—Ni siquiera tuve tiempo de desenfundar —dijo Pastor— cuando todo había terminado.
—Sí —dijo Cercaire—, ya he visto disparar a Thian, no es cualquier cosa. Que un tipo tan pequeño pueda manejar con semejante rapidez calibres tan grandes, francamente, me deja pasmado.
Luego, viendo la mano vendada:
—¿Te dieron?
—Un trozo de botella al caer en la basura —dijo Pastor—, ¡gloriosa herida!
—Por algo hay que empezar, muchacho.
La luz, en aquel despacho, tenía otro efecto. Procedente de ninguna parte, anulaba el tiempo. Un efecto que el comisario había aprendido a utilizar con los maleantes que interrogaba. Despacho sin ventanas que, sin embargo, parecía de cristal. Sin reloj en la pared. Y sin reloj, tampoco, las muñecas de los pasmas que entraban durante el interrogatorio.
—¿Están trabajando? —preguntó suavemente Pastor—. Me hubiera gustado quitarles algo de su tiempo.
El gran Bertholet soltó una breve sonrisa. Pastor se expresaba muy bien: incluso con voz suave.
—Tanto tiempo como quieras, pequeño.
—Un problema personal —dijo Pastor en tono de excusa y mirando a Bertholet.
—Lárgate, Bertholet, muchacho, y dile a Pasquier que doble la vigilancia en el asunto Merlotti, no quiero que ese espagueti de mierda pueda cagar sin que yo lo sepa.
La puerta se cerró tras Bertholet y sus instrucciones. Era una gruesa puerta de cristal opaco, montada en aluminio.
—¿Una caña, chiquillo? —preguntó Cercaire—. El jaleo debió de ponértelos por corbata.
—Bastante, sí —admitió Pastor.
Cercaire sacó dos cervezas de la nevera mural, las abrió y ofreció una al joven inspector mientras se dejaba caer en el cuero blanco de su sillón.
—Siéntate, hijo, y habla.
—Quiero enseñarle algo que le interesará.
La cerveza era la cerveza: bebida social por excelencia. A Cercaire le gustaba Pastor. Le gustó más aún cuando Pastor dejó ante él un cartucho de 9 mm cuyo plomo había sido serrado en cruz:
—Esta bala procede del arma que mató a Vanini. Ha sido fabricada artesanalmente.
El comisario inclinó largo rato la cabeza mientras hacía girar la bala entre su pulgar y su índice.
—¿Tienes el arma?
—Tengo el arma, tengo el asesino y tengo el móvil.
Cercaire levantó la mirada hacia el joven que le tendía media docena de fotografías en blanco y negro. Se veía en ellas a un eficiente Vanini aporreando con su puño americano a los manifestantes caídos. En una de las fotografías, el rostro de un tipo estallaba, el ojo colgaba fuera de la órbita.
—¿De dónde las has sacado? Registré las casas de todos los tipos de Ben Tayeb y no encontré nada.
—Estaban en casa de Malaussène —dijo Pastor—. Actuación discreta —precisó—. Ni siquiera ha debido de advertir mi visita.
—¿Y el arma?
—Lo mismo —dijo Pastor—, una P.38, tenía usted razón. En casa de Malaussène, también.
Cercaire miraba a aquel jovencito, sentado frente a él, que había podido con Chabralle y que le ofrecía, en una bandeja, lo que él mismo y todo su equipo buscaban desde hacía tanto tiempo.
—¿Qué te puso sobre la pista, pequeño?
—Usted, me dije que tenía usted razón y que Ben Tayeb me había toreado. Eso no me gusta; y además estoy investigando sobre una muchacha a la que Malaussène intentó matar; eso me obligó a dar una vuelta por su terreno.
Cercaire aprobó con la cabeza.
—¿Qué más?
Pastor sonrió, molesto.
—Como sin duda sabe por mi expediente, soy rico. Una gran herencia, y puedo pagar a precio de oro los mejores chivatos que existen, es decir, los menos corruptos.
—¿Simon el Cabileño?
—Por ejemplo. Y Mo el Mossi.
Cercaire bebió un largo trago de cerveza. Cuando el último copo de espuma se hubo evaporado de su bigote, preguntó:
—Bueno, ¿y cómo ves tú la historia en líneas generales?
—Simple —dijo Pastor—. Tenía usted razón sobre Ben Tayeb, le da a la farmacia. Pero la cabeza es Malaussène, escondido tras la coartada del irreprochable cabeza de familia. Tayeb y él tuvieron una idea original: desplazar el mercado de la droga de los jóvenes a los viejos. Comenzaron por Belleville con la firme intención de ir ampliando. Pero Vanini, al que podían reprochársele muchas cosas, pero no ser idiota (y que tenía métodos distintos a los míos, pero eficaces también, para hacer cantar a los chivatos), se olió la cosa; y entonces se lo cargaron. Eso es. O, mejor dicho, se lo cargó Malaussène. Creyó que usted no iba a decir esta boca es mía mientras no tuviera esas fotografías, demasiado comprometedoras para su servicio.
Pastor vació su vaso y concluyó:
—Pero ahora ya tiene las fotos. Y también los negativos.
Realmente el tiempo no existía en el despacho del comisario Cercaire. Pastor no habría podido decir cuántos segundos habían transcurrido cuando Cercaire le preguntó:
—¿Y vienes a ofrecérmelo a mí, así, en una bandeja, gratis...?
—No —dijo Pastor—, a cambio de algo.
—Te escucho.
El inspector mostró una sonrisa sorprendentemente infantil.
—A cambio de una segunda cerveza.
Cercaire soltó una risotada y se dirigió a la nevera. El hombre daba la espalda a Pastor, las luminosas entrañas de la mini-nevera, empotrada a cierta altura en la biblioteca de aluminio, le daban un torso a contraluz, irisado de amarillo, mientras el resto del cuerpo permanecía en la vacía luminosidad del despacho. Cercaire tenía una cerveza en cada mano y seguía dándole la espalda a Pastor cuando éste dijo, con voz átona:
—No tenía por qué intentar matarme, Cercaire.
El hombre no se volvió. Permaneció allí, con las manos ocupadas con las botellas y la puerta de la nevera cerrada, de pie en aquella luz intemporal, perfectamente inmóvil, de espaldas al peligro.
Pastor soltó una risa de franca alegría.
—¡Vuélvase! ¡No lo estoy apuntando! He dicho simplemente que no estuvo bien eso de intentar darme el pasaporte.
La mirada de Cercaire, cuando se volvió, fue hacia las manos de Pastor. No, no lo apuntaba con un arma. Larga y lenta expiración.
—Ni siquiera se lo reprocho. Sólo estoy explicándole que fue un error.
Algo infantil pasó por el rostro de Cercaire.
—¡Yo no fui! —dijo.
Los niños gritan cuando mienten. Y más aún cuando dicen la verdad. Pastor creyó al que estaba allí, de pie ante él.
—¿Ponthard-Delmaire, entonces?
Cercaire asintió.
—Su hija dejó una nota que te identificaba antes de tirarse. Ponthard ha querido vengarla. Le dije que era una estupidez.
Pastor aprobó con una larga inclinación de cabeza.
—Su Ponthard sólo hace estupideces. Bueno, ¿y esas cervezas?
Abiertas por fin, las botellas, al llenar los vasos, exhalaron un largo estremecimiento de placer.
—En primer lugar, cargarse a un pasma es tonto, ¿no?
Pastor hizo la pregunta sonriendo a un Cercaire que dijo sí con la cabeza, sin sonreír.
—Luego, utilizar a dos idiotas para hacerlo es más tonto todavía.
El vaso de Cercaire seguía lleno.
—Sin mencionar que aquellos dos (porque son los mismos, pondría la mano en el fuego) fallaron ya en un primer contrato.
Pastor vio claramente dos orejas que se aguzaban en el interior de la cabeza de Cercaire; la gran máscara bigotuda y musculosa había recuperado, en cambio, su impasibilidad.
—Fallaron con la periodista Corrençon, Cercaire. La drogaron y la tiraron al Sena. ¡Cayó en una barcaza y ni siquiera se dieron cuenta!
—Gilipollas —soltó Cercaire.
—Eso pienso yo. ¿Y sabe usted dónde la tiraron?
Negativa con la cabeza.
—Desde el Pont-Neuf, justo delante de casa. Evidentemente, alguien los vio. Fue la noche en que se cargaron a Vanini.
Pastor soltaba sus frases una a una, dándoles tiempo para que empaparan el cerebro de enfrente, al que sentía en pleno ejercicio. En ciertas circunstancias de la vida, el hombre se parece efectivamente a un ordenador: muy liso por fuera, pero con las neuronas titilando frenéticamente. Cuando Cercaire hubo evaluado la magnitud de lo que acababa de saber, adoptó la única solución posible:
—Escúchame, Pastor, deja ya esta comedia, ¿quieres? Será mejor que me digas lo que sabes, cómo te has enterado y lo que quieres, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Comencé la investigación por el cuerpo de aquella muchacha arrojada a la barcaza, que todavía está hoy en coma. Descubrí que era periodista y, dado el tipo de artículos que le gustan, sospeché que había metido las narices en una historia donde alguien quería que se callara. ¿Me sigue hasta ahora?
Afirmación con la cabeza.
—Cuando fui a registrar su casa, me topé con un tal Malaussène que se largaba tan deprisa que chocó con el viejo Thian y soltó una serie de fotos. Eran unas tomas de Edith Ponthard-Delmaire.
Pausa. Afirmación de la cabeza-Cercadora.
—Como cualquier buen pasma, hice prácticas en estupas y aquel rostro me resultaba familiar. Consulté el fichero y advertí que usted había detenido, efectivamente, a la muchacha en el ochenta. Pensé, pues, que hacía otra vez de camello y que las fotos debían de ser pruebas. ¿Malaussène se las llevaba a la Corrençon o acababa de robarlas de su casa? Eso era algo que yo ignoraba todavía. Y entonces me ayudó usted, sin saberlo.
Mirada del estilo: ¿Yo? ¿Cómo?
—Haciéndome interrogar a Hadouch Ben Tayeb. Estaba usted obsesionado por la muerte de Vanini. Quería la cabeza de Tayeb a toda costa. Pero cuando le dije que los medicamentos caducados con los que le habían agarrado procedían de un ayuntamiento y que habían sido entregados a un viejo por una enfermera municipal durante un acto de condecoración, no quiso creerme, ¿lo recuerda?
Afirmación de una cabeza que comienza a captar.
—Había en su negativa demasiada precipitación. ¿Por qué no quiere creerme? ¿Tan inverosímil es? Me dije que iba a comprobarlo, por curiosidad. Y lo comprobé.
Una pausa. Traguito. La cerveza es buena.
—Y descubrí algo extraño. La medalla del cincuentenario, aquella mañana, en el ayuntamiento del undécimo, la entregaba a un meritorio viejo Arnaud Le Capelier, secretario de Estado para las Personas de Edad.
Atentas cejas, del estilo: ¿Adónde quiere ir? ¿Hasta dónde va a llegar?
—Ahora bien, en una de las fotografías que soltó Malaussène, se veía en primer plano a Edith Ponthard-Delmaire y, al fondo, en la tribuna, a Arnaud Le Capelier, ¿comprende? Con sus hermosos cabellos lisos, bien divididos por una raya central que cae directamente sobre la arista de su nariz y el hoyuelo de su barbilla.
(Bueno, bueno...)
—El resto vino por sí solo. Seguí unos días a la pequeña Edith. Acudía a todas las manifestaciones provejestorios organizadas (la función obliga) por el apuesto Arnaud, secretario de Estado para las Personas de Edad. Todo muy oficial, todo muy propio, absolutamente insospechable. Y cada vez la moza seducía a un rosario de viejecitos, y cada vez un paquete de cápsulas pasaba discretamente del bolso a sus bolsillos.
Silencio, silencio, y el tiempo suspendido en la transparente luz de la verdad.
—Y sin embargo —dijo Pastor, sinceramente sorprendido—, había al menos un pasma en cada una de esas salas. Un pasma de estupas, ya sabe, loden verde o abrigo de cuero. A imagen y semejanza del jefe.
El jefe comprendía cada vez mejor. Era como un castillo de naipes que se derrumbaba a cámara lenta.
—Me parecía extraño que no la descubriesen. Tanto más cuanto que no mostraba una excesiva discreción. Y luego me dije, a menos que estén allí para protegerla, para evitar a la muchacha los riesgos del oficio... ¿Qué le parece, Cercaire?
—Bien, prosigue.
—Fui, pues, al encuentro de Edith Ponthard-Delmaire, cargado con estas hipótesis que, evidentemente, le presenté como certidumbres. Ella las confirmó. Cantó de plano. Tuve ciertas dificultades para hacerle firmar su declaración, pero tengo un método para eso. Un método cuyos resultados pudo usted apreciar en el caso Chabralle.
Ni un solo copo de espuma en la cerveza-Cercaire. Pero la cerveza seguía estancada allí, trágicamente carente de oxígeno. Voz de Pastor:
—Antes de visitar a Edith Ponthard-Delmaire, llevé a cabo otro trabajo, muy sencillo, administrativo. Pura rutina. Quería saber de quién era hija la encantadora muchacha. Ponthard-Delmaire padre: arquitecto. Hermoso oficio. Hermosos discursos, también. «Unidad del hombre y espacio arquitectónico»... es el título de una de sus conferencias. «Que cada apartamento sea la emanación rítmica del cuerpo que lo habita» (sic). Hermoso, ¿no?
—Sigue.
(El vaso lleno, la boca seca.)
—Sí. Telefoneé al Ayuntamiento de París. Al catastro. Me informé sobre la naturaleza de las obras Ponthard-Delmaire en la capital. Supe que no quería desfigurar París construyendo nuevos edificios. (Algo que podemos agradecerle cuando vemos lo que hizo en Brest y en Belleville.) No, su arquitectura es de «remodelado interior». En otras palabras, conservar las formas arquitectónicas exteriores de París y renovar el interior de los apartamentos adquiridos por una filial de su estudio. Hice un listado de los apartamentos. Dos mil ochocientas en total (de momento). Intenté saber quiénes eran sus anteriores propietarios. Se trataba, en un noventa y siete por ciento, de viejos solitarios, muertos en el hospital y sin familia en su mayoría. Llamé a algunos hospitales e intenté saber de qué habían muerto los ancianos. Casi todos de demencia. En hospitales psiquiátricos. Apartamentos vacíos...
Esta vez, el silencio era definitivamente el de la eternidad. El joven sin edad que estaba allí era propietario del tiempo.
—¿Resumo? —preguntó.
Silencio, claro, silencio.
—Pues bien; resumo. He aquí el asunto en toda su sencillez: París alberga entre sus muros un impresionante número de viejos solitarios y sin esperanza. Si se recuperan los apartamentos de esos viejos al precio más bajo y se renuevan de acuerdo con las normas de la arquitectura más humana que existe: la arquitectura íntima Ponthard-Delmaire, y si se revenden al precio que justifica la obra del maestro, el beneficio es del orden del quinientos al seiscientos por ciento. Pero hay que liberar los apartamentos. ¿De qué muere un viejo? De vejez. Apresurar la vejez, hacerle tomar con mayor rapidez la curva final de la senilidad. ¿Es eso un crimen? Discutible. También puede ser considerado una obra humanitaria. Las conciencias están ya, pues, al abrigo, y es posible, por fin, abrir las bolsas de la tercera edad al mercado de la droga. Hablo mucho. Querría otra cerveza.