Desde mi cielo (26 page)

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Authors: Alice Sebold

BOOK: Desde mi cielo
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—¿Ves las velas, mamá? —preguntó Lindsey, mirando fijamente por la ventana.

—Ve a buscar a tu padre —dijo mi madre.

Mi hermana encontró a mi padre en el vestíbulo, colgando las llaves y el abrigo. Sí, iban a ir, dijo. Por supuesto que iban a ir.

—¡Papá! —gritó mi hermano desde el piso de arriba, y mi hermana y mi padre fueron a su encuentro.

—Te toca a ti —dijo mi padre cuando Buckley lo inmovilizó con el cuerpo.

—Estoy cansada de protegerlo —dijo Lindsey—. No me parece bien excluirlo. Susie nos ha dejado, y él lo sabe.

Mi hermano alzó la vista y la miró.

—Están dando una fiesta por Susie —dijo Lindsey—, y papá y yo vamos a llevarte.

—¿Está enferma mamá? —preguntó Buckley.

Lindsey no quería mentirle, pero le pareció que era una descripción exacta de la situación.

—Sí.

Quedó en reunirse abajo con su padre mientras llevaba a Buckley a su cuarto para cambiarle de ropa.

—La veo, ¿sabes? —dijo Buckley, y Lindsey lo miró—. Viene y habla conmigo, y pasamos tiempo juntos mientras tú juegas al fútbol.

Lindsey no sabía qué decir, pero lo cogió y lo atrajo hacia sí como él a menudo hacía con
Holiday.

—Eres un niño extraordinario —le dijo—. Yo siempre estaré aquí, pase lo que pase.

Mi padre bajó despacio la escalera, aferrándose con la mano izquierda a la barandilla de madera, hasta que llegó al vestíbulo.

Mi madre lo oyó acercarse y, cogiendo el libro de Moliere, entró con sigilo en el comedor, donde él no la viera. Se puso a leer de pie en un rincón del comedor, escondiéndose de su familia. Esperó a que la puerta se abriera y se cerrara.

Mis vecinos y profesores, amigos y familiares se colocaron en círculo alrededor de un lugar escogido al azar, no muy lejos de donde me habían matado. Mi padre y mis hermanos volvieron a oír los cantos en cuanto salieron. Todo en mi padre se inclinó y lanzó hacia el calor y la luz. Quería desesperadamente que yo estuviera presente en la mente y en el corazón de todos. Mientras observaba, me di cuenta de algo: casi todos se despedían de mí. Me había convertido en una de las muchas niñas desaparecidas. Ellos volverían a sus casas y me enterrarían, como una carta del pasado que no volvería a abrirse o leerse. Y yo tenía una oportunidad para despedirme de ellos y desearles lo mejor, bendecirlos de alguna manera por sus buenos pensamientos. Un apretón de manos en la calle, un objeto caído recogido y devuelto, o un afable saludo con la mano desde una ventana lejana, un movimiento de la cabeza, una sonrisa, unos ojos que se fijan en la travesura de un niño.

Ruth fue la primera en ver a los tres miembros de mi familia, y tiró a Ray de la manga.

—Ve a ayudarlos —susurró.

Y Ray, que había conocido a mi padre el primer día de lo que resultaría ser un largo trayecto para intentar dar con mi asesino, se adelantó. Samuel también se separó de la gente. Como jóvenes pastores, condujeron a mi padre y a mis hermanos hasta el grupo, que se apartó para dejarles pasar y guardó silencio.

Mi padre llevaba meses sin salir de casa salvo para ir y volver del trabajo o sentarse en el patio trasero, y no había visto a sus vecinos. Ahora los miró, uno por uno, y se dio cuenta de que me habían querido personas que él ni siquiera reconocía. Sintió una oleada de afecto como no había experimentado en lo que le parecía mucho tiempo, con la excepción de los breves instantes olvidados con Buckley, los amorosos accidentes con su hijo.

Miró al señor O'Dwyer.

—Stan —dijo—, Susie se quedaba delante de la ventana en verano y te escuchaba cantar en tu patio. Le encantaba. ¿Quieres cantar para nosotros?

Y con la clase de gracia que se concede —aunque en contadas ocasiones y no cuando más se desea— para salvar a un ser querido de la muerte, al señor O'Dwyer le tembló la voz sólo en la primera nota, y luego cantó alto, claro y entonado.

Todos cantaron con él.

Recordé las noches de verano de las que había hablado mi padre. Cómo la oscuridad tardaba una eternidad en llegar, y con ella siempre esperaba que refrescara. A veces, de pie junto a la ventana abierta, sentía una brisa, y con esa brisa llegaba la música de la casa de los O'Dwyer. Mientras escuchaba al señor O'Dwyer cantar todas las baladas irlandesas que se sabía, la brisa traía un olor a tierra y a aire, y un olor como a musgo que sólo podía significar tormenta.

En esos momentos reinaba un maravilloso silencio temporal mientras Lindsey estudiaba en el viejo sofá de su habitación, mi padre leía en su estudio y mi madre bordaba o lavaba los platos en el piso de abajo.

A mí me gustaba ponerme un camisón largo de algodón y salir al porche trasero, donde, mientras empezaban a caer gruesas gotas contra el tejado, la brisa entraba a través de la tela metálica y me pegaba el camisón al cuerpo. Era agradable y maravilloso, y de pronto llegaba un relámpago seguido de un trueno.

Junto a la puerta abierta del porche estaba mi madre, que después de soltarme su típica advertencia —«Vas a coger un resfriado de muerte»— se quedaba callada. Juntas escuchábamos cómo caía la lluvia y retumbaban los truenos, y olíamos la tierra que se elevaba para saludarnos.

—Pareces invencible —me dijo mi madre una noche.

Me encantaban esos momentos en los que parecía que sentíamos lo mismo. Me volví hacia ella, envuelta en mi fino camisón, y dije:

—Lo soy.

FOTOS

Con la cámara que me regalaron mis padres saqué montones de fotos a mi familia. Tantas, que mi padre me obligó a seleccionar los carretes que creía que merecía la pena revelar. A medida que aumentaba el precio de mi obsesión, empecé a tener en mi armario dos cajas: «Carretes para revelar» y «Carretes para guardar». Fue, según mi madre, el único indicio de mis dotes organizativas.

Me encantaba cómo los flashes de la Kodak Instamatic señalaban un instante que había pasado y que ya habría desaparecido para siempre si no fuera por la foto. Una vez utilizados, me pasaba los flashes cúbicos de una mano a otra hasta que se enfriaban. Los filamentos rotos se volvían de un azul intenso o ennegrecían el fino cristal con el humo. Yo había rescatado el instante al utilizar mi cámara, y de ese modo había descubierto una forma de detener el tiempo y conservarlo. Nadie podía arrebatarme esa imagen, porque me pertenecía.

Una tarde del verano de 1975, mi madre se volvió hacia mi padre y le dijo:

—¿Has hecho alguna vez el amor en el mar?

Y él respondió:

—No.

—Yo tampoco —dijo mi madre—. Hagamos ver que esto es el mar, y que yo me voy y tal vez no nos volvamos a ver.

Al día siguiente se marchó a la cabaña de su padre en New Hampshire.

Ese mismo verano, Lindsey, Buckley o mi padre, al abrir la puerta de la calle, encontraban en el umbral una cazuela o un bizcocho. A veces una tarta de manzana, la favorita de mi padre. La comida era impredecible. Los guisos que preparaba la señora Stead eran asquerosos. Los bizcochos de la señora Gilbert no estaban lo bastante secos, pero eran pasables. Las tartas de manzana eran de Ruana: el cielo en la Tierra.

En su estudio, en las largas noches que siguieron a la partida de mi madre, mi padre trataba de abstraerse releyendo pasajes de las cartas que Mary Chesnut le había escrito a su marido durante la guerra civil. Trató de desprenderse de todo sentimiento de culpabilidad, de toda esperanza, pero era imposible. Una vez logró esbozar una pequeña sonrisa.

—Ruana Singh hace una tarta de manzana formidable —escribió en su cuaderno.

Una tarde de otoño, contestó al teléfono y oyó la voz de la abuela Lynn.

—Jack —anunció mi abuela—, estoy pensando en irme a vivir con vosotros.

Mi padre guardó silencio, pero la línea se llenó de su vacilación.

—Me gustaría ponerme a tu disposición y a la de los niños. Ya llevo demasiado tiempo deambulando por este mausoleo.

—Lynn, estamos empezando de nuevo —tartamudeó él. Aun así, no podía contar con que la madre de Nate cuidara eternamente de Buckley. Cuatro meses después de que mi madre se marchara, su ausencia temporal empezaba a sentirse como permanente.

Mi abuela insistió. Yo la vi resistir la tentación de apurar el vodka de su vaso.

—Me abstendré de beber hasta... —Se quedó pensativa un buen rato y añadió—: Las cinco de la tarde... Qué demonios, lo dejaré del todo si lo crees necesario.

—¿Eres consciente de lo que estás diciendo?

Mi abuela sintió cómo la clarividencia le recorría desde la mano que sostenía el teléfono hasta sus pies enfundados en zapatillas.

—Sí, creo que sí.

Sólo cuando colgó el teléfono mi padre se permitió preguntarse: «¿Dónde vamos a meterla?».

Era obvio para todos.

En diciembre de 1975 hacía un año que el señor Harvey había hecho las maletas, pero seguía sin haber rastro de él. Por un tiempo, hasta que la cinta adhesiva se ensució o el papel se rasgó, los dueños de las tiendas colgaron en sus escaparates una foto de él. Lindsey y Samuel paseaban por el vecindario o frecuentaban el taller de motos de Hal. Ella no iba al restaurante al que iban los otros chicos. El dueño del restaurante era un defensor del orden público, y había ampliado dos veces el dibujo de George Harvey y lo había pegado en la puerta. Y explicaba con mucho gusto los espeluznantes detalles a cualquier cliente que se los preguntara: niña, campo de trigo, sólo se había encontrado un codo.

Al final, Lindsey le pidió a Hal que la llevara a la comisaría. Quería saber exactamente qué estaban haciendo.

Se despidieron de Samuel en el taller y Hal llevó a Lindsey en su moto a través de la húmeda nieve de diciembre.

Desde el primer momento, la juventud y la determinación de Lindsey habían cogido a la policía desprevenida. Cada vez eran más los agentes que sabían quién era, y cada vez la evitaban más. Allí estaba esa chica de quince años de ideas fijas y un poco loca, de pechos pequeños pero perfectos, piernas larguiruchas pero bien formadas, ojos como sílex y pétalos de flor.

Mientras esperaba sentada con Hal en un banco de madera a la puerta de la oficina del capitán de policía, le pareció ver en el otro extremo de la sala algo que reconoció. Estaba encima del escritorio del detective Fenerman y destacaba en la habitación por su color: lo que su madre siempre había descrito como rojo chino, un rojo más intenso que el de las rosas, el rojo de las barras de labios clásicas que tan pocas veces se encontraba en la naturaleza. Nuestra madre se enorgullecía de su facilidad para vestir de rojo chino, y cada vez que se anudaba un pañuelo al cuello comentaba que era de un color que ni siquiera la abuela Lynn se atrevería a llevar.

—Hal —dijo ella con todos los músculos tensos mientras contemplaba el objeto cada vez más familiar encima del escritorio de Fenerman.

—¿Sí?

—¿Ves esa tela roja?

—Sí.

—¿Puedes ir a cogerla?

Cuando Hal la miró, ella añadió:

—Creo que es de mi madre.

Hal se levantaba para ir a cogerla cuando Len entró en la sala por detrás de donde estaba sentada Lindsey. Le dio unos golpecitos en el hombro en el preciso momento en que se daba cuenta de lo que Hal iba a hacer. Lindsey y el detective Fenerman se miraron.

—¿Qué hace aquí el pañuelo de mi madre?

Él tartamudeó.

—Debió de dejárselo algún día en mi coche.

Lindsey se levantó y se encaró con él. Tenía una mirada penetrante y avanzaba a toda velocidad hacia una noticia aún peor.

—¿Qué hacía ella en su coche?

—Hola, Hal —dijo Len.

Hal tenía el pañuelo en la mano. Lindsey se lo cogió y habló con una voz cada vez más indignada.

—¿Qué hace usted con el pañuelo de mi madre?

Y aunque Len era el detective, Hal fue el primero en verlo: fue como un arco iris desplegado sobre ella, como los colores de un prisma. Lo mismo ocurría en la clase de álgebra o de lengua y literatura inglesas cuando era mi hermana la que despejaba el valor de una
x
o señalaba a sus compañeros las expresiones con doble sentido. Hal puso una mano en el hombro de Lindsey.

—Deberíamos irnos —dijo.

Más tarde, ella desahogó su incredulidad con Samuel en la trastienda del taller de motos.

Cuando mi hermano cumplió siete años me construyó un fuerte. Era algo que habíamos quedado en hacer juntos, y algo que mi padre no se había visto con fuerzas de hacer. Le recordaba demasiado a la tienda que había construido con el desaparecido señor Harvey.

Un matrimonio con cinco hijas pequeñas se había mudado a la casa del señor Harvey. La risa llegaba al estudio de mi padre desde la piscina que habían instalado en la primavera, después de que George Harvey huyera. Los gritos de niñas pequeñas, muchas niñas.

La crueldad de todo era como cristal haciéndose añicos en los oídos de mi padre. En la primavera de 1976, con mi madre lejos, cerraba la ventana de su estudio incluso las tardes más calurosas, para no oír los gritos. Observaba a su hijo solitario entre los tres arbustos de sauce blanco, hablando consigo mismo. Buckley llevó macetas de terracota vacías del garaje y arrastró el limpiabarros olvidado hasta el lateral de la casa, cualquier cosa con que construir las paredes del fuerte. Con ayuda de Samuel, Hal y Lindsey, trasladó dos enormes piedras de delante de la casa al patio trasero. Fue un golpe de suerte tan inesperado que impulsó a Samuel a preguntar:

—¿Y cómo piensas hacer el tejado?

Y Buckley lo miró perplejo mientras Hal repasaba mentalmente lo que había en su taller de motos y recordaba dos láminas de chapa de cinc apoyadas contra la pared trasera.

Así, una noche calurosa que mi padre miró hacia abajo, no vio a su hijo. Buckley se había refugiado dentro de su fuerte. A cuatro patas, metía las macetas de terracota detrás de él y apoyaba contra ellas un tablero que llegaba casi hasta el tejado ondulado. Entraba suficiente luz para leer. Hal le había complacido, y al otro lado de la puerta de madera contrachapada había escrito, en grandes letras negras:
PROHIBIDA LA ENTRADA
.

Sobre todo leía libros de los Vengadores y los Hombres X. Soñaba con ser Wolverine, que tenía un esqueleto hecho del metal más resistente del universo y se curaba de cualquier clase de herida de la noche a la mañana. En los momentos más raros pensaba en mí, echaba de menos mi voz, deseaba que saliera de la casa, golpeara el tejado de su fuerte y le pidiera que le dejara entrar. A veces deseaba que Samuel y Lindsey anduvieran más cerca, o que su padre jugara con él como antes. Que jugara sin esa expresión siempre preocupada detrás de su sonrisa, esa desesperada preocupación que ahora lo rodeaba todo como un campo de fuerzas invisibles. Sin embargo, mi hermano no se permitía echar de menos a mi madre. Se sumergía en historias donde hombres débiles se convertían en semianimales con una gran fuerza que lanzaban rayos por los ojos, utilizaban martillos mágicos para atravesar acero o escalar rascacielos. Era Hulk cuando se enfadaba y Spidey el resto del tiempo. Cuando sentía que le dolía el corazón, se convertía en un ser más fuerte que un niño, y crecía de ese modo. Mientras yo observaba, pensé en lo que a la abuela Lynn le gustaba decir cuando Lindsey y yo poníamos los ojos en blanco o hacíamos muecas a sus espaldas: «Cuidado con las caras que ponéis. Podríais quedaros petrificadas con una de ellas».

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