Read Dentro de WikiLeaks Online
Authors: Daniel Domscheit-Berg
Para nosotros, una respuesta de ese tipo era la mejor forma de demostrar la autenticidad de un documento. Cada vez que alguien nos amenazaba y nos exigía que eliminásemos inmediatamente un documento de nuestra página web, nuestra respuesta (siempre educada y en aras de la claridad, naturalmente) consistía en preguntar al demandante si podía atestiguar que poseía el copyright del documento en cuestión. Muchos comunicantes tenían la deferencia de mandarnos una captura de pantalla para probar que, en efecto, detentaban los derechos legales sobre el documento. Entonces publicábamos también esa captura de pantalla, en secreto agradecidos a la otra parte por mostrarse tan predispuesta a facilitarnos el trabajo.
Esa filtración en concreto trataba sobre la implicación del BND en la lucha contra el crimen en Kosovo y su cooperación con periodistas. Alguien nos había enviado un documento interno de Deutsche Telekom que contenía dos docenas de direcciones IP secretas que el BND utilizaba para navegar por Internet. Entonces decidimos llevar a cabo un jueguecito: con el wiki-scanner era posible comprobar en qué páginas de la enciclopedia
on-line
wikipedia se habían introducido cambios desde alguna de estas direcciones IP. Entre otras, se habían modificado entradas sobre aviones militares y armas atómicas, pero también la entrada del propio BND.
Mucho más graciosa, sin embargo, era la corrección introducida en el artículo sobre el Goethe-Institut. Con anterioridad, dicho artículo incluía una frase según la cual las oficinas del Goethe-Institut en el extranjero servían como sedes no oficiales del BND. Alguien le había dado la vuelta a la frase, que ahora decía: «Las oficinas del Goethe-Institut en el extranjero no sirven como sedes no oficiales del BND». Entre tanto, la insinuación ha desaparecido por completo de la página.
Además, a través de esas direcciones IP alguien había contactado con un servicio de prostitución de Berlín. ¿Acaso se seguían utilizando a mujeres como señuelo, como en plena Guerra Fría? ¿O era más bien que alguien había solicitado los servicios femeninos para sí mismo?
Durante la conferencia en el CCC hubo un par de imprevistos: como cuando al coger el micrófono, Julian arrancó en varias ocasiones la conexión de vídeo del ordenador, con lo que la imagen se perdió. Sin embargo, al final de la conferencia el público dedicó una afectuosa ovación a aquellos dos oradores tan simpáticos y algo chiflados.
Tras la ponencia, me senté en un sofá del vestíbulo mientras observaba distraído la riada humana que fluía ante mí. Julian, en cambio, iba de aquí para allá, incansable, ansioso porque alguien lo reconociera y le dirigiera la palabra.
Después del congreso de finales de 2008, Julian regresó conmigo a Wiesbaden y se hospedó dos meses en mi casa. Vivía siempre así: no tenía una residencia fija ni duradera, sino que se instalaba en casa de otras personas. Su equipaje consistía en una mochila, en la que llevaba sus dos portátiles y un sinfín de cables (aunque luego, cuando buscaba uno, no lo encontraba nunca).
Iba siempre vestido con varias capas de ropa e incluso cuando se encontraba en espacios cerrados (aunque nunca he logrado comprender por qué) llevaba dos pantalones y a veces varios pares de calcetines.
En Berlín habíamos pillado la «peste de los congresos», nombre con el que se conoce la epidemia de gripe que, tradicionalmente en esa época del año, suele contagiarse en reuniones multitudinarias, cuando los asistentes comparten los teclados y el aire de los congresos. Con el rostro macilento, acatarrados y en silencio, el 1 de enero de 2009 subimos al tren rápido que nos llevó a Wiesbaden. En cuanto llegamos a mi piso, la gripe nos obligó a instalarnos de inmediato en nuestros colchones; en realidad, y como yo me encontraba algo mejor que él, le cedí mi cama a Julian y me instalé en un colchón en el suelo.
Julian se vistió con toda la ropa que fue capaz de encontrar y aun sacó unos pantalones térmicos de esquí de su mochila. En ese estado se metió bajo el edredón, se cubrió con dos mantas de lana y se deshizo de la fiebre durmiendo y sudando. Cuando al cabo de dos días volvió a levantarse, estaba curado. Había resuelto aquel asunto con gran eficiencia.
Mi piso estaba situado en el Westend de Wiesbaden. Se trata de un barrio en el que es mejor atar la bicicleta con un buen candado, aunque la aparques en el patio interior. La zona tenía la ventaja de contar con numerosas tiendas de móviles y supermercados en los que se podían conseguir móviles y tarjetas SIM por poco dinero.
El piso se encontraba en el semisótano del edificio, más o menos medio metro por debajo del nivel de la acera. Al principio, Julian se mostró bastante nervioso ante el hecho de que los transeúntes pudieran ver el interior de mi sala de estar. Decidimos bajar la persiana; se trataba de una persiana translúcida de color amarillo a la que había pegado una bandera del Tíbet. El sol se filtraba convertido en una luz turbia y crepuscular, una especie de sol prestado. A mí me gustaba así.
Superada la gripe, gozamos de varios días tranquilos durante los que pudimos trabajar. Nos sentábamos en mi sala de estar y escribíamos en nuestros portátiles: yo en la mesa del rincón, junto a la ventana, Julian ante mí en el sofá, con el ordenador en el regazo. Por lo general llevaba su chaqueta de plumón verde y a veces incluso se ponía la capucha, o se cubría las piernas con una manta.
Yo estaba algo preocupado por mi sofá. Julian convirtió la pieza, un Rolf Benz de terciopelo marrón que había logrado salvar antes de que mis padres lo tiraran al contenedor, en su puesto de trabajo permanente. Julian comía siempre con las manos, aunque se tratara de
foie-gras
, y luego se limpiaba los dedos en los pantalones. El sofá había sobrevivido treinta años, era incluso mayor que yo, y de pronto temí que a Julian fueran a bastarle unas pocas semanas para destrozarlo por completo.
Julian utilizaba su ordenador a ciegas, con un método de trabajo poco menos que meditativo. Así, por ejemplo, cuando respondía correos, se movía a toda velocidad por los campos de texto sin ni siquiera mirar la pantalla. Escribía ante la atenta mirada de su ojo interior y se desplazaba de un campo de texto al siguiente utilizando los comandos del teclado.
Nuestra comunicación con el exterior debía pasar por varios mecanismos que aseguraban que los mensajes se gestionaban de forma anónima y segura, y no podíamos mandar los correos desde nuestros portátiles, sino que debíamos hacerlo a través de máquinas remotas, por lo que las conexiones eran lentísimas. Cuando escribías algo, las palabras no aparecían en la pantalla hasta al cabo de bastante rato. Y, sin embargo, Julian quería siempre resolver sus tareas en un santiamén, a pesar de volar sin visibilidad. «Trabajar sin
feedback
óptico es una forma de perfección, una victoria sobre el tiempo», me contó; hacía ya tiempo que había terminado lo que debía resolver con su ordenador.
Por aquel entonces recibíamos ya algunos donativos en nuestra cuenta de PayPal y habíamos adquirido el hábito de enviar regularmente mensajes en los que agradecíamos a nuestros benefactores la importancia de su donativo, que era en realidad una inversión en la libertad de información. Realizábamos esa tarea por turnos y en esa ocasión le tocó a Julian escribir el correo conjunto y añadir las direcciones de nuestros mecenas.
Ahí estaba, sentado en mi sofá, bañado por la luz amarillenta y envuelto con dos mantas de lana, escribiendo sus mensajes. Yo oía el tecleo constante, incansable, pero de pronto el aria se interrumpió abruptamente con un «¡maldita sea!». Julian acababa de cometer un error. Como el mensaje iba dirigido a varios destinatarios, las direcciones debían incluirse no en el campo «para», sino en el «cco», para que los destinatarios individuales no tuvieran ocasión de ver los nombres del resto de benefactores. Julian se había equivocado precisamente en eso; y ya había enviado el mensaje.
El error tuvo lugar en febrero de 2009 y supuso nuestra primera y única filtración propia. Las reacciones a ese correo de agradecimiento no tardaron en llegar.
«Por favor, utilice la opción con copia oculta (CCO) para mandar correos como este…», o: «A menos que su intención fuera filtrar 106 direcciones de e-mail de personas que les han efectuado donativos, le recomiendo usar el CCO». Uno de los mensajes decía incluso: «Si no conoce la diferencia, no dude en ponerse en contacto conmigo y yo lo guiaré con mucho gusto a través del proceso».
Julian escribió una disculpa. ¿Julian? No, lo hizo Jay Lim, nuestro experto legal del WikiLeaks Donor Relations, el departamento de donativos.
Pero pronto constatamos que la casualidad es caprichosa. Entre los benefactores a quienes mandamos nuestro agradecimiento se encontraba un tal Adrian Lamo, un ex
hacker
más o menos conocido que, más tarde, sería el responsable de la detención de nuestro supuesto informador Bradley Manning.
—Fíjate tú, qué golfo —dijo Julian al descubrir la coincidencia.
Abrí nuestro buzón de entrada y encontré un nuevo «documento secreto»: alguien nos había mandado nuestra propia lista de donativos como filtración oficial, acompañada por una nota bastante desagradable. Normalmente no sabíamos quiénes eran nuestras fuentes, pero Lamo reconoció más tarde que había sido él quien nos había hecho llegar nuestra propia chapuza. Nos gustara o no, no teníamos más remedio que publicarlo.
Aquella era una cuestión interesante. A menudo filosofábamos sobre qué sucedería si un día debíamos publicar algo sobre nuestra propia organización; estábamos de acuerdo en que, llegado el momento, también debíamos dar a conocer informaciones negativas sobre nosotros. La prensa se hizo eco de la filtración de forma positiva; por lo menos éramos consecuentes. Ninguno de los responsables de los donativos se quejó.
Julian se comportaba a menudo como si se hubiera criado entre lobos y no entre seres humanos. Si yo alguna vez cocinaba algo, la comida no se repartía, sino que se trataba de ver quién comía más rápido. Si había cuatro trozos de
foie-gras
y yo era demasiado lento, él se comía tres y me dejaba tan solo uno. Nunca antes me había encontrado con alguien que se comportara así y a menudo me preguntaba si no sería un cursi, pues me venían a la mente frases propias de mi madre, como «por lo menos podrías haber preguntado», y otras parecidas.
Nos gustaba comer carne roja y también picadillo con cebolla. Si yo tardaba más en comer el
foie-gras
era porque a mí me gusta comerlo con pan y mantequilla, mientras que Julian prefiere tomar el alimento solo, sin acompañamiento: él come carne, o queso, o chocolate o pan. Si alguna vez creía que necesitaba ingerir cítricos, chupaba limones uno tras otro. A veces esos antojos le daban en plena noche, después de haber pasado un día sin probar bocado.
El problema, desde luego, no era que nadie le hubiera enseñado educación: Julian podía ser sumamente educado cuando quería. Así, por ejemplo, tenía la costumbre de acompañar a mis visitas hasta la calle, aunque no las conociera de nada.
Por otro lado, Julian era muy paranoico. Daba por sentado que alguien vigilaba la casa y por ello insistía en que nadie debía vernos salir ni regresar juntos. Yo siempre me preguntaba de qué servía aquello: si alguien se había tomado la molestia de vigilar mi casa, desde luego ya había descubierto que vivíamos juntos.
Si salíamos juntos por la ciudad, Julian insistía siempre en que debíamos separarnos antes de llegar a casa. Él se iba por la izquierda y yo por la derecha; a menudo, al llegar a casa, debía esperarlo un buen rato porque se había perdido. Nunca he conocido a nadie con un sentido de la orientación tan pésimo. Julian era capaz de entrar en una cabina telefónica y, al salir, no recordar por dónde había llegado. Una y otra vez, no acertaba a dar con la puerta de mi casa. Era imposible actuar de forma más sospechosa que Julian, que recorría la calle de un extremo a otro, una y otra vez, mirando a derecha e izquierda, intentando dar con la puerta correcta, hasta que yo me cansaba y salía a buscarlo.
En su obsesión por adoptar siempre un aspecto nuevo y por dar con el camuflaje perfecto, había tomado prestados mi chándal azul de la RDA y unas gafas de sol de Fórmula 1, que combinaba con una gorra de béisbol marrón. Yo me reía en silencio de su actitud infantil. Aquello no le daba en absoluto un aspecto más discreto: más bien parecía que fuera disfrazado. En una ocasión salí a buscarlo y dobló la esquina con un palé de madera encima del hombro derecho; no me pareció una táctica de camuflaje muy profesional que digamos. A veces creo que se había dejado influenciar demasiado por una serie de libros que, mezclados con su propia fantasía, habían dado lugar a algo así como un «Código de Conducta Julian Assange».
Julian tenía también una relación muy libre con la verdad; a veces tenía la sensación de que probaba hasta dónde le era posible llegar. En una ocasión, por ejemplo, me contó una historia sobre el origen de su pelo blanco. A los catorce años había construido un reactor en el sótano de su casa, pero había cometido un error de polarización. A consecuencia de ello, el pelo se le había vuelto blanco por culpa de los rayos gamma. Pues muy bien. A lo mejor quería comprobar hasta dónde podía mentir antes de que yo exclamara: «¡Ya basta! ¡Eso no me lo trago!». Pero por lo general yo no decía nada; para mí esa no era forma de tratar a otra persona.
Julian no solo se perdía constantemente, sino que también se montaba en el tren equivocado o conducía en dirección contraria. Y cada vez que cogía un avión, un barco o un tren para ir de un punto A a un punto B, se perdían inevitablemente varios recibos y resguardos. Constantemente esperaba «con urgencia» una carta que debía sacarlo del último apuro en el que se había metido: una firma para una cuenta, una nueva tarjeta de crédito, una licencia para un nuevo contrato… No había duda de que la carta iba a llegar «mañana, a mucho tardar». Si alguien le preguntaba por algo que se había comprometido a hacer, ni una sola vez le oí responder: «No lo he conseguido/Me he olvidado/No he terminado», sino: «Estoy esperando aún una respuesta de Fulanito». La frase hecha: «Lo que puedas hacer hoy, no lo dejes para mañana» la inventaron para Julian. Y ahora viene la gran sorpresa: si olvidaba algo, la culpa no era nunca suya, sino de los bancos, del personal de la compañía aérea, del responsable de planear la ciudad o, en caso de duda, incluso del Departamento de Estado, el Ministerio de Asuntos Exteriores americano. Seguramente el Departamento de Estado estaba también detrás de las tazas que se rompieron en el transcurso de sus visitas a mi cocina de Wiesbaden.