—Hola, pequeña, querida. ¿Qué tal?
—Bueno, bien —contestó Flora, e hizo un gesto hacia el escenario—. ¿Qué es esto?
—¿Qué? Huy, perdona. —Hagar se tocó detrás de la oreja—. Así. ¿Qué decías?
—Preguntaba qué estabais haciendo.
El hombre respondió en lugar de Hagar.
—Tu abuela —empezó en un tono que daba a entender que Flora debería sentirse orgullosa de ser la nieta de Elvy— ha recibido el anuncio de que hay que salvar a los hombres. Es urgente. Hay que hacerlo ahora. Nosotros somos sus colaboradores en esa lucha. ¿Eres creyente?
Flora negó con la cabeza y el hombre se echó a reír.
—Esto raya en lo cómico, ¿no? Según tengo entendido, tú deberías haber sido la primera en haber corrido a ayudarla después de lo que vivisteis aquella tarde en el jardín.
Flora se quedó muy afectada al comprobar que aquel desconocido estaba al tanto de un acontecimiento que ella misma no había compartido con nadie. Elvy estaba ocupada con los parabienes de sus ancianas compañeras, y Flora comprendió enseguida que el aspecto agotado de su abuela estaba causado por esas manos serviciales que, en realidad, le estaban sorbiendo la vida.
—¿Abuela? ¿Qué clase de
anuncio
es ese que has recibido?
—Tu abuela... —empezó el hombre, pero Flora le ignoró y se dirigió a Elvy, le puso la mano en el brazo. Quizá guardara relación con la proximidad de los redivivos, pero la muchacha recibió en su mente una imagen de trazos bien definidos: una mujer en la pantalla de un televisor, rodeada de luz.
«Su única salvación es acercarse a mí...».
El televisor se apagó, la imagen desapareció y Flora miró en el interior de los cansados ojos de su abuela.
—¿Qué significa eso?
—Lo ignoro. Sólo sé que debo hacer algo. No sé.
—No lo vas a aguantar. Ya lo veo.
Elvy entornó los ojos y sonrió.
—Seguro que aguanto.
—¿Por qué no contestas mis llamadas?
—Voy a hacerlo. Perdona.
Una de las ancianas se acercó y le pasó a Elvy la mano por la espalda.
—Vamos ya, querida. Tendremos que pensar en otra cosa.
Elvy sonrió agotada y dejó que se la llevaran.
—Abuela, he pensado entrar a ver al abuelo —gritó Flora.
Elvy se volvió.
—Muy bien, hazlo. Salúdale de mi parte.
Su nieta se quedó allí con los brazos caídos a los lados y sin saber qué hacer. Cuando todo esto hubiera terminado, cuando hubiera visto lo que había que ver, iría a casa de Elvy y... ¿la liberaría? No sabía, haría algo. Pero ahora no. Ahora tenía que ver.
Se colocó en la fila e intentó recordar la imagen que Elvy le había enviado. No lo entendía. ¿Era un programa de televisión? Le pareció que conocía vagamente a aquella mujer, pero no podía situarla.
«Debe de ser una actriz», aventuró la chica para sus adentros.
«Papá.
..»,
«todas las flores.
..»,
«su mano cubre la tierra».
Era imposible pensar con claridad si tenía alrededor a todas aquellas personas. Se vio obligada a colocar sus propios pensamientos dentro de una urna impenetrable que flotaba de acá para allá movida por las corrientes ajenas, pero seguía sin poder concentrarse.
Delante de ella había un niño de la mano de un adulto. A su lado se encontraba un señor mayor que se removía inquieto. La imagen de un conejo relampagueó en la cabeza de Flora sin que ella comprendiera por qué. El animal brincó unos instantes en la corriente, y desapareció, arrastrado por una riada de ataúdes, tierra, ojos vacíos y sentimientos de culpa.
«Su única salvación es acercarse a mí».
«Sí», pensó Flora. La gente necesitaba algún tipo de ayuda, eso era evidente. Ahora ya se hallaba casi delante de las verjas y a simple vista percibió que las personas más cercanas se volvían cada vez más firmes y decididas y también sus infructuosos intentos de neutralizar el pánico. Avanzaron como niños dirigiéndose por primera vez al túnel del terror: ¿qué es lo que hay en realidad ahí dentro?
Alguien le dio un empujón en la espalda, Flora oyó la voz de una mujer:
—Lennart, ¿qué ocurre?
—No, no sé... no sé si yo... voy a poder con esto —contestó el hombre con voz pastosa.
Flora se volvió y vio al hombre sujetado por una mujer. Él tenía la cara sombría y los ojos totalmente abiertos. Su mirada se cruzó con la de Flora, el hombre estaba señalando la zona de dentro mientras decía:
—El viejo... a mí no me gustaba. Cuando yo era pequeño, él solía...
La mujer le tiró del brazo para hacerle callar, y sonrió como disculpándose ante Flora, que vio inmediatamente todo su matrimonio, la infancia de aquel hombre, y lo que vio hizo que sintiera un escalofrío y dejara de mirarlos.
—Eva Zetterberg —dijo el individuo situado delante de ella, el hombre acompañado por el niño.
—¿Y quiénes sois? —le preguntó el vigilante que tenía las listas.
—Yo soy su marido —contestó el hombre, y señalando al niño y al señor mayor, agregó—: Ellos, nuestro hijo y su padre.
El vigilante asintió, pasó las hojas hasta llegar a una de las últimas listas y la recorrió con el dedo.
«El conejo, el conejo...»
El castor Bruno y un conejo. Un conejo dentro de un bolsillo. También el niño, el hijo de Eva Zetterberg, estaba pensando en un conejo. En el mismo conejo. Aquélla era su familia. Y todos sus miembros estaban pensando en un conejo.
—17 C —indicó el vigilante señalando dentro del recinto—. Seguid los carteles.
La familia de Zetterberg cruzó enseguida dentro de la verja. Flora captó una sensación de alivio y se grabó en la memoria el 17 C. Era su turno. El vigilante la miró con severidad.
—Tore Lundberg —dijo Flora.
—¿Y tú eres...?
—Su nieta.
El vigilante la miró, observó la ropa que llevaba, sus ojos pintados de negro, su pelo cardado, y Flora comprendió que no le iba a dejar pasar.
—¿Puedes demostrarlo?
—No —dijo Flora—. Claro que no puedo.
No valía la pena discutir; el vigilante estaba pensando en adoquines, en jóvenes que quitaban los adoquines.
Flora se alejó de la puerta y fue siguiendo el perímetro de la alambrada, recorriendo la malla con los dedos. El caudal de pensamientos iba disminuyendo a medida que se alejaba, y fue como volver a casa después de haber permanecido a la intemperie en mitad de una tormenta. Siguió alejándose hasta que dejó de oír los pensamientos de los demás y se sentó en la hierba, suspirando mentalmente.
Cuando volvió a sentirse en condiciones, siguió el trazado de la valla hasta llegar a un ángulo donde los edificios la ocultaban de la vista de los vigilantes de la entrada. La alambrada parecía siniestra, distanciaba a las personas que excluía y a las que encerraba. Era una neurosis militar.
No parecía difícil trepar por ella; el problema estribaba en el espacio abierto existente entre la valla y los edificios. Le sorprendió la ausencia de vigilantes apostados alrededor de la valla; si se hubiera tratado, por ejemplo, de un concierto, habría habido uno cada veinte metros. Quizá no contaran con que la gente quisiera colarse.
«Entonces, ¿por qué ponen la valla?».
Lanzó la mochila por encima de la alambrada y dio gracias a que sus deportivas favoritas se habían caído a cachos y se había visto obligada a ponerse las botas, cuyas puntas afiladas eran perfectas para apoyarse en los huecos de la alambrada. Llegó arriba en diez segundos. Cuando ya se encontraba al otro lado, se agachó en balde, pues era tan visible como un cisne encima de un cable del teléfono, y constató que su incursión parecía haber pasado inadvertida. Se echó al hombro la mochila y se dirigió hacia los edificios.
Koholma, 12:30
Mahler se había preparado para la situación actual. Tenía el bote en el embarcadero, sin agua pero con el depósito lleno. Dejó a Elias con cuidado y saltó dentro de la barca para coger el equipaje y la cesta frigorífica que le llevaba Anna.
—Faltan los chalecos salvavidas —dijo ésta.
—No tenemos tiempo.
El periodista vio los chalecos colgados de un gancho dentro de la caseta y a simple vista pudo advertir que a Elias se le había quedado pequeño el suyo.
—Elias pesa menos ahora —dijo Anna.
Gustav meneó la cabeza y apretujó el equipaje. Entre los dos acostaron al redivivo en el suelo envuelto en una manta. Anna fue a soltar el amarre mientras Mahler intentaba poner el motor en marcha. Era un Penta-Volvo antiguo, de veinte caballos, y Mahler, mientras tiraba del cable, se preguntaba si habría alguna estadística fiable de cuántos infartos había provocado a lo largo de la historia aquella pelea con los motores fueraborda.
«U... no... enes irón... tío... elker...».
Debió tomarse un respiro tras ocho intentos fallidos de arrancar el motor. Se sentó en la bancada de popa y dejó descansar las manos sobre las rodillas.
—¿Anna? ¿Acabas de decir «Tú no tienes el tirón adecuado, tío Melker
[13]
»?
—No —dijo Anna—, pero lo he pensado.
—¿Ah, sí?
Mahler miró a Elias; tenía la cara arrugada e inmóvil, y sus entornados ojos negros miraban al cielo. En el paseo hasta el embarcadero, Mahler había comprobado lo que antes sólo era una sospecha: Elias pesaba menos, mucho menos que cuando salió de su tumba cuatro días antes.
No había lugar a cavilaciones. ¿Cuánto tiempo podía pasar antes de que Aronsson llamara, antes de que se presentara alguien? Mahler se frotó los ojos; se le estaba empezando a levantar un ligero dolor de cabeza.
—Tranquilo —repuso Anna—. Menos de media hora no pueden tardar.
—¿Puedes dejarlo ya? —dijo Mahler.
—¿Dejar qué?
—Dejar... de estar dentro de mi cabeza. Lo he entendido. No tienes que demostrármelo.
Ella se levantó de la bancada y se sentó en la manta junto a Elias sin decir nada. A Mahler le escocían los ojos, irritados a causa del sudor. Se volvió hacia el motor y tiró con tanta fuerza que creyó que se iba a partir el cable, pero en vez de eso empezó a rugir; bajó las revoluciones del motor, dio marcha atrás y empezaron a deslizarse.
Anna estaba sentada con la mejilla ligeramente inclinada sobre la cabeza de su hijo. Ella movía los labios. Mahler se secó el sudor de los ojos y fue consciente de que había un secreto del cual no era partícipe. Había leído algo sobre los fenómenos de telepatía alrededor de los redivivos, pero ¿por qué no podía él leer lo que pensaba Anna, si sus pensamientos eran para ella como un libro abierto?
Soplaba lo que en los partes meteorológicos llamaban vientos «de suaves a moderados» y las olas chapoteaban contra el casco de plástico cuando dejaron atrás el estrecho. En la bahía se veía alguna ola aislada.
—¿Adónde vamos? —gritó Anna.
Mahler no contestó, sólo pensó «al islote de Labbskäret», para fastidiar.
Anna asintió. Él aceleró a tope.
Sólo cuando llegó a la ruta marítima frecuentada por los ferries que hacían el trayecto hasta Finlandia y constató que no había ninguno cerca, sólo entonces, cayó Mahler en la cuenta de que se había olvidado el mapa de navegación costera. Cerró los ojos y trató de recordar la ruta.
«Fejan... El islote de Sundskär... Remmargrundet...».
No habría ningún problema mientras pudieran seguir la derrota de los transbordadores, además recordaba que la torre de la antena de radio de Manskär debía verse justo de frente hasta que tuvieran que girar hacia el sur. Después iba a ser más complicado, pues las aguas que rodeaban el islote de Hamnskär eran traicioneras y estaban llenas de escollos.
Observó a Anna y ésta le respondió con una mirada inescrutable. Ella sabía que no llevaban mapa y que corrían el riesgo de perderse, y seguramente también vería el mapa provisional que él había intentado trazar en su mente. Aquello era insufrible, como si alguien le observara detrás de un espejo a través del cual él no podía ver nada. A él no le gustaba que ella pudiera leerle los pensamientos; a él no le gustaba que ella pudiera leerle... a él no le gustaba... a él no le gustaba que...
«¡Basta!».
Así estaban las cosas. Durante un breve instante, cuando intentaba arrancar el motor, él también la había oído. ¿Por qué entonces y no ahora? ¿Qué fue lo que hizo él en ese instante para que...?
Alzó la mirada y sintió un estremecimiento al no reconocer la línea costera. Iban dejando atrás islas desconocidas y sin ningún rasgo orientativo. Un par de segundos después de que él pensara eso, Anna también se puso de pie y oteó por la borda. Mahler recorrió con la mirada las islas que iban surcando con pánico creciente. Nada. Sólo islas. Era como despertarse en una habitación desconocida donde uno se hubiera acostado borracho como una cuba: su desorientación era total, le embargaba la sensación de encontrarse en otro mundo.
Anna señaló por encima de la borda de babor y gritó:
—¿No es ése el islote de Botveskär?
Él entornó los párpados para proteger los ojos de los destellos del sol y divisó una baliza blanca a lo lejos, en el extremo de una isla. ¿Era Botveskär? «Entonces, la baliza blanca que está enfrente será Rankarögrund, y... sí, coincidía el mapa». Giró hacia el este y en un minuto volvió a salir a la ruta marítima. Miró a Anna y pensó «gracias». Ella asintió con la cabeza y volvió junto a Elias.
Después de navegar un cuarto de hora en silencio se acercaron a Remmargrund. Mahler oteaba hacia el sur para localizar el estrecho por donde debían entrar cuando oyeron un ruido por encima del rugido del motor; un sonido más grave, un traqueteo de frecuencia más baja. Él miró alrededor sin localizar el ferry que esperaba ver.
«Foumfoumfoum».
Se preguntó si no sonaría sólo dentro de su cabeza. Aquel fragor no se parecía en nada al ruido silbante que le había taladrado cuando estaba en la cocina. Volvió a mirar a su alrededor y esta vez sí descubrió el origen del ruido: la hélice de un helicóptero. Anna se agachó y cubrió a Elias con la manta tan pronto como él asoció el sonido con el helicóptero.
Mahler trató de pensar alguna alternativa de actuación y sólo halló una: continuar sentado sin hacer nada. Estaban solos en el mar en una pequeña embarcación. No había manera de protegerse ni de esconderse. El aparato, una nave del ejército, ahora lo veía, estaba casi encima de ellos, y las imágenes de
Apocalypse Now
le pasaron por la cabeza veloces como centellas: el dedo en el disparador, misiles, explosiones en el agua, el bote hecho pedazos, ellos volando muchos metros por los aires, hasta el punto de que quizá alcanzaran a vislumbrar la costa desde otra perspectiva antes de que todo se apagara.