Es que ella es sencilla, le dijo en un momento de calma Agustina a Aguilar, cuando éste le preguntó por qué razón a la tía Sofi le recibía de comer y en cambio a él no. La tía Sofi, que es sencilla, puede comprender para qué llena Agustina la casa de vasijas con agua mientras que Aguilar, que no es sencillo, se angustia por estupideces como que aquello se derrame, o se manchen las mesas, o se moje el tapete, o se resfríe Agustina o se chifle todavía más de lo que está, o nos chiflemos todos en esta casa. Mira, Aguilar, le dice la tía Sofi, lo que pasa es que la locura es contagiosa, como la gripa, y cuando en una familia le da a alguno, todos van cayendo por turnos, se produce una reacción en cadena de la que no se salvan sino los que están vacunados y yo soy uno de ésos, yo soy inmune, Aguilar, ésa es la gracia mía y Agustina lo sabe y confía en ello, mientras que tú tienes que aprender a neutralizar la descarga, Dígame, tía Sofi, a quién le reza Agustina con todo este trajín religioso del agua, La verdad no lo sé, yo creo que no reza sino que conversa, me responde Sofi mientras Agustina, devotamente hincada, cubre con un trapo un platón de agua y lo bendice, ¿Y con quién conversa, tía Sofi? Pues con sus propios fantasmas, ¿Y para qué tanta agua? Creo entender que Agustina quiere limpiar esta casa, o purificarla, dice la tía Sofi y Aguilar se sobresalta como si descubriera que en su mujer palpitan penumbras que él aún no sospecha, Y por qué querrá purificar la casa, Porque dice que está llena de mentiras, esta mañana estaba tranquila comiéndose el huevo tibio que le serví al desayuno y me dijo que eran las mentiras las que la volvían loca, ¿Cuáles mentiras? No sé, eso dijo, que las mentiras la volvían loca, ¿Y qué dice acaso de su propia mentira, estalló Aguilar, la de irse el fin de semana con un hombre a un hotel a espaldas mías?, Con cuál hombre, Aguilar, de qué hablas, Del que estaba con ella ese domingo en el hotel Wellington, no sabe cómo me atormenta eso, ¿Lo ves? Ahora eres tú el que delira, Aguilar, precisamente a eso me refiero cuando te digo que tu problema es que dejas que la locura te contagie, Pero si lo vi, tía Sofi, lo vi con mis propios ojos, Ten cuidado, Aguilar, el delirio puede entrar por los ojos, ¿Y entonces qué hacía con él, qué pueden hacer un hombre y una mujer en un cuarto de hotel si no es el amor sobre una cama?, Espera, Aguilar, espera, no saltes a conclusiones insensatas que aquí estamos enfrentados a un problema más hondo, en estos días Agustina ha estado hablando de su padre como si no hubiera muerto, Hace cuánto murió su padre, Hace más de diez años pero a ella parece que se le olvida, o que nunca ha querido registrar el hecho, no sé si la propia Agustina te lo habrá contado, Aguilar, pero pese a que lo adoraba, ni lloró su muerte ni quiso asistir a su entierro.
Blanca, mi niña blanca, tu solo nombre despeja mis tinieblas, le dice el abuelo Portulinus a su joven mujer pero no es cierto, porque Blanca pese a su empeño no siempre logra despejar sus tormentos, al contrario, con frecuencia sucede que la sola presencia de ella es para Portulinus un deslizadero hacia todo aquello que se bifurca y se enmaraña, porque nada enardece más al intranquilo que le digan tranquilízate, nada lo preocupa tanto como que lo inviten a despreocuparse, nada contraría tanto sus impulsos de vuelo como los aterrizados oficios de un samaritano. Así lo comprueba ella día tras día y sin embargo incurre una y otra vez en el mismo error, como si ante el oscuro trastorno de su marido, su capacidad de ayudar quedara reducida a una torpe angustia sin pies ni manos. Allá está el árbol dormido, dice Portulinus señalando un mirto que aparece a la orilla del camino a casa, no mango, ni ceiba, ni caracolí, ni gualanday ni ninguno de los miles de árboles suntuosos y aromáticos que en las tierras templadas se aprietan unos contra otros en profusión exacerbada, cargados de lluvia, de frutos, de parásitas o de pájaros, sino un mirto esmirriado y pequeñajo pero gigantesco en el recuerdo, un mirto que lo acompaña desde las tierras de su infancia y que por eso es el suyo, su árbol, la sombra que él escoge para tenderse a descansar durante los paseos matinales. Le gusta repetir que a través de sus ramas extendidas ese mirto dormido se alimenta de los sueños del aire, pero a alguien menos enredado en sus propias especulaciones le bastaría con anotar que se trata de un árbol con pepitas amarillas o pepitas rojas, según la época del año, o según el particular empecinamiento de cada pepita, factor irrelevante para lo único que interesa comprender por el momento, que Portulinus y Blanca se han sentado, como siempre, bajo aquel árbol para reincidir en un cierto diálogo dificultoso durante el cual él la observa con apremio, refrenando la avidez en la punta de la lengua al hacerle la pregunta que quema, ¿Nuestro árbol?, y experimentando un momentáneo alivio al escucharla ratificar, El árbol nuestro; ¿Tuyo y mío?; Tuyo y mío. ¿Tú y yo?, Tú y yo; ¿Nosotros dos? Sí, amor mío, nosotros dos. La habilidad conciliatoria del primer número par, el dos, repetido por ella día tras día bajo aquel mirto, le devuelve a él briznas de esa tranquilidad que se le ha perdido en algún lugar entre Kaub y Sasaima, ciudades que poco o nada tendrían que ver la una con la otra de no ser por esa línea imaginaria que Portulinus, con su recorrido, ha sabido trazar entre ambas. A él, hombre conocedor de la alquimia y aficionado a los acertijos cabalísticos, el número dos le permite defenderse, al menos durante el instante en que Blanca lo pronuncia, de esa insufrible dualidad que se interpone como un hueco entre el cielo y la tierra, el principio y el fin, el macho y la hembra, el árbol y su sombra, la pasión por su esposa Blanca y la urgencia de escapar de su control. Qué pesada te has vuelto Blanquita, qué gorda y qué amarrada al suelo, mientras que yo vuelo sobre tu cabeza, liviano y sin ataduras, y comprendo la simetría de los cristales, los circuitos de la sangre, las analogías de los números, la marcha de las constelaciones, las etapas de la vida, le decía Portulinus a su mujer, mirándola de repente con otros ojos, un ojo el de la compasión y el otro el del desprecio. Qué pequeña y gorda te veo allá abajo, mi Pequeña Bola de Manteca, y qué cerrada de entendederas, le decía Portulinus a su mujer, que además de ser delgada por naturaleza, había perdido varios kilos desde que las incursiones cósmicas de él se habían vuelto frecuentes, llevándola a oscilar dolorosamente entre el impulso de internarlo en un asilo para enfermos mentales, y la sospecha de que Portulinus en efecto comprendía, que comprendía mejor que nadie el entramado de las constelaciones, la música de las esferas, los misterios de los números y los desdoblamientos de los cristales. Al parecer, esa inquietud suya de alemán en pena estaba relacionada con una cierta ansia de vuelo que se resentía a rabiar cuando era contrariada, y que explica muchas de aquellas arremetidas contra Blanca que se desvanecían tan súbitamente como habían aparecido, dejándolo de nuevo sumido en ese amor rayano en la idolatría que lo ataba a ella, y a la tierra de ella, desde hacía más de dos décadas. ¿Tú y yo, Blanquita mía?, ¿Nosotros dos?, volvía a insistir entonces, sabiendo que lo único que podía defenderlo de los embates de la desmesura y del vértigo del vuelo era ese número, el dos, que le restituía el ritmo de la noche y el día y que le llegaba como refugio y última posibilidad, como absolución y reencuentro entre tú, Blanca mi amor, tabla de mi salvamento, y yo, Nicolás Portulinus, náufrago a la deriva en las aguas tormentosas de esta honda desazón.
Dice Aguilar, reconstruyendo en su memoria las horas anteriores a su viaje a Ibagué, que pese a lo disgustada que estaba Agustina por haber sido excluida del paseo se ofreció a ayudarlo a preparar el viaje, ¿Ya empacaste?, Ya empaqué, Déjame ver, y contra mi voluntad tuve que mostrarle el maletín en el que había metido el par de cosas que iba a necesitar, el vestido de baño y una novela de José Saramago. ¿Sólo eso?, ella por supuesto puso el grito en el cielo y añadió una piyama, cuatro camisetas, el cepillo de dientes, el dentífrico, el impepinable frasco de Roger & Gallet que me regala todos los cumpleaños y que según dice es la colonia que siempre usaba su padre, el beeper por si tenía que enviarme algún mensaje urgente, El beeper no, Agustina, no tiene cobertura fuera de la ciudad, De acuerdo, accedió ella, el beeper no, pero en cambio infiltró de contrabando una cachucha y varios pares de calzoncillos, no sin antes marcar cada prenda en letras grandes y redondas con la palabra Aguilar, porque una de sus manías particulares consiste en que pese a ser aparatosamente desordenada, o quizá para salirle al paso a su desorden, marca cada uno de los objetos que nos pertenecen, sean libros, lápices, radios, raquetas, maletas o sobretodos, es como si estampando nuestro nombre en las cosas, explica Aguilar, pretendiera controlarlas o dejarles claro que deben permanecer sumisas y no alejarse de su lugar asignado, que no por nada dice la gente que las cosas tienen paticas. Pero Agustina, protesté, ni que fuera yo niño de escuela, además quién se va a robar estos cuatro trapos que llevo, Cómo que quién, se burló ella poniéndose el anticuado vestido de baño del marido sobre sus bluyines ajustados, pero si es muy envidiable este modelito a cuadros, triple caucho en la cintura, doble bolsillo en la parte trasera, inflado como un globo para mayor confort, bien holgado de manga para que los huevos se asomen a tomar aire. Y tal vez fuera cierto que las cosas tienen paticas porque mis chancletas de goma no querían aparecer, recuerda Aguilar y dice que insistía en llevarlas, total ya entrado en gastos por qué no, si por presión de Agustina iba aperado hasta con piyama, que es una prenda que jamás usa, pero como no encontraron las chancletas por ningún lado tuvo que desistir, Menos mal, decía ella, Menos mal se te perdieron esas chanclas espantosas estilo doña Florina la Soltera asoleándose en su patio, ¿Y entonces con qué voy a andar por allá? Pues descalzo, Aguilar, ni se te ocurra pavonearte por tu colonia vacacional de pantaloneta a cuadros, zapato de amarrar y media tobillera, aunque allá todos deben andar así, muy Las Palmeras Fashion. Con mi pantaloneta puesta y disfrazada de veraneante Agustina empezó a dar voces a lo cheerleader, a hacer monerías por el cuarto y a burlarse de mi paseo a punta de chacota, Con la pe-pe-pé, con la lo-lo-ló, con la pe, con la lo, con la pe-lo-tica, ¡pongámonos todos nuestras chanclas de caucho para bajar a la piscina, siiií!, recreación organizada en Las Palmeras a cargo de personal especializado, se me van distribuyendo en grupos según la edad, ánimo allá los de las canitas que nadie dice que ellos no pueden, participa en la rifa de un Walkman portátil, ¿te acuerdas, Aguilar, que así decía ese boleto que nos enchufaron una vez en Unicentro, un Walkman portátil?, a pensar en positivo, amigos, no olviden reclamar su camiseta personalizada con nuestro logo I love Las Palmeras, ¡Sí señor, cómo no, Las Palmeras es mejor!, y hubiera seguido brincando y gritando si Aguilar no la detiene, ya está bueno, Agustina, deja de payasear, será muy cursi mi colonia vacacional pero la Purina no me da para pagar una suite en el Waldorf, Pues aunque sea cursi a mí también me hubiera gustado ir, me la devolvió Agustina virando hacia el tono lúgubre, y yo para mis adentros me dije luz roja, alto ahí, no sigamos por ese ladito porque volvemos al drama de antes, así que la dejé sola un rato y me bajé a pie hasta la barbería de don Octavio. Al final de la tarde la invité al cine y luego a comer fondue en uno de esos chalets vagamente suizos del centro, ella decidió que volviéramos a ver El decamerón de Pasolini, y pese a que ya lo habíamos visto tantas veces estuvimos contentos, eso lo puede afirmar Aguilar con certeza. Fue una noche tranquila y estuvieron contentos porque Agustina, ya hecha a la idea de quedarse sola, la emprendió de nuevo con su deporte predilecto que es divertirse a costa de Aguilar, esta vez tomándole el pelo, literalmente, por el corte que le había hecho don Octavio, un peluquero de los tiempos del hambre que trasquila casi al rape, según dice para que al menos en tres meses uno no tenga que volver a visitarlo. Quedaste como el pollo Chiras, le decía Agustina a Aguilar, Y quién es el pollo Chiras, Si quieres conocerlo mírate no más al espejo, vaya, vaya, Aguilar, qué peinaducho chucho. Como ya se sabe de memoria El decamerón, Agustina ni bolas le puso y se pasó toda la película montándomela con el motilado, y como todavía tenía cuerda cuando salimos al frío de la calle, empezó a jugar a cubrirme la cabeza desplumada con la bufanda dizque para que no me resfriara, Déjame cuidarte, Aguilar, que la calva es el talón de Aquiles de la tercera edad, Por la calva muere el pez, y mientras caminábamos desde el centro por la carrera Séptima a la medianoche, es decir plena happy hour de raponazos y puñaladas, ella me organizaba en la cabeza un turbante a lo Greta Garbo, unas orejas de Conejo de la Suerte con los dos extremos de la bufanda, un trapo palestino a lo Yasser Arafat, al tiempo que yo, tenso y vigilante, iba pendiente de cada bulto que se agitaba en la calle solitaria, un par de figuras encorvadas sobre el calor de una hoguera en la esquina de la Jiménez de Quesada, otras envueltas en cartones que parecían dormir en el atrio de San Francisco, un muchacho drogado hasta el tuétano que nos siguió un trecho y afortunadamente pasó de largo, y yo queriendo decirle a mi mujer, que no paraba de improvisarme gorros, pelucas y tocados, Aquí no, Tina mía, espera a que lleguemos a casa, pero no se lo dijo porque sabe bien que de la exaltación a la melancolía a Agustina le basta con dar un paso, y luego subieron hasta las Torres de Salmona atravesando las sombras apenas dispersas por los focos amarillos del Parque de la Independencia, enfrente tenían al cerro de Monserrate y como su mole era invisible en la oscuridad, la iglesia iluminada que se asienta en su cumbre flotaba en la noche como un ovni, en esa iglesia se mantiene guarecido un Cristo barroco que ha caído bajo el peso de su cruz, el más aporreado, quebrantado y doliente de los dioses, cubierto su cuerpo de moretones y de lamparones y de estragos de sangre, pobre Cristo maltratado hasta las lágrimas, pensaba Aguilar, cómo se nota que te duele todo aquello y cuánto se parece a ti esta ciudad tuya que desde abajo te venera y que a veces te echa en cara que nos marcaste con tu sino, Señor de las mil caídas, y que nos aplastó tu cruz de manera irremediable. En la punta de Guadalupe, el cerro vecino a Monserrate, se erige una Virgen tamaño King Kong que intenta abarcarnos con su abrazo y Agustina, que observaba cómo la enorme estatua parecía ascender con los brazos extendidos e irradiando luz verde, me dijo Mira Aguilar, hoy la Virgen de Guadalupe parece una avioneta. Mientras atravesábamos el parque yo iba pendiente de acechanzas y ella iba pisando las caperucitas blancas que caen de los eucaliptos para que soltaran el aroma, hasta que el sueño, que la fue amodorrando, le aniñó las facciones, le aletargó los reflejos, la colgó de mi brazo y la llevó a apoyar la cabeza en mi hombro. Monserrate se iba acercando y Aguilar pensaba, a quién tutelarás tú, viejo cerro tutelar, si acá abajo, que se sepa, cada quien anda librado a su suerte y cuidando su propio pellejo.