen samaritano. Por ejemplo ayer, tarde en la noche, Agustina montó en cólera porque quise secar con un trapo el tapete que ella había empapado obsesionada con que olía raro, y es que me produce una desazón horrible ver ese montón de tiestos con agua que va colocando por todo el apartamento, le ha dado por oficiar bautizos, o abluciones o quién sabe qué ritos invocando a unos dioses que se inventa, todo lo lava y lo frota con un empeño desmedido, esta indescifrable Agustina mía, se le ha vuelto un tormento cualquier mancha en el mantel o mugre en los vidrios, sufre porque haya polvo en las cornisas y la vuelven irascible las huellas de barro que según dice van dejando mis zapatos, hasta sus propias manos le parecen asquerosas aunque las refriegue una y otra vez, ya están rojas y resecas sus bellas manos pálidas, porque no les da tregua, ni me da tregua a mí, ni tampoco se la da a sí misma. Dice Aguilar que mientras su mujer oficia sus ceremonias dementes le va dando órdenes a la tía Sofi, que se ha ofrecido como monaguillo complaciente, y las dos trajinan con cacharros llenos de agua como si así lograran exorcizar la ansiedad, o recuperar algo del control perdido, en tanto que él no halla qué papel desempeñar en esta historia ni sabe cómo frenar el furor místico que va invadiendo la casa bajo la forma de hileras de tazas de agua que aparecen alineadas contra los zócalos de los muros o sobre los antepechos de las ventanas, De pronto abro una puerta y sin querer vuelco un platón de agua que Agustina ha escondido detrás, o voy a subir al segundo piso y me lo impiden las ollas llenas de agua que ha colocado en cada escalón, ¿Cómo llego arriba, tía Sofi, si Agustina inutilizó la escalera?, Por ahora quédate abajo, Aguilar, ten un poco de paciencia y no quites de ahí esas ollas porque ya sabes la pataleta que arma, ¿Y dónde comeremos, Agustina mía, si llenaste la mesa de platos con agua? Los ha puesto sobre las sillas, en el balcón y alrededor de la cama, el río de su locura va dejando su rastro hasta en los estantes de los libros y en los armarios, por donde pasa se van abriendo estos quietos ojos de agua que miran a la nada o al misterio y yo más que desazón siento el agobio de un fracaso, la angustia de no saber qué burbujas son las que le estallan por dentro, qué peces venenosos recorren los canales de su cerebro, así que no se me ocurre nada mejor que esperar un descuido suyo para vaciar vasijas y platos y baldes y devolverlos a su lugar en la cocina, y luego te pregunto por qué me miras con odio, Agustina amor mío, será que no me recuerdas, pero a veces sí, a veces parece reconocerme, vagamente, como entre la niebla, y sus ojos se reconcilian conmigo por un instante, pero sólo un instante porque enseguida la pierdo y vuelve a invadirme este dolor tan grande. Extraña comedia, o tragedia a tres voces, Agustina con sus abluciones, la tía Sofi que le sigue el juego y yo, Aguilar, observador que se pregunta a qué horas se perdió el sentido, eso que llamamos sentido y que es invisible pero que cuando falta, la vida ya no es vida y lo humano deja de serlo. Qué haríamos si no fuera por usted, tía Sofi. Al principio Aguilar permanecía en casa las veinticuatro horas corridas cuidando a Agustina y esperando que en cualquier momento volviera a sus cabales, pero con el correr de los días empezó a sospechar que la crisis no se superaría de la noche a la mañana y supo que tendría que hacer de tripas corazón para volver a enfrentar la vida cotidiana. Tal vez lo más difícil de todo esto, dice, sea aceptar la gama de términos medios que hay entre la cordura y la demencia, y aprender a andar con un pie en la una y el otro en la otra; al tercer o cuarto día de delirio se me acabó el dinero que llevaba encima y las urgencias ordinarias regresaron a mí desde ese remoto fondo de la memoria donde se habían agazapado, si no salía a cobrar un par de cuentas pendientes y a hacer las entregas de la semana no habría con qué comprar la comida ni pagar los servicios, pero no tenía cómo contratar a una enfermera que durante mi ausencia se quedara con Agustina cuidando que no escapara ni hiciera locuras irreparables, y fue entonces cuando timbró a la puerta esta señora que dijo llamarse tía Sofi. Apareció así no más, como traída por la Providencia, con su par de maletas, su gorro de fieltro rematado en una pluma, su risa fácil y su amplia presencia de alemana de provincia, y antes de ser invitada a seguir, todavía parada en el quicio de la puerta, le fue explicando a Aguilar que hacía años que no tenía trato con la familia, que vivía en México y que se había venido en un avión para cuidar a su sobrina durante el tiempo que fuera necesario, Yo no sé, duda Aguilar, mi mujer nunca me había hablado de ninguna tía, o al menos no recuerdo que lo haya hecho, y sin embargo pareció reconocerla o al menos reconoció su sombrero porque se rió, No puedo creer que todavía uses ese gorrito con pluma de ganso, eso fue todo lo que le dijo pero se lo dijo risueña y confiada, y sin embargo hubo un detalle que a Aguilar le dio mala espina, si esta señora no tenía trato con la familia, cómo se había enterado de la crisis de la sobrina, y cuando se lo preguntó, ella sólo respondió Eso lo he sabido siempre, Ah carajo, pensó Aguilar, o aquí hay gato encerrado o me acabo de ganar otra especialista en andar adivinando. Lo cierto es que esta tía Sofi no sólo ha logrado bajarle un poco el voltaje al frenesí de Agustina sino que además ha hecho que se alimente, un avance enorme porque antes se negaba a comer nada que no fuera pan simple y agua pura —son palabras de ella, pan simple y agua pura— siempre y cuando no provinieran de mi mano. En cambio a la tía Sofi le recibe de buena gana esa maizena con canela que sabe prepararle y que le va dando cucharada a cucharada como si fuera una nena, Dígame, tía Sofi, por qué Agustina me rechaza la comida y en cambio a usted no, Pues porque maizena con canela era lo que yo le daba de pequeña cuando estaba enferma, Qué habríamos hecho sin usted, tía Sofi, le agradece Aguilar mientras se pregunta quién será en realidad esta tía Sofi.

Dime cómo es el cielo de nuestro verano, cómo se amontonan sobre nosotros estas nubes redondas y lanudas como ovejas, cómo en lo hondo de tus ojos se apacigua, mansa, mi alma, se obstinaba en preguntarle a la abuela Blanca el abuelo Portulinus, refiriéndose a paisajes que no eran los que veía sino los que soñaba, porque ya por ese entonces andaba loco; loco como una puta cabra. Ella lo sacaba de la mano y lo hacía correr hasta cansarlo para aplacarle ese desenfreno que de otra manera podía arrastrarlo hasta los infiernos, aunque correr es un decir, siendo más bien un trotecito torpe de hombre ya un poco gordo, ya alejado de la juventud, ya muy entrado en las turbulencias de la demencia. Entrado y salido, desde luego, porque a veces no era loco y era entonces músico, un músico alemán de nombre Nicolás y de apellido Portulinus que con el correr del tiempo habría de ser el abuelo de Agustina, y que habiendo venido desde Kaub, un lugar con un río y un castillo, se había ido quedando entre los cañaduzales del muy tórrido pueblo de Sasaima, quizá por gracia de ese húmedo y tímido encanto de las tierras calientes que tan seductoras resultan para hombres como él, propensos a la ensoñación y al desvarío. El asunto de su procedencia nunca quedó claro porque no solía hablar de eso, y si alguna vez lo hizo fue en ese enrevesado español suyo, mal aprendido por el camino y que nunca pasó de ser la lengua provisional de quien no especifica si apenas está llegando o si todavía no se ha ido, y tampoco estaba claro por qué se había radicado precisamente en este lugar, aunque él mismo sostenía que si había escogido Sasaima entre todos los pueblos del planeta, era porque no conocía otro con un nombre tan sonoro.

Qué no diera yo por saber qué hacer, dice Aguilar, pero sólo tengo una angustia monstruosa, catorce noches sin dormir, catorce días sin descansar y la decisión de sacar a Agustina al otro lado aunque ella misma se oponga. Está furiosa. Está furiosa y desarticulada y abatida; el cerebro le estalló en pedazos y para ayudarla a recomponerlo sólo puedo guiarme por la brújula de mi amor por ella, mi inmenso amor por ella, pero esa brújula hoy por hoy es incierta porque me cuesta quererla, por momentos me cuesta mucho porque mi Agustina no está amable ni parece quererme ya, y me ha declarado una guerra a dentelladas de la cual vamos saliendo los dos hechos pedazos. Guerra o indiferencia, y no se sabe cuál de las dos es más difícil de lidiar, Aguilar se consuela pensando que no es ella quien lo odia sino esa persona extraña que ha tomado posesión de ella, esa lavandera energúmena para quien él no es más que alguien que ensucia todo lo que toca. Hay instantes en que Agustina parece aceptar una tregua y garrapatea dibujos para explicarle a Aguilar lo que le pasa. Pinta unos redondeles entre otros más grandes, unos redondeles que se desprenden de otros como racimos de ansiedad, y dice que son las células de su cuerpo redivivo que se reproducen y la rescatan. De qué me hablas, Agustina, le pregunta Aguilar y ella trata de explicarle trazando nuevos círculos, ahora minúsculos y apretados, furiosamente reteñidos con el lápiz sobre una hoja de cuaderno, Son partículas de mi propio cuerpo, insiste Agustina moviendo el lápiz con tal brusquedad que rasga el papel, irritada porque no logra explicar, porque su marido no logra entenderla. Porque tengo en mi contra el peso de una culpa, reconoce Aguilar, y es que conozco poco a mi mujer a pesar de haber convivido con ella durante lo que ya van a ser tres años. Sobre ese raro territorio que es el delirio, Aguilar ha logrado comprobar al menos dos cosas: una, que es de naturaleza devoradora y que puede engullirlo como hizo con ella, y dos, que el ritmo vertiginoso en que se multiplica hace que sea contra reloj esta lucha que además emprende tarde, por no haberse percatado a tiempo de los avances del desastre. Estoy solo en esta lucha. No tengo quién oriente ni vigile mis pasos por entre el laberinto o me indique cómo salir de él cuando llegue el momento. Por eso tiene que pensar bien; pese a la confusión Aguilar tendrá que ordenar la concatenación de los hechos con calma y a sangre fría, sin exagerar, sin dramatizar, buscando explicaciones escuetas y palabras claras que le permitan diferenciar las cosas de los fantasmas y los hechos de los sueños. Tengo que moderar el tono, serenarme y bajar el volumen, o estaremos perdidos ambos. Qué te está pasando, Agustina mía, dime qué hacías en ese hotel, ¿quién te hizo daño?, le pregunta pero sólo logra desatar en ella toda la rabia y el ruido de ese otro tiempo y ese otro mundo en los que se atrinchera, y cuanto mayor es la ansiedad de él, tanto más crece la virulencia en ella, No quiere contestarme, o no puede hacerlo; quizá ella misma no conoce la respuesta o no logra precisarla en medio de la tormenta que se le ha desencadenado por dentro. Como todo se le deshace en incertidumbre, Aguilar debe empezar por describir las pocas cosas que sabe a ciencia cierta: Sé que voy por la carrera 13 de mi ciudad, Santa Fe de Bogotá, y que el tráfico, ya de por sí pesado, está imposible a causa de la lluvia. Sabe que se llama Aguilar, que fue profesor de Literatura hasta que cerraron la universidad por disturbios y que desde entonces se ha ido convirtiendo poco a poco en casi nadie, en un hombre que para sobrevivir reparte a domicilio bultos de alimento para perros, Tal vez eso juegue a mi favor por cuanto nada importante me ocupa, dice, salvo la obstinación por recuperar a Agustina. Sabe también —lo sabe ahora, pero hace dos semanas no lo sabía— que cualquier demora de su parte sería criminal, Cuando todo empezó pensé que se trataba de una pesadilla de la que despertaríamos en cualquier momento, esto no nos puede estar pasando, me repetía a mí mismo y en el fondo me lo creía, quería convencerse de que la crisis de su mujer sería cuestión de horas, que se disiparía cuando cediera el efecto de las drogas, o los ácidos, o los tragos, o lo que fuera que hubiera consumido y que la hubiera enajenado de esa manera; algo en cualquier caso externo, de efecto devastador pero pasajero, o quizá algún acontecimiento brutal que no pudiera confesarle pero del que poco a poco se iría reponiendo. O uno de esos confusos episodios que se precipitan en esta ciudad en guerra de todos contra todos; historias de gente a la que le venden droga adulterada en algún bar, o le pegan en la cabeza para atracarla, o le hacen tomar burundanga para obligarla a actuar contra su voluntad. Al principio daba por sentado que había sido algo así, de hecho aún no descarto la posibilidad, y por eso mi primer impulso fue llevarla al servicio de urgencias más cercano, el de la Clínica del Country, donde los médicos de turno la encontraron agitada y delirante, según los términos precisos que utilizaron, pero sin rastro de sustancias extrañas en la sangre. Si me es tan difícil creer que realmente no hallaron huella de sustancias extrañas en su sangre, dice Aguilar, si me niego a aceptar ese diagnóstico, es porque implicaría la posibilidad de que lo único que haya aquí sea el alma desnuda de mi mujer y que la locura salga directamente de ella, sin la mediación de elementos ajenos. Sin atenuantes. Lo del alma desnuda se lo dijo ella misma, la propia tarde en que se desató este infierno; durante un instante y por una única vez se le humanizó la expresión y le imploró ayuda, o al menos intentó hacer contacto, y fue cuando le dijo Mira, Aguilar, mira mi alma desnuda; Aguilar recuerda esas palabras con la nitidez afilada con que la herida recuerda al cuchillo que la produjo.

El Midas McAlister le cuenta a Agustina que en medio de la barahúnda y de la borrachera los jugadores de polo le gritaban a la Araña, que seguía en el suelo, Párate, Araña, no seas maricón, no seas aguafiestas, no te tires la velada, y mientras tanto la Araña allá abajo, a oscuras y entre el barro y boqueando y encomendándose a Dios, sin poder moverse porque según se vino a saber más tarde, acababa de tronarse el espinazo contra el filo de la roca. Unos días después, cuando se percató de que todavía estaba vivo, se hizo llevar a Houston Texas en avión particular, a uno de esos megahospitales donde en su momento llevaron también a tu papá, le dice el Midas a Agustina, porque en este remedo de país a todos los platudos que se enferman se les da por peregrinar a Houston Texas convencidos de que en inglés sí los van a resucitar, de que el milagrito funciona si se paga en dólares, como si aquello fuera Fátima o Lourdes o Tierra Santa, como si no supieran de antemano que esos hígados floreados por la cirrosis no se los puede curar ni el mismísimo Dios tecnológico de los norteamericanos. Y aunque allá les arranquen media fortuna en electros, fonocardiogramas y pruebas de esfuerzo, o les incrusten un bypass en la pepa del alma, por lo general acaban igual que acá, bajo tierra y chupando lirio; mira no más, cosita linda, lo que le sucedió a tu señor padre, que se hizo llevar a Houston Texas sólo para tener que regresar poco después y ya vuelto fiambre en un avión de Avianca, justo a tiempo para su propio entierro en el Cementerio Central de Santa Fe de Bogotá. Pero el Midas insiste en volver al tema de la Araña que es el que le concierne a ella, Según habrás de entender, muñeca brava, eso fue lo que a ti te tronó la cabeza y a mí me jodió la suerte; créeme que me duele tu enfermedad, tú sabes mejor que nadie que si algún daño te he hecho en esta vida no ha sido por mi voluntad, le asegura a Agustina el Midas McAlister, y él mismo se sorprende de verse recitando tan conmovidos versos. Sucedió con la Araña que después de cuatro cirugías mayores y un platal invertido en rehabilitación, los doctores de Houston Texas lograron salvarle el pellejo pero no la dignidad, porque quedó parapléjico e impotente el infeliz, sembrado como en maceta entre una silla de ruedas y según sospecha el Midas, también incontinente, aunque la Araña jura que eso no, que no poder fornicar ni caminar ya es humillación suficiente y que el día que además se ensucie encima, se pega un tiro sin pensársela más. Cuando se arrulla en autocompasión, la Araña dice que mejor suerte que él tuvo el cabrón del Perejil, que a estas alturas debe andar cargando yeguas por las praderas del cielo, o sea, muñeca bonita, que esto ha sido una cadena de desastres y el primer eslabón que reventó fue la Araña, psicológicamente se reventó aunque su inmensa fortuna siga intacta, eso es lo que te quiero decir. Las vainas pasan porque pasan y el que tronó, tronó, y en esta jugada a tres bandas tronó la Araña, tronaste tú y troné yo, para no hablar de los actores de reparto. El asunto ocurrió un jueves, dice el Midas haciendo precisiones de calendario, ese jueves de perdición, cuando los cinco de siempre cenábamos en L’Esplanade, la Araña Salazar, Jorge Luis Ayerbe, tu hermano Joaco, el gringo Rony Silver y yo, ellos cuatro oliendo muy a Hermes y vestidos muy Armani, todos con corbatas Ferragamo de esas de pinticas hípicas directamente traídas de la Via Condotti, la de la Araña con estribitos, la de tu hermano Joaco con fusticas, la de Jorge Luis con sillitas de montar y la de Silver con unicornitos o algo por el estilo, como si los cuatro se hubieran puesto de acuerdo en esa mariconada, a L’Esplanade llegaron todos uniformados de gente decente, todos menos el Midas, que salió del baño turco derecho para el restaurante despidiendo vapor y derrochando bronceado, saludable hasta la punta de sus Nikes sin medias debajo, y sin camisa bajo su suéter de hilo crudo Ralph Lauren; tú sabes cómo voy vestido yo, Agustina chiquita, para qué te lo voy a contar, y me visto así para que a ellos nunca se les olvide que en materia de juventud me los llevo por delante, porque cualquiera de ellos podría ser mi padre, y mi madre cualquiera de sus esposas cincuentonas de bolso de cocodrilo y pulserotas de oro y vestido sastre en tono pastel, mientras que lo del Midas son hembritas a granel, top models, estrellitas de TV, estudiantes de arquitectura, instructoras de ski acuático, bellezas así flaquitas, mechuditas y medio histéricas, Agustina, como tú. La verdad, le confiesa el Midas, es que si hubiera escogido a una sola, para formar digamos un hogar, esa hubieras sido tú, mi reina sin corona; muy probablemente hubieras sido tú, que siempre has sido la más indómita de todas, la del cuerpito más sabrosito, tan loquita pero tan bonita. Pero qué va, qué cuentos de formar hogares, que forme hogares de huérfanos y de ancianos el padre Niccoló, que aspira a la santificación; el Midas McAlister qué hogar va a formar si así no es él ni su vida es esa vida, Mi vida es oropel como dice la canción, yo ando más que satisfecho con lo que me regaló el destino, una gata caliente para el frío de cada noche, que si algún problema ha tenido el Midas es el de la inapetencia, que de tanto caramelo a veces se ha sentido hastiado. Y en materia de billete también les doy vuelta y media a tu ilustre hermano Joaco, a tu difunto padre Carlos Vicente y a muchos de los old-moneys de Bogotá, que ya saben que cuando invito yo, les hago servir caviar pero en plato hondo, con cuchara sopera y al por mayor, Coman, hijueputas, les digo, aprovechen y replétense de caviar ruso, que en sus hogares tan egregios sólo viene de a cinco huevitos sobre tostaditas del tamaño de una moneda.

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