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Authors: Alice Sebold

Desde mi cielo (18 page)

BOOK: Desde mi cielo
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Clarissa echó a correr y Brian se volvió. Mi padre lo miró a los ojos, pero apenas podía respirar.

—¡Cabrón! —exclamó Brian, lleno de reproche.

Oí murmullos en la Tierra. Oí mi nombre. Me pareció probar la sangre de la cara de mi padre, alargar una mano para cubrirle los labios cortados con los dedos, yacer con él en mi tumba.

Pero tuve que volverle la espalda en mi cielo. No podía hacer nada, atrapada en mi mundo perfecto. La sangre que probé era amarga. Ácida. Quería que mi padre velara por mí, quería su celoso amor. Pero también quería que se marchara y me dejara. Me habían concedido una triste gracia. De nuevo en la habitación, donde la butaca verde conservaba el calor de su cuerpo, apagué la solitaria y parpadeante vela.

12

Me quedé a su lado en la habitación y lo observé dormir. A lo largo de la noche se había ido desenredando y desvelando la historia: el señor Salmón, enloquecido por la tristeza, había salido al campo de trigo en busca de venganza. Eso encajaba con lo que la policía sabía de él, sus persistentes llamadas telefónicas, su obsesión con el vecino y la visita que había hecho ese mismo día el detective Fenerman para comunicar a mis padres que, pese a todas sus buenas intenciones y propósitos, la investigación de mi asesinato había entrado en una fase de estancamiento. No quedaban pistas por investigar. No habían encontrado ningún cuerpo.

El cirujano tuvo que operarle la rodilla para reemplazar la rótula por una fruncida sutura que le inutilizaba parcialmente la articulación. Mientras observaba la operación, pensé en lo parecido que era a coser, y confié en que mi padre estuviera en manos más capaces que las mías. Yo había sido torpe en la clase de ciencias del hogar. Siempre me hacía un lío con el extremo de la cremallera y el hilvanado.

Pero el cirujano había tenido paciencia. Una enfermera le había informado de lo ocurrido mientras se lavaba y frotaba las manos. Él recordaba haber leído en los periódicos lo que me había ocurrido. Era de la edad de mi padre y también tenía hijos. Se estremeció al ponerse los guantes. Cuánto se parecían ese hombre y él. Y qué distintos eran.

En la oscura sala de hospital, un tubo fluorescente zumbaba justo detrás de la cama de mi padre. Era la única luz que había en la habitación poco antes del amanecer, hasta que entró mi hermana.

—Ve a despertar a tu padre —le dijo mi madre a Lindsey—. No puedo creer que no se haya despertado con el ruido.

De modo que mi hermana había subido. Todos sabían ahora dónde encontrarlo; en apenas seis meses la butaca verde se había convertido en su verdadera cama.

—¡No está aquí! —gritó mi hermana tan pronto como se dio cuenta—. ¡Se ha ido! ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Papá se ha ido! —Por un insólito instante, Lindsey se comportó como una niña asustada.

—¡Maldita sea! —exclamó mi madre.

—¿Mamá? —dijo Buckley.

Lindsey entró corriendo en la cocina. Mi madre estaba vuelta hacia el hervidor de agua. Su espalda era un manojo de nervios mientras preparaba té.

—¿Mamá? —dijo Lindsey—. Tenemos que hacer algo.

—¿No ves...? —Mi madre se quedó como paralizada con una caja de Earl Grey suspendida en el aire.

—¿Qué?

Mi madre dejó el té, encendió un fuego y se volvió. Y de pronto lo vio: Buckley se había abrazado a su hermana y se chupaba ansioso el pulgar.

—Ha salido tras ese hombre y se ha metido en líos.

—Tenemos que salir a buscarlo, mamá —dijo Lindsey—. Tenemos que ayudarle.

—No.

—Mamá, tenemos que ayudar a papá.

—¡Buckley, deja de chuparte el dedo!

Mi hermano se echó a llorar de pánico, y mi hermana bajó los brazos para atraerlo más hacia sí. Miró a nuestra madre.

—Voy a salir a buscarlo —dijo Lindsey.

—No vas a hacer nada de eso —dijo mi madre—. Vendrá a casa cuando pueda. No vamos a mezclarnos en esto.

—Mamá —dijo Lindsey—, ¿y si está herido?

Buckley dejó de llorar el tiempo suficiente para mirar a mi hermana y luego a mi madre. Sabía lo que significaba «herido» y quién no estaba en casa.

Mi madre lanzó a Lindsey una mirada llena de intención.

—No hay más que hablar. Puedes esperar arriba en tu cuarto o aquí abajo conmigo, como quieras.

Lindsey estaba muda de asombro. Se quedó mirando a nuestra madre y supo lo que más deseaba hacer: huir, salir corriendo al campo de trigo donde estaba mi padre, donde estaba yo, donde de pronto sentía que se había trasladado el corazón de su familia. Pero Buckley seguía apoyado contra ella.

—Vamos arriba, Buckley —dijo—. Puedes dormir en mi cama.

Él empezaba a comprender: te trataban de manera especial y luego te decían algo horrible.

Cuando llegó la llamada de la policía, mi madre fue inmediatamente al armario del vestíbulo.

—¡Le han golpeado con un bate de béisbol! —exclamó, cogiendo el abrigo, las llaves y el carmín.

Mi hermana se sintió más sola que nunca, pero también más responsable. No podían dejar solo a Buckley, y Lindsey no sabía conducir. Además, era lo más lógico. ¿No debía acudir la esposa al lado del marido?

Pero en cuanto mi hermana logró hablar por teléfono con la madre de Nate —después de todo, el alboroto en el campo de trigo había despertado a todo el vecindario—, supo qué debía hacer. Llamó a Samuel. En menos de una hora llegó la madre de Nate para llevarse a Buckley, y Hal Heckler se detuvo en su moto delante de nuestra casa. Debía ser emocionante asirse al guapo hermano mayor de Samuel e ir en moto por primera vez, pero ella sólo podía pensar en nuestro padre.

Mi madre no estaba en la habitación de hospital de nuestro padre cuando entró Lindsey; sólo estábamos mi padre y yo. Se acercó y se quedó de pie al otro lado de la cama, y empezó a llorar en silencio.

—¿Papá? —dijo—. ¿Estás bien, papá?

La puerta se abrió un poco. Era Hal Heckler, un hombre atractivo, alto y delgado.

—Lindsey —dijo—, estaré en la sala de espera por si necesitas que te lleve a casa.

Vio las lágrimas de Lindsey cuando ésta se volvió.

—Gracias, Hal. Si ves a mi madre...

—Le diré que estás aquí.

Lindsey cogió la mano de mi padre y escudriñó su cara en busca de movimiento. Mi hermana crecía ante mis ojos. La oí susurrar la letra de la canción que él nos cantaba a las dos antes de que naciera Buckley:

Piedras y huesos;

nieve y escarcha;

semillas, judías y renacuajos.

Senderos y ramas, y una colección de besos.

¡Todos sabemos a quién añora papá!

A sus dos hijitas rana, ¿a quién si no?

Ellas saben dónde están. ¿Y tú? ¿Y tú?

Me habría gustado ver una sonrisa en los labios de mi padre, pero estaba en las profundidades, nadando contra fármacos, pesadillas y fantasías. Por un tiempo, la anestesia había atado unos pesos de plomo a las cuatro esquinas de su conciencia. Como una firme tapa, lo había cerrado herméticamente dentro de las felices horas en que no había hija muerta ni rótula extirpada, y en las que tampoco había una encantadora hija tarareando canciones infantiles.

—Cuando los muertos terminan con los vivos —me dijo Franny—, los vivos pueden pasar a otras cosas.

—¿Y qué hay de los muertos? —pregunté—. ¿Adonde vamos?

No me respondió.

Len Fenerman había acudido precipitadamente al hospital tan pronto como le habían pasado la llamada. Abigail Salmón preguntaba por él, le habían dicho.

Mi padre estaba en la sala de operaciones y mi madre se paseaba nerviosa cerca del mostrador de las enfermeras. Había ido en coche al hospital sólo con una gabardina encima de un fino camisón de verano. Llevaba sus zapatillas planas de ballet de estar por el jardín y no se había molestado en recogerse el pelo. En el oscuro y brumoso aparcamiento del hospital, se había detenido a examinarse la cara y a aplicarse su pintalabios rojo con mano experta.

Cuando vio a Len al final del largo pasillo blanco, se relajó.

—Abigail —dijo él al acercarse.

—Oh, Len —dijo ella.

Su cara reflejó confusión por no saber qué decir a continuación. Era su nombre lo que había necesitado suspirar. Todo lo que venía después no eran palabras.

Las enfermeras del mostrador volvieron la cabeza cuando Len y mi madre se cogieron las manos. Solían extender ese velo de privacidad por rutina, pero aun así vieron que aquel hombre significaba algo para aquella mujer.

—Hablemos en la sala de espera —dijo Len, y condujo a mi madre por el pasillo.

Mientras andaban, ella le informó de que mi padre estaba en el quirófano. Él le puso al corriente de lo ocurrido en el campo de trigo.

—Parece ser que confundió a la chica con George Harvey.

—¿Confundió a Clarissa con George Harvey? —Mi madre se detuvo a la puerta de la sala de espera, incrédula.

—Fuera estaba oscuro, Abigail. Creo que sólo vio la linterna de la niña. Mi visita de hoy no debe de haber ayudado mucho. Está convencido de que Harvey está involucrado.

—¿Clarissa está bien?

—Le han curado los arañazos y la han dejado marcharse. Estaba histérica, llorando y gritando. Ha sido una horrible coincidencia, siendo amiga de Susie.

Hal estaba desplomado en un rincón oscuro de la sala de espera, con los pies apoyados en el casco que había traído para Lindsey. Cuando oyó voces que se acercaban, cambió de postura.

Era mi madre con un policía. Volvió a recostarse y dejó que el pelo, que le llegaba a los hombros, le tapara la cara. Estaba bastante seguro de que mi madre no lo reconocería.

Pero ella reconoció la cazadora por habérsela visto a Samuel y por un momento pensó: «Está aquí Samuel». Pero enseguida se corrigió: «Su hermano».

—Sentémonos —dijo Len, señalando las sillas modulares del otro extremo de la sala.

—Prefiero seguir andando —dijo mi madre—. El médico ha dicho que no sabremos nada antes de una hora.

—¿Adonde?

—¿Tiene cigarrillos?

—Sabe que sí —dijo Len, sonriendo con aire culpable. Tuvo que buscar su mirada. Ésta no estaba concentrada en él, sino que parecía absorta, y sintió deseos de alargar una mano y enfocarla en el aquí y ahora. En él—. Entonces, busquemos una salida.

Encontraron una puerta que daba a un pequeño balcón de hormigón cerca de la sala donde dormía mi padre. Se trataba de un balcón de servicio ocupado por un aparato de calefacción, de modo que, aunque el espacio era reducido y hacía un poco de frío, el ruido y el vapor caliente que salía de la zumbante toma de agua que había al lado los aisló en una cápsula que parecía muy lejana. Fumaron y se miraron como si, de repente y sin previo aviso, hubiesen pasado a una nueva página donde el asunto apremiante ya hubiera sido subrayado para ser atendido con la mayor prontitud.

—¿Cómo murió su mujer? —preguntó mi madre.

—Se suicidó.

El pelo le tapaba casi toda la cara, y al verla pensé en Clarissa en su faceta más afectada. En su forma de comportarse con los chicos cuando íbamos al centro comercial. Reía demasiado y los seguía con la mirada para ver si miraban. Pero también me chocó la boca roja de mi madre, con el cigarrillo moviéndose arriba y abajo, y el humo elevándose. Sólo la había visto así una vez, en la fotografía. Esa madre nunca nos había tenido a nosotros.

—¿Por qué se mató?

—Es la pregunta que más absorto me tiene cuando no estoy absorto en casos como el asesinato de su hija.

En la cara de mi madre apareció una extraña sonrisa.

—Repítalo —dijo.

—¿Qué?

Len miró su sonrisa y sintió deseos de recorrer el borde de sus labios con los dedos.

—El asesinato de mi hija —dijo mi madre.

—Abigail, ¿está bien?

—No lo dice nadie. Nadie del vecindario habla de ello. La gente lo llama la «horrible tragedia» o alguna variante parecida. Sólo quiero que alguien hable de ello en voz alta. Que lo diga en voz alta. Estoy preparada... Antes no lo estaba.

Mi madre tiró su cigarrillo al suelo de hormigón y dejó que se consumiera. Cogió con las manos la cara de Len.

—Dilo —dijo.

—El asesinato de tu hija.

—Gracias.

Y yo observé cómo su boca roja cruzaba una línea invisible que la separaba del resto del mundo. Atrajo a Len hacia sí y lo besó despacio en la boca. Al principio él pareció vacilar. El cuerpo se le puso rígido diciéndole NO, pero ese
no
se volvió vago y difuso, se volvió aire aspirado por el ventilador de la zumbante toma de agua que tenían a su lado. Ella levantó los brazos y se desabrochó la gabardina. Él puso una mano sobre la fina y vaporosa tela de su camisón de verano.

Mi madre era irresistible por su aire necesitado. De niña, yo había visto el efecto que tenía en los hombres. Cuando estábamos en la tienda de comestibles, los encargados se ofrecían a traerle lo que había anotado en su lista y nos ayudaban a llevarlo al coche. Como Ruana Singh, tenía fama de ser una de las madres más guapas del vecindario; ningún hombre podía evitar sonreírle al verla. Cuando ella preguntaba algo, sus palpitantes corazones se rendían.

Aun así, mi padre siempre había sido el único en lograr que su risa se propagara por todas las habitaciones de la casa, legitimando de alguna manera que ella se abandonara.

Haciendo horas extras aquí y allá, y saltándose almuerzos, mi padre había logrado volver temprano del trabajo todos los jueves cuando éramos pequeñas. Pero si los fines de semana estaban dedicados a la familia, esa tarde era el «tiempo de mamá y papá». Para Lindsey y para mí era el tiempo de portarse bien. Me refiero a que no nos vigilaban mientras permanecíamos sin hacer ruido en el otro extremo de la casa y utilizábamos como cuarto de jugar el estudio entonces semivacío de mi padre.

Mi madre empezaba a prepararnos a las dos de la tarde.

—Es la hora del baño —canturreaba, como si nos anunciara que podíamos salir al jardín a jugar.

Y al principio teníamos esa sensación. Las tres nos apresurábamos a ir a nuestras habitaciones a ponernos los albornoces. Nos reuníamos en el pasillo —tres crías—, y mi madre nos llevaba de la mano a nuestro cuarto de baño de color rosa.

En aquella época nos hablaba de mitología, que había estudiado en el colegio. Le gustaba contarnos historias sobre Perséfone y Zeus. Nos compró libros ilustrados de los dioses nórdicos que nos hacían tener pesadillas. Se había licenciado en literatura y lengua inglesas después de pelearse con uñas y dientes con la abuela Lynn para ir tan lejos en sus estudios, y todavía tenía la vaga fantasía de dedicarse a la enseñanza cuando las dos fuéramos lo bastante mayores para quedarnos solas.

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