Aquella noche trató de reunirse de nuevo con John. Acudió a su habitación y el muchacho la recibió con tal repugnancia, que Martha le pidió una explicación, le hizo confesar, y él le refirió violentamente la escena de la que había sido testigo. No podía creer que ella amara a Pierre; estaba convencido de que poseía una naturaleza animal. Cuando Martha captó esta reacción, sintió que ya nunca sería capaz de poseerlo.
Se detuvo en la puerta y le dijo:
—John, estás convencido de que soy un animal. Pues bien; puedo probarte fácilmente que no lo soy. Te he dicho que te amo y te lo demostraré. No sólo voy a romper con Pierre, sino que todas las noches me quedaré contigo y dormiremos juntos como dos niños. Te convenceré de lo casta y libre de deseo que puedo ser.
John abrió mucho los ojos. Se sintió profundamente tentado. El pensamiento de Martha y su padre haciendo el amor le resultaba intolerable. Recorrió a argumentos morales; no reconoció que estaba celoso. No se daba cuenta de lo mucho que le hubiera gustado encontrarse en el lugar de Pierre, con toda la experiencia que éste poseía en materia de mujeres. No se preguntó por qué repudiaba el amor de Martha, pero ¿por qué le turbaban tanto las ansias naturales de otros hombres y mujeres?
Accedió a la proposición de Martha. Astutamente, ella no rompió con Pierre, de manera que él se sintiera alarmado; se limitó a decirle que creía que John sospechaba, y deseaba disipar sus dudas antes de que ingresara en el ejército.
Mientras John esperaba la visita de Martha la noche siguiente, trató de recordar cuanto pudo de sus sentimientos sexuales. Sus primeras impresiones estaban vinculadas a Martha: él y Martha, en el orfanato, protegiéndose mutuamente, inseparables. Su amor por ella era entonces ardoroso y espontáneo. Disfrutaba tocándola. Un día, cuando Martha contaba once años, fue a visitarla una mujer. John le echó un vistazo mientras aguardaba en la sala. Nunca había visto a nadie semejante: llevaba un vestido ajustado que ponía de relieve su figura, plena y voluptuosa. Su cabello era rojizo, ondulado, y sus labios estaban pintados en un tono tan fuerte que fascinaron al muchacho. Se quedó mirándola fijamente y la vio recibir a Martha con un abrazo. Fue entonces cuando se dijo que era la madre de la chica, que la había abandonado de pequeña y la había reconocido más tarde, pero no podía tenerla consigo porque era la prostituta más famosa de la ciudad.
Después de este episodio, si el rostro de Martha resplandecía de excitación o se ruborizaba, si su cabello brillaba, si llevaba un vestido ajustado o hacía el más ligero gesto de coquetería, John experimentaba una gran incomodidad e incluso furia. Le parecía estar viendo a su madre en ella, creía que su cuerpo era provocativo y que estaba dominada por la lujuria. Quiso preguntarle, quiso saber qué pensaba, qué soñaba, cuáles eran sus más secretos deseos. Ella contestó con ingenuidad. Lo que más le gustaba en el mundo era John. Lo que más placer le producía era que él la tocara.
—¿Qué sientes entonces? —inquirió John.
—Satisfacción; un placer que no puedo explicar.
John estaba convencido de que esos placeres medio inocentes no derivaban de él, sino de cualquier hombre. Imaginó que la madre de Martha experimentaba lo mismo con todos los individuos que la tocaban.
Como se había alejado de Martha y la había privado del afecto que necesitaba, la había perdido. Pero esto él no podía verlo. Ahora sentía un gran placer dominándola.
Le demostraría qué era la castidad, qué podía ser el amor, el amor sin sensualidad entre seres humanos.
Martha se presentó a medianoche, sin hacer ruido. Vestía un camisón blanco y largo, y encima un quimono. Su largo cabello negro le caía sobre los hombros. Sus ojos lucían de una forma que no era natural. Se mostró tranquila y amable, como una hermana. Su acostumbrada vivacidad había sido controlada y sometida. De este modo no asustó a John. Parecía otra Martha.
La cama era muy ancha y baja. John apagó la luz. Martha se deslizó dentro y mantuvo su cuerpo lejos de John, que temblaba. Aquello le recordaba el orfanato donde, para poder hablar con su compañera un rato más, se escapaba del dormitorio de los chicos e iba a conversar con ella a través de la ventana. Llevaba un camisón blanco y su cabello estaba recogido en trenzas. Se lo recordó y le preguntó si le permitía trenzar de nuevo su pelo. Deseaba verla como una niña otra vez. En la obscuridad, sus manos tocaron su abundante cabello y lo trenzaron. Luego, ambos hicieron como que se dormían.
Pero John estaba atormentado por ciertas imágenes. Veía a Martha desnuda, a continuación a su madre enfundada en el vestido ceñido que revelaba todas sus curvas, y de nuevo a Martha restregándose como un animal sobre el rostro de Pierre. La sangre latía en sus sienes y deseaba alargar la mano. Lo hizo. Martha, se la sostuvo y se la llevó al corazón, sobre el seno izquierdo. A través de la ropa, pudo sentir el latido, y de esta forma acabaron por dormirse. Por la mañana se despertaron a la vez. John se dio cuenta de que se había aproximado a Martha y había dormido con su cuerpo contra el de la muchacha. Despertó deseándola, notando su calor. Angustiado, abandonó la cama y fingió que debía vestirse rápidamente.
Así transcurrió la primera noche. Martha se mantuvo cariñosa y sumisa. A John le atormentaba el deseo, pero su orgullo y su temor eran más fuertes.
Ahora supo lo que le asustaba, la posibilidad de ser impotente, de que su padre, conocido como un don Juan, fuera más ardoroso y hábil. Temía su torpeza; tenía miedo de que, una vez hubiera despertado el fuego volcánico en Martha, no supiera satisfacerla. Una mujer menos fogosa no le hubiera asustado tanto. Había controlado celosamente su propia naturaleza y su impulso sexual, pero acaso lo había conseguido demasiado bien; por eso ahora su capacidad le inspiraba dudas.
Con femenina intuición, Martha debió adivinar todo esto. Cada noche acudía más tranquila, se mostraba más amable y más humilde. Se quedaban dormidos juntos, inocentemente. La muchacha no reveló el ardor que sentía entre las piernas cuando yacía junto a John. En realidad, dormía. A veces, John permanecía despierto, obsesionado por imágenes sexuales del cuerpo desnudo de Martha.
Una o dos veces se despertó en plena noche, se colocó junto a Martha y, jadeando, la acarició. Su cuerpo permanecía relajado y cálido en pleno sueño. Se atrevió a levantar el camisón por abajo, alzándolo hasta por encima de los senos, y a seguir con la mano las formas del cuerpo. Ella no despertó, lo que le dio ánimo. Se limitó a acariciarla, sintiendo suavemente las curvas, cuidadosamente, resiguiendo cada línea, hasta que supo dónde la piel era más fina, dónde más turgente, dónde se abrían los valles, dónde comenzaba el vello púbico.
Lo que ignoraba era que Martha estaba medio despierta y gozaba de sus caricias, pero no se movía por miedo a sobresaltarlo. Una vez se sintió tan ardiente por la exploración que llevaban a cabo las manos de John, que a punto estuvo de alcanzar el orgasmo. En otra ocasión, él se atrevió a colocar su erecto deseo contra las nalgas de la muchacha, pero de ahí no pasó.
Cada noche osaba un poco más, sorprendido de no despertar a Martha. Su deseo era constante, y su compañera se hallaba en tal estado de fiebre erótica, que ella misma se maravillaba de su capacidad para contenerse. John se volvió más intrépido. Aprendió a deslizar su sexo entre las piernas de la muchacha y a moverlo muy suavemente, sin penetrarla. Su placer era tan grande, que empezó a comprender a todos los amantes del mundo.
Atormentado por tantas noches de represión, John olvidó una vez sus precauciones y tomó, como un ladrón, a la adormecida Martha. Le sorprendió escuchar los débiles gemidos de placer que escapaban de la garganta de la joven a cada movimiento.
No se alistó en el ejército. Y Martha mantuvo satisfechos a sus dos amantes: a Pierre durante el día y a John por la noche.
Manuel había desarrollado una peculiar forma de diversión que llevó a su familia a repudiarlo, por lo que se fue a vivir como un bohemio a Montparnasse. Cuando no le obsesionaban sus exigencias eróticas, era astrólogo, un cocinero extraordinario, un gran conversador y un excelente compañero de café. Pero ninguna de esas ocupaciones podía apartar su mente de su obsesión. Tarde o temprano, Manuel tenía que abrirse los pantalones y exhibir su más bien formidable miembro.
Cuanta más gente hubiera y cuanto más refinada la reunión, mejor. Si se hallaba entre pintores y modelos, esperaba a que todo el mundo estuviera un poco bebido y alegre, y entonces se desnudaba completamente. Su rostro ascético, sus ojos soñadores y poéticos y su cuerpo de aspecto monacal contrastaban tan vivamente con su conducta, que nadie se la explicaba. Si se alejaban de él no sentía placer. Si se quedaban mirándole aunque sólo fuera un momento, caía en trance, su rostro se tornaba extático y no tardaba en revolcarse por el suelo presa de una crisis orgásmica.
Las mujeres tendían a huir de su lado. Tenía que rogarles que se quedaran, y para ello recurría a todos los ardides. Posaba como modelo y buscaba trabajo en estudios donde hubiera muchachas, pero las condiciones en que se ponía cuando estaba ante los ojos de las estudiantes obligaba a los hombres a ponerlo en la calle.
Si lo invitaban a una reunión, primero trataba de llevarse a una mujer a alguna habitación vacía o a un balcón y se bajaba los pantalones. Si a la mujer le interesaba, él caía en éxtasis. En caso contrario, echaba a correr tras ella, erección en ristre, y regresaba a la reunión permaneciendo allí con la esperanza de despertar curiosidad. No era un espectáculo hermoso, sino más bien incongruente. Como el miembro no parecía pertenecer a su rostro y al cuerpo austero y religioso, adquiría una gran prominencia, como si se tratara de algo separado.
Un día conoció a la esposa de un pobre agente literario que estaba pereciendo de inanición y exceso de trabajo, y llegó al siguiente arreglo con ella. El iría por la mañana y haría todas las tareas domésticas: lavar los platos, barrer su estudio e ir de compras; a cambio, una vez todo aquello estuviera listo, podría exhibirse. En este caso exigía toda la atención de la mujer. Quería que le observara desabrocharse el cinturón, desabotonarse los pantalones y bajárselos. No llevaba ropa interior. Se sacaba el pene y lo meneaba como una persona que está sopesando un objeto de valor. Ella debía permanecer de pie cerca de él y observar todos sus gestos; tenía que mirarle el miembro como si fuera un alimento que le gustara.
Aquella mujer desarrolló el arte de satisfacerle por completo. Se quedaba absorta ante su pene y decía:
—¡Qué miembro tan hermoso que tienes! Es el más grande que he visto en Montparnasse. ¡Y tan suave y tieso! Es precioso.
Mientras pronunciaba estas palabras, Manuel continuaba frotándose el sexo ante los ojos de la mujer, como si fuera un recipiente de oro, y se le hacía la boca agua. Se admiraba él mismo. Cuando ambos se inclinaban para admirarlo, su placer se agudizaba hasta el punto de que era presa de un temblor en todo el cuerpo, de pies a cabeza, pero no soltaba el pene ni dejaba de agitarlo ante el rostro de la mujer. El temblor acababa convirtiéndose en ondulación, y se caía al suelo y se revolcaba como una pelota hasta que le llegaba el orgasmo, en ocasiones sobre su propia cara.
A menudo se apostaba en esquinas obscuras, desnudo bajo un abrigo y, si pasaba una mujer, lo abría y sacudía el pene ante ella. Pero esta actividad resultaba peligrosa, pues la policía castigaba severamente semejante conducta. Con más frecuencia aún, le gustaba meterse en un compartimiento vacío de tren, desabrocharse un par de botones y arrellanarse como si estuviera borracho o dormido. El miembro asomaba un poco por la abertura. Otras personas montaban en las sucesivas estaciones y, si Manuel estaba de suerte, una mujer podía sentarse frente a él y mirarlo fijamente. Como parecía bebido, nadie trataba de despertarlo. A veces, algún hombre le hacía levantar airadamente y le decía que se abrochara. Las mujeres no protestaban. Si alguna de .ellas entraba acompañada de colegialas, Manuel se sentía en el paraíso. Se ponía en erección, y la situación acababa volviéndose tan insoportable que la mujer y sus muchachitas abandonaban el compartimiento.
Un día Manuel halló su alma gemela en esta clase de diversión. Había tomado asiento en un compartimiento, solo, y fingía estar dormido cuando una mujer entró y se sentó ante él. Se trataba de una prostituta más bien madura, por lo que pudo ver: ojos muy pintados, la cara con una espesa capa de polvos, ojeras, pelo exageradamente rizado, zapatos gastados y vestido y sombrero de «cocotte».
La observó con los ojos entrecerrados. La prostituta lanzó una mirada a los pantalones parcialmente abiertos y luego volvió a mirar. También ella se repantigó y fingió estar dormida, con las piernas completamente separadas. Cuando el tren arrancó, se subió la falda del todo. No llevaba nada debajo. Extendió las piernas abiertas y se exhibió mientras contemplaba el pene de Manuel, que se iba endureciendo, escapando de los pantalones, hasta que, por fin, salió del todo. Se quedaron sentados el uno frente al otro, mirándose fijamente. Manuel tenía miedo de que la mujer se moviera y tratara de agarrarle el miembro, que no era en absoluto lo que él pretendía. Pero no; gustaba de idéntico placer pasivo. Ella sabía que él miraba su sexo, bajo el negrísimo y espeso vello, y al final abrieron los ojos y se sonrieron. El estaba entrando en un estado de éxtasis, pero tuvo tiempo de percatarse de que ella también experimentaba placer. Podía ver la brillante humedad que aparecía en la boca de su sexo, y cómo la mujer se movía casi imperceptiblemente de un lado a otro, como si se estuviera acunando para dormir. El cuerpo de Manuel comenzó a temblar de placer voluptuoso. Ella, entonces, se masturbó ante él, sin dejar de sonreír.
Manuel se casó con aquella mujer, que jamás trató de poseerlo como las demás mujeres.
Linda estaba de pie frente al espejo, examinándose críticamente a plena luz del día.
Pasados los treinta, empezaba a preocuparle la edad, a pesar de que nada en ella traicionaba la menor merma de su belleza. Era delgada, de apariencia juvenil. Podía engañar a cualquiera, salvo a sí misma. A sus propios ojos, su carne iba perdiendo algo de su firmeza, algo de aquella suavidad marmórea que tan a menudo admirara en el espejo.
No por eso era menos amada. Incluso lo era más que nunca, pues ahora atraía a todos los jóvenes, que sienten que es realmente de una mujer así de quien se aprenden los secretos en materia de amor y que no experimentan atracción por las muchachas de su edad, las cuales están atrasadas, son inocentes e inexpertas y aún se preocupan por sus familias.