El Hada Carabina (8 page)

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Authors: Daniel Pennac

Tags: #prose_contemporary

BOOK: El Hada Carabina
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—Y me han regalado también un zapato cenicero.
El zueco para colillas da la vuelta a los comensales. En su tacón destaca la Carabela de la ciudad. Muy bonito.
—¡Y pastillas contra la depre!
—¿Cómo?
Mediasuela me pasa una bolsa de plástico atestada de cápsulas multicolores.
—La enfermera me ha dicho que tomara una cada vez que se me ennegrecieran las ideas.
—¿Qué enfermera?
—Una morenita muy parecida a la que Thérèse vio en mi mano.
(Así, en un montón, píldoras sin prospecto y sin receta.)
—Tiene que tragárselas con un buen pastís, eso es lo que me ha dicho.
—Déjame ver.
Los morenos dedos de Hadouch rodean el paquete y lo sopesan unos segundos.
—Me ha dicho que me daría más cuando se me hayan acabado.
Hadouch abre el paquete, mastica una pastilla, hace una mueca, escupe y me dice:
—Anfetaminas, Ben. Eso y el pastís te garantiza la puesta en órbita. ¿A qué están jugando en el ayuntamiento?
Pero no tengo tiempo de contestar tan interesante pregunta pues la puerta del Koutoubia se abre de pronto y el figón queda atestado de pasma; al menos dos por cliente.
—¡Que nadie se mueva! Registro, registro, y que nadie se mueva.
El tipo alto y con bigotes que acaba de aullar, lleva un abrigo de cuero. A su sonrisa le gustaría mucho ver que alguien se mueve, por el puro placer de cargárselo. Ancianas y ancianos abren los ojos del terror. Los niños me miran y se inmovilizan. Hadouch tiene el reflejo de colocar la bolsa de píldoras bajo el pan de un cesto, pero alguien más rápido que él lo advierte.
—¡Eh, Cercaire! ¡Echa una ojeada ahí!
El abrigo con bigotes toma el paquete al vuelo. Allí, al fondo del restaurante, en el pantallómetro, la voz de Um Kalsum acompaña su propio ataúd hasta los jardines de Alá. La muchedumbre se desgarra a su paso.
—¡Apaguen ese trasto!
Alguien arranca el hilo del aparato y, en el súbito silencio, la voz del bigotudo murmura:
—Caramba, Ben Tayeb, ¿ahora nos dedicamos a la farmacia puntera?
Abro la boca, pero la mirada que Hadouch me lanza bloquea mis pensamientos a ras de palabra.
12

 

Han requisado dos cuchillos, una navaja y la bolsa. Se han llevado a Hadouch y a otros dos árabes. Un joven pasma rosado, que se dedica como yo a lo social, ha recomendado dulcemente a los niños y a los viejos que no frecuenten semejantes lugares. Pese a las protestas de Amar, la comida termina sin haber comenzado. Y es que el bigotes ha decretado el cierre por el resto de la jornada: registro. Stojil se marcha en su autobús a pasear a sus viejas. El resto de la tribu regresa a casa con la cabeza baja. Yo me quedo unos momentos en compañía del fortachón bigotudo.
Charlamos.
En un furgón azul.
Encantadora charla.
Para que no haya confusión posible, Bigotes de Cuero me comunica, de buenas a primeras, que no es un martillo secundario de estupefacientes sino un garrote de primer orden: el comisario de división Cercaire (¡qué aires!) en persona, gran mariscal del antidopaje. Por el modo como lo dice comprendo que debería inclinar la cabeza como si estuviera ante la gran imagen. Lo siento, Cercaire, no tengo tele.
—Y usted, ¿cómo dice que se llama?
(Así es la vida; están los conocidos y los desconocidos. Los conocidos quieren que se los reconozca, los desconocidos quisieran seguir siéndolo, y la cosa se jode.)
—Malaussène —digo—, Benjamin Malaussène.
—¿De Niza?
—Por el nombre al menos, sí.
—Tengo familia allí, buena región.
(En efecto, huele a mimosa, según parece.)
—Ya imaginarás, Malaussène, que si me desplazo a Belleville, un sábado, no es para extender papelas.
(«De tú», Cercaire intenta el contacto. «De tú», con el pretexto de una lejana prima en Niza.)
—¿Cuánto tiempo hace que vives en el barrio?
(Una colosal cincuentena, con el abrigo de cuero abultando donde debe, sello y pulsera tallados en el mismo oro, zapatones como espejos y, probablemente, copas de concursos de tiro alineadas en los estantes de su madriguera.)
—Desde niño.
—¿Lo conoces bien, pues?
(Impulsado por la jabonosa pendiente, digo.)
—Mejor que Niza, sí.
—¿Zampas a menudo en lo de Ben Tayeb?
—Traigo a mi familia una o dos veces por semana.
—¿Los de la mesa eran tus hijos?
—Mis hermanas y hermanos.
—¿Y qué haces como curro?
—Director literario en Ediciones del Talión.
—¿Y le gusta?
(Ya está, están las «apariencias-tú» y las «profesiones-usted». Cercaire es un hombre simple. ¿Qué pinta debo de tener yo antes de que el título contradiga las apariencias? ¿De lampista? ¿De parado? ¿De macarra? ¿De curda?)
—Me refiero al medio literario, ¿le gusta? ¡Debe usted de conocer un montón de gente apasionante!
(Esencialmente para que me abronquen, sí. ¿Qué jeta pondría Bigotes Viriles si supiera que el prestigioso título de «Director literario» oculta en mí la arrastrada actividad de chivo expiatorio?)
—En efecto, gente muy atractiva.
También yo tengo algunos proyectos literarios...
(Bueno, veamos.)
—Y es que, en la policía, estamos en un buen palco; vemos todo tipo de cosas.
(Directores literarios con pinta de chulos, por ejemplo.)
—Pero reservo la pluma para mis años de jubilación.
(Error, para la jubilación la pluma tiene menos utilidad que la cortadora de césped.) Luego, de pronto:
—Su amigo Ben Tayeb puede tener graves problemas.
—No es mi amigo.
(Puede parecer una pequeña villanía, pero es un reflejo de prudencia. Si quiero ayudar a Hadouch con ese hombre del saco, tengo que desmarcarme.)
—Lo prefiero así. Podemos colaborar con más facilidad. ¿Le estaba pasando sus pildoritas cuando hemos entrado?
—No, acababa de poner las brochetas en la mesa.
—¿Con aquel paquete en la mano?
—No me fijé en él antes de que ustedes llegaran.
Sigue un silencio que me permite identificar el olor íntimo de ese furgón. Una mezcla de cuero, zapatones y tabaco frío. Horas y horas de pasma dándole a las cartas a la espera de dar a otra cosa. Cercaire prosigue, confidencial.
—¿Sabe usted por qué juego al cowboy en la brigada de estupefacientes?
(¿Qué puedo responder a eso?)
—Porque tiene usted hermanas y hermanos, Malaussène, y no puedo soportar la imagen de una aguja clavada en una vena de esa edad, simplemente.
Ha puesto tal convicción en lo que acaba de decir, que pienso de pronto: «¡Qué hermoso sería si fuera cierto!». En serio. Durante unos segundos he sentido, incluso, deseos de creerlo, he entrevisto un paraíso social donde los polis tenían vocación de felicidad ciudadana; un hermoso mundo donde los viejos sólo se pincharían con su expreso asentimiento; donde las hermosas hadas no destrozarían, en plena calle, las rubias cabezas; donde las cabezas rubias no romperían las cabezas morenas; una sociedad donde nadie tendría que preocuparse por lo social, donde Julia, mi hermosísima Corrençon, podría sustituir por fin sus razones de escribir por posibilidades de follarme. ¡Dios mío, qué hermoso sería!
—Y respeto a los intelectuales de su clase, Malaussène, pero no permitiré que se me atraviesen en el camino cuando se trata de agarrar a un moraco que maneja mierda.
(Así muere un sueño.)
—Porque se trata de eso, por si no lo ha captado usted. El tal Hadouch Ben Tayeb le ofrecía, o estaba a punto de ofrecerle, una mierda de anfetaminas rechazadas por nuestros servicios de control, pero que él obtiene libremente en las farmacias argelinas para introducirlas de nuevo aquí.
(Pero si están allí, es que las exportamos, ¿no? Claro que me guardo para mí tan fina observación.) Digo:
—Tal vez eran los medicamentos del viejo Amar. Sé que sufre reumatismo.
—Y un huevo.
Ya está, si no cree algo así, intenten explicarle que ha sido el propio ayuntamiento quien le ha soltado las píldoras a Mediasuela. Comprendo cada vez mejor el silencio de Hadouch.
—Dejaremos aquí nuestra pequeña conversación, Malaussène.
(No hay negativa.) Me levanto pues, pero su mano me agarra del brazo al pasar. Puro acero.
—Ayer, en este barrio de mierda, me mataron a un hombre. Un buen muchacho destinado a la protección de las ancianas, esas que los drogatas degüellan. Van a pagarme muy cara esa vida. O sea que no haga el gilipollas, Malaussène; si se entera de algo, no sea imprudente: telefonéeme enseguida. Respeto su gusto por el exotismo magrebí, pero sólo hasta cierto punto. ¿Capta?

 

Muy pensativo, en el camino de regreso, estoy a punto de ser atropellado por un autobús rojo, atestado de ancianas enloquecidas. Stojil me saluda con un bocinazo y le respondo con un beso distraído, lanzado con la punta de los dedos. Unos degüellan a las ancianas, Stojil las resucita.
En el cruce Belleville-Timbaud advierto, en efecto, lo que se me había escapado la noche pasada: la silueta de un cuerpo dibujado con tiza en medio del cruce. Una niña de ultra Mediterráneo, envuelta en una docena de bufandas, juega allí, sola, a la rayuela. Sus dos pies se han colocado sobre los pies del muerto. Más allá, el ancho círculo de la cabeza servirá de cielo.
13

 

Stojilkovitch había dejado a la viuda Dolgorouki en la esquina del bulevar de Benjamin y la calle de Pali-Kao. El autobús se había marchado, entre las frescas risas de las ancianas, y la viuda Dolgorouki se demoraba ahora, como una jovencita, por la calle de Tourtille. Era vieja. Era viuda. Era de origen ruso. Llevaba un pequeño bolso de cocodrilo, último vestigio de sus buenos tiempos. Pero sonreía. El horizonte parecía despejado ante ella. Un joven pasma con cazadora de cuero la siguió con la mirada. Le parecía imprudente que soñara despierta en Belleville, a aquellas horas seminocturnas. Pero sabía algo: no la matarían. Él velaba por ella. Además, le parecía bonita. Era un buen muchacho. Tenía Belleville en su punto de mira.
La viuda Dolgorouki soñaba con el «divino Stojilkovitch». Nunca lo llamaba de otro modo: «el divino Stojilkovitch». No sin que ella misma sonriera. Aquel hombre y su autobús habían poblado su soledad hasta el torbellino (sí, empleaba expresiones de este tipo: «poblado hasta el torbellino». Con las
r
algo sonoras). El divino Stojilkovitch paseaba a las ancianas en autobús. Estaban las «excursiones del sábado», cuando ellas y sus amigas hacían las compras de la semana, guiadas por un Stojilkovitch que conocía como nadie «las tiendas de sus veinte años». Estaban también las grandes escapadas del domingo, cuando el divino Stojil les ofrecía París, por el placer del paseo. Un París olvidado que él hacía brotar de sus antiguos botines de jovencitas. La semana pasada habían bailado, en la calle de Lappe, el fox-trot, el charlestón y otras cosas más lánguidas. Las cabezas de los danzarines trazaban un laberinto en la humareda estancada.
Hoy, en el mercadillo de Montreuil, el divino Stojilkovitch había sabido regatear para la viuda Dolgorouki un pequeño abanico a la moda de Kiev. Su vozarrón de pope había sermoneado al joven chamarilero encargado del puesto.
—Haces un feo oficio, muchacho. Los anticuarios son desvalijadores de almas. Este abanico pertenece a la memoria de la señora, que es de origen ruso. Si no eres el futuro canalla que pienso, hazle un buen descuento.
Sí, hermosa jornada para la viuda Dolgorouki. Aunque la cuarta parte de su pensión trimestral, cobrada esa misma mañana, hubiera volado por abanicarse. Y mañana, domingo, otro paseo... Luego, como todos los domingos por la tarde, el «divino Stojilkovitch» zambulliría su pandilla de ancianas en las profundidades de las catacumbas donde, entre el polvo de osamentas, se entregarían riendo a lo que él denominaba «la resistencia activa a la eternidad». (Pero habían jurado no decir nada a nadie de esos juegos, y la viuda Dolgorouki habría muerto antes que traicionar aquel secreto.)
Tras la ceremonia de las catacumbas, iban a tomar el té con aquella familia, los Malaussène. Si los paseos eran siempre «de chicas», allí la viuda Dolgorouki encontraba a algunos «caballeros». La madre, preñada ya desde hacía diez meses, estaba radiante. No parecía inquieta. Su hija Clara servía el té y, a veces, tomaba algunas fotos. La madre y la hija tenían rostros de icono. Al fondo de la quincallería transformada en apartamento, otra hija, muy delgada, decía la buenaventura. Un muchachito de gafas rosadas contaba maravillas. La tranquilidad de aquella casa apaciguaba a la viuda Dolgorouki.
De pronto, la viuda Dolgorouki pensó en su vecina de rellano, la viuda Ho. La viuda Ho era vietnamita. Parecía muy frágil y se sentía muy sola. Sí, estaba decidido, el sábado próximo la viuda Dolgorouki invitaría a la viuda Ho a subirse con ella al autobús. Irían algo más estrechas, eso era todo. Con eso soñaba la viuda Dolgorouki, a lo largo de la calle de Tourtille, regresando a su casa seguida por el pequeño poli con cazadora de cuero. La única prueba de la jornada sería la escalera. Era una escalera oscura (la compañía había cortado la luz), con todos los rellanos llenos de desechos y basura abandonada. ¡Cinco pisos! A veinte metros del porche, la viuda Dolgorouki respiraba ya profundamente, como si se dispusiera a zambullirse. La bombilla del último farol había muerto (probablemente el tirachinas del pequeño Nourdine). Regresaba a su casa. Penetraba en su noche. El pequeño poli no la siguió por el edificio. Acababa de inspeccionar todos los rellanos. Allí vivían dos viudas: la viuda Ho, que ayer por la noche había salido por televisión, y la viuda Dolgorouki. El pequeño poli era el ángel invisible de ambas viudas. La viuda Dolgorouki acababa de llegar a su edificio sana y salva. El pequeño pasma dio media vuelta. No quería perder de vista Belleville.

 

En cuanto hubo pasado el porche, la viuda Dolgorouki sintió la amenaza. Había alguien. Apostado en el hueco de la escalera B. A un metro de ella, hacia la izquierda. Sintió el calor de aquel cuerpo. Y la tensión de sus nervios. Abrió suavemente su bolso. Introdujo la mano y sus dedos envolvieron la culata de avellano. El revólver era un arma corta y achaparrada, concebida para ese tipo de combate a corta distancia. Una Llama modelo 27. Hizo deslizar el bolso de su cadera derecha a su vientre. Ahora, el arma estaba dirigida hacia el peligro. Montó el percutor lo más silenciosamente que pudo y sintió el tambor girando junto a su palma. Se detuvo. Volvió la cabeza hacia el agujero oscuro del hueco de la escalera y preguntó:

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