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Authors: Alice Sebold

Desde mi cielo (35 page)

BOOK: Desde mi cielo
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Ella se abandonó.

—La veo por todas partes —dijo, suspirando aliviada—. Hasta en California está en todas partes. En los autobuses a los que subo o a la puerta de los colegios por los que paso en coche. Veía su pelo pero no coincidía con la cara, o veía su cuerpo o cómo se movía. Veía a sus hermanas mayores y a sus hermanos pequeños, o a dos niñas que parecían hermanas, e imaginaba lo que Lindsey no iba a tener nunca, toda la relación de la que iban a verse privados ella y Buckley, y eso me afectaba, porque yo también me había ido. Y repercutía en ti y hasta en mi madre.

—Ha estado fantástica —dijo él—. Una roca. Una roca como de esponja, pero roca al fin y al cabo.

—Supongo que sí.

—Entonces, si te dijera que Susie ha estado en la habitación hace diez minutos, ¿qué dirías?

—Diría que estás loco y que seguramente tienes razón.

Mi padre le recorrió el perfil con un dedo y se detuvo en los labios, que se abrieron muy despacio.

—Tienes que inclinarte —dijo él—. Soy un hombre enfermo.

Y vi a mis padres besarse. Mantuvieron los ojos abiertos, y mi madre fue la primera en llorar, y sus lágrimas rodaron por las mejillas de mi padre hasta que él también lloró.

21

Después de dejar a mis padres en el hospital, fui a ver a Ray Singh. Habíamos tenido catorce años a la vez, él y yo. Ahora vi su cabeza en la almohada, el pelo oscuro y la piel morena sobre las sábanas amarillas. Yo siempre había estado enamorada de él. Conté las pestañas de cada ojo cerrado. Pensé en lo que casi fue, en lo que pudo haber sido, y tuve las mismas pocas ganas de dejarlo que a mi familia.

En el andamio de detrás del escenario, por encima de Ruth, Ray Singh se había acercado tanto a mí que sentí su aliento cerca del mío. Olí la mezcla de clavo y canela con que imaginé que espolvoreaba sus cereales por la mañana, y también un olor oscuro, el olor humano del cuerpo que se acercaba al mío, un cuerpo dentro del cual había órganos suspendidos por una química distinta de la mía.

Desde el momento en que supe que iba a ocurrir hasta que ocurrió, me había asegurado de no quedarme a solas con Ray Singh, dentro o fuera del colegio. Temía lo que más deseaba: que me besara. No estar a la altura de las historias que todo el mundo contaba, o de lo que había leído en
Seventeen, Glamour
y
Vogue.
Temía no hacerlo lo bastante bien, que mi primer beso provocara rechazo, no amor. Aun así, coleccionaba historias de besos.

—Tu primer beso es el destino que llama a tu puerta —me dijo la abuela Lynn un día por teléfono.

Yo sostenía el auricular mientras mi padre iba a llamar a mi madre. Lo oí decir desde la cocina:

—Está como una cuba.

—Si tuviera que repetirlo, me pondría algo especial como Fuego y Hielo, pero entonces Revlon no hacía ese pintalabios. Habría dejado mi marca en el hombre.

—¡Madre! —dijo mi madre desde la extensión del dormitorio.

—Estamos hablando del asunto de los besos, Abigail.

—¿Cuánto has bebido?

—Verás, Susie —siguió la abuela Lynn—, si besas como un limón, haces limonada.

—¿Qué sentiste?

—Ah, el asunto de los besos —dijo mi madre—. Eso te lo dejo a ti.

Yo había pedido una y otra vez a mis padres que me lo contaran para escuchar sus distintas versiones. Me quedé con la imagen de los dos detrás de una nube de humo de cigarrillo y sus labios rozándose ligeramente dentro de la nube.

—Susie —susurró la abuela Lynn un momento después—, ¿estás ahí?

—Sí, abuela.

Se quedó callada un rato más largo.

—Tenía tu edad, y mi primer beso vino de un adulto. El padre de una amiga.

—¡Abuela! —exclamé, sinceramente escandalizada.

—No vas a regañarme, ¿verdad?

—No.

—Fue maravilloso —dijo la abuela Lynn—. Él sabía besar. Yo no podía soportar a los chicos que intentaban besarme. Les ponía una mano en el pecho y los apartaba. El señor McGahern, en cambio, sabía utilizar los labios.

—¿Y qué pasó?

—Fue maravilloso —exclamó—. Yo sabía que no estaba bien, pero fue increíble, por lo menos para mí. Nunca le pregunté qué había sentido, claro que después de eso nunca volví a verlo a solas.

—Pero ¿te habría gustado repetir?

—Sí, siempre anduve a la caza de ese primer beso.

—¿Qué hay del abuelo?

—No era nada del otro mundo besando —dijo ella. Yo oía los cubitos de hielo al otro lado de la línea—. Nunca he olvidado al señor McGahern, aunque sólo fue un momento. ¿Hay algún chico que quiere besarte?

Mis padres no me lo habían preguntado. Yo sabía que ya lo sabían, lo notaban y sonreían cuando cambiaban impresiones.

Tragué saliva al otro lado de la línea.

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—Ray Singh.

—¿Te gusta?

—Sí.

—Entonces, ¿a qué esperas?

—Tengo miedo de no hacerlo bien.

—¿Susie?

—¿Sí?

—Sólo diviértete, niña.

Pero cuando, esa tarde, me quedé junto a mi taquilla y oí la voz de Ray pronunciar mi nombre, esta vez detrás y no por encima de mí, me pareció cualquier cosa menos divertido. El momento en sí tampoco fue divertido. No tuvo nada que ver con los estados absolutos que había conocido hasta entonces. Me sentí, por expresarlo en una sola palabra, revuelta. No como verbo, sino como adjetivo. Feliz + Asustada = Revuelta.

—Ray —dije, pero antes de que el nombre abandonara mis labios, él se había inclinado hacia mí y capturado mi boca abierta con la suya. Fue tan inesperado, aunque llevaba semanas esperándolo, que me quedé con ganas de más. Deseé desesperadamente volver a besar a Ray Singh.

A la mañana siguiente, el señor Connors recortó un artículo del periódico y lo guardó para Ruth. Era un dibujo detallado de la sima de los Flanagan y cómo iban a cubrirla. Mientras Ruth se vestía le escribió una nota. «Esto es una chapuza —se leía en ella—. Algún día el coche de algún pobre diablo volverá a caer en ella.»

—Papá cree que es un presagio —dijo, agitando el recorte en el aire al subirse en el Chevy azul de Ray al final del camino de su garaje—. Nuestro rincón va a ser engullido en parcelas subdivididas. Toma. En este artículo hay cuatro cuadros como los cubos que dibujas en una clase de dibujo para principiantes, y se supone que muestran cómo van a tapar la sima.

—Yo también me alegro de verte, Ruth —dijo él, dando marcha atrás por el camino mientras señalaba con la mirada el cinturón de seguridad desabrochado de Ruth.

—Perdona —dijo Ruth—. Hola.

—¿Qué dice el artículo? —preguntó Ray.

—Hace un día precioso, un tiempo espléndido.

—Está bien, está bien. Háblame del artículo.

Cada vez que veía a Ruth después de unos meses recordaba su impaciencia y su curiosidad, dos rasgos que los había acercado y mantenido como amigos.

—Los tres primeros son el mismo dibujo, pero con distintas flechas señalando distintas partes: «capa superior», «piedra caliza resquebrajada» y «roca desintegrándose». El último tiene un gran título, «Cómo solucionarlo», y debajo explica: «El hormigón llena la garganta y el cemento blanco rellena las grietas».

—¿La garganta? —preguntó Ray.

—Lo sé —dijo Ruth—. Luego está esta otra flecha al otro lado, como si fuera un proyecto tan importante que han tenido que hacer una pausa para que los lectores asimilen la idea, y dice: «Por último, se llena el hoyo de tierra».

Ray se echó a reír.

—Como un procedimiento médico —continuó Ruth—. Se necesita una cirugía complicada para reparar el planeta.

—Creo que los agujeros en la tierra provocan miedos muy primarios.

—¡Tienen gargantas, por el amor de Dios! —exclamó Ruth—. Eh, vamos a echarle un vistazo.

Un kilómetro y medio más adelante había letreros que anunciaban una nueva construcción. Ray giró a la izquierda y se adentró en los círculos de las carreteras recién pavimentadas donde habían talado los árboles y ondeaban pequeñas banderas rojas y amarillas a espacios regulares en lo alto de indicadores al nivel de la cintura.

Justo cuando se habían convencido de que estaban solos explorando las carreteras trazadas para un área todavía inhabitable, vieron a Joe Ellis acercarse a ellos.

Ni Ruth ni Ray lo saludaron con la mano, y Joe no hizo ademán de saludarlos.

—Dice mi madre que sigue viviendo en casa y no encuentra trabajo.

—¿Qué hace durante todo el día? —preguntó Ray.

—Pegar sustos, supongo.

—Nunca lo superó —dijo Ray, y Ruth se quedó mirando las hileras e hileras de aparcamientos vacíos hasta que Ray salió de nuevo a la carretera principal y volvieron a cruzar las vías del tren hacia la carretera 30, que los llevaría a la sima.

Ruth había sacado el brazo por la ventana para sentir el aire húmedo de la mañana después de la lluvia. Aunque Ray había sido acusado de estar involucrado en mi desaparición, había comprendido la razón, sabía que la policía había cumplido con su deber. Sin embargo, Joe Ellis nunca se había recuperado de la acusación de haber matado a los gatos y perros que había matado el señor Harvey. Vagaba por ahí, manteniéndose a una distancia prudencial de sus vecinos y deseando intensamente consolarse con el amor de los gatos y los perros. Lo más triste es que los animales olían lo deshecho que estaba —era el defecto de los humanos— y se mantenían bien lejos de él.

En la carretera 30, cerca de Eels Rod Pike, por donde Ray y Ruth estaban a punto de pasar, vi a Len salir del apartamento de encima de la barbería de Joe. Llevaba a su coche una mochila de estudiante no muy llena. Se la había regalado la joven a la que pertenecía el apartamento, que le había invitado a un café un día después de que se conocieran en la comisaría haciendo un curso de criminología del West Chester College. Dentro de la mochila había una mezcolanza de cosas: se proponía enseñarle alguna a mi padre, pero las otras ningún padre necesitaba verlas. Entre las últimas estaban las fotos de las tumbas de los cuerpos recuperados, dos codos en cada caso.

Cuando llamó al hospital, la enfermera le dijo que el señor Salmón estaba con su mujer y su familia. Su sentimiento de culpabilidad aumentó mientras detenía el coche en el aparcamiento del hospital y se quedaba un momento sentado bajo el sol abrasador que atravesaba el parabrisas, disfrutando del calor.

Yo lo veía prepararse, buscando las palabras para expresar lo que tenía que decir. Sólo tenía una cosa clara: después de casi siete años de estar cada vez menos en contacto desde finales de 1975, lo que mis padres más anhelaban era un cuerpo o la noticia de que habían encontrado al señor Harvey. Lo que él tenía que ofrecer era un colgante.

Cogió la mochila y cerró el coche, y pasó junto a la vendedora de flores con sus cubos llenos otra vez de narcisos. Sabía el número de la habitación de mi padre, de modo que no se molestó en anunciarse en el mostrador de enfermeras de la quinta planta; se limitó a llamar con los nudillos a la puerta abierta antes de entrar.

Mi madre estaba de pie, de espaldas a él. Cuando se volvió, vi el efecto que la fuerza de su presencia tenía en él. Sostenía la mano de mi padre. De pronto me sentí muy sola.

Mi madre vaciló un poco al sostener la mirada de Len, y luego rompió el silencio con lo que le salió con más facilidad.

—Siempre es un placer verle —dijo tratando de bromear.

—Len —logró decir mi padre—. Abbie, ¿puedes ayudarme a recostarme?

—¿Cómo se encuentra, señor Salmón? —preguntó Len mientras mi madre apretaba el botón de la cama que tenía la flecha hacia arriba.

—Jack, por favor —insistió mi padre.

—Antes de que se hagan ilusiones —dijo Len—, no lo hemos cogido.

Mi padre se quedó visiblemente decepcionado.

Mi madre colocó bien las almohadas a la espalda de mi padre.

—Entonces, ¿para qué ha venido? —preguntó ella.

—Hemos encontrado algo de Susie —dijo él.

Había utilizado casi la misma frase cuando vino a casa con el gorro de la borla y los cascabeles. El eco resonó en la cabeza de mi madre.

Cuando, la noche anterior, mi madre había observado a mi padre dormir, y luego él se había despertado y visto su cabeza junto a la suya en la almohada, los dos habían tratado de evitar el recuerdo de esa primera noche de nieve, granizo y lluvia, y cómo se habían abrazado sin atreverse ninguno de los dos a expresar en voz alta su mayor esperanza. La noche anterior, mi padre había dicho por fin: «Nunca volverá a casa». Una verdad clara y sencilla que habían aceptado todos los que me habían conocido. Pero él necesitaba decirlo, y ella necesitaba oírselo decir.

—Es un colgante de su pulsera —dijo Len—. Una piedra de Pensilvania con sus iniciales grabadas.

—Se la compré yo —dijo mi padre—. En la estación de la calle Treinta, un día que fui a la ciudad. Tenían un puesto, y un hombre con unas gafas de cristal inastillable me grabó las iniciales gratis. Compré otra para Lindsey. ¿Te acuerdas, Abigail?

—Sí —respondió mi madre.

—La encontramos cerca de una tumba, en Connecticut.

Mis padres se quedaron callados un momento, como animales atrapados en hielo, los ojos inmóviles y muy abiertos, suplicando a todo el que pasara que, por favor, los liberara.

—No era Susie —dijo Len, apresurándose a llenar el silencio—. Lo que significa que Harvey ha estado relacionado con otros asesinatos cometidos en Delaware y Connecticut. Encontramos el colgante de Susie en una tumba de las afueras de Hartford.

Mis padres vieron a Len abrir con torpeza la cremallera ligeramente atascada de su mochila. Mi madre alisó el pelo de mi padre y trató de atraer su mirada. Pero mi padre estaba concentrado en la posibilidad que les ofrecía Len: reabrir el caso de mi asesinato. Y mi madre, justo cuando empezaba a tener la sensación de pisar un terreno más firme, tuvo que ocultar el hecho de que nunca había querido que todo volviera a empezar. El nombre de George Harvey le hacía enmudecer. Nunca había sabido qué decir de él. En su opinión, vivir pendiente de que lo capturasen y lo castigasen significaba optar por vivir con el enemigo en lugar de aprender a vivir en el mundo sin mí.

Len sacó una gran bolsa de cremallera. Al fondo, mis padres vieron un destello dorado. Len se lo dio a mi madre y ella lo sostuvo ante los ojos.

—¿No lo necesita, Len? —preguntó mi padre.

—Ya lo hemos analizado a fondo —dijo él—. Hemos tomado nota de dónde se encontró y hecho las fotografías necesarias. Podría darse el caso de que tuviera que pedirles que me lo devolvieran, pero hasta entonces pueden quedárselo.

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