—Conozco a esta mujer.
Pastor se volvió lentamente. Tenía los rasgos descompuestos.
—¿Qué has dicho?
El inspector Caregga repitió que conocía a aquella mujer.
—Se llama Julie Corrençon. Es periodista de
Actual.
Una cascada de píldoras rosadas dio saltitos por el suelo. Cuando Van Thian levantó su frasco de Tranxène, estaba vacío.
Sonó el teléfono.
—¿Pastor?
Al otro extremo del hilo, una voz de pasma, desbordante de entusiasmo profesional, exclamó:
—¡Ya está, sabemos quién es la moza!
—Yo también —dijo Pastor.
Y colgó.
15
Por mi parte, me devané los sesos. Una enfermera municipal destinada al ayuntamiento del undécimo intentó drogar a nuestro viejo Mediasuela, y la pasma le echó mano a Hadouch con el paquete de píldoras encima. Convencido de que no me creerían, Hadouch impidió que lo disculpara. Prefirió sacudirse solo las pulgas. Pero, una semana más tarde, Hadouch no ha regresado aún a la superficie. Conclusión: hay que ayudarlo.
Tomé la única decisión posible: echarle la zarpa a la dopaenfermos y hacerla cantar de plano. Mandé, pues, al viejo Mediasuela al ayuntamiento, para que pidiera hora con la mencionada dopante, pretextando que su ración de ensueño se había agotado. Deposité el mensaje y recibió la promesa de que la enfermera municipal se plantaría en su casa, hoy, a las dieciséis treinta, y estoy ahora escondido en el armario, con los trapos de Mediasuela. Emboscada. Muy excitado ante la idea de la revisión, Mediasuela se pasea por su cubil.
—¡Una morenita con sal y pimienta, Benjamin, te lo aseguro!
—Cállate, Mediasuela, si aparece nos va a oír —digo acuclillado entre sus viejos trajes y sus zapatos hechos a mano.
El armario de Mediasuela huele a pasado limpio.
—¡Una sonrisa resplandeciente, una mirada luminosa, ya verás!
—No veré nada si sigues dando palique: ¡si advierte que no estás solo, se largará!
—No he dejado de pensar en ella desde que la vi.
No veo a Mediasuela, pero lo oigo dando vueltas y vueltas. Se ha puesto de punta en blanco. Los zapatos gimen sus años cincuenta.
—¡Y alegre, de verdad! Me acarició la palma de la mano cuando me dio los remedios...
A decir verdad, está tan nervioso como si se hubiera zampado realmente la bolsa de explosivos. Temo lo peor para el resto de la operación.
«Toc, toc», aquí está el resto de la operación.
Las medias suelas de Mediasuela se callan. Re toc, toc. Mediasuela petrificado... Furibundos susurros de mi menda:
—¡Ve a abrir, joder!
Ni por ésas. Helado. El enamorado está transido. Y, acuclillado en su armario, comprendo de pronto por qué Mediasuela se desposó con el celibato.
¡TOC, TOC, TOC!, esta vez.
Si no me decido enseguida, la morenita se dará el piro, como se han largado todas las mujeres de la vida de Mediasuela, porque las atraía hasta una puerta y no se la abría nunca. Salté, pues, del armario, atravesé el cuchitril y abrí de par en par.
—Ya era hora —suelta ante mí una rubia monumental que me atropella como un medio de melé y se planta ante un petrificado Mediasuela.
—Bueno, ¿algo va mal, abuelo?
Mutismo de Mediasuela. La mastodonte se vuelve hacia mí.
—Pero ¿qué le pasa al viejo? ¡Hoy tengo que ver a otros!
—Esperaba a alguien distinto —digo—, está un poco sorprendido.
—¿Distinto? Pero ¿no preguntó por la enfermera del distrito?
—Eso es, pero esperaba a la otra, a la morena.
—No hay ninguna morena. En el sector somos dos solamente. La segunda es pelirroja. Y mucho más fea que yo. Por ese lado, no hay esperanza.
—Sin embargo, fue una morenita muy divertida la que le dio sus medicamentos, la última vez, y como le han ido muy bien, ha pedido que alguien de ustedes le llene el depósito.
—¿Tiene la receta?
—¿Qué receta?
Aquel rostro de puro tocino se inmoviliza de pronto. Los ojos se le achican:
—No juegue conmigo, amiguito, si había medicamentos por fuerza tenía que haber receta.
—En absoluto, eran píldoras a granel, en una bolsa de plástico, cosas contra la angustia...
—¿Quiere que llame a la pasma?
Y ahí el diálogo hace una pausa. La gigante me lo ha soltado como si me propusiera ir a tomar una copa.
—¡Realmente, son gilipollas en este barrio! Es la tercera vez esta semana que intentan sacarme una falsa receta. Primero, estoy en contra; segundo, no puedo hacerlo.
Pero de pronto frunce arteramente la jeta, sonríe cómplice y suelta el pulgar hacia Mediasuela.
—No será para esa ruina el dopaje, ¿verdad? Es para usted...
(Ésa es otra.) Y ahora se me pone arrulladora.
—La droga no es una solución, hombrecito; conozco otra.
Lo ha dicho acercándose a mí. ¿Cuánto medirá? Si no me hubiera funcionado el reflejo para atrás, mi cabeza se habría incrustado entre sus pechos. Sin volverse hacia Mediasuela, ordena:
—Vaya a esperarnos a la cocina, abuelo.
Dicho y hecho, al fin solos, su cabeza de ogresa sobre la mía, su pecho de granito aplastándome contra la pared, su puño de descargador reptando hacia abajo (hacia mis bajos, los míos) mientras su voz de violadora dicta la receta:
—Ahora no tengo tiempo, amorcito, pero vendrás a casa para que te cure, como muy tarde esta noche, si no quieres que llame a la poli. Toma, ahí va mi dirección.
En efecto, sus dedos, que se han metido hasta más allá de mi cinturón, acaban de introducir una fría tarjeta de visita, y mi pesacartas íntimo advierte que está impresa en relieve. La última moda.
Dicho de otro modo, la proveedora de Mediasuela era tan enfermera como yo obispo. Evidentemente, sin relación alguna con el ayuntamiento, que tiene sus propias enfermeras, que no drogan al administrado, sino que lo violan.
Por lo tanto, si la morenita no figura en el registro de funcionarios municipales, es que trabaja por su cuenta o por la de una banda que visita sistemáticamente las asambleas de vejestorios. (Han picado ya tres en el barrio.) Y claro, de pronto, ¡eureka! Recuerdo a la morenita que drogaba a Risson y a la que mi Julia seguía... ¿Y si fuera la misma? ¿Sencillamente la misma?
El resto de la investigación Malaussène se desarrolla en una cámara negra, entre los dedos fotográficos de mi hermanita Clara, con una bombilla roja colgando por encima de nuestras dos cabezas. (La dulzura del rostro de Clara, bajo aquella luz... Dime, Clarinete mío, ¿quién te amará a ti, y cuándo? ¿Y cómo lo soportará tu hermano mayor?)
Hemos decidido revelar todas las fotos tomadas por Clara durante la entrega de la medalla. Con un poco de suerte, la morenita estará en la película.
—Mira el diputado, Ben, es divertido...
El representante del pueblo aparece efectivamente, en la cubeta, zambullido en la sopa química.
—Son las mandíbulas lo que sale primero. ¡He aquí un rostro enérgico!
Clara se ríe suavemente. Clara es una fotógrafo. En cuanto abrió sus ojos almendrados, hace dieciséis años, fue una fotógrafo. Julie, por otra parte, no se equivocó cuando las presenté. («No puedes imaginarte los ojos que esta niña posa en el mundo, Benjamin; ve la superficie y el fondo.»)
—El secretario de Estado para las Personas de Edad, ahora...
En Arnaud Le Capelier, lo que primero aparece es la raya, luego la línea de la nariz y el hoyuelo que parte en dos la barbilla. A uno y otro lado de esta línea vertical, el rostro mofletudo es neto, liso, inexpresivo como un yelmo. Un yelmo un poco blando, es cierto, pero impasible, con la atenta hendidura de los ojos. (¡Uf, este tipo no me gusta nada!) Arnaud Le Capelier está inclinado por encima del estrado. Estrecha la mano a un Mediasuela condecorado y radiante. De hecho, sólo le entrega la punta de sus dedos. Diríase que con una especie de asco. A mi entender, el tal Arnaud tiene alergia a los viejos. Y es secretario de Estado para las Personas de Edad... ¡El Destino, carajo, el Destino!
Trabajamos así durante más de dos horas, con el perfume de Clara luchando contra los relentes mefíticos del revelador.
Finalmente, Clara dice:
—Los primeros planos no nos dirán nada, Benjamin, la muchacha debía de desconfiar, tenemos que buscarla en la muchedumbre, voy a hacer ampliaciones.
—Tenemos mucho tiempo.
—Tú no, Ben, el tío Stojil ha dicho que pasaría esta noche.
(Stojil, por favor, déjame en esta noche roja, con mi hermana preferida.)
—Te necesita, Ben, no se repone del asesinato de la señora Dolgorouki. Ve, si encuentro algo, te llamaré.
Stojil ha llegado. Ha tomado una silla. Se ha sentado en medio de la habitación donde duermen los niños y los abuelos. Me espera. Se ha convertido casi en una costumbre, entre nosotros, escuchar cómo duermen los viejos y los mocosos. Los niños en las camas de arriba y su abuelo titular, abajo. (Una idea de Thérèse, aprobada por Clara, plebiscitada por los pequeños y autorizada por mi autoridad. Afectados como estaban al llegar a casa, los viejos habían perdido el sueño. «La respiración de los pequeños les apaciguará», declaró Thérèse. ¿La respiración de los pequeños o el perfume de las muchachas? Lo cierto es que, tras esta decisión, los abuelos duermen a pierna suelta. Y Stojil y yo pasamos horas y horas jugando al ajedrez y hablando en voz baja en aquellos sueños entremezclados.)
—Hoy —dice Stojil—, he paseado a unos rusos por la ciudad.
Jérémy se mueve en su cama, por encima del yayo Peluca que hace lo mismo.
—Unos buenos comunistas, con permiso de salida y consignas de vigilancia.
El Pequeño suelta un gemido. Thérèse tose.
—En la Agencia me han recomendado que los tratara bien. Había con ellos un aparatchik, un ucraniano del tipo jovial. Me decía, riéndose: «Y nada de propaganda, camarada, lo sabemos todo sobre sus mentiras». Con ellos siempre es lo mismo: muchas cosas las dicen bromeando, pero es una risa que mata. Como si te picara una serpiente risueña.
—Recuerdo a Jruschov, sí, se reía mucho.
—Era un especialista, hasta que otro se rió en su lugar.
La respiración de los abuelos se ha acompasado, poco a poco, con la de los niños.
—De modo que los he hecho visitar un París muy suyo: plaza del coronel Fabien, Bolsa del Trabajo, edificio de la CGT, no han visto nada más. Cuando el aparatchik miraba de reojo un escaparate de charcutería, le decía: «¡Propaganda! ¡Dentro todo es falso, salchichas de cartón! ¡Si sigue mirando eso, Alexei Trofimovich, me veré obligado a hacer un informe!».
Risson produce un alegre hipo, como si se riera en el interior de su sueño.
—A mediodía —prosigue Stojil—, los he llevado a comer a la cantina de Renault y, por la tarde, han querido ver Versalles. Todos quieren ver Versalles. Yo no tenía ganas de ir otra vez allí, de modo que los he plantado ante la estación Saint-Lazare y les he dicho: «Aquí está Versalles, el palacio del tirano que la Revolución adaptó para uso de las masas». Unánime crepitar de flashes.
Sonrisa. Respiración sincrónica de los durmientes. Tantas vidas en un solo aliento... Digo:
—Ahora te deben una visita a Moscú.
Pero Stojil ha pasado a otra cosa.
—Mi viuda Dolgorouki conocía perfectamente a los escritores prerrevolucionarios. A los veinte años era comunista, como yo cuando salí del convento. Hacía la resistencia aquí, mientras yo hacía el maquis en Croacia. Sabía de memoria los poemas de Maiakovski, nos recitábamos escenas enteras del Revizor y conocía a Bielyi. Eso es.
—Recuerdo a esa anciana. Le decía a mamá: «El rostro de su Clara es puro como un icono de Cristiano Viejo».
—Antaño, los Dolgorouki eran príncipes, príncipes de leyenda incluso. Algunos eligieron la Revolución.
Stojil se levanta. Coloca bien el brazo del Pequeño que se sale de las mantas.
—¿Qué ha contado Risson esta noche?
—Agosto del catorce. Solzhenitsyn. Como Jérémy quería saberlo todo sobre cómo vestían los quintos en el catorce, Verdún ha acudido en auxilio de Risson. Al parecer el ejército gastaba setecientos mil metros de franela por mes, a tres francos con cincuenta el metro, dos millones quinientos cincuenta mil pares de calcetines, doscientas cincuenta mil bufandas, diez mil pasamontañas, dos millones cuatrocientos mil metros de paño de ciento cuarenta para los uniformes, que representaban setenta y siete mil toneladas de lana en bruto. Verdún sabe todas esas cosas, con los precios al céntimo, porque era sastre por aquel entonces. Y escuchando ese diluvio, los mocosos estaban aún más encantados que con los taxis del Marne.
—Sí —dice ensimismado Stojil—, a los jóvenes les gusta la muerte.
—¿Cómo dices?
—Que a los jóvenes les gusta la muerte. A los doce años se duermen con relatos de guerra; a los veinte años la hacen, como la viuda Dolgorouki o yo. Sueñan en dar una muerte justa o recibir una muerte gloriosa, pero en cualquier caso les gusta la muerte. Aquí, hoy, en Belleville, degüellan a una anciana y se meten sus ahorros en las venas para encontrar una muerte luminosa. De eso murió mi viuda: de la pasión de los jóvenes por la muerte. También habría podido ser atropellada por un joven loco con su bólido, hubiera sido la misma muerte. Sí.
Silencio. Respiración regular de los durmientes. Luego:
—Caramba, ¿está vacía la cama de Clara?
—No por mucho tiempo, tío Stojil —contesta muy cerca la voz de Clara. (Incluso lejana, la voz aterciopelada de Clara está muy cerca.)—. Aquí estoy.
Y tras haber besado a Stojil:
—Creo que he encontrado a nuestra enfermera, Ben.
Luz. Una morenita, en efecto. Los ojos le devoran la cara («una mirada luminosa», decía Mediasuela). Pelo muy negro enmarcando un rostro muy blanco. En una de las fotografías tiene el bolso abierto y saca de él un paquetito que muy bien podría ser la bolsa de comprimidos. Confirmación en la siguiente ampliación. Sí, tal vez sea eso...