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Authors: Alice Sebold

Desde mi cielo (14 page)

BOOK: Desde mi cielo
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Mi padre gritó desde el pasillo que nos esperaba a todos abajo en diez minutos.

La abuela Lynn se apresuró. Ayudó a Lindsey a ponerse el vestido por la cabeza, corrieron juntas a la habitación de Lindsey en busca de zapatos, y por último en el pasillo, bajo la luz del techo, le arregló la raya y el rimel. Terminó con unos toques de colorete que le aplicó en sentido ascendente en cada mejilla. No fue hasta que mi abuela bajó y mi madre comentó lo corto que era el vestido de Lindsey mirando con recelo a la abuela Lynn cuando mi hermana y yo caímos en la cuenta de que la abuela iba con la cara lavada. Buckley se sentó entre ellas en el asiento trasero, y cuando se acercaban a la iglesia, observó a la abuela Lynn y le preguntó qué hacía.

—Cuando no tienes tiempo para ponerte colorete, esto les da un poco de vida —respondió ella, y Buckley la copió y se pellizcó las mejillas.

Samuel Heckler estaba junto a las piedras que delimitaban el sendero que conducía a la puerta de la iglesia. Iba vestido completamente de negro, y a su lado estaba su hermano mayor, Hal, con la machacada cazadora de cuero que Samuel había llevado el día de Navidad.

Su hermano era una copia de Samuel en más moreno. Tenía la cara bronceada y curtida de ir en moto a toda velocidad por las carreteras rurales. Cuando mi familia se acercó, Hal se volvió rápidamente y se alejó.

—Éste debe de ser Samuel —dijo mi abuela—. Yo soy la abuela mala.

—¿Entramos? —dijo mi padre—. Me alegro de verte, Samuel.

Lindsey y Samuel entraron los primeros mientras mi abuela se quedaba atrás y caminaba al otro lado de mi madre. Un frente unido.

El detective Fenerman estaba junto al umbral con un traje que tenía todo el aspecto de picar. Saludó a mis padres con la cabeza y pareció no apartar los ojos de mi madre.

—¿Nos acompaña? —preguntó mi padre.

—Gracias —dijo él—, pero sólo quiero estar cerca.

—Se lo agradecemos.

Entraron en el atestado vestíbulo de la iglesia. Yo quería reptar por la espalda de mi padre, rodearle el cuello y hablarle en susurros al oído. Pero ya estaba allí, en cada poro y en cada grieta.

Se había despertado resacoso y se había dado media vuelta en la cama para observar la respiración poco profunda de mi madre contra la almohada. Su encantadora mujer, su encantadora niña. Sintió deseos de ponerle una mano en la mejilla, apartarle el pelo negro de la cara, besarla... pero mientras dormía estaba tranquila. Él no se había despertado ni una sola mañana desde mi muerte sin ver el día como algo que sobrellevar. Pero la verdad era que el día del funeral no iba a ser peor. Al menos era sincero. Era un día que giraba en torno a lo que tan absortos los tenía: mi ausencia. Ese día no iba a tener que fingir que volvía a la normalidad, fuera cual fuese. Ese día podía llevar su dolor con la cabeza alta, lo mismo que Abigail. Pero sabía que, en cuanto ella se despertara, él pasaría el resto del día sin mirarla, sin mirarla de verdad y ver a la mujer que había creído que era antes del día que les habían dado la noticia de mi muerte. Después de casi dos meses, la noción de eso se desdibujaba en el corazón de todos menos en el de mi familia y en el de Ruth.

Ella llegó con su padre. Se quedó de pie en un rincón, cerca de la vitrina donde guardaban un cáliz utilizado durante la guerra de la Independencia norteamericana, durante la cual habían convertido la iglesia en hospital. Los señores Dewitt charlaban con ellos. Encima del escritorio de su casa, la señora Dewitt tenía un poema de Ruth. El lunes se proponía ir con él al asesor psicológico. Era un poema sobre mí.

—Mi mujer parece estar de acuerdo con el director Caden —decía el padre de Ruth— en que el funeral ayudará a todos los niños a aceptarlo.

—¿Y qué opina usted? —preguntó el señor Dewitt.

—Creo que es mejor olvidar el pasado y dejar a la familia tranquila. Pero Ruthie ha insistido en venir.

Ruth vio a mi familia saludar a la gente y se fijó horrorizada en la nueva imagen de mi hermana. Ella no creía en el maquillaje. Le parecía que degradaba a las mujeres. Samuel Heckler y Lindsey iban cogidos de la mano. Acudió a su mente una palabra que había leído: «subyugación». Pero luego la vi mirar por la ventana y fijarse en Hal Heckler. Estaba junto a las viejas tumbas de la parte delantera, fumando un cigarrillo.

—¿Qué pasa, Ruthie? —preguntó su padre.

Ella volvió a centrar su atención en él y lo miró.

—¿Qué?

—Estabas mirando fijamente al vacío —dijo él.

—Me gusta el aspecto del cementerio.

—Ah, niña, eres un ángel —dijo él—. Vamos a sentarnos antes de que se acaben los buenos sitios.

Clarissa estaba allí con un Brian Nelson de aire cohibido que llevaba un traje de su padre. Se abrió paso hacia mi familia, y en cuanto el director Caden y el señor Botte la vieron, se retiraron para dejar que se acercara.

Ella estrechó primero la mano de mi padre.

—Hola, Clarissa —dijo él—. ¿Cómo estás?

—Bien. ¿Cómo están usted y la señora Salmón?

—Estamos bien, Clarissa —respondió él. «Qué mentira más extraña», pensé yo—. ¿Quieres sentarte con nosotros en el banco reservado para la familia?

—Mmm... —Ella bajó la vista hacia sus manos—. Estoy con mi novio.

Mi madre entró como en trance y se quedó mirando fijamente a Clarissa a la cara. Clarissa estaba viva y yo muerta. Clarissa empezó a notar los ojos que la taladraban y quiso huir. Luego vio el vestido.

—Eh —dijo, cogiendo del brazo a mi hermana.

—¿Qué pasa, Clarissa? —replicó mi madre.

—Esto... nada —respondió ella.

Volvió a mirar el traje y comprendió que no podía pedir que se lo devolvieran.

—¿Abigail? —llamó mi padre con una voz que estaba en sintonía con la de ella, con su cólera.

Algo iba mal.

La abuela Lynn, que estaba un poco más atrás, le guiñó un ojo a Clarissa.

—Acabo de fijarme en lo guapa que está Lindsey —dijo Clarissa.

Mi hermana se sonrojó.

La gente del vestíbulo empezó a moverse y a hacerse a un lado. Era el reverendo Strick, que caminaba con sus vestiduras hacia mis padres.

Clarissa retrocedió para buscar a Brian Nelson. Cuando lo encontró, se reunió con él entre las tumbas.

Ray Singh no asistió. Me dijo adiós a su manera: mirando mi foto —el retrato de estudio— que yo le había dado ese otoño.

Escudriñó los ojos de esa foto y vio a través de ellos el fondo de ante veteado delante del cual había tenido que sentarse cada niño bajo un brillante foco. ¿Qué significaba estar muerto?, se preguntaba. Significaba extraviado, significaba paralizado, significaba desaparecido. Sabía que nadie era realmente como salía en las fotos. Sabía que a él no se le veía tan furioso ni tan asustado como cuando estaba solo. Mientras miraba fijamente mi foto llegó a darse cuenta de algo: que no era yo. Yo estaba en el aire que flotaba a su alrededor, estaba en las frías mañanas que pasaba ahora con Ruth, estaba en el silencioso tiempo que pasaba solo estudiando. Yo era la niña que él había elegido besar. Quería ponerme en libertad de alguna manera. No quería ni quemar mi foto ni tirarla, pero tampoco quería mirarme más. Lo vi guardar la fotografía en uno de los enormes volúmenes de poesía india en los que él y su madre prensaban flores frágiles que poco a poco quedaban reducidas a polvo.

En el funeral dijeron cosas bonitas sobre mí. El reverendo Strick. El director Caden. La señora Dewitt. Pero mis padres aguantaron en un estado de atontamiento hasta el final. Samuel no paraba de apretar la mano de Lindsey, pero ella no parecía notarlo. Apenas parpadeaba. Buckley se quedó sentado con un pequeño traje que le había prestado para la ocasión Nate, que había asistido a una boda el año anterior. Se movía inquieto en su asiento y observaba a mi padre. Fue la abuela Lynn quien hizo lo más importante ese día.

Durante el último himno, mientras mi familia se ponía en pie, se inclinó hacia Lindsey y susurró:

—Junto a la puerta, es ése.

Lindsey miró.

Justo detrás de Len Fenerman, que ahora cantaba dentro de la iglesia, había un hombre del vecindario. Iba vestido con ropa más informal que el resto, con unos pantalones caqui forrados de franela y una gruesa camisa también de franela. Por un instante, Lindsey creyó reconocerlo. Se miraron, y de pronto ella se desmayó.

En medio del alboroto para atenderla, George Harvey se escabulló entre las tumbas de la guerra de la Independencia norteamericana que había detrás de la iglesia y se alejó de allí sin que nadie reparara en él.

10

Todos los veranos, en el Simposio de Talentos del estado, los alumnos con talento del séptimo al noveno cursos se recluían cuatro semanas en una casa para —o, al menos, eso me parecía a mí— haraganear por el bosque y exprimirse el cerebro unos a otros. Alrededor de una hoguera cantaban oratorios en lugar de canciones populares, y en las duchas las chicas se desmayaban por el físico de Jacques d'Amboise o el lóbulo frontal de John Kenneth Galbraith.

Pero hasta los talentosos tenían sus camarillas. Estaban los Marcianos de las Ciencias y los Cerebros Matemáticos, que formaban el peldaño superior, aunque socialmente algo tullido, de la escalera de los talentosos. Luego estaban las Cabezas de Historia, que se sabían las fechas del nacimiento y la muerte de cualquier figura histórica de la que se hubiese oído hablar alguna vez. Pasaban junto a los demás campistas voceando períodos crípticos aparentemente sin sentido: «1769-1821», «1770-1831». Cuando Lindsey se cruzaba con ellos respondía para sí: «Napoleón», «Hegel».

También estaban los Maestros del Saber Arcano, cuya presencia entre los talentosos resultaba molesta a todos. Eran los chicos capaces de desmontar un motor y volver a montarlo sin necesidad de diagramas o instrucciones. Comprendían las cosas de una manera real, no teórica, y parecían traerles sin cuidado las notas.

Samuel era uno de ellos. Sus héroes eran Richard Feynman y su hermano Hal. Éste había abandonado los estudios y ahora llevaba el taller de reparación de motos que había cerca de la sima, donde tenía como clientela a toda clase de gente, desde los Ángeles del Infierno hasta la anciana que se paseaba en motocicleta por los aparcamientos de su residencia para ancianos. Hal fumaba, vivía encima del garaje de los Heckler y se llevaba a sus ligues a la trastienda.

Cuando la gente le preguntaba cuándo iba a madurar, él respondía: «Nunca». Inspirado por él, cuando los profesores le preguntaban a Samuel qué quería ser de mayor, respondía: «No lo sé. Acabo de cumplir catorce».

Casi con quince años, Ruth Connors ya lo sabía. En el cobertizo que había detrás de su casa, rodeada de los pomos de puertas y la quincalla que su padre había rescatado de las viejas casas destinadas a ser demolidas, Ruth se sentaba en la oscuridad y se concentraba hasta que le dolía la cabeza. Luego entraba corriendo en casa, cruzaba el cuarto de estar, donde su padre leía, y subía a su habitación, donde escribía a trompicones sus poemas. «Ser Susie», «Después de la muerte», «En pedazos», «A su lado ahora», y su favorito, el poema del que más orgullosa se sentía y que había llevado al simposio, doblado y desdoblado tantas veces que los pliegues estaban a punto de romperse: «El borde de la tumba».

Su padre tuvo que llevarla en coche al simposio porque esa mañana, cuando salía el autocar, ella todavía estaba en casa con un agudo ataque de gastritis. Estaba probando extraños regímenes vegetarianos y la noche anterior se había comido una col entera para cenar. Su madre se negaba a rendirse ante el vegetarianismo que Ruth había adoptado desde mi muerte.

—¡No es Susie, por el amor de Dios! —exclamaba, dejando caer delante de su hija un solomillo de dos dedos de grosor.

A las tres de la tarde, su padre la llevó en coche primero al hospital y luego al simposio, pasando antes por casa para recoger la bolsa de viaje que su madre había preparado y dejado al final del camino de entrada.

Mientras el coche entraba en el campamento, Ruth recorrió con la mirada la multitud de chicos que hacían cola para recibir una chapa con su nombre. Vio a mi hermana en medio de un grupo de Maestros. Lindsey había evitado poner su apellido en su chapa y había optado por dibujar en su lugar un pez. De ese modo no mentía exactamente, pero esperaba conocer a algún chico de los colegios de los alrededores que no estuviera enterado de mi muerte o que, al menos, no la relacionara con ella.

Toda la primavera había llevado el colgante del medio corazón, y Samuel había llevado la otra mitad. Les cohibía mostrarse afectuosos en público, y no se cogían de la mano en los pasillos del colegio ni se pasaban notas. Se sentaban juntos a la hora de comer, y Samuel la acompañaba a casa. El día que ella cumplió catorce años le llevó una magdalena con una vela. Por lo demás, se fundían con el mundo subdividido en sexos de sus compañeros.

A la mañana siguiente, Ruth se levantó temprano. Como Lindsey, Ruth deambulaba por el campamento de talentosos sin pertenecer a ningún grupo. Había participado en un paseo para amantes de la naturaleza y recogido plantas y flores a las que debía ayudar a poner nombre. Descontenta con las respuestas que le daba uno de los Marcianos de las Ciencias, decidió empezar a ponerles nombres ella misma. Dibujaba la hoja o la flor en su diario, apuntaba de qué sexo creía que era, y le ponía un nombre como «Jim» si era una planta de hoja simple o «Pasha» si era una flor más aterciopelada.

Cuando Lindsey se acercó al comedor, Ruth hacía cola para repetir huevos con salchichas. Había armado tanto revuelo para no comer carne en su casa que tenía que atenerse a ello, pero en el simposio nadie estaba al corriente del juramento que había hecho.

No había hablado con mi hermana desde mi muerte, y sólo lo había hecho para excusarse en el pasillo del colegio. Pero había visto a Lindsey volver a casa andando con Samuel y la había visto sonreírle. Vio a mi hermana decir sí a las crepés y no a todo lo demás. Había intentado ponerse en su lugar del mismo modo que había pasado tiempo poniéndose en el mío.

Cuando Lindsey se acercó a ciegas a la cola, Ruth se interpuso.

—¿Qué significa el pez? —preguntó señalando con la cabeza la chapa de mi hermana—. ¿Eres religiosa?

—Fíjate en la dirección de los peces —respondió Lindsey, deseando al mismo tiempo que hubiera natillas para desayunar. Irían perfectas con las crepés.

—Ruth Connors, poetisa —dijo Ruth a modo de presentación.

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