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Authors: Alice Sebold

Desde mi cielo (19 page)

BOOK: Desde mi cielo
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Esos baños se han vuelto borrosos en mi mente, al igual que todos los dioses y diosas, pero lo que mejor recuerdo es ver cómo las cosas afectaban a mi madre mientras yo la miraba, cómo la vida que había deseado y perdido la alcanzaba en oleadas. Como su primogénita, yo tenía la sensación de haberle arrebatado todos esos sueños.

Mi madre sacaba de la bañera primero a Lindsey, la secaba y la oía parlotear sobre patos y pupas. Luego me sacaba a mí y, aunque yo trataba de estar callada, el agua caliente nos dejaba a mi hermana y a mí tan embriagadas que hablábamos a mi madre de todo lo que nos importaba. Los chicos que nos habían atormentado o que otra familia que vivía más abajo en nuestro edificio tenía un perrito y que por qué no podíamos tener nosotros también uno. Ella escuchaba muy seria, como si tomara mentalmente nota de nuestras cosas en una libreta de taquigrafía que más tarde consultaría.

—Bueno, lo primero es lo primero —resumía ella—. ¡Y eso significa una buena siesta para las dos!

Ella y yo arropábamos a Lindsey. Yo me quedaba de pie junto a la cama y, apartándole el pelo de la cara, le daba un beso en la frente. Creo que para mí empezaba la rivalidad allí. Quién conseguía el mejor beso, quién pasaba más rato con mamá después del baño.

Por suerte, yo siempre ganaba. Cuando miro atrás, me doy cuenta de que mi madre se había vuelto —y muy deprisa después de que se mudaran a esa casa— una persona solitaria. Puesto que yo era la mayor, me convertí en su mejor amiga.

Yo era demasiado pequeña para entender realmente lo que me decía, pero me encantaba dejarme arrullar por sus palabras. Una de las ventajas de mi cielo es que puedo retroceder hasta esos momentos, volver a vivirlos, y estar con mi madre de una manera en la que nunca habría podido estar. Atravieso con una mano el Intermedio y sostengo la mano de esa joven madre solitaria.

Lo que le explicaba a una niña de cuatro años sobre Helena de Troya: «Una mujer peleona que torcía las cosas». Sobre Margaret Sanger: «La juzgaron por su físico». Gloria Steinem: «No me gusta decirlo, pero ojalá se cortara esas uñas». Nuestros vecinos: «Una idiota con pantalones ceñidos; oprimida por el subnormal de su marido; típicamente provinciana y criticona».

—¿Sabes quién es Perséfone? —me preguntó con aire ausente un jueves.

Pero yo no respondí. Para entonces había aprendido a callar cuando me llevaba a mi cuarto. El tiempo de mi hermana y mío era en el cuarto de baño, mientras nos secaba con la toalla. Lindsey y yo hablábamos entonces de cualquier cosa. En mi cuarto, era el tiempo de mamá.

Ella cogía la toalla y la colgaba de la cama de columnas.

—Imagínate a nuestra vecina la señora Tarking como Perséfone —dijo.

Abrió el cajón de la cómoda y me dio unas braguitas. Siempre me daba la ropa por partes, para no agobiarme. Enseguida entendió mis necesidades. Si yo hubiera sido consciente de que tenía que atarme los cordones no habría sido capaz de ponerme los calcetines.

—Lleva sobre los hombros una larga túnica blanca, como una sábana, pero hecha de una bonita tela brillante o ligera como la seda. Y lleva sandalias de oro y está rodeada de antorchas que son luces hechas de llamas...

Se acercó a la cómoda para coger mi camiseta y me la puso distraídamente por la cabeza en lugar de dejarme hacerlo a mí. Cuando mi madre se lanzaba a hablar, yo podía aprovecharme de ello para volver a ser una niña. Así, nunca protestaba ni reivindicaba que ya era mayor. Esas tardes consistían en escuchar a mi misteriosa madre.

Ella me tapaba con la colcha Sears de pana rústica, y yo me escabullía hacia el otro lado y me pegaba a la pared. Ella siempre consultaba entonces el reloj y decía: «Sólo un rato». Y se quitaba los zapatos y se deslizaba bajo las sábanas, a mi lado.

Para las dos se trataba de perdernos. Ella se perdía en su historia, yo en su parloteo.

Me hablaba de la madre de Perséfone, Deméter, o de Cupido y Psique, y yo la escuchaba hasta que me dormía. A veces me despertaba la risa de mis padres en la habitación contigua o los ruidos que producían al hacer el amor a media tarde. Medio dormida en la cama, escuchaba. Me gustaba imaginar que estaba en los cálidos brazos de uno de los barcos de una de las historias que nos leía mi padre, y que todos estábamos en el mar y las olas se alzaban con suavidad contra los costados del barco. La risa, los pequeños gemidos amortiguados, me hacían abandonarme de nuevo al sueño.

Pero la huida de mi madre, su retorno a medias al mundo exterior, se había hecho añicos cuando yo tenía diez años y Lindsey nueve. Había tenido una falta, y había hecho el decisivo trayecto en coche hasta la consulta del médico. Detrás de su sonrisa y sus exclamaciones había fisuras que conducían a lo más profundo de su ser. Pero porque yo era una niña, porque no quería hacerlo, opté por no seguirlas. Me aferré a la sonrisa como un premio y me adentré en el prodigioso mundo de si iba a ser la hermana de un niño o de una niña.

Si hubiera prestado atención, habría notado algo. Ahora veo los cambios, cómo el montón de libros de la mesilla de noche de mis padres pasó de catálogos de universidades locales, enciclopedias de mitología y novelas de James, Eliot y Dickens, a las obras del doctor Spock. Luego llegaron los libros de jardinería y cocina, hasta que para su cumpleaños, dos meses antes de que yo muriera, me pareció que el regalo perfecto para ella era
Better Homes and Gardens Guide to Entertaining.
Cuando se dio cuenta de que estaba embarazada por tercera vez, encerró a la madre más misteriosa. Contenida durante años detrás de ese muro, la parte necesitada de ella, lejos de menguar, había crecido, y en Len, el anhelo de salir, destruir, abolir, se apoderó de ella. Su cuerpo la guiaba, y tras él irían las piezas que le quedaban.

No me resultó fácil ser testigo de eso, pero lo fui.

Su primer abrazo fue apresurado, torpe, apasionado.

—Abigail —dijo Len, con una mano a cada lado de su cintura debajo de la gabardina, el vaporoso camisón apenas un velo entre ellos—. Piensa en lo que estás haciendo.

—Estoy cansada de pensar —dijo ella.

El pelo le flotaba con el ventilador que tenía a su lado, en una aureola. Len parpadeó al mirarla. Maravillosa, peligrosa, salvaje.

—Tu marido —dijo.

—Bésame —dijo ella—. Por favor.

Yo veía a mi madre suplicar indulgencia. Se desplazaba físicamente en el tiempo para huir de mí. Yo no podía retenerla.

Len le besó la frente y, cerrando los ojos, deslizó una mano hasta su pecho. Ella le susurró algo al oído. Yo sabía lo que ocurría. La rabia de mi madre, su sensación de pérdida, su desesperación. Toda la vida perdida salía formando un arco de ese techo, obstruyendo su ser. Necesitaba que Len expulsara de ella a su hija muerta.

Él la hizo retroceder hasta la superficie de estuco de la pared mientras se besaban, y mi madre se aferró a él como si al otro lado del beso pudiera haber una nueva vida.

Al volver del colegio, a veces me paraba a la puerta de nuestra casa y observaba a mi madre montada en la segadora serpenteando entre los pinos, y recordaba entonces cómo silbaba por las mañanas al prepararse su té, y cómo mi padre le traía caléndulas los jueves por la tarde y a ella se le iluminaba la cara de alegría. Habían estado profunda, separada y completamente enamorados; dejando aparte a sus hijos, mi madre podía reivindicar ese amor, pero con los hijos empezó a ir a la deriva. Fue mi padre quien se volvió más próximo a nosotros con los años; mi madre se distanció.

Junto a la cama del hospital, Lindsey se había quedado dormida sosteniendo la mano de nuestro padre. Mi madre, todavía despeinada, pasó junto a Hal Heckler en la sala de espera, y un momento después lo hizo Len. Hal no necesitó nada más. Cogió el casco y salió al pasillo.

Tras una breve visita al lavabo, mi madre se encaminó a la habitación de mi padre. Hal la detuvo.

—Su hija está dentro —le dijo. Ella se volvió, y él añadió—: Hal Heckler, el hermano de Samuel. Estuve en el funeral.

—Ah, sí. Lo siento, no te había reconocido.

—No tenía por qué hacerlo —dijo él.

Hubo un silencio incómodo.

—Lindsey me ha llamado, y la he traído aquí hace una hora.

—Oh. —Ella lo miraba fijamente. Sus ojos mostraron que estaba subiendo a la superficie. Utilizó la cara de él para regresar.

—¿Se encuentra bien?

—Estoy un poco afectada... es comprensible, ¿no?

—Desde luego —dijo él, hablando despacio—. Sólo quería avisarle de que su hija está con su marido. Estaré en la sala de espera por si me necesitan.

—Gracias —dijo ella. Lo vio darse la vuelta y se quedó un momento allí, escuchando cómo las suelas gastadas de sus botas reverberaban en el suelo de linóleo del vestíbulo.

Luego volvió en sí y con un estremecimiento regresó al presente, sin sospechar ni por un segundo que ése había sido el propósito de Hal al saludarla.

La habitación estaba casi a oscuras, el tubo fluorescente de detrás de la cama de mi padre parpadeaba tan débilmente que sólo iluminaba las masas más obvias de la habitación. Mi hermana estaba sentada en una silla que había acercado a la cama, con la cabeza apoyada en el borde y una mano alargada hacia mi padre. Éste dormía profundamente, boca arriba. Mi madre no sabía que yo estaba allí con ellos, que estábamos los cuatro, tan cambiados desde los tiempos en que ella nos arropaba a Lindsey y a mí, y luego iba a hacer el amor con su marido, nuestro padre. De pronto vio las piezas. Vio que mi hermana y mi padre, juntos, se habían convertido en una sola pieza, y se alegró de ello.

Al hacerme mayor, yo había jugado con el amor de mi madre a una especie de juego del escondite, tratando de ganarme su aprobación y su atención con recursos que nunca había tenido que utilizar con mi padre.

Ya no me hacía falta jugar. Mientras observaba a mi hermana y a mi padre en la oscura habitación, descubrí una de las cosas que significaba el cielo. Yo tenía una alternativa, y ésta no iba a ser dividir a mi familia en mi corazón.

Entrada la noche, el aire sobre los hospitales y las residencias de ancianos a menudo estaba lleno de almas. Las noches que no teníamos sueño, Holly y yo a veces lo observábamos. Llegamos a darnos cuenta de que esas muertes parecían coreografiadas desde algún lugar lejano que no era nuestro cielo. Así, empezamos a sospechar que había un lugar que abarcaba más.

Al principio, Franny venía a observar con nosotras.

—Es uno de mis placeres secretos —admitió—. Después de todos estos años, me sigue encantando ver las almas flotando y dando vueltas en masa, todas gritando a la vez dentro del aire.

—Yo no veo nada —dije esa primera vez.

—Observa con atención y calla —dijo ella.

Pero antes de verlas las sentí, unas pequeñas chispas a lo largo de mis brazos. Y allí estaban, unas luciérnagas que se encendían y expandían en remolinos y aullidos a medida que abandonaban los cuerpos humanos.

—Como los copos de nieve —dijo Franny—, todas son distintas y, sin embargo, desde aquí parecen exactamente iguales.

13

Cuando Lindsey volvió al colegio en el otoño de 1974, no sólo era la hermana de la niña asesinada, sino también la hija de un «chiflado», un «pirado», un «lunático», y esto último le dolió más porque no era verdad.

Los rumores que oyeron Samuel y ella las primeras semanas de curso zigzaguearon por entre las hileras de taquillas de los alumnos como las serpientes más persistentes. El remolino aumentó hasta abarcar a Brian Nelson y Clarissa, que ese año habían empezado el instituto, gracias a Dios. En el Fairfax, Brian y Clarissa se volvieron inseparables y explotaron el incidente, utilizando la degradación de mi padre para dárselas de enrollados al contar por todo el instituto lo que había ocurrido esa noche en el campo de trigo.

Ray y Ruth pasaron por el lado interior de la cristalera que miraba a la sala al aire libre. En las rocas falsas donde se suponía que se sentaban los chicos malos vieron a Brian rodeado de admiradores. Ese año había pasado de andar como un espantapájaros ansioso a hacerlo con un viril contoneo. Clarissa, riendo bobamente de miedo y lujuria, había abierto sus partes pudendas y se había acostado con él. Aunque, de cualquier manera, todos mis conocidos se hacían mayores.

Buckley empezó ese año el parvulario y volvió a casa enamorado de su profesora, la señorita Koekle. Ésta le cogía de la mano con tanta delicadeza cuando lo acompañaba al cuarto de baño o le explicaba una tarea, que su fuerza era irresistible. Por un lado, se aprovechó —ella a menudo le daba a escondidas una galleta de más o un asiento más cómodo—, pero, por otro, eso lo aisló y marginó de sus compañeros. Mi muerte le hacía distinto en el único grupo —niños— donde tal vez habría pasado desapercibido.

Samuel acompañaba a Lindsey a casa, y luego bajaba por la carretera principal y hacía autostop hasta el taller de motos de Hal. Contaba con que los colegas de su hermano lo reconocieran, y llegaba a su destino en varias motos y furgonetas que Hal ponía a punto cuando se paraban.

Tardó un tiempo en entrar en nuestra casa. No lo hacía nadie aparte de la familia. En octubre, mi padre empezó a levantarse y moverse por la casa. Los médicos le habían dicho que la pierna derecha siempre le quedaría rígida, pero si la estiraba y hacía ejercicios de flexibilidad no sería un gran impedimento. «Correr no, pero todo lo demás...», le había dicho el cirujano la mañana siguiente de su operación, cuando mi padre se despertó y vio a Lindsey a su lado y a mi madre junto a la ventana mirando el aparcamiento.

Buckley pasó de disfrutar del calor de la señorita Koekle a amadrigarse en la cueva vacía del corazón de mi padre. Hizo miles de preguntas sobre la «rodilla de mentira», y mi padre se entusiasmó con él.

—La rodilla ha venido del espacio sideral —decía mi padre—. Trajeron trozos de la luna y los distribuyeron, y ahora los utilizan para hacer cosas así.

—¡Guau! —decía Buckley sonriendo—. ¿Cuándo podrá verla Nate?

—Pronto, Buck, pronto —decía mi padre. Pero su sonrisa se debilitaba.

Cuando Buckley reproducía esas conversaciones a nuestra madre —«La rodilla de papá está hecha de huesos de la luna», le decía, o «La señorita Koekle ha dicho que mis lápices de colores son muy buenos»—, ella asentía. Había tomado conciencia de sus actos. Cortaba zanahorias y apio en trozos de una longitud comestible. Lavaba los termos y las fiambreras, y cuando Lindsey decidió que era demasiado mayor para llevar una fiambrera al colegio, mi madre se sorprendió a sí misma contentísima cuando encontró unas bolsas forradas de papel encerado que impedirían que el almuerzo de su hija goteara y le manchara la ropa. Que ella lavaba. Que ella doblaba. Que ella planchaba cuando hacía falta y colgaba en perchas. Que ella recogía del suelo o retiraba del coche o desenredaba de la toalla mojada dejada sobre la cama que ella hacía por las mañanas, metiendo las esquinas y ahuecando las almohadas, colocando encima animales de peluche y abriendo las persianas para dejar entrar la luz.

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