El Hada Carabina (14 page)

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Authors: Daniel Pennac

Tags: #prose_contemporary

BOOK: El Hada Carabina
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—¡Pare!
He chillado tan fuerte que, frenando a fondo, el taxi dibuja una herniosa curva bajo el tornado.
—Pero ¿qué le pasa, rediós?
—¡Espere un momento!
Me zambullo en la lluvia y corro hacia la pequeña forma, aovillada, como si rezara, al pie de un canalón que vomita a chorros.
—¡Jérémy! ¿Qué coño haces aquí?
Arrodillado en el torrente, salpicado hasta las cejas por el agua que brota como de un oleoducto dinamitado, el mocoso se vuelve hacia mí y dice:
—Ya ves, estoy llenando una botella.
Tan tranquilo como si tuviera cita bajo aquel tubo.
—Es la última botella de Verdún, Ben, el caldo de este año, tiene que marcharse con ella.
Furibundos bocinazos del taxista.
—¡Lárgate, Jérémy, agarrarás un trancazo!
Sus manos están azules y la botella sólo medio llena.
—Es por culpa del gilipollas de enfrente. He tenido que comprarle una botella de verdad y vaciarla. El muy cabrón ni siquiera ha querido prestarme un embudo.
El «gilipollas» es el tendero de la acera de enfrente. Ha reunido a su mujer la cajera y a algunos clientes para desternillarse, con una sucia risa colectiva, en el umbral de su puerta. Puesto que mi taxista se siente algo solo, entreabre la ventanilla y se asocia:
—Perdón, señores, ¿eso dahí delante es un hospital o un manicomio?
Siempre lo mismo: cuando te cabreas contigo mismo, los demás palman. Doy, pues, la vuelta al taxi en tres zancadas pasadas por agua y embuto un billete de cien francos en las abiertas fauces que se tronchan.

 

Las enfermeras de recepción creen que las invaden los hombres rana.
—¡Eh! ¡No pueden entrar así!
Pero por más que nos persigan, proseguimos. No veo qué podría detenernos.
—¡Lo están dejando todo hecho un asco!
—¡Pues nos hemos quitado los pies de pato! —contesta Jérémy.
Y luego:
—Es por aquí, Ben, ¡mueve ese culo!
Distanciadas, las muchachas los dejan correr. En sus ojos danza una pesadilla de bayetas.
—Torcemos y está al final del pasillo —anuncia Jérémy.
Torcemos, pero a mitad del pasillo, topamos contra un auténtico mitin. El que aúlla más fuerte es un hombrecillo de bata blanca cuya voz me resulta familiar: una voz profesional que aúlla tranquilamente.
—Drogando así a la muchacha, durante diez días, Berthold, va usted a transformar su cerebro en mayonesa, ¡se lo digo yo!
Uno de sus dedos se tiende hacia un gigantesco espárrago de cabeza carmesí, y señala el interior de una habitación en la que una forma yace en un lecho blanco, erizada de tentáculos diáfanos.
—Y yo le repito que si la despertamos de golpe, la palma. No correré ese riesgo, Marty.
(¡Marty! Es el matasanos que el año pasado le injertó a Jérémy el dedo, cuando lo perdió al pegar fuego a su cole.)
—¡Es su culito lo que le preocupa, Berthold, y el dorado almohadón que ha colocado debajo! Pero si esta chica no despierta algún día, con toda la mierda que le meten en las venas, lo mismo le dará su cabeza, su culo o la madre que la parió.
Querella de galenos sobre la dosis de un tratamiento. Las demás batas blancas deben de ser estudiantes o subalternos. La tensión es tanta que ni siquiera se atreven a chotearse para sus adentros.
—Váyase a paseo, Marty, a fin de cuentas, que yo sepa, no es su servicio.
—Que yo sepa, mi querido Berthold, si fuera mi servicio ni siquiera le confiaría el cagadero.
Y en este punto del intercambio terapéutico, bruscamente, Jérémy, de pie en su charco y con la botella en la mano todavía, comienza a chillar:
—¡Abran paso, joder, tenemos otras cosas que hacer!
Silencio general. Marty se vuelve.
—¡Ah, eres tú!
Toma la mano del chiquillo como si se hubieran separado la víspera, examina rápidamente el dedo y dice:
—Caramba, parece que se ha pegado. ¿Qué nueva estupidez nos preparas? ¿Una pulmonía doble?
Sorprendentemente, Jérémy le muestra la botella.
—Necesito una etiqueta para este frasco, doctor.
Y luego:
—Tenemos un viejo amigo que se está muriendo al final del pasillo, ¿no quiere acompañarnos?

 

Louna, Laurent, el Pequeño, Clara, los abuelos, todos están allí, y Thérèse, a los pies de la cama, con la mano de Verdún en la suya. Verdún. Le han puesto el camisón blanco. El primer tentáculo de hospital ha crecido ya en su brazo izquierdo, unido a un gota a gota que cuelga sobre su cabeza. No está por completo acostado, no está por completo sentado. Sardanápalo blandamente tendido en las tres nubes de plumas que Louna ha colocado en su espalda. Louna, a quien susurro que regrese enseguida a casa para no dejar sola a mamá, se esfuma discretamente llevándose al Pequeño. Jérémy, que ha llenado y pegado la etiqueta en la botella, sube a la cama y la pone bajo el brazo de Verdún.
Agua de lluvia. Último invierno
. Sin decir palabra.
—Ve a quitarte la ropa en el cuarto de baño, sécate y ponte una bata, hay una en el armario.
Jérémy obedece sin replicar la orden de Marty. Ya sólo existe la inmóvil presencia de todos y la voz de Thérèse, a la cabecera de Verdún. El gesto familiar de Thérèse, acariciando la vieja mano con el canto de la suya, las cejas fruncidas de Thérèse que pasean por los barrancos excavados por la vida. Verdún, por su parte, agarra la botella por un lado y abandona su mano por el otro. Verdún «mira» a Thérèse. Si, a las puertas de la muerte, como suele decirse, Verdún mira a Thérèse con esa pasión de porvenir en los ojos que, desde muy pequeña, la bruja de mi hermana sabe encender en cualquier mirada. Y comprendo de pronto el razonamiento que me hizo, la única vez que, desde lo alto de mi racionalismo fraternalmente pedagógico, tuve la indiscreción de preguntarle: «Pero bueno, Thérèse, mierda, ¿tú crees en todas estas tonterías?». Levantó entonces hasta mí unos ojos a los que no turbaba la menor duda, pero que tampoco se inflamaban con el obsceno incendio de la convicción. «No se trata de creer o no creer, Ben, se trata de saber lo que queremos. Y lo único que queremos es la Eternidad.» Y yo me había dicho: «Ya está, vamos a empezar de nuevo, mejor habría sido cerrar el pico». Pero ella había proseguido, con su pobre voz huesuda: «Pero ignoramos que tenemos ya la Eternidad y que, precisamente en este campo, tenemos lo que queremos». Y yo, en el secreto de mi cabeza: «¡Ésa es otra!». Pero ella —que nunca advierte cuando los ojos ríen, ella, tan prodigiosamente incapaz de ironía—: «Cuando hablamos de oportunidades de vida, ¿sabes?, de los años, los meses, los segundos que nos quedan por vivir, no hacemos más que expresar nuestra fe en la Eternidad». «Ah, caramba.» «Sí, porque si estoy aquí, presente, sin cansarme, calculando las oportunidades de vida que te quedan a ti, Benjamin, si cada segundo de tu vida hago la cuenta de los segundos que te quedan, y sigo todavía ahí, en el corazón del último segundo, calculando las décimas que te quedan, luego las centésimas, luego las milésimas, y estoy ahí junto a ti en el corazón de lo infinitesimal, calculando por ti lo que queda a pesar de todo, es que siempre existirán "oportunidades de vida" para calcular, Ben, y la Eternidad no es otra cosa que esa conciencia vigilante.» Al día siguiente, en el Almacén, se lo había contado a mi colega Théo, que reinaba en la planta del bricolaje. Théo inclinó la cabeza y respondió que mi hermanita era un peligro público: «Porque, con razonamientos de este tipo, esos pequeños gilipollas, en sus cacharros de gran cubicaje, atraviesan los cruces a ciento cuarenta, puesto que tienen muchas menos oportunidades de encontrarse con alguien a esta velocidad que circulando, tranquilamente, a veinte por hora». Nos habíamos divertido mucho a la salud de mi Thérèse y, desde entonces, no he vuelto a poner el tema sobre el tapete.
Sin embargo, después de las dos horas que llevamos ya de pie, ahí, todos, escuchando a Thérèse mientras predice a Verdún su porvenir, después de todo ese tiempo en que no podemos apartar los ojos de la arrobada mirada de Verdún, cuando la tranquila certidumbre de su sonrisa ha abolido cualquier duración, hasta el punto de que no sentimos el cansancio de permanecer ahí, inmóviles, a pesar de nuestras impacientes juventudes o de nuestros carcomidos esqueletos, yo, Benjamin, el hermano mayor, estoy dispuesto a creer en la teoría de Thérèse.
—Lo que veo ahora en tu mano, yayo Verdún, es una niña que se parece a ti como si fueras tú mismo, y a la que vas a encontrar enseguida, porque hay una buena noticia de todos modos, yayo Verdún, una noticia que debo anunciarte ahora, hace mucho tiempo que esperas, y por eso la niña te espera también, para compartir esa noticia contigo, yayo Verdún, escúchame bien: ¡¡¡La gripe española no mata!!!
Y en ese preciso momento, Marty me ha palmeado discretamente el hombro. El rostro de Verdún está iluminado todavía por una sonrisa, pero Verdún ya no existe. Clara se acerca, releva dulcemente a Thérèse y oigo a Marty susurrarme al oído:
—Es la primera vez que veo a un paciente morir contemplando su porvenir.
Alguien dice:
—Hay que telefonear a mamá.
Pero el teléfono suena antes de que nadie lo toque. Jérémy lo coge:
—¿Cómo?
Y luego:
—¡No jodas!
Se vuelve hacia nosotros:
—Mamá acaba de fabricarnos una hermanita.
Y, sin consultar con nadie:
—La llamaremos Verdún.
(Como nombre para una chica, es un auténtico regalo ¡Verdún Malaussène!)
—Y hay algo más, Ben.
—¿Qué pasa?
—Julius se ha curado.
22

 

La lluvia seguía cayendo a mares. Con las manos detrás de la cabeza, tendido en su catre de campaña, Pastor la oía resbalar por los cristales. Intentaba expulsar la imagen del apartamento saqueado. ¿Cuánto tiempo hacía que no había regresado a su casa, en el bulevar Maillot? ¿Y si había dejado una ventana abierta? La ventana de la biblioteca, por ejemplo... «Iré mañana.» Pero mañana no iría, y lo sabía. Al igual que no había tenido el valor de ir desde la última vez. Sólo había aguantado cinco minutos, apenas el tiempo suficiente para amontonar en una bolsa las pocas prendas de recambio que dormían, ahora, en un viejo armario metálico. Dormir en la oficina, al igual que el comisario Coudrier. Un jovencito que sabe situarse, el tal Pastor, siempre disponible, al servicio de la República. Pero los colegas no insistían, muy contentos de que los sustituyera en las noches de guardia el omnipresente del pelotón. Que la ambición de unos permita, por lo menos, a los demás, echar un polvo... Pastor pensaba en la biblioteca. Los libros habían sido la segunda pasión del Consejero, después de Gabrielle. Su segunda pasión común. Ediciones originales, encuadernadas y firmadas por sus autores en cuanto aparecían. Perfume de cuero, vieja cera con aroma de miel, fulgor de los dorados en la penumbra. ¡Y nada de música, sobre todo! Ni tocadiscos, ni gramola, ni cadena de alta fidelidad. «Para la música están las plazas», proclamaba el Consejero. Sólo el silencio de los libros que, ahora, en el recuerdo de Pastor, se acompasaba con el martilleo de la lluvia. Raras veces se abrían aquellas silenciosas encuadernaciones. Debajo, el sótano de la casa era la reproducción exacta de la biblioteca. Idénticas estanterías, idénticos autores, idénticos títulos, en la vertical exacta del ejemplar original que estaba arriba, pero en edición corriente. Aquéllos eran los que se leían, los libros del sótano. «Jean-Baptiste, baja al sótano a buscarnos un buen libro.» Pastor lo hacía, con libertad de elección, bastante orgulloso de su cometido.

 

—¡Una sorpresa para ti, chiquillo!
Estallido de luz. Thian acababa de hacer su aparición. No la viuda Ho, sino el inspector Van Thian con su traje de tarea, un viejo harapo de punto, que había perdido su forma desde hacía mucho tiempo. El resultado fue el mismo. Dos segundos más tarde se había convertido, de nuevo, en una cerilla thermolactyl, con la empapada ropa hecha un ovillo en un rincón.
—Toma, es para ti.
Lanzó descuidadamente a Pastor un gran paquete blando, envuelto en papel de periódico.
—¿Es un regalo? —preguntó Pastor.
—Hace tanto tiempo que tengo ganas de ligarme una bailarina...
Pastor desanudaba ya el cordel. Thian levantó la mano.
—Espera un instante, primero tengo que confesarte algo.
Tenía el aspecto contrito. De pie, en calzoncillos blancos; hubiérase dicho un niño viejo, castigado durante cincuenta años en la puerta de su dormitorio.
—Me avergüenza, chiquillo, pero te he hecho una jugarreta.
—No pasa nada, Thian, es tu pérfida naturaleza de asiático. He leído en un libro que no podíais remediarlo.
—Tenemos otro defecto, chiquillo: una memoria de amarillo. Va con nuestra paciencia.
Tras ello una mueca de dolor le desgarró en diagonal.
—Jodida lluvia. Ha despertado mis lumbares.
Abrió con ademán seco el cajón de su mesa y le dio al Palfium. Pastor le tendió el vaso de bourbon.
—Gracias. Es sobre tu Malaussène. Te mentí un poco. Por omisión. De hecho, nunca había visto sujeta pero conocía ya su nombre.
Pastor se preguntó, de paso, si habría un solo pasma en París que no conociera el nombre de Malaussène.
—Era un amigo de mi viuda Dolgorouki.
—¿La última víctima?
—Sí, mi vecina. Iba a su casa todos los domingos.
—¿Y qué? Belleville es un pueblo, ¿no?
—Sí, pero resulta que la madriguera de Malaussène está en la calle de la Folie-Régnault.
—¿Es un detalle importante?
Thian dejó el vaso y lanzó una larga mirada asqueada a su joven colega.
—¿No te dice nada la calle de la Folie-Régnault?
—Sí; fue un terreno de caza hasta el siglo dieciocho, ¿tiene mucha importancia para nuestras respectivas investigaciones?
Thian inclinó la cabeza con desesperación, luego:
—Fíjate en que me complace bastante poder enseñarte algo todavía. En el estilo superdotado, comenzabas ya a tocarme los cojones. Prepárame un grog y escucha lo que viene.

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