(«No voy a permitir que esa ralea de drogatas me suelte un sermón.») En el corazón del pasma, el descubierto hipocondríaco echaba sapos y culebras. Pero una frase de la conversación telefónica estalló de pronto en su cerebro: «Le confieso que nuestros mensajeros revientan de sobredosis al volante...», decía Malaussène.
—Se cree usted enfermo desde la muerte de su esposa.
Aquí, la mirada de la vidente se encontró por fin con la del escéptico. Leyó en su rostro una mezcla de sorpresa y dolor. Thérèse conocía bien lo que denominaba «ese momento de la verdad» en el que lo que ya no es se imprime de pronto en lo que está ahí, y que denominamos «rostro». El resto de la conversación telefónica se le escapó por completo a Thian. La mano de la joven ya no era fría. Acariciaba suavemente la palma del anciano y, por primera vez desde hacía doce años, Thian sintió que su mano se abría por completo.
—Sucede a menudo —decía Thérèse— que se inventan enfermedades después de un luto. Es un modo de sentirse menos solo. Te desdoblas, si usted prefiere. Te cuidas como si fueras otro. De nuevo sois dos: el que eres y aquel al que cuidas.
Siempre la misma voz arisca y sin sonrisa. Pero las palabras se posaban en Thian con una suavidad de copos, para disolverse allí e «impregnarle de verdad». (Soy absolutamente gilipollas, se decía Thian, me estoy volviendo chocho, haría mucho mejor escuchando al otro que habla por teléfono...)
—Pero su soledad terminará muy pronto —dijo Thérèse—, y veo ante usted un porvenir de felicidad, de verdadera felicidad familiar.
No había nada que hacer, la conversación telefónica se desarrollaba ya muy lejos de Thian. Thian sentía que todo su cuerpo se abandonaba en la mano de la muchacha. El mismo tipo de apaciguamiento que experimentaba, antaño, cuando al regresar del despacho envuelto en una investigación de mierda, abandonaba su cuerpo minúsculo a la gran manaza amorosa de Janine. ¡Cómo había querido a su giganta!
—Pero antes tendrá que sufrir una auténtica enfermedad. Muy grave y muy auténtica.
Thian emergió de su sueño con un sudor frío entre los omoplatos.
—¿Qué clase de enfermedad? —pronunció justo con la necesaria distancia irónica.
—Una enfermedad provocada por su búsqueda de la verdad.
—¿Y qué más?
—Sufrirá usted saturnismo.
—¿Qué es eso?
—Es la enfermedad que produjo la caída del Imperio romano.
Ahora Thian se daba de cabeza contra las paredes de su apartamento de viuda, de la calle Tourtille. El encanto se había roto y Thian emergía, evaluando toda la extensión de su error. Escuchar tonterías previsionales de aquel espantajo mientras el otro, el tal Malaussène, se despachaba confiado por teléfono. ¡Había que ser gilipollas, rediós, y de una gilipollez verdaderamente criminal! Porque Malaussène estaba hablando de droga, con su jeta descompuesta y todos aquellos críos hechos unos zorros a su alrededor. La adolescente a la que llamaba Clara, por ejemplo... ¡Dios mío, qué cara tenía aquella niña! ¡Y qué bonita había debido de ser antes! ¡Y el mocoso extenuado con el bebé en sus brazos! ¡Y el bebé! ¡El bebé! Los aullidos que lanzaba aquel niño mientras Thian llamaba a la puerta. ¡Y cómo se había apaciguado en sus brazos! A Thian se le había partido el corazón. Llevarse de allí al bebé ipso flauta, entregarlo inmediatamente a la Asistencia. Confiar el abuelo a una institución que pudiera reparar lo que quedaba de él. Aquel dulce abuelo de ojos tan hundidos y cabellos blancos que se había acercado tímidamente a Thian mientras hablaba y le había tendido un pequeño libro de color rosa: «Para leer, para estar menos solo...».
Thian sacó el libro de su bolsillo. Stefan Zweig,
El jugador de ajedrez
. Contempló largo rato la cubierta rosada y flexible. «Es un libro sobre la soledad —había dicho el abuelo—, ya verá...»
Thian lanzó el libro sobre la cama. «Le pediré al chiquillo que me lo resuma...» Y Thian pensó en Pastor. Pastor no lo había esperado. ¿Habría encontrado fotografías en la habitación de Malaussène? Thian, de todos modos, tenía bastantes cosas que comunicar al chiquillo para su informe nocturno. Malaussène estaba conchabado con Ponthard-Delmaire padre, y estaban metidos en lo de la droga, como Ponthard-Delmaire hija, de eso no cabía duda. Pastor siempre podría añadirlo a su informe para Coudrier.
Pero ¿y Thian? Él, el envejecido inspector Van Thian, que se dejaba enredar por las bolas de cristal. (¡Como si hubiera tenido porvenir alguna vez!) ¿Qué iba a poner él en su informe, eh? Nada. Hacía semanas ya que acosaba al degollador de viejas, y nada. El mismo resultado que los patrulleros de Cercaire. ¡Un fracasado, un maldito viejo gilipollas fracasado, el tal inspector Van Thian!
De pronto, dos imágenes se superpusieron. Vio claramente el rostro de la viuda Dolgorouki. Aquella mujer era hermosa. De una belleza particular: una dulzura fuerte, que no se ajaba, a la que la vida no afectaba. Thian veía el rostro de la viuda Dolgorouki, presa cazada en casa de Malaussène por Stojilkovitch, el yugoslavo del autobús... Luego se vio a sí mismo agitando el manojo de billetes ante las narices de Malaussène. Lo dominó una rabia glacial y se sorprendió murmurando entre dientes:
—Si eres tú, cabrón, ven a buscar enseguida la pasta de la vietnamita, ven, ya he esperado demasiado, ven a pagar la muerte de esa mujer y la de las demás, ven, no me hagas esperar más, ven, ahora hay que pasar por caja...
Y fue, evidentemente, en aquel exacto momento cuando oyó llamar a su puerta. «¿Ya?» Experimentó el mismo alivio de hacía un rato, en manos de la muchacha. «¿Ya?» Faltó poco para que le diera las gracias al que llamaba con aquellos golpecitos corteses. Fue a agacharse silenciosamente tras una mesa baja adornada con dragones desorbitados y bajo la cual había escondido un gran Manhurin. Se sentía maravillosamente relajado. Sabía que no iba a disparar sin haber visto brotar la navaja barbera. No le disgustaba esa atmósfera de penalti. Tanto menos cuando, hasta ahora, nunca le habían metido un gol en ese juego.
—¡Entle! —dijo con una voz que sonreía.
La puerta se abrió con precaución. Alguien había hecho girar el pomo y la empujaba ahora con el pie. Alguien que parecía permanecer indeciso en el rellano. «Entra —murmuraba Thian—, entra, ya que has llegado hasta aquí, entra...» La puerta se abrió aún más y entró la pequeña Leila, empujando el batiente con la espalda, llevando en las manos una bandeja en la que, todas las noches a la misma hora, subía el cuscús a la viuda Ho.
Thian permaneció inmóvil como una estatua china mientras la chiquilla depositaba la bandeja en la mesita baja.
—Hoy papá te ha puesto brochetas.
Todas las noches el viejo Amar le «ponía brochetas». Y todas las noches la niña se lo anunciaba. Cuando hubo dejado la bandeja, permaneció allí, retorciéndose, indecisa. Thian no parecía verla. Leila dijo por fin:
—Nourdine está escondido en el hueco de la escalera.
«Nourdine está escondido en el hueco de la escalera», repitió mentalmente Thian sin comprender una palabra de lo que ella decía.
—Es para magrearme cuando baje —precisó Leila con la entonación de un despertador.
Thian dio un respingo.
—¿Magleal?
Y luego:
—¡Ah, pse! ¡Magleal! ¡Ji, ji, ji, magleal!
E hizo lo que la chiquilla esperaba de él. Se levantó, abrió el gran frasco de tendero que presidía el aparador de la pequeña habitación, sacó los lukums rosados y cúbicos y se los dio a la niña con la recomendación habitual:
—Lepaltil, ¿eh? ¡Lepaltil!
El pequeño Nourdine estaba todavía en esa edad en que, al arrojarse sobre una muchacha, lo primero que se devora son sus lukums.
25
Ni los croissants, ni el chocolate ni la luz del drugstore valían lo que los de enfrente. Sólo al tercer trago Pastor se atrevió a preguntar al comisario Coudrier la causa de que pareciera preferir el drugstore Saint-Germain al café de Flore o a los Deux-Magots.
—Porque desde aquí se tiene, precisamente, la mejor vista de ambos —respondió el comisario.
Siguieron desayunando en un silencio cortés, mojando sus croissants, a la francesa, pero sin el menor ruido de succión, a la inglesa. Erguidos y atentos, sus espaldas ni siquiera rozaban las sillas. Abajo, el drugstore iba llenándose poco a poco de su clientela chapada en oro. No hacía mucho tiempo, recordaba Pastor, toda aquella bisutería había atraído las bombas. Ingenuidad de las convicciones: bombardeaban un reflejo de riqueza mientras, en las terrazas de enfrente, se servían expresos a quince francos la taza para un público de espectadores analíticos. Pastor lo recordaba: con todo su juego de espejos hecho sangrientos pedazos, el drugstore se había parecido, por fin, a lo que nunca había dejado de ser: un depósito subterráneo para mercancía y humanidad precarias.
—¿En qué piensa, Pastor?
Dos chicos llegados de fuera (tres cuartos verde botella, bermuda gris ratón, burlingtons impecables y rubio cepillo vaniniano) hicieron una tímida entrada, con su asignación semanal bien apretada en sus pequeños puños de uñas limpias.
—Participé en el salvamento, aquí, el año de la bomba, señor; por aquel entonces, todavía hacía prácticas.
—¿Ah, sí?
Coudrier bebió un último trago.
—Aquella mañana, yo estaba sentado enfrente.
Pidieron dos expresos para apagar el asco del chocolate, un botellón de agua para reparar los estragos del café y, cuando las últimas migas de croissant se hubieron despegado de sus encías, Coudrier preguntó:
—Bueno, ¿cómo está eso?
—Muy adelantado, señor.
—¿Algún sospechoso?
—Fuertes presunciones. Un tal Malaussène...
—¿Malaussène?
Pastor le contó. La mujer arrojada a la barcaza había provocado el despido de Malaussène, algunos meses antes. «Era empleado del Almacén, señor.» Según el director de dicho Almacén, Malaussène era hombre capaz de vengarse —una especie de maníaco persecutorio a quien le gustaba desempeñar el papel de chivo expiatorio. Pues bien, la noche en que Julie Corrençon había sido arrojada por la borda, los vecinos de Malaussène habían oído un grito de mujer, un portazo y rechinar de neumáticos. Y se había encontrado allí el abrigo de la víctima. Aquello no significaría gran cosa si aquel mismo Malaussène no fuera sospechoso de traficar con droga y, tal vez, incluso de cargarse a las ancianas de Belleville.
—¡Carajo!
—El comisario de división Cercaire dispone de un testimonio abrumador con respecto a la droga, casi un flagrante delito. Ahora bien, Julie Corrençon fue drogada antes de ser depontada.
—¿«Depontada»?
Me permito ese neologismo, señor, por deslizamiento del verbo «defenestrar».
No sé si debo permitir semejantes audacias en mi servicio, Pastor.
—Tal vez prefiera usted «embarcazada», señor.
—¿Y lo de las ancianas?
—Dos de las últimas víctimas utilizaban el autobús de un tal Stojilkovitch, íntimo de Malaussène, y eran también habituales de la casa.
—¿De dónde lo ha sacado?
—Thian conocía a la víctima, la viuda Dolgorouki; era su vecina de rellano. Fue la que le habló de sus visitas a casa de Malaussène.
—¿Y eso qué demuestra?
—Nada, señor. Sin embargo, el modo como fue asesinada..
—¿Sí?
—Indica que abrió la puerta sin temor a su asesino. Ahora bien, aparte de Thian y Stojilkovitch, la viuda Dolgorouki sólo trataba al tal Malaussène. Stojilkovitch conducía su autobús a la hora del crimen, y si dejamos a un lado a Thian...
—Queda Malaussène.
—...
—Bueno, dígame, Pastor: tentativa de asesinato, tráfico de droga, crímenes reiterados, tratándose de sospechas, lo que tiene usted no es un sospechoso, es una antología.
—Eso parece, señor... Tanto más cuanto que Thian fue a casa del tal Malaussène y, según él, no cabe duda alguna de que toda la familia va drogada hasta las cejas.
—Las apariencias, Pastor.
Con el busto medio vuelto, el codo apoyado en el respaldo de su silla, el comisario de división Coudrier dejaba que su mirada se multiplicara en los espejos.
—Hablando de apariencias, ¿no advierte usted nada especial en este palacio de espejos?
En el tono de un psicólogo que os sacude un Rorschach. Pastor no siguió la mirada de su jefe. No barrió el drugstore. Posó sus ojos aquí, luego allá, un largo rato. Plano fijo. Que se encargue el drugstore de moverse en el marco. Dos culitos demasiado ceñidos en sus impecables vaqueros acababan de ponerse de guardia en la puerta de la esquina. «¿Tan de mañana?», se extrañó Pastor. Los hambrientos de lectura bajaban de cuatro en cuatro los peldaños de la librería. Otros los subían, más tranquilos ya, cargados para toda la semana. Literatura desmagnetizada que iban a leer confortablemente instalados enfrente. Uno de ellos, subiendo ante las narices de Pastor los tres peldaños de la salida, estrechaba a Saint-Simon contra su corazón. Pese a todos sus esfuerzos, Pastor no pudo evitar que la imagen del Consejero irrumpiera en el marco, ni que la voz de Gabrielle colmara todo su volumen: «El duque de la Force, que murió por aquel entonces, no manifestó lamentarlo... pese a su nacimiento y su dignidad». Las inflexiones de Gabrielle, que leía en voz alta, prestaban a los labios del Consejero la sonrisa del viejo duque de Saint-Simon. Aquellas veladas de lectura... Y las orejas del pequeño Jean-Baptiste Pastor erguidas en la penumbra...
Pastor se sacudió, cerró un momento los ojos, los abrió en otra parte y vio, por fin, lo que había por ver. Los dos muchachos de antes (bermudas, tres cuartos y burlingtons) desvalijaban pura y simplemente a la rubia vendedora de K7. Uno de ellos mantenía a la muchacha inclinada sobre el cadáver despanzurrado de un pequeño Sony, mientras el otro vaciaba un escaparate cuya llave debía de haber robado. Pastor abrió unos ojos como platos. ¡El cuerpo de aquel mocoso parecía imantado! La mercancía le saltaba, literalmente, encima. Con el mismo movimiento tomaba y devolvía las cajas vacías a su lugar. Nada por aquí, nada por allá. Pastor no pudo contener una sonrisa de admiración. La puerta de cristal se cerró por sí sola y, por sí sola, la llavecita recuperó su lugar en el bolsillo de nailon de la vendedora. Ni un solo ruido. Y siempre el estricto cepillito rubio sobrevolando el espectáculo.