Delta de Venus (30 page)

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Authors: Anaïs Nin

Tags: #Eros

BOOK: Delta de Venus
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Volvían de esos viajes de inspección con un brillo de entendimiento en la mirada que John no dejó de observar. Y eso le volvió más hosco. Pero ahora Martha se hallaba en abierta rebelión contra él. Cuanto más reservado y severo se mostraba con ella, más quería Martha afirmar su fuego interior, su amor por la vida y por la actividad. Y se entregó a una relación de camaradería con Pierre.

A una hora de coche más o menos, había una granja abandonada que en otro tiempo tuvieron alquilada. Había caído en desuso y Pierre decidió repararla para el día en que John se casara. Antes de llamar a los obreros, acudió con Martha a echar un vistazo y comprobar qué había que hacer.

Era una casa muy grande, de una sola planta. La hiedra la había sumergido casi por completo, cubriendo las ventanas con una cortina natural que obscurecía el interior.

Pierre y Martha abrieron una ventana. Encontraron mucho polvo, el mobiliario mohoso y unas pocas habitaciones en ruinas, donde la lluvia había penetrado. Pero había un cuarto casi intacto: el dormitorio principal. Una cama grande y sombría, muchas colgaduras, espejos y una raída alfombra conferían al conjunto, en la semioscuridad, cierta nobleza. Sobre la cama, habían arrojado una pesada colcha de terciopelo.

Mirando en derredor con ojo de arquitecto, Pierre se sentó en el borde de la cama.

Martha permaneció de pie junto a él. El calor del verano llegaba a la habitación en oleadas, agitándoles la sangre. De nuevo Martha sintió la mano invisible que la acariciaba. No le pareció extraño que una mano real se deslizara de pronto entre su ropa, con la dulzura y la suavidad de un viento veraniego, y tocara su piel. Le pareció natural y agradable, y cerró los ojos.

Pierre la atrajo hacia si y la tendió en la cama. Martha mantenía los ojos cerrados; aquello le parecía, simplemente, la continuación de un sueño. Acostada a solas muchas noches de estío, estuvo esperando aquella mano que ahora hacía lo que ella imaginara. Iba deslizándose suavemente a través de su ropa, despojándola de ella como si arrancara una fina piel para dejar en libertad la suya, verdadera y cálida.

La mano la recorría por entero, llegando a lugares a los que ignoraba pudiera llegar, a lugares secretos y palpitantes.

De pronto, abrió los ojos y vio el rostro de Pierre sobre el suyo, dispuesto a besarla.

Se sentó bruscamente. Mientras tenía los ojos cerrados, imaginaba que era John quien deslizaba así su mano por su carne, pero cuando vio la cara de Pierre, se sintió defraudada. Escapó de él. Regresaron a casa en silencio, pero sin ira. Martha estaba como drogada y no podía liberarse de la sensación que le había producido aquella mano sobre su cuerpo. Pierre se mostraba tierno y parecía comprender la resistencia de la muchacha. Encontraron a John envarado y hosco.

Martha fue incapaz de dormir. Cada vez que cerraba los ojos comenzaba a sentir de nuevo la mano, a esperar sus movimientos: cómo ascendía por el muslo y avanzaba hacia el lugar secreto, despertándole aquel latido, aquella expectación. Se levantó y permaneció de pie junto a la ventana. Todo su cuerpo reclamaba a gritos que aquella mano la tocara de nuevo. El anhelo de la carne era peor que el hambre o la sed.

Al día siguiente amaneció pálida y decidida. En cuanto hubo concluido el almuerzo, se volvió hacia Pierre y le dijo:

—¿Tenemos que ir hoy a ver la granja?

El asintió. Partieron en coche. Fue un alivio para Martha, que ahora se sentía libre, con el viento dándole en la cara. Observaba la mano derecha de Pierre, apoyada en el volante; una hermosa mano, juvenil, flexible y tierna. De pronto, se inclinó sobre esa mano y apretó los labios contra ella. Pierre le sonrió con tal expresión de gratitud y placer, que el corazón de la muchacha dio un vuelco.

Atravesaron juntos el descuidado jardín, avanzando por el sendero cubierto de musgo, en dirección a la habitación sumida en una verde penumbra por las cortinas de hiedra. Fueron directamente hacia la ancha cama y Martha se tendió en ella.

—Tus manos —murmuró—. ¡Oh, Pierre, tus manos! Las he sentido toda la noche.

¡Cuan suave y cariñosamente sus manos empezaron a buscar en su cuerpo, como tratando de hallar el sitio donde se concentraban sus sensaciones y no supieran si era en torno a sus senos o bajo ellos, a lo largo de sus caderas o en el valle que se abría entre éstas! Pierre aguardó a que la carne de Martha respondiera, atento al más ligero temblor que le confirmara que su mano había tocado donde ella deseaba ser tocada. Sus vestidos, las sábanas, los camisones, el agua del baño, el viento, el calor; todo había conspirado para sensibilizar su piel, a prepararla para aquella mano que completaría las caricias que le habían procurado, añadiendo el ardor y el poder de penetrar en todos los lugares secretos.

Pero en cuanto Pierre se inclinó aproximándose a su rostro para darle un beso, se interpuso la imagen de John. La muchacha cerró los ojos, y Pierre sintió que también su cuerpo se le cerraba. Tuvo el buen tino de no proseguir con sus caricias.

De regreso en casa aquel día, Martha fue presa de una especie de ebriedad que la hizo conducirse atolondradamente. La casa estaba distribuida de tal manera que los aposentos de Pierre y Sylvia comunicaban con la habitación de Martha y ésta, a su vez, con el baño utilizado por John. Cuando los chicos eran más pequeños, todas las puertas permanecían abiertas de par en par, pero ahora la esposa de Pierre prefería cerrar la de su dormitorio y la que comunicaba los de Martha y Pierre. Aquel día Martha tomó un baño. Mientras yacía tranquilamente en el agua, podía oír cómo John se movía en su cuarto. El cuerpo de la muchacha era presa de un gran ardor, provocado por las caricias de Pierre, pero ella seguía deseando a John. Se proponía hacer una nueva tentativa de despertar el deseo de éste; forzarle abiertamente para saber de una vez por todas si podía tener alguna esperanza de que la amara.

Una vez bañada, se envolvió en un largo quimono blanco, dejando suelto su largo cabello ensortijado y negro. En lugar de regresar a su habitación, entró en la de John, que se sobresaltó al verla. La muchacha explicó su presencia, diciendo:

—Estoy terriblemente ansiosa, John. Necesito tu consejo. Pronto voy a abandonar esta casa.

—¿Abandonarla?

—Sí. Ya es tiempo de que lo haga. Debo aprender a ser independiente. Quiero irme a París.

—Pero aquí eres muy necesaria.

—¿Necesaria?

—Eres la compañera de mi padre —dijo amargamente.

¿Significaba eso que estaba celoso? Martha aguardó, conteniendo la respiración, a que dijera algo más.

—Debo conocer gente y tratar de casarme. No puedo ser una carga para siempre.

—¿Casarte?

Por vez primera miró a Martha como a una mujer. Siempre la había considerado una niña. Lo que vio fue un cuerpo voluptuoso, que se delineaba claramente bajo el quimono, un pelo húmedo, un rostro febril y una boca delicada. Ella aguardó. Su expectación era tan intensa, que sus manos le cayeron a ambos lados y el quimono se abrió revelando su cuerpo completamente desnudo.

John se dio cuenta entonces de lo que deseaba de él: se le estaba ofreciendo. Pero en lugar de excitarle, le hizo retroceder.

—¡Martha! ¡Oh, Martha! —dijo—. ¡Qué animal eres! Eres realmente la hija de una puta.

Sí, en el orfanato todo el mundo decía que eras hija de una puta.

A Martha se le agolpó la sangre en el rostro.

—¡Y tú! —le increpó—. Eres impotente, eres un monje, eres como una mujer. No eres un hombre. Tu padre sí lo es.

Y salió corriendo de la habitación.

La imagen de John dejó de atormentarla. Deseaba borrarla de su cuerpo y de su sangre. Aguardó a que aquella noche todo el mundo estuviera durmiendo, abrió la puerta del cuarto de Pierre y se metió en su cama, ofreciéndole en silencio su cuerpo, fresco y abandonado.

Por la forma en que acudió a su cama, Pierre supo que estaba libre de John, que ahora era suya. ¡Qué placer sentir el delicado y juvenil cuerpo deslizándose junto al suyo! En las noches de verano dormía desnudo. Martha se había despojado del quimono y estaba también desnuda. El deseo de Pierre se desató, y Martha sintió su dureza contra el vientre.

Sus difusos sentimientos se concentraban ahora en una sola parte de su cuerpo.

Ella misma se sorprendió haciendo gestos que nunca había aprendido: ciñéndole el miembro, pegando su cuerpo al de él. Devolviendo besos de muchas clases. Pierre era generoso. Martha se entregó con frenesí, y él se vio devuelto a sus mayores hazañas amatorias.

Cada noche fue una orgía. El cuerpo de Martha se hizo más flexible y hábil. El vínculo que los unía se hizo tan fuerte que les resultaba difícil fingir durante el día. Si ella le miraba, era como si Pierre la hubiera tocado entre las piernas. A veces, se abrazaban en el obscuro vestíbulo. El la estrechaba contra la pared. Junto a la entrada había un amplio ropero, lleno de abrigos y botas para la nieve, donde nadie entraba en verano. Martha se ocultaba allí y Pierre se reunía con ella. Yacían abandonándose sobre los abrigos, en el reducido espacio escondido y secreto.

Pierre había carecido de vida sexual durante años, y Martha nacía a ella en esos momentos. Le recibía siempre con la boca abierta y con el sexo húmedo. El deseo se apoderaba de Pierre sólo con que pensara en que Martha le estaba esperando en el cuartito obscuro. Actuaban como animales en lucha, dispuestos a devorarse mutuamente. Si Pierre vencía y la inmovilizaba debajo de él, la tomaba con tal fuerza que parecía coserla a puñaladas con el sexo, una y otra vez, hasta dejarla exhausta.

Su armonía era perfecta: su excitación crecía al mismo tiempo. Ella tenía una forma de subírsele encima que recordaba la de los animales. Se restregaba contra su miembro erecto y contra su vello púbico con un frenesí tal, que hacía jadear a Pierre.

Aquel cuartito obscuro se convirtió en una guarida de animales.

En ocasiones iban a la granja abandonada y pasaban en ella la tarde. Estaban tan saturados de hacer el amor, que si Pierre besaba los párpados de Martha, ella podía sentir los efectos en la entrepierna. Sus cuerpos estaban cargados de deseo y no podían agotarlo.

John parecía una imagen pálida. Los amantes no se percataron de que les observaba. El cambio en Pierre era evidente. Su rostro resplandecía, sus ojos ardían y su cuerpo se rejuveneció. ¡Y qué cambio el de Martha! Todo su cuerpo reflejaba voluptuosidad. Todos sus movimientos eran sensuales: cuando servía el café, alcanzaba un libro, jugaba al ajedrez o tocaba el piano, sus gestos eran como caricias. Su cuerpo se hizo más pleno y sus pechos más erectos bajo el vestido.

John no podía sentarse entre Pierre y Martha. Incluso cuando no se miraban ni hablaban entre sí, John podía sentir que una impetuosa corriente los unía.

Un día que habían ido a la granja abandonada, John, en lugar de proseguir con sus estudios, experimentó una oleada de pereza y el deseo de salir de casa. Tomó su bicicleta y comenzó a circular sin un propósito definido, sin pensar en la pareja, sino tal vez rememorando el rumor que corría por el orfanato de que Martha había sido abandonada por una prostituta muy conocida. Toda su vida le había parecido que, al tiempo que amaba a Martha, la temía. Sentía que ella era un animal, que podía gustarle la gente como le gustaba comer y que su punto de vista sobre las personas era diametralmente opuesto al suyo. Ella decía: «Es hermoso» o «Es encantador», mientras que John opinaba: «Es interesante» o «Tiene personalidad».

Martha había manifestado su sensualidad desde que era una niña, al pelearse con él o al acariciarle. Le gustaba jugar al escondite y si no podía encontrarla, ella le indicaba el lugar donde se ocultaba, para que él la agarrara del vestido. Una vez, jugando, construyeron una pequeña tienda de campaña. Allí se encontraron apretados el uno contra el otro. John miró el rostro de Martha. Tenía los ojos cerrados para gozar del calor de sus cuerpos juntos, y John experimentó un miedo tremendo. ¿Por qué miedo? Toda su vida le había obsesionado este rechazo de la sensualidad, que no podía explicarse a sí mismo. Pero allí estaba. Consideró seriamente la posibilidad de hacerse monje.

Ahora, sin pensar adonde iba, había llegado a la vieja granja. Caminó con precaución por el musgo y por la hierba crecida. Presa de la curiosidad, entró y comenzó a explorar. Así, llegó sin hacer ruido al dormitorio donde se encontraban Pierre y Martha. La puerta estaba abierta. Se detuvo estupefacto ante lo que vio. Era como si su mayor miedo hubiera cobrado vida. Pierre estaba echado de espaldas, con los ojos semicerrados, y Martha, completamente desnuda, actuaba como un demonio montada encima de Pierre, ansiosa hasta el frenesí de su cuerpo.

John permaneció de pie, paralizado a causa del choque producido por la escena, aunque la captó por entero. Martha, suave y voluptuosa, no sólo estaba besando el sexo de Pierre, sino que, de cuclillas sobre su boca, se aplastaba contra su cuerpo, restregando los senos contra él, que yacía como en trance, hipnotizado por las caricias de la muchacha.

Al cabo de un momento, John se precipitó fuera sin ser oído. Acababa de ser testigo del peor de los vicios infernales, lo cual confirmó su temor de que Martha era la más apasionada de los dos y creyó que su padre adoptivo no había hecho más que sucumbir al deseo de ella. Cuanto más trataba de alejar esta escena de su mente, más penetraba en todo su ser, con fuerza, de manera indeleble, obsesionándole.

Cuando la pareja regresó, John miró sus rostros y le sorprendió lo distintos que podían aparecer en la vida diaria en relación con el aspecto que presentaban mientras hacían el amor. Los cambios resultaban obscenos. El rostro de Martha parecía ahora cerrado, mientras que antes proclamaba su placer a través de sus ojos, su cabello, su boca, su lengua. En cuanto a Pierre, Pierre el serio, muy poco antes no era un padre sino un cuerpo joven tendido en una cama, abandonado a la furiosa lujuria de una mujer desatada.

John sintió que no podría seguir en la casa sin revelar el descubrimiento a su madre enferma, a todo el mundo. Cuando manifestó su intención de marcharse e ingresar en el ejército, Martha le dirigió una penetrante mirada de sorpresa. Hasta el momento había creído que John no era más que un puritano, pero también que la amaba y que, tarde o temprano, sucumbiría a ella. Deseaba a los dos hombres a la vez. Pierre era la clase de amante con el que sueñan las mujeres. John debía ser educado, incluso en contra de su naturaleza. Y ahora se iba. Algo quedaba inconcluso entre ellos, como si el calor generado durante sus juegos se hubiera visto interrumpido y hubieran acordado recuperarlo en sus vidas adultas.

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