Si Cercaire lo aseguraba, Pastor se inclinaba a creerlo. Preguntó, sin embargo:
—¿Indicios?
—No, un móvil.
Pastor le dio a Cercaire tiempo para encontrar las palabras y proseguir.
—Vanini les cascaba duro a los moracos, y se cargó a un primo de Tayeb durante una manifestación. Un tipo peligroso.
—Ya veo.
—Pero hay un engorro, pequeño. Hadouch Ben Tayeb tomó unas fotos en las que se ve a Vanini en plena acción. No hay modo de dar con esas fotos. Si inculpamos a Tayeb, se publicarán inmediatamente.
—Visto. ¿La solución?
—Ahí intervienes tú, pequeño. Primero, Tayeb debe confesar el asesinato de Vanini. Pero luego, y sobre todo, podríamos ponerle un traje de chivato que disuada a sus colegas de defenderlo publicando las fotos de Vanini.
—Comprendido.
—¿Puede hacerse?
—Claro.
18
El estado de Hadouch Ben Tayeb era, poco más o menos, el mismo de Julie Corrençon cuando Pastor la encontró en la barcaza.
—Se ha caído usted por un montón de escaleras —dijo Pastor después de haber cerrado tras él la puerta.
—Será eso.
Pero Ben Tayeb estaba muy lejos de hallarse en coma. Muy al contrario, los golpes parecían haberle aguzado.
—¿Sabe que sospechan de usted? Es inútil que nos dediquemos a lo histórico.
—No, de acuerdo, me han llenado la memoria de chichones.
Como de costumbre, Pastor había exigido quedarse solo con el detenido. Su mirada vagaba pensativamente por la estancia (un vasto despacho colectivo lleno de teléfonos y de máquinas de escribir). Pastor caminaba acariciando los muebles. Su rostro se había descompuesto.
—Pues bueno, voy a proponerle algo que nos hará ganar tiempo.
Pastor vio el teléfono descolgado. Levantó la cabeza, hizo a Ben Tayeb una señal para que callara, quitó la goma que mantenía el auricular a pocos milímetros del soporte y colgó.
—Bueno, ahora estamos solos.
Al otro extremo del hilo, Cercaire no oyó ya la última frase. Colgó con una admirativa inclinación de cabeza.
Como de costumbre, las orejas se aventosaron en la puerta. Como de costumbre, las orejas escucharon pronto un murmullo indistinto que acompañaba el ruidoso tecleo de una máquina de escribir.
Tres cuartos de hora más tarde, Pastor entraba de nuevo en el despacho de Cercaire, con cuatro hojas mecanografiadas en la mano.
—Perdona lo del teléfono, pequeño... —dijo Cercaire riéndose—, curiosidad profesional.
—No es la primera vez que intentan jugármela —respondió Pastor.
Tenía el aspecto muy fatigado, aunque menos destrozado, sin embargo, que tras el interrogatorio de Paul Chabralle.
A Cercaire no le preocupaba la pinta de Pastor. Dirigió de inmediato la mirada a la firma de Ben Tayeb.
—¿Ha firmado? ¡Realmente mereces tu reputación, Pastor! Sírvete otra cerveza, te la has ganado.
En aquel preciso instante, el gran pasma parecía adorar al pasma pequeño. Luego, Cercaire se calzó las gafas y comenzó a leer el documento. La sonrisa que flotaba en su rostro fue reduciéndose de párrafo en párrafo. En mitad del tercero, levantó lentamente la cabeza. Con la cerveza en la mano, Pastor sostuvo tranquilamente aquella mirada.
—¿Qué significa esta mierda?
—Probablemente la verdad —respondió Pastor.
—¿Que una viejecita se cargó a Vanini? ¿Me estás tomando el pelo?
—Eso es lo que Hadouch Ben Tayeb vio.
—¿Y lo has creído?
—Si me lo dice cuando se lo pregunto... —dijo suavemente Pastor.
—¿Y es ése tu famoso método?
—Le aconsejo que lea hasta el final.
Durante unos instantes, Cercaire siguió mirando a Pastor sin decir palabra, luego se sumió de nuevo en la lectura. El joven inspector, cuyo rostro recuperaba lentamente su plenitud, terminaba educadamente su cerveza. Página tres, Cercaire levantó de nuevo los ojos. Tenía una expresión que Pastor había observado ya en otros gigantes: un aire de extraviada brutalidad.
—¿Y qué significa esa historia del ayuntamiento?
—Sí, Ben Tayeb afirma que las anfetaminas que tenía en las manos cuando ustedes lo detuvieron se las soltó a un viejecito una enfermera municipal, durante la entrega de una condecoración.
—De acuerdo, Pastor. Y supongo que debo tragarme eso como si fuera un tranquilizante, con un vaso de agua detrás.
—Usted verá. Pero lo cierto es que la droga no es cosa de Ben Tayeb.
Cercaire comenzaba a mirar a Pastor con otros ojos. Un lobezno que se apostaba en los pasillos de Coudrier con la intención de devorar la Jefatura. Ya estaba dando consejos.
—¿Y cuál es, entonces, la especialidad de Ben Tayeb?
—El juego. Domina todas las loterías de Belleville a la Goutte d'Or. Si quiere usted echarle la zarpa, será con eso. Tengo los nombres de sus principales compinches en la página cuatro. Lo secunda un pelirrojo que se hace llamar Simon el Cabileño que, a su vez, va acompañado por un negro alto: Mo el Mossi. La noche en que se cargaron a Vanini, el Cabileño y Ben Tayeb acababan de pasar cuentas con sus trileros, en el Père-Lachaise. Cuando regresaban a casa, presenciaron el crimen desde la acera de enfrente.
—Así, por casualidad.
—Una casualidad que los priva de coartada, sí.
Cercaire levantó la oreja. ¿Era un regalo esta frasecita? ¿Una sugerencia? Ese mocoso tan educado le gustaba de nuevo. Tendría que pensar, un día de estos, en quitárselo a Coudrier. Cercaire calló unos instantes, luego preguntó:
—¿Y te molaría saber mi opinión sobre todo eso?
—Claro.
—Primero voy a decirte algo. Eres un buen pasma, Pastor, llegarás lejos.
—Gracias.
—Y recibes con modestia los cumplidos de tus superiores.
Pastor supo reírse exactamente con la misma risa que Cercaire.
—Y ahora, he aquí lo que yo pienso.
Una pizca de autoridad en la voz indicaba que el jefe iba a tomar la palabra.
—Pienso que Ben Tayeb te la ha pegado con su historia de la viejecita pistolera. Por lo demás, no sé hasta qué punto lo has creído —añadió dirigiendo a Pastor una mirada cómplice—. En cualquier caso, que una vieja de Belleville se cargue en plena calle a un joven pasma encargado de protegerla... ya me perdonarás, pero no me lo trago. Ben Tayeb te ha soltado ese cuento precisamente porque es una pasada. No podías sospechar que mintiera... hasta ese punto, ¿captas? La inflación de mentira puede dar la ilusión de verdad, es una jugarreta que todos los mocosos listos practican muy bien. Y los moracos mejor que los demás. Pero Ben Tayeb la caga reconociendo, por escrito, «haber estado presente en el lugar y a la hora del crimen». Eso es lo que importa. Y nada más. Y lo ha firmado de su puño y letra. En el fondo, lo has obligado de todos modos a asomar la oreja. Y la oreja sucia. Por lo que se refiere a la historia de la abuela de la P.38 (porque el arma era una P.38, ¿lo sabías?), no creo que pese mucho para el jurado.
Una pausa.
—Así pues, eso es lo que haré. Por un lado, voy a inculpar a Ben Tayeb por asesinato de un policía y, por el otro, voy a hacerle un supertraje de chivato, a la medida, para que lo vean sus dos lugartenientes, Simon el Cabileño y Mo el Mossi. Así no moverán ni el meñique para defenderlo y las fotos tomadas por ese cabrón de Tayeb nunca se publicarán. ¿Qué te parece?
—Ben Tayeb es su detenido, no el mío.
—Eso es. Y creo que la cagas también en lo de su papel en la farmacia. El tal Ben Tayeb está metido en la droga hasta las cejas. Pero, en este punto, necesito información suplementaria. Tengo que trabajar ahora sobre un tal Malaussène.
Pastor recordó, por un instante, el artículo de Julie Corrençon y la cara de Malaussène, pero encajó el nombre sin parpadear.
Cercaire se inclinó hacia él. Medio tono más bajo, con dulzura casi paternal:
—¿No te enfadarás por lo que digo, al menos?
—En absoluto.
—¿Reconoces que puedes cagarla de vez en cuando?
—Puede suceder, sí.
—Pues bien, eso es también una estupenda cualidad de gran pasma, ¿sabes?
En el coche de servicio, Pastor contó a la viuda Ho su entrevista con Cercaire. Vestido con el traje de la viuda, el inspector Van Thian comenzó a agitarse febrilmente.
—¿Qué te ocurre, Thian, te encuentras mal?
—Nada, una recaída en la bilharziosis, creo. Siempre me hace el mismo efecto cuando oigo pronunciar el nombre de Cercaire.
Una espesa capa de nubes obstruía el cielo de la ciudad. En pleno invierno, un cielo amenazador como nubarrones tropicales.
—¿Sabes qué significa
cercaire
en francés, chiquillo?
Thian se rascaba con violencia el antebrazo.
—Aparte del poli, nada más que yo sepa.
—Es la cercaria, una jodida larva de cola pequeña que crece en los arrozales. Te penetra bajo la piel, te pica como si quisieras reventar y te pudre por dentro hasta que meas sangre. Bilharziosis. Ése es el efecto que me hace Cercaire.
—Tal vez tu padre, el tonkinés, tenga algo que ver en ello, ¿no?
—Nosotros, los asiáticos del sudeste, tenemos otra concepción de la medicina, chiquillo; por cierto, ¿adónde vamos?
—A casa de Julie Corrençon.
—¿Al hospital?
—No, a su casa, en los números ochenta y cinco-ochenta y siete de la calle del Temple.
19
—¿Julia?
La puerta está entornada cuando llego al rellano de Julia con las fotos de la pseudoenfermera en la mano. Así pues, desde el rellano, murmuro:
—¿Julia?
Tímidamente, con un doble palpitar en el corazón: un latido para la pasión, un latido para la inquietud.
—Julia...
Y luego debo ver por fin lo que no tengo ganas de ver: la cerradura ha sido forzada. El cerrojo de seguridad ha saltado.
—¡JULIA!
Abro de par en par. Es Verdún. (La ciudad.) En fin, lo que quedó después. Cuesta incluso creer que algún día puedan reconstruir eso. El papel de la pared y la moqueta han sido arrancados, el jergón, el sofá y todos los almohadones, despanzurrados. Han desmontado los muebles, tabla a tabla, antes de reventarlo todo. Todos los libros de la biblioteca yacen abiertos en medio de aquella masacre. Sus páginas han sido arrancadas a puñados. Han vaciado la tele y el estéreo de sus tripas electrónicas y las dos mitades del teléfono han volado a una punta y otra del estudio, como separadas por un machetazo. La taza del cagadero ha sido arrancada de su zócalo, el caparazón hermético de la nevera descansa en el suelo, las tuberías de agua han quedado al descubierto y han sido cortadas en toda su longitud. El parquet ha saltado, plancha a plancha, sistemáticamente, y con él los zócalos.
Y Julia no está.
¿Julia no está?
¿O Julia ya no está?
Extraño latido en mi pecho. Un palpitar que me era desconocido. Un latido solitario. Resuena en el gran vacío. Un latido como una llamada que nunca ya será escuchada. Acaban de injertarme un nuevo corazón. Un corazón de viudo. Porque unos tipos que son capaces de hacer eso en un apartamento se lo permiten todo cuando tienen una Julia en sus manos. La han matado. Me la han matado. Me han matado a Julia.
Hay quienes se derrumban con la desgracia. Hay quienes se vuelven soñadores. Hay quienes hablan de todo y de nada al borde de la tumba, y prosiguen en el coche, de todo y de nada, ni siquiera del muerto, de mínimos temas domésticos, hay quienes van a suicidarse después y ni siquiera se ve en su rostro, hay quienes lloran mucho y cicatrizan pronto, quienes se ahogan en las lágrimas que derraman, hay quienes se alegran, se han librado de alguien, hay quienes no pueden ya ver al muerto, intentan pero ya no pueden, el muerto se ha llevado su imagen, hay quienes ven al muerto por todas partes, quisieran que se esfumara, venden sus galas, queman sus fotos, cambian de piso, cambian de continente, reinciden con un vivo, pero no hay modo, el muerto sigue allí, en el retrovisor, hay quienes meriendan en el cementerio y quienes lo rodean porque llevan una tumba abierta en la cabeza, hay quienes ya no comen, hay quienes beben, hay quienes se preguntan si su pesadumbre es auténtica o fabricada, hay quienes se matan a trabajar y quienes toman por fin vacaciones, hay quienes encuentran la muerte escandalosa y quienes la encuentran natural, con una edad para, unas circunstancias que hacen que, es la guerra, es la enfermedad, es la moto, el coche, la época, la vida, hay quienes encuentran que la muerte es la vida.
Y hay quienes hacen cualquier cosa. Echan a correr, por ejemplo, a correr como si no fueran a detenerse nunca. Es mi caso. Bajo corriendo las escaleras. No es una huida, no, no huyo de nada, tal vez intento, incluso, alcanzar algo, algo que se parezca a la muerte de Julia... pero lo único que encuentro a mi paso es una minúscula vietnamita que llena el rellano del tercer piso. Le pego un topetazo y emprende literalmente el vuelo soltando en el espacio un multicolor chorro de píldoras, frascos, ampollas y comprimidos. Diríase la explosión de una farmacia, y la de un álbum, pues, por el choque, he soltado las fotos de la enfermera-dopante. Afortunadamente, cuatro peldaños más abajo, la vietnamita cae en los brazos de un joven rizado metido en un jersey informe. Yo estoy ya muy por debajo y no me excuso. Sigo corriendo y salgo del edificio bajo una ducha helada porque el cielo lo aprovecha para soltarlo todo, de golpe, sobre la ciudad, y corro por ahí debajo, a lo largo de la calle del Temple, como un guijarro que saltara, atravieso en diagonal los 33.667 metros cuadrados de la République, saltando sobre las capotas de los coches, las vallas de los callejones, los perros que mean, y subo, siempre corriendo, los 2.850 metros que se desbordan de la avenida del mismo nombre. Tengo el torrente en contra, pero nada puede detener al hombre que corre, cuando no tiene ya objetivo, pues corre en dirección del Père-Lachaise y eso no puede llamarse un objetivo, mi objetivo era Julia, mi hermoso objetivo secreto, profundamente escondido bajo la montaña de obligaciones, era Julia, pero corro y no pienso, corro y no sufro, la negra lluvia me da las multicolores alas del pez que vuela, corro millas y millas cuando la mera perspectiva de zamparme un cien metros me ha agotado siempre, corro y no dejaré ya nunca de correr, corro en la doble piscina de mis zapatos donde mis ideas se ahogan, corro, y en esa nueva vida de corredor submarino que es la mía —¡es terrible cómo te acostumbras!—, aparecen las imágenes, porque siempre se puede correr más deprisa que las ideas, pero las imágenes, por su parte, nacen del propio ritmo de la carrera, entrecortado aparentemente, ancho rostro de Julia, pequeño almohadón apuñalado, brusca mueca de Julia, teléfono decapitado, súbito grito de Julia (¿fue «eso» entonces lo que viste, Julius?), aullido de Julius también, largo aullido torturado, zócalos arrancados de la pared, Julia arrojada al suelo, corro ahora de charco en bofetón, de salpicadura en aullido, pero no sólo eso, amplio salto del arroyo y primera aparición de Julia en mi vida, el balanceo de su melena y el de sus caderas, abiertos libros pero pesados pechos de Julie, golpes, bofetones y golpes, pero poderosa sonrisa de Julie sobre mí: «En argot colombiano, dicen "comer"», correr para ser comido por Julie, nevera deshuesada, ¿qué querían saber?, y el pensamiento que alcanza las imágenes, el pensamiento tan veloz pese a su fardo de terror, saber lo que Julie sabía, eso es lo que querías, «cuanto menos sepas, Ben, mejor será para la seguridad de todos». Es cierto, Julie, que no les echen mano a los pobres viejos, «no me llames, Ben, no vengas a verme, además voy a desaparecer durante algún tiempo», pero ¿y si ellos vienen a mi casa mientras yo corro como un gilipollas, y si es eso, precisamente, lo que querían saber, el escondite de los abuelos, y si ahora lo saben, y si han hecho el camino inverso, ellos, y han entrado a la fuerza en casa mientras mamá está sola con los niños y los abuelos? Charcos, bofetones, arroyos, terror, cruzo la avenida ante el instituto Voltaire, bocinazos, gritos, patinazos, estropicio de plancha, pero ya me he zambullido como la gaviota ebria en la calle Prichon, he atravesado la del Chemin-Vert y acabo de chocar contra la puerta de la quincallería. Los campeones están aterrorizados, no hay otra explicación. Los campeones cabalgan bajo el efecto del terror que pulveriza los récords.