—Me pregunto si no preferiría la versión mil novecientos catorce-mil novecientos dieciocho.
Por lo que a Riñón se refiere, me parece que mira de reojo, y con aire feroz, sus cuchillos de carnicero. Riñón no comprende la evolución de las costumbres: para él, un asado nunca ha tenido derecho a hablar.
Los menos atentos son Thérèse, Julius y el Pequeño. Desde la muerte de Verdún (el otro, el apacible), Thérèse ha comenzado a elaborar un verdadero horóscopo de la tercera edad. Algo para los periódicos, que dé a los viejos noticias de su inmediato futuro. Thérèse curra de lo lindo, el tugurio podría derrumbarse sin que estuviera para nadie. Julius el Perro, por su parte, con los ojos vueltos hacia la cuna de Verdún, de la mañana a la noche, está sumido en un profundo pasmo. Pero es sólo una apariencia. Esa cabeza inclinada hacia un lado (con la lengua colgando del otro) es una secuela de su último ataque. Según Laurent, el matasanos adorado por Louna, conservará durante toda la vida ese aspecto de intensa estupefacción. De hecho, como todo chucho consciente de sus responsabilidades, Julius está sencillamente encantado de tener un chiquillo más
at home
. El Pequeño reacciona como Julius, como un ser responsable. Se ha empeñado en acunar a Verdún, en calmarla cueste lo que cueste. Le cuenta a Verdún la Nueva historias heredadas de Verdún el Viejo. En cuanto su hermanita abre los ojos, prosigue, por donde la había dejado, la interminable letanía de los metros de tejido devorados por la Última. Y cuanto más chilla, más aumenta él el tono, negándose con hermoso heroísmo a que el estruendo del campo de batalla ahogue su voz...
Pero nada en el mundo puede apaciguar a Verdún. Hasta el día en que sucede lo que se ha dado en llamar un milagro.
Ha ocurrido hace un momento. Verdún acababa precisamente de despertar. Eran las siete (19 horas). La hora de su enésimo biberón. Como la cosa no era lo bastante rápida para su gusto, lo ha hecho saber con una vehemencia algo mayor que de costumbre. Jérémy, que estaba de guardia, ha puesto una cacerola al fuego y ha tomado la sirena en sus brazos. El Pequeño ha colocado enseguida su disco en el plato:
—Doscientas cincuenta mil bufandas a un franco con sesenta y cinco y cien mil pasamontañas, más de dos millones cuatrocientos mil metros de tela de ciento cuarenta para los uniformes...
Y entonces han llamado a la puerta. Primero hemos pensado que serían los vecinos y hemos seguido llevando nuestra apacible y mínima vida familiar, pero seguían llamando. Jérémy ha dicho mierda y ha ido a abrir con Verdún, manifestándose aún en sus brazos. Verdún y Jérémy se han encontrado entonces con una minúscula vietnamita que sonreía, con aire escéptico, de pie en sus chanclos de madera. La vietnamita ha preguntado:
—¿Malotzene?
A causa de Verdún, Jérémy ha dicho:
—¿Cómo?
La vietnamita ha repetido, con más fuerza:
—¿Malotzene?
Jérémy ha chillado:
—¿Qué pasa con Malaussène?
La vietnamita ha preguntado:
—¿Aquí casa Malotzene?
—Sí, ésta es la tribu Malaussène, sí —le ha hecho saber Jérémy sacudiendo a Verdún como una coctelera.
—¿Puedo hablal Bendjamin Malotzene?
—¿Cómo?
Verdún aullaba cada vez más fuerte. Con una paciencia realmente mítica, la vietnamita ha comenzado a repetir su pregunta:
—¿Puedo hablal...?
Y allí, en el fogón, la leche ha comenzado a salirse de la cacerola.
—¡Mierda! —ha dicho Jérémy—. Sosténgamela un segundo, por favor.
Y ha puesto a la viviente Verdún en brazos de la vietnamita. Y entonces se ha producido el milagro. Verdún ha callado de pronto. La casa se ha despertado sobresaltada. Jérémy ha soltado la cacerola de leche en las baldosas. Nuestro primer pensamiento ha sido que la vietnamita, discretamente, había cascado la cabeza de Verdún contra la pared de la entrada. Pero no, Verdún sonreía de mil amores en los brazos de la anciana que, con dedo acariciador, le cosquilleaba la base del cuello. Verdún soltaba los gorgoteos de la risotada lactante. A cambio, ella le ofrecía su risita oriental: «Ji, ji, ji...». Luego, de nuevo:
—¿Puedo hablal Bendjamin Malotzene?
—Soy yo —he dicho—, entre, señora.
Ha cerrado la puerta a sus espaldas y ha avanzado por la estancia, con Verdún gorjeando aún en sus brazos. Llevaba un largo vestido de seda negra, con cuello mao, y unos gruesos calcetines de lana. Arrancados de su sopor por ese silencio de armisticio, Clara y Risson se han levantado juntos para acercarse y ver qué pinta tenía nuestra salvadora. Había algo fantasmagórico en sus andares, al estilo noche de los muertos vivientes. La cosa ha debido de inquietar un poco a la anciana, pues ha fruncido el entrecejo y se ha detenido, indecisa, en medio de la habitación. Creo que todos hemos sentido, al mismo tiempo, el mismo acojonamiento: que se largara y nos dejara solos con Verdún. Clara, Risson y yo le liemos ofrecido una silla. Eso eran tres sillas. En la duda se ha quedado de pie. La sentíamos dispuesta a largarse de un momento a otro. Me he pasado la mano por el mentón: tres días sin afeitar. He mirado a Risson: un viejo velludo petrificado por el agotamiento. He mirado a Clara: deshecha. Las manos de Jérémy temblaban tanto que echaba la mitad de la leche fuera de la cacerola. Hermoso espectáculo. Sólo Verdún, rosada y fresca, rebosaba sana salud en brazos de nuestra visitante.
—Clara —he dicho—, vuelve a descansar, lo necesitas; y usted también, señor Risson.
Pero Risson responde que no, que está muy bien, que me lo agradece. De hecho, de repente su rostro tiene algo de luminoso. Se come con los ojos a la pequeña anciana, con mal disimulada admiración.
—¿Sí? —digo por fin—, ¿quería usted hablarme, señora?
Lo que quería era conocer a Stojilkovitch. Se llamaba señora Ho. Era la vecina de la viuda Dolgorouki —la puerta de enfrente—, ha precisado, en el mismo rellano. Desde la muerte de su amiga, se sentía sola y deseaba participar en los paseos de las ancianas que organiza Stojil en su autobús. Es también viuda.
—Nada más fácil —le digo—. Hablaré con él y pasará a recogerla el domingo por la mañana. Esté a las nueve en la esquina del bulevar de Belleville y la calle de Pali-Kao.
Ha asentido con la cabeza, encantada. Ha sacado un manojo de billetes y me lo ha agitado en las narices con su risita made in Oriente.
—¡Mí podel pagal! ¡Ji, ji, ji! ¡Tenel mucho dinelo!
Risson y yo hemos abierto unos ojos como platos. Había por lo menos tres o cuatro talegos.
—Es inútil, señora Ho, Stojilkovitch no hace pagar; es gratuito.
Se producen entonces tres acontecimientos simultáneos.
Jérémy llega con el biberón, por fin listo, y lo planta en los morros de Verdún antes de que tenga tiempo de añorar los brazos de la vietnamita; Thérèse, a la que habíamos olvidado por completo, sale de su rincón para acercarse dulcemente, tomar a la vieja de la mano y llevarla hasta su mesilla, donde comienza sin más a hablarle del porvenir. Mientras, el teléfono suena en el presente.
—¿Malaussène?
Reconozco aquella voz de chicharra. Ya sólo faltaba la reina Zabo de las Ediciones del Talión, mi santa patrona ante las Bellas Letras, para completar el cuadro.
—Sí, Majestad, soy yo.
—Basta ya de tocarse los huevos, Malaussène, tendrá que volver al servicio, y qué servicio, prefiero prevenirle antes.
—¿Tan grave es? —pregunto por lo que pueda pasar.
—Catastrófico, la jodienda del siglo, estamos con la mierda hasta las cejas y ha llegado el momento de utilizar su talento como chivo expiatorio.
—¿Qué pasa?
—Ponthard-Delmaire, ¿lo recuerda?
—¿Ponthard-Delmaire, el arquitecto? ¿El rey de las hermosas frases hechas cemento? Como si hubiera sido ayer.
—Pues bien, el libro que debíamos editarle se ha jodido.
(Ya está, comienzo a captar. Tendré que visitar a ese tonel y recibir una somanta por una estupidez que yo no he cometido.)
—El chófer que debía llevar la maqueta a la imprenta ha tenido un accidente. Su coche ha ardido y con él el libro.
—¿Y el chófer?
—¿Es usted aficionado a los sucesos, Malaussène? Ha muerto, claro. La autopsia ha demostrado que se había atiborrado hasta las cejas de no sé qué droga. Un joven cretino.
—¿Y qué espera usted de mí, exactamente, Majestad? ¿Que vaya a ver a Ponthard-Delmaire, le confiese que nuestros mensajeros revientan de sobredosis al volante y que, en consecuencia, su preciosa mercancía ha quedado destruida por mi culpa, por mi grandísima culpa?
—Espero por su bien que sabrá decirle algo más inteligente.
(No bromea al otro extremo del hilo. Y, para que yo comience a ser consciente de ello, inicia el capítulo de cuentas.)
—¿Tiene usted la menor idea de la cantidad de pasta invertida en este libro, Malaussène?
—Probablemente diez veces más de lo que va a producir.
—Error, muchacho. Todo lo que podemos ganar con este libro está ya en nuestra caja. Colosales subvenciones del ayuntamiento de París para promover EL libro de arquitectura que anuncia, sin ambigüedad alguna, cómo será el París de mañana. Sustancial contribución del Ministerio de Obras Públicas, que defiende una política de transparencia en el sector.
—Y un huevo...
—¡Cállese, imbécil, y haga lo que yo: cuente! Prosigo. Gigantesco presupuesto publicitario invertido por el estudio de arquitectura del propio Ponthard. Derechos internacionales vendidos ya a quince países, interesados en no disgustar a un filántropo que los inunda con grandes obras.
—Etcétera, etcétera.
—Usted lo ha dicho, Malaussène. —Luego, de pronto, en el tono de la más profunda conmiseración—: Alguien me ha dicho que tenía usted un perro epiléptico, muchacho.
Y ahí, de una pieza me quedo. Callo, pues. Lo que permite a la reina Zabo proseguir, dulcemente también:
—Y una familia bastante numerosa, ¿no?
—Sí —digo—. Incluso acaba de ampliarse considerablemente.
—¡Ah! ¿Un feliz acontecimiento? Lo celebro sinceramente por usted.
Un poco más y se pone a saltar con los pies juntos, palmeando con sus manos de chiquilla eterna al otro extremo del hilo.
—¿Desea usted que establezca la lista de mis restantes dolencias, Majestad?
Silencio. Largo silencio telefónico. (Los peores.) Luego:
—Escúcheme bien, Malaussène. Necesitaremos aproximadamente un mes para recomponer el jodido libro. Pero Ponthard-Delmaire espera las pruebas el próximo miércoles. Y la salida del libro estaba prevista para el diez.
—¿Entonces?
—¿Entonces?... Entonces, tomará usted en un brazo al recién nacido, al perro epiléptico en el otro, vestirá con harapos a su Sagrada Familia y, el miércoles que viene, se arrastrará de rodillas ante Ponthard-Delmaire, y hará tan bien su trabajo de chivo expiatorio que, compadecido, nos concederá el mes de plazo que nos es indispensable. Llore, querido, llore de un modo convincente, sea un buen chivo.
(Inútil discutir.) Sólo pregunto:
—¿Y si fracaso?
La respuesta es de lo más clara:
—Si fracasa, tendremos que devolver ese montón de dinero, que hemos ya invertido en otra parte, y mucho me temo que las Ediciones del Talión se vean obligadas a prescindir de algunos apetitosos salarios.
—¿Entre ellos el mío?
(Pregunta idiota.)
—Prioritariamente.
Clic, y fin de la comunicación. Debo de poner una curiosa jeta cuando cuelgo a mi vez, pues Thérèse, que sigue leyendo la mano de la vietnamita, me dirige la mirada.
—¿Problemas, Ben?
—Sí, problemas que tú no habías previsto.
24
Con insondable horror, Thian había sentido la helada mano de aquella alta muchacha apoderándose de la suya. Había estado a punto de retirarla, como si la hubiera dejado caer en un nido de víboras. Pero el pasma que había en él se había contenido a tiempo. Tenía que quedarse el mayor tiempo posible en aquel cubil de drogatas —¡joder, qué jetas tenían!, incluso el chiquillo de doce o trece años temblaba como una hoja—, escuchar la conversación telefónica, es decir, obtener el máximo de informaciones, aunque fuera a costa de permitir que le magrearan las manos para leerle la buenaventura. Y mantener, el mayor tiempo posible, la familia abajo, mientras, arriba, Pastor registraba la habitación de Malaussène.
—No es usted una mujer, es un hombre.
Ésa había sido la primera frase de la moza. Susurrada, afortunadamente, pero en un tonillo muy desagradable de vieja maestra enranciada en la soltería. Thian frunció las cejas.
—Es usted un hombre disfrazado de mujer por pasión hacia la verdad —explicó la maestrita.
A su pesar, Thian sintió que sus ojos se desorbitaban en la medida de lo posible.
—Siempre ha sentido pasión por la verdad —proseguía la joven vejestorio en el mismo tono pedagogo-virginal.
Mientras, Malaussène al teléfono preguntaba si «tan grave era». Thian decidió no seguir escuchando al esqueleto extralúcido y consagrar toda la superficie de sus orejas a la conversación telefónica. «¿Qué pasa?», preguntaba Malaussène. Había en su voz una especie de angustia.
—Y sin embargo, se miente a sí mismo —dijo la echadora de la buenaventura.
«¿Ponthard-Delmaire, el arquitecto?», decía Malaussène por teléfono. En Thian, el pasma dio un respingo. Era el nombre de la moza que figuraba en la foto de Malaussène y cuyo expediente Pastor había encontrado en estupas: Edith Ponthard-Delmaire. Hacía ya tres días que Thian seguía a la zorruela. Y en tres días había conseguido bastante para mandarla diez años a la sombra.
—Sí, se miente a sí mismo inventando enfermedades que no padece —declara Thérèse.
Los oídos de Thian abandonaron por un instante la conversación telefónica. («¿Que no padezco, que no padezco?... ¿Qué es lo que no padezco?»)
—Dejando al margen los daños producidos por la increíble cantidad de medicamentos que traga, tiene usted una salud perfecta —prosiguió la imperturbable miss futuro.