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Authors: David Goodis

Tags: #Novela negra

Descenso a los infiernos (25 page)

BOOK: Descenso a los infiernos
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Sus ojos estaban concentrados en los portales. Pero no lograba contar las puertas porque en cada una de ellas había una cara; era la cara del cadáver con la cabeza destrozada de la que manaba un líquido grisáceo. Deseó que la cara se marchase, pero seguía allí y ella no paraba de reírse.

Era el único sonido que oía. No oyó la sirena del coche patrulla que entraba en el callejón. Venía a toda velocidad; el claxon sonaba estridente, pidiéndole que se apartara del camino. Se apartó automáticamente de un salto. No vio el coche patrulla pasar de largo, ni tampoco lo vio detenerse en la oscuridad, a poca distancia de donde estaba. Lo único que veía era la cara del cadáver que la hacía reír. Sus piernas volvieron a moverse y era como si algo la empujara hasta el número diecisiete.

El coche patrulla había aparcado junto al número diecisiete. Unos policías se apearon, seguidos de un hombre pequeño, de piel de un amarillo grisáceo y ojos achinados, y de una mujer negra. Uno de los policías abrió la puerta del número diecisiete, y se apartó para dejar pasar al hombrecito de los ojos achinados. Vestía una bata y calzaba unas chancletas de estar por casa. Los demás entraron detrás de él.

Cuando Cora se acercó a la puerta abierta, una voz que provenía de alguna parte le dijo que aquél era el número diecisiete, y entró sin dejar de reír. Poco después, vio la cara del hombre herido que yacía de espaldas, en el suelo. Se acercó al hombre cuya cara sustituyó para siempre a la del Luke muerto. Cora dejó de reír. Entonces le fallaron las piernas y cuando estaba a punto de caer al suelo, la sujetaron.

19

«Como naranjas que caen de un árbol —pensó Bevan». Veía esferas de luz anaranjada que bailaban contra una cortina gris oscura. Se desmayó otra vez y cuando volvió en sí oyó voces, pero no tenía ni idea de lo que decían. Perdió otra vez el conocimiento y permaneció sin sentido un tiempo que le parecieron horas, aunque en realidad no fueron más que minutos. Alguien lo ayudó a sentarse y otra persona intentaba hacerle beber agua. Parpadeó varias veces y vio los brillantes cascos blancos y las caras oscuras y las chaquetas blancas de los policías. Uno de ellos cortaba con tijeras un poco de cinta adhesiva. Vio una cajita metálica, color verde oscuro con un pequeño cuadrado blanco en el que había pintada una cruz roja. Estaba claro que se trataba de un botiquín de primeros auxilios, y pensó: «Hay alguien herido».

Entonces sintió la presión de las vendas. Llevaba varias vendas. Tenía el brazo derecho vendado desde el codo hasta el hombro. Y también llevaba vendado el hombro izquierdo y la cintura y las piernas, por encima de las rodillas. «Pero bajo la presión, no sientes nada —pensó—. Te habrá pinchado, seguramente. Pero cuando se te pase el efecto, los cortes te dolerán como mil demonios. Sí que te ha cortado bien, chico. Mira que te ha trinchado de buena manera con el cuchillo. Has perdido mucha sangre, por eso te has desmayado. O tal vez se te ha acabado la gasolina y te has caído. Eso te convierte en perdedor. Has dejado que se te escapara».

Finalmente, logró centrar la vista; entrecerró los ojos y al otro lado de la habitación los vio bajo la mortecina luz anaranjada de la lámpara que había junto al camastro. Había dos hombres sentados en el borde.

Uno era Nathan: la cara magullada y un chichón morado encima del ojo izquierdo. Tenía la boca hinchada y ensangrentada y el costado derecho de la mandíbula muy inflamado. El otro hombre era el inspector Archinroy; vestía una bata. Escribía en una libreta mientras Nathan hablaba en voz baja a través de los labios hinchados y sangrantes. El inspector tenía sobre el regazo una cachiporra y, sobre la cama, junto a él, estaba la botella rota.

Durante unos momentos Bevan se quedó mirando la botella rota. Luego ladeó la cabeza y vio a Winnie, de pie, junto al camastro, con los brazos cruzados. Escuchaba atentamente lo que decía Nathan. Asentía despacio con la cabeza.

Junto a Bevan, una voz decía:

—Hay que ponerle más vendas. Aquí, en las costillas.

—Ya se han acabado. Las hemos utilizado todas —replicaba la voz de un policía.

—Deme las tijeras —ordenó la otra voz.

—¿Va a usar su vestido? Lo lleva usted muy sucio, podrían infectársele las heridas.

—Entonces utilizaré la ropa interior. Deme las tijeras.

—Pero si sólo lleva… Vea, señora, la ambulancia no tardará en llegar.

—Por favor, deme las tijeras. —Se produjo una pausa y entonces Bevan oyó decir—: Gracias. —A continuación oyó el ruido de las tijeras al cortar la tela. No podía volver la cabeza para mirarla, porque lo habían puesto de lado. Sintió aquellas manos sobre la piel desnuda cuando le aplicó el improvisado vendaje desde las costillas hasta la axila. Eran unas manos suaves y cálidas. «Qué bien acarician —pensó—. Qué bien».

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