Demian (13 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Novela de formación

BOOK: Demian
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Le olvidará y se buscará una nueva olla donde cocer sus ideas. El extraño sueño de amor era el más fiel de entre todos mis sueños. ¡Cuántas veces se repitió! Soñaba que entraba en nuestra vieja casa por el portal, bajo el escudo, y que quería abrazar a mi madre; y que en su lugar encontraba entre mis brazos a una mujer grande, medio hombre, medio madre, que me inspiraba miedo pero hacia la que me sentía ardientemente atraído. Me sentía incapaz de contar este sueño a un amigo. Me lo guardaba, aunque le hubiera revelado todo lo demás. Era mi rincón, mi secreto, mi refugio.

Cuando estaba deprimido, rogaba a Pistorius que me tocara el pasacalle del viejo Buxtehude. Entonces me sentaba en la iglesia oscura, al anochecer, absorto en aquella extraña y ferviente música que se perdía en sí misma y se escuchaba a sí misma, que me hacía bien y me disponía aún más a dar la razón a las voces del alma.

A veces nos quedábamos un rato en la iglesia cuando la música del órgano había callado, contemplando cómo la tenue luz entraba y se perdía por las altas ventanas ojivales.

—Parece absurdo —dijo Pistorius— que yo haya sido estudiante de teología y hasta haya estado a punto de hacerme cura. Pero el error que cometí sólo fue de forma. Mi vocación y mi meta es ser sacerdote. Unicamente me contenté demasiado pronto y me puse a disposición de Jehová antes de haber conocido a Abraxas. ¡Ah, cada religión tiene su belleza! La religión es alma pura, y da lo mismo que uno comulgue como los cristianos o que peregrine a la Meca.

—Entonces —opiné yo— podía usted haber sido sacerdote.

—No, Sinclair, no. Hubiera tenido que mentir. Nuestra religión se practica hoy como si no lo fuera. Simula que es obra de la razón. En último caso hubiera podido ser sacerdote católico; pero protestante, ¡nunca! Los pocos creyentes verdaderos —conozco algunos— se atienen generalmente a la letra; a ellos no les podría decir, por ejemplo, que Cristo para mí no es un hombre, sino un héroe, un mito, una gigantesca sombra en la que la humanidad se ve proyectada a sí misma contra muro de la eternidad. Y a los demás, a los que van a la iglesia a oír palabras sensatas, para cumplir un deber, para no perderse algo y por otras razones parecidas, a ésos, ¿qué les podría haber dicho? ¿Convertirlos? ¿Usted cree? Pero a mi eso no me interesa. El sacerdote no quiere convertir a nadie; quiere únicamente vivir entre creyentes, entre sus iguales, y quiere ser portador y expresión del sentimiento que forja a nuestros dioses.

Se interrumpió y luego siguió:

—Nuestra nueva fe, para la que hemos elegido el nombre de Abraxas, es hermosa, querido amigo. Es lo mejor que tenemos. ¡ Pero está aún en mantillas! Aún no le han crecido las alas. ¡ Ah!, una religión solitaria no es verdadera. Tiene que convertirse en comunitaria; tiene que tener sus cultos, sus bacanales, sus fiestas y sus misterios...

Se quedó pensativo y abstraído.

—¿No se pueden celebrar los misterios a solas o en un círculo muy pequeño? — pregunté vacilante.

—Se puede —asintió—. Yo los celebro desde hace mucho tiempo. He celebrado cultos que me acarrearían años de cárcel si se descubrieran. Pero sé que esto no es aún el camino verdadero.

De pronto me dio un golpe en el hombro, asustándome.

—Muchacho —dijo con vehemencia—, también usted celebra misterios. Sé que tiene usted sueños de los que nada me dice. No los quiero conocer. Pero le digo una cosa: ¡vívalos todos, viva esos sueños, eríjales altares! No es lo perfecto, pero es un camino. Ya se verá si nosotros, usted y yo y algunos más, somos capaces de renovar el mundo. Pero debemos renovarlo en nosotros mismos, día a día; si no, nada valemos. ¡ Piense en ello! Usted tiene dieciocho años, Sinclair, y no corre detrás de las prostitutas; usted debe tener sueños de amor, deseos de amor. Quizá son de tal especie que le asustan. ¡No los tema! ¡Son lo mejor que posee! Créame. Yo he perdido mucho por haber amordazado mis sueños cuando tenía su edad. Eso no debe hacerse. Cuando se conoce a Abraxas, ya no se debe hacer. No hay que temer rada ni creer ilícito nada de lo que nos pide el alma.

Asustado, objeté:

—¡Pero no se puede hacer todo lo que a uno le apetece! ¡No se puede matar a un hombre porque a uno le resulta desagradable!

Se acercó más a mí:

—En determinadas circunstancias se puede hasta eso. Pero la mayoría de las veces se trata de un error. Yo no digo que usted haga todo lo que le pase por su mente. No. Pero tampoco debe usted envenenar las ideas, reprimiéndolas y moralizando en torno a ellas, porque tienen su sentido. En vez de clavarse a sí mismo o a otro en una cruz, se puede beber vino de una copa con pensamientos elevados, pensando en el misterio del sacrificio. Se puede también, sin estas ceremonias, tratar los propios instintos, las llamadas tentaciones de la carne, con amor y respeto; entonces nos descubren su sentido porque todas tienen sentido. Cuando se le vuelva a ocurrir algo muy aberrante o pecaminoso, Sinclair, cuando desee de pronto matar a alguien o cometer no sé qué monstruosidad inconmensurable, piense un momento que es Abraxas el que está fantaseando en su interior. El hombre a quien quiere matar nunca es fulano o mengano; seguramente es sólo un disfraz. Cuando odiamos a un hombre, odiamos en su imagen algo que se encuentra en nosotros mismos. Lo que no está dentro de nosotros mismos no nos inquieta.

Nunca había dicho Pistorius nada que me llegara tan hondo. No pude contestar nada. Lo que me había impresionado vivamente era la coincidencia de estas palabras con las de Demian, que yo llevaba en mi alma desde hacía años. Los dos no se conocían y los dos me decían lo mismo.

—Las cosas que vemos —dijo Pistorius con voz apagada— son las mismas cosas que llevamos en nosotros. No hay más realidad que la que tenemos dentro. Por eso la mayoría de los seres humanos vive tan irrealmente; porque cree que las imágenes exteriores son la realidad y no permiten a su propio mundo interior manifestarse. Se puede ser muy feliz así, desde luego. Pero cuando se conoce lo otro, ya no se puede elegir el camino de la mayoría. Sinclair, el camino de la mayoría es fácil, el nuestro difícil. Caminemos.

Unos días más tarde, después de haberle esperado dos veces en vano, le encontré por la noche en la calle. Apareció por una esquina solo, empujado por el frío viento nocturno, dando traspiés y completamente borracho. No quise hablarle. Pasó junto a mí sin verme, con ojos alucinados y muy solos, como si siguiera una llamada misteriosa desde lo desconocido. Le seguí hasta el final de una calle. Pistorius se alejaba, como arrastrado por un hilo invisible, con paso fanático y a la vez descoyuntado como un fantasma. Entristecido, volví a casa, a mis sueños sin remedio.

«¡Así renueva él el mundo en su interior...!», pensé; pero en seguida me di cuenta de que aquel era un pensamiento bajo y moralizante. ¿Qué sabía yo de sus sueños? Quizá caminara en su borrachera por un camino más cierto que yo con mis miedos.

En los recreos entre las clases había advertido que un compañero al que nunca había hecho mucho caso buscaba mi compañía. Era un chico pequeño de aspecto débil, delgado, con pelo fino y rojizo, que tenía algo especial en su mirada y en su comportamiento. Una tarde, cuando yo volvía a casa, me esperó en la calle, me dejó pasar, corrió detrás de mí y se quedó parado delante de la puerta de mi casa.

—¿Quieres algo de mí? —le pregunte.

—Quería solamente hablar contigo —dijo tímidamente—. Por favor, acompáñame un poco.

Le seguí y noté que estaba muy excitado y expectante. Sus manos temblaban. —¿Eres espiritista? —preguntó de golpe.

—No, Knauer —dije riendo—. Ni por asomo. ¿Cómo se te ha ocurrido? —¿Pero eres teósofo, verdad?

—Tampoco.

— ¡Oh, no te cierres así! Intuyo que en ti hay algo especial. Se te ve en los ojos. Estoy seguro de que tienes trato con los espíritus. ¡Y no pregunto por curiosidad, Sinclair! Yo mismo estoy buscando, ¿sabes?; ¡y me siento tan solo!

—Anda, cuéntame —le animé—. Desde luego, no sé nada de espíritus; pero vivo en mis sueños y tú lo has notado. El resto de la gente también vive en sueños, pero no en los propios. Ahí está la diferencia.

—Sí, quizá —murmuró—. Lo que importa es qué clase de sueños se vive. ¿Has oído hablar de la magia blanca?

Tuve que responder que no.

—Pues consiste en aprender a dominarse. Así se hace uno inmortal y adquiere poderes mágicos. ¿No has hecho nunca ejercicios de esos?

A mis preguntas interesadas sobre esos ejercicios contestó con evasivas misteriosas, hasta que decidí marcharme. Entonces empezó a hablar.

—Verás, cuando, por ejemplo, quiero dominarme o concentrarme, hago uno de esos ejercicios. Pienso en algo: una palabra, un nombre o una figura geométrica. Pienso intensamente, con todas mis fuerzas, e intento imaginármelo dentro de la cabeza hasta que lo siento dentro. Me lo imagino en la garganta y así sucesivamente, hasta que estoy saturado de ello. Entonces me siento firme y ya nada consigue sacarme de mi equilibrio.

Comprendí más o menos lo que quería decir. Pero me daba cuenta de que algo más le inquietaba; estaba extraordinariamente agitado y nervioso. Intenté facilitarle las preguntas y pronto me expuso su verdadero problema.

—Tú eres casto, ¿verdad? —me preguntó temeroso.

—¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a lo sexual?

—Sí, sí. Yo hace dos años que lo soy, desde que conozco algo de esa magia. Antes me dedicaba a un vicio... ya sabes. ¿Tú nunca has estado con una mujer? —No —dije—. Aún no he encontrado la que busco.

—Pero si la encontraras y creyeras que era la verdadera, ¿te acostarías con ella? —Pues claro. Suponiendo que ella no tuviera nada en contra —dije con algo de sarcasmo.

—¡Oh, estás completamente equivocado! Sólo se pueden desarrollar las fuerzas interiores si uno es completamente casto. Yo lo soy desde hace dos años. Dos años y algo más de un mes. ¡Es tan difícil! ¡A veces no puedo casi soportarlo!

—Oye, Knauer, yo no creo que la castidad sea tan importante.

—Ya sé —protestó—, eso es lo que dicen todos. Pero no lo hubiera esperado de ti. El que quiera andar por el camino superior de la espiritualidad, tiene que mantenerse puro. ¡No cabe duda!

—Bueno, pues hazlo. Pero no entiendo por qué un hombre que reprime su sexo va a ser más «puro» que cualquier otro. ¿O es que tú puedes eliminar lo sexual de todos tus pensamientos y sueños?

Me miró desesperado.

—¡No, claro que no! ¡Pero, Dios mío, debiera ser así! Por la noche tengo sueños que no podría contármelos ni a mí mismo. ¡Sueños horribles, créeme!

Me acordé de lo que me había dicho Pistorius. Pero, aunque consideraba válidos sus consejos, no podía transmitirlos; no sabía dar un consejo que no proviniera de mi propia experiencia y que yo mismo no me atreviera a seguir consecuentemente. Me quedé callado y me sentí humillado por no saber dárselo a alguien que venía a pedírmelo.

—¡Lo he intentado todo! —lloriqueaba Knauer junto a mí—. He hecho todo lo que se puede hacer, con agua fría, con nieve, con gimnasia, con carreras. Pero no sirve de nada. Todas las noches me despierto sobresaltado por sueños en los que no debo pensar. Y lo peor es que lentamente voy perdiendo todo lo que he aprendido intelectualmente. Ya casi no consigo concentrarme o dominarme; a veces me paso la noche entera en vela. No voy a poder aguantarlo mucho tiempo. Si al final no puedo luchar, si cedo y me ensucio otra vez, voy a ser más miserable que los que nunca han luchado siquiera. Lo comprendes, ¿verdad?

Asentí, pero no tenía nada que añadir a eso. Empezaba a aburrirme. Me asusté de mí mismo porque su miseria y su desesperación, tan patentes, no lograban hacerme una impresión más profunda. Sólo sentía que no podía ayudarle.

—Entonces ¿tú no sabes decirme nada? —dijo por fin, agotado y triste—. ¿Nada en absoluto? Tiene que haber un camino. ¿Cómo lo solucionas tú?

—Yo no sé decirte nada, Knauer. En este caso, uno no puede ayudar a los demás. A mí tampoco me ha ayudado nadie. Tienes que recapacitar sobre ti mismo y hacer lo que brote verdaderamente de tu ser. No hay otra solución. Si no te encuentras a ti mismo, creo que no encontrarás tampoco a ningún espíritu.

El pobre chico me miró desilusionado y súbitamente mudo. Luego su mirada refulgió con odio, me hizo una mueca y gritó:

—¡Ah, menudo hipócrita estás tú hecho! ¡También tú tienes tu vicio, ya lo sé! Te haces el sabio y en secreto estás en la misma basura que yo y que todos. ¡Eres un cerdo! ¡Un cerdo como yo! ¡Todos somos cerdos!

Eché a andar y le dejé. Me siguió aún dos o tres pasos; luego se quedó atrás, se volvió y se alejó corriendo. Me invadió un sentimiento mezcla de compasión y asco y no me pude librar de él hasta que llegué a casa y pude rodearme en mi cuarto de mis dibujos, entregándome con ardiente fervor a mis propios sueños. En seguida surgió el del portal y el escudo, el de mi madre y el de la mujer desconocida; y vi tan claros los rasgos de la mujer que comencé a dibujar su retrato aquella misma noche.

Cuando a los pocos días estuvo terminado, lo colgué al anochecer en la pared de mi cuarto, puse la lámpara delante y me quedé delante de él como ante un espíritu con el que tenía que luchar hasta conseguir una solución definitiva. Era un rostro parecido a Demian, y en algunos rasgos parecido a mí. Uno de los ojos estaba más alto que el otro; su mirada flotaba sobre mí con fijeza pensativa, llena de fatalidad.

Permanecí delante de él; y del esfuerzo interior me fui quedando helado hasta el corazón. Interrogaba al retrato, le acusaba, le acariciaba, le adoraba; llamándole madre, amada, prostituta y perdida, Abraxas. Recordé las palabras de Pistorius. ¿O eran las de Demian? No podía recordar cuándo fueron pronunciadas pero creí estar oyéndolas de nuevo. Eran palabras sobre la lucha de Jacob con el ángel de Dios y aquella frase: «No te dejaré hasta que me hayas bendecido.»

El rostro, iluminado por la lámpara, se transformaba a cada invocación. Se volvía luminoso y claro, y luego oscuro y negro; cerraba los párpados pálidos sobre los ojos muertos y los volvía a abrir lanzando miradas ardientes. Era mujer, hombre, muchacha; era un niño pequeño, un animal; se disolvía en una mancha, volvía a crecer y a aclararse. Por fin cerré los ojos, impulsado por una poderosa voz interior; y entonces vi el retrato dentro de mí, más grandioso y más potente. Quise arrodillarme delante de él; pero estaba tan dentro de mí que no pude separarlo de mí mismo, como si se hubiera asimilado por completo a mi yo.

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