El Hada Carabina

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Authors: Daniel Pennac

Tags: #prose_contemporary

BOOK: El Hada Carabina
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Ancianas que plantan cara a los jovencitos, vejetes que se drogan instigados por una misteriosa enfermera, comisarios que enseñan a robar… y Benjamin Malaussène tiene que hacer frente a todo ello.
Cuando empezó a escribir El hada carabina, segunda entrega de las aventuras de la tribu Malaussène, Daniel Pennac se dijo: «Voy a divertirme dando vuelta a los estereotipos; y no a uno, sino a todos de manera sistemática».
Y logró crear una gran novela —premiada en varias ocasiones— en la cual, además de la intriga, brillan la ternura, la profundidad psicológica, el sentido del humor y la denuncia social.
EL HADA CARABINA

 

Ancianas que plantan cara a los jovencitos, vejetes que se drogan instigados por una misteriosa enfermera, comisarios que enseñan a robar… y Benjamin Malaussène tiene que hacer frente a todo ello.
Cuando empezó a escribir El hada carabina, segunda entrega de las aventuras de la tribu Malaussène, Daniel Pennac se dijo: «Voy a divertirme dando vuelta a los estereotipos; y no a uno, sino a todos de manera sistemática».
Y logró crear una gran novela —premiada en varias ocasiones— en la cual, además de la intriga, brillan la ternura, la profundidad psicológica, el sentido del humor y la denuncia social.

 

 

 

Título Original:
La fée carabine
Traductor: Serrat Crespo, Manuel
Autor: Pennac, Daniel
©2000, Mondadori
Colección: Literatura Mondadori, 116
ISBN: 9788439704584
Generado con: QualityEPUB v0.34
 
Al Seguro

 

Para Igor, para André Vers, Nicole Schneegans, Alain Léger y Jean-François Carrez-Corral.
Y cada palabra en recuerdo de Jean y de Germaine.

 

Y nadie salvó a nadie por la espada. Era una novedad, para el perro y para mí.
Robert Soulat
L'Avant-Printemps
—¡Qué lástima, envejecer! —decía mi padre—, pero es el único medio que he encontrado para no morir joven.

 

I LA CIUDAD, UNA NOCHE
La ciudad es el alimento
preferido de los perros.
1

 

Era invierno en Belleville y había cinco personajes. Seis, contando la placa de hielo. Siete, incluso, con el perro que había acompañado al Pequeño a la panadería. Un perro epiléptico, su lengua colgaba de través.
La placa de hielo parecía un mapa de África y cubría toda la superficie del cruce que la anciana había comenzado a atravesar. Sí, sobre la placa de hielo había una mujer, muy vieja, de pie, titubeante. Hacía resbalar una pantufla por delante de la otra con milimétrica prudencia. Llevaba un capazo del que sobresalía un puerro de segunda mano, un viejo chal sobre los hombros y un aparato acústico detrás de la oreja. A fuerza de reptante progresión, sus pantuflas la habían llevado, digamos, hasta el centro del Sahara, en la placa en forma de África. Tenía que tragarse todavía todo el sur, los países del apartheid y todo eso. A menos que cortara por Eritrea o Somalia, pero el mar Rojo estaba horriblemente helado en el arroyo. Esos cómputos trotaban bajo el cepillo del rubiales de loden verde que observaba a la vieja desde su acera. Y en ese caso al rubiales le parecía tener una imaginación estupenda. De pronto, el chal de la vieja se desplegó como un velamen de murciélago y todo se inmovilizó. Había perdido el equilibrio; acababa de recuperarlo. Decepcionado, el rubiales blasfemó entre dientes. Siempre le había parecido divertido ver a alguien rompiéndose la crisma. Formaba parte del desorden de su rubia cabeza. Sin embargo, vista desde fuera, aquella cabecita parecía impecable. Ni un pelo más alto que otro en la tupida superficie del cepillo. Pero no le gustaban demasiado los viejos. Los encontraba vagamente sucios. Los imaginaba... por debajo, para decirlo de algún modo. Ahí estaba, pues, preguntándose si la vieja iba o no a escoñarse en aquel témpano africano, cuando descubrió a otros dos personajes en la acera de enfrente, que no dejaban de tener relación con África, por otra parte: unos árabes. Dos. Africanos del norte, vamos, o magrebíes, que eso depende. El rubiales seguía preguntándose cómo llamarlos para no parecer racista. Era muy importante, con las opiniones que eran las suyas, no parecer racista. Era Frontalmente Nacional y no lo ocultaba. Pero precisamente por ello, no quería que le dijeran que lo era porque era racista. No, no, como le habían enseñado antaño en la gramática, no se trataba de una relación de causa, sino de consecuencia. El rubiales era Frontalmente Nacional, de modo que había podido reflexionar objetivamente sobre los peligros de la inmigración salvaje; y había llegado a la conclusión, con perfecto sentido común, de que era preciso dar el bote enseguida a todos esos moracos, primero por la pureza de la ganadería francesa, por el paro luego y, finalmente, por la seguridad. (Cuando se tienen tantas buenas razones para tener una opinión sana, no debemos dejarnos ensuciar por ciertas acusaciones de racismo.)
En resumen, la vieja, la placa en forma de África, los dos árabes en la acera de enfrente, el Pequeño con su perro epiléptico y el rubiales que le da al coco... Se llamaba Vanini, era inspector de policía y le preocupaban, sobre todo, los problemas de Seguridad. De ahí su presencia aquí y la de los demás inspectores de paisano diseminados por Belleville. De ahí el par de esposas cromadas bamboleándose en su nalga derecha. De ahí su arma de servicio, metida en la funda, bajo la axila. De ahí el puño americano en su bolsillo y el espray paralizante en su manga, personal aportación al arsenal reglamentario. Utilizar primero éste para poder golpear tranquilamente con aquél, un truco suyo que había resultado efectivo. Porque, a fin de cuentas, existía el problema de la Inseguridad. ¡Las cuatro ancianas degolladas en Belleville en menos de un mes no se habían abierto solas en canal!
Violencia...
Pues sí, violencia...
El rubiales Vanini dirigió una larga mirada pensativa a los árabes. A fin de cuentas, no podía permitir que sangraran a nuestras viejas como si fueran cabras, ¿verdad? De pronto, el rubiales sintió una real emoción de salvavidas; allí estaban los dos árabes, en la acera de enfrente, charlando como si la cosa no fuera con ellos en su propia jerigonza, y él, el inspector Vanini, en esta acera, con su cabeza muy rubia y, en el corazón, el delicioso sentimiento que te caldea justo cuando vas a zambullirte en el Sena hacia la mano que se agita. Llegar a la vieja antes que ellos. Fuerza de disuasión. Puesta en práctica enseguida. He aquí al joven inspector que planta un pie en África. (Si algún día le hubieran dicho que haría semejante viaje...) Progresa con segura zancada hacia la anciana. Él no resbala sobre el hielo. Sus pies calzan unos borceguíes con crampones, esos que no se quita desde su Preparación Militar Superior. Hele aquí, pues, caminando sobre el hielo en auxilio de la tercera o cuarta edad, sin apartar los ojos de los árabes, allí enfrente. Bondad. En él ahora todo es bondad. Pues los frágiles hombros de la anciana le recuerdan, de pronto, los de su propia abuela, la suya, la de Vanini, a la que tanto quiso. Lamentablemente, la quiso tras su muerte. Sí, los viejos mueren a menudo demasiado pronto; no aguardan la llegada de nuestro amor. Vanini le había reprochado mucho a su abuela que no le hubiera dado tiempo para amarla cuando vivía. Pero bueno, amar a un muerto es, a fin de cuentas, mejor que no amar en absoluto. Al menos eso pensaba Vanini, aproximándose a la ancianita que vacilaba. Incluso su capazo era conmovedor. Y su aparato auditivo... La abuela de Vanini también había sido sorda durante los últimos años de su vida, y hacía ese mismo gesto que hace ahora la anciana dama: regular continuamente la intensidad de su aparato girando la pequeña ruedecilla entre la oreja y los escasos pelos de esa parte del viejo cráneo. Aquel gesto familiar con el índice, sí, era propiamente la abuela de Vanini. El rubiales, ahora, parecía amor fundido. Casi habría olvidado a los árabes. Estaba ya preparando su frase: «Permítame que la ayude, abuela», que pronunciaría con una dulzura de nieto, casi un murmullo, para que aquella brusca irrupción del sonido en el amplificador auditivo no sobresaltara a la anciana dama. Ahora estaba ya sólo a un paso de ella, lleno de amor, y entonces ella se dio la vuelta. Por completo. Tendiendo el brazo hacia él. Como señalándole con el dedo. Salvo que en vez del índice, la anciana dama blandía una P.38 de época, la de los alemanes, un arma que ha recorrido el siglo sin pasar ni una pizca de moda, una antigualla que sigue siendo moderna, un instrumento tradicionalmente asesino, de hipnótico orificio.
Y apretó el gatillo.
Todas las ideas del rubiales se diseminaron. La cosa produjo como una hermosa flor en el cielo de invierno. Antes de que el primer pétalo cayera, la anciana había devuelto el arma a su capazo y proseguía su camino. El retroceso, por lo demás, la había hecho progresar más de un metro sobre el hielo.
2

 

Un crimen, pues, y tres testigos. Salvo que cuando los árabes no quieren ver nada, no ven nada. Es, en ellos, una costumbre extraña. Debe de ser por su cultura. O por algo que no han comprendido muy bien de la nuestra. Y por lo tanto, los árabes no han visto nada. Probablemente, ni siquiera han oído: «¡Pam!».
Quedan el mocoso y el perro; pero lo que ha visto el Pequeño, por su parte, tras sus gafas de aros rosados, es la metamorfosis de la cabeza rubia en flor celeste. Y eso lo ha maravillado tanto que ha puesto pies en polvorosa para venir a casa y contárnoslo, a mí, Benjamin Malaussène, a mis hermanas y hermanos, a los cuatro abuelos, a mi madre y a mi viejo colega Stojilkovitch, que está pegándome una paliza al ajedrez.
La puerta de la ex quincallería que nos sirve de apartamento se abre de pronto ante el Pequeño que comienza a berrear:
—¡Eh! ¡He visto un hada!
La casa no deja por eso de funcionar. Mi hermana Clara, que prepara una pierna de cordero a la Montalbán, sólo pregunta, con su voz de terciopelo:
—¿De verdad, Pequeño? Cuenta, cuenta...
Julius el Perro, por su parte, se va directo a su escudilla.
—¡Un hada de verdad, muy vieja y muy simpática!
Mi hermano Jérémy lo aprovecha para intentar librarse del curro:
—¿Y te ha hecho los deberes?
—No —dice el Pequeño—, ¡ha transformado a un tipo en flor!
Como nadie reacciona ni una pizca, el Pequeño se acerca a Stojilkovitch y a mí.
—De verdad, tío Stojil, he visto un hada, ha transformado a un tipo en flor.
—Mejor es eso que lo contrario —responde Stojil sin apartar los ojos del tablero.
—¿Por qué?
—Porque el día en que las hadas transformen las flores en tipos, el campo no será ya frecuentable.
La voz de Stojil se parece al Big Ben en la niebla de una película londinense. Tan profunda que se diría que el aire palpita a tu alrededor.
—Jaque mate, Benjamin, mate a la descubierta. Esta noche pareces muy distraído...

 

No es distracción, es inquietud. Mis ojos no se fijan realmente en el tablero. Mis ojos espían a los abuelos. Mala hora para ellos, la puesta de sol. Entre dos luces, el demonio de doparse los asalta. Su cerebro reclama el jodido pinchazo. Necesitan su dosis. No es momento para perderlos de vista. Los niños comprenden la situación tan bien como yo y todos hacen lo que pueden para ocuparse del abuelo que les corresponde. Clara pregunta cada vez más detalles al yayo Riñón (ex carnicero en Tlemcen) sobre la pata de cordero a la Montalbán. Jérémy, que repite quinto, afirma querer saberlo todo sobre Molière, y el viejo Risson, su abuelo personal (un librero jubilado) multiplica las indiscreciones biográficas. Mamá, inmóvil en su sillón de mujer preñada, permite que el yayo Peluca, un antiguo peluquero, le haga y deshaga sin cesar la permanente, mientras el Pequeño suplica a Verdún (¡el decano de los cuatro abuelos, noventa y dos tacos!) que lo ayude a completar su página de caligrafía.
Cada anochecer el mismo ritual: la mano de Verdún tiembla como una hoja pero, en su interior, la del Pequeño la estabiliza, y el ancestro cree a pies juntillas que su caligrafía inglesa es tan hermosa como antes de la Primera Guerra. Sin embargo, Verdún está triste, hace que el Pequeño escriba en su cuaderno un solo nombre:
Camille, Camille, Camille, Camille...
Línea tras línea. Es el nombre de su hija, muerta hace sesenta y siete años, cuando tenía seis, justo al final de la última, segada por la ráfaga postrera, la de la gripe española. Verdún tendía sus manos hacia la imagen de Camille cuando comenzó a pincharse, se soñaba, saltando de su trinchera, zigzagueando entre las balas, cortando las alambradas, evitando las minas y corriendo hacia Camille, sin fusil, con los brazos abiertos. Atravesaba así toda la Gran Guerra y encontraba a una pequeña Camille muerta, momificada, más apergaminada a los seis años de lo que él mismo está hoy. Doble dosis en la jeringa.
Desde que se ha metido en casa, Verdún no se pincha. Cuando el pasado le salta a la garganta, mira sólo al Pequeño, con los ojos anegados, y murmura: «¿Por qué no eres mi pequeña Camille?». A veces, suelta una lágrima en el cuaderno de caligrafía, y el Pequeño dice:

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