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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Desde Rusia con amor (23 page)

BOOK: Desde Rusia con amor
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Kerim tradujo. El gitano miró a Bond con amargura y dijo algunas palabras con acritud.

—Dice que no debería haberle pedido un favor tan difícil. Dice que tiene el corazón demasiado tierno para ser un buen luchador. Pero dice que hará lo que le pide.

El gitano hizo caso omiso de la sonrisa de gratitud de Bond. Comenzó a hablarle rápidamente a Kerim, que le escuchaba con atención, interrumpiendo de vez en cuando el flujo de palabras con alguna pregunta. El nombre de Krilencu se mencionaba con frecuencia. Kerim habló después. En su voz había una contrición profunda y no permitió que las protestas del otro le hicieran callar. Se hizo una última referencia a Krilencu. Kerim se volvió a mirar a Bond.

—Amigo mío —dijo con tono seco—, éste es un asunto curioso. Parece ser que los búlgaros recibieron orden de matar a Vavra y a tantos de sus hombres como fuese posible. Ésa es una cuestión que se explica con facilidad. Sabían que el gitano había estado trabajando para mí. Algo drástico, quizá. Pero en lo que a matar se refiere, los rusos no son muy refinados. Les gustan las muertes en masa. Vavra era uno de los objetivos principales. Yo era otro. La declaración de guerra contra mí personalmente, también puedo entenderla. Pero parece que a usted no debían causarle ningún daño. Lo describieron con todo detalle para que no hubiera errores. Eso sí que es raro. Tal vez se decidió que no debía haber repercusiones diplomáticas. ¿Quién puede saberlo?

»El ataque estaba bien planificado. Llegaron a lo alto de la colina dando un rodeo y descendieron con el motor apagado para que nadie los oyera. Ésta es una zona solitaria y no hay ni un policía en varios kilómetros. Me culpo a mí mismo por haber tratado a esta gente con demasiada ligereza. —Kerim parecía perplejo y desdichado. Al parecer, tomó una decisión—. Pero ya es medianoche —dijo—. El Rolls llegará dentro de poco. Nos quedan algunos asuntos de trabajo que ultimar antes de irnos a dormir. Y ya es hora de que dejemos a esta gente tranquila. Tienen muchas cosas que hacer antes de que amanezca. Hay muchos cadáveres que arrojar al Bosforo y tienen que reparar el muro. Cuando salga el sol no debe quedar ni rastro de todo este asunto. Nuestro amigo le quiere bien. Dice que debe regresar, y que Zora y Vida son suyas hasta que se les caigan los pechos. Se niega a culparme a mí por lo sucedido. Dice que debo continuar enviándole búlgaros.

Esta noche murieron diez. Le gustaría recibir algunos más. Y ahora le estrecharemos la mano y nos marcharemos. Es lo único que él nos pide. Somos buenos amigos, pero también somos
gajos
. Y supongo que no quiere que veamos a sus mujeres llorando por los muertos.

Kerim tendió su enorme mano. Vavra la cogió y la retuvo, mientras miraba a Kerim a los ojos. Por un momento, los feroces ojos del gitano parecieron empañarse. Luego el gitano soltó la mano y se volvió hacia Bond. La mano era seca y áspera, y como protegida con un relleno, como la zarpa de un enorme animal. Los ojos volvieron a empañarse. Soltó la mano de Bond. Le habló con rapidez y tono urgente a Kerim, les volvió la espalda a ambos hombres y se alejó hacia los árboles.

Nadie alzó la vista de su trabajo cuando Kerim y Bond pasaron por la brecha del muro. El Rolls se encontraba, rutilante a la luz de la luna, a unos pocos metros calle abajo, frente a la entrada del café. Junto al chófer había sentado un hombre joven. Kerim lo señaló con una mano.

—Ése es mi décimo hijo. Se llama Boris. Pensaba que podría necesitarlo. Y así será.

—Buenas noches, señor —dijo el chico, al volverse. Bond lo reconoció como uno de los trabajadores de la oficina del almacén. Era tan moreno y delgado como el jefe de secretarios, y sus ojos también eran azules.

El coche descendió por la colina. Kerim le habló en inglés al chófer.

—Es una calle pequeña que sale de la plaza del Hipódromo. Cuando lleguemos allí, continuaremos en silencio. Ya te diré cuándo debes detenerte. ¿Tienes los uniformes y el equipo?

—Sí, Kerim Bey.

—De acuerdo. Acelera. A esta hora deberíamos estar todos en la cama.

Kerim se hundió en el asiento. Sacó un cigarrillo. Ambos se pusieron a fumar. Bond miraba las calles grises y pensaba que las farolas muy esparcidas eran el distintivo inequívoco de las ciudades pobres.

Pasó un rato antes de que Kerim hablara.

—El gitano —comentó luego— dijo que los dos tenemos las alas de la muerte sobre la cabeza. Dijo que yo debía guardarme de un hijo de las nieves y que usted debe guardarse de un hombre que está poseído por la luna. —Profirió una áspera risa—. Es el tipo de galimatías que suelen decir ellos. Pero asegura que Krilencu no es ninguno de esos hombres. Me alegro.

—¿Por qué?

—Porque no podré dormir hasta que no mate a ese hombre. No sé si lo que sucedió esta noche tiene alguna relación con usted y su misión. Y no me importa. Por algún motivo, me han declarado la guerra. Si yo no mato a Krilencu, al tercer intento seguro que él me matará a mí. Así que ahora vamos camino de acudir a una cita con él en Samara
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.

Capítulo 19
La boca de Marilyn Monroe

El coche corría a gran velocidad por las calles desiertas, pasando ante mezquitas sombrías desde las cuales los deslumbrantes minaretes se encumbraban hacia la luna creciente en tres cuartos de su plenitud, pasando bajo el acueducto en ruinas, atravesando el Bulevar Ataturk y corriendo ante las entradas norte del Gran Bazar, ahora cerradas. Al llegar a la Columna de Constantino, el vehículo giró a la derecha, metiéndose entre meandrosas calles que olían a basura, para desembocar por último en una larga plaza ornamental alargada en la que tres columnas de piedra se lanzaban como una batería de cohetes espaciales hacia el cielo estrellado.

—Aminora la marcha —dijo Kerim en voz baja. Describieron un lento giro en torno a la plaza bajo la sombra de los tilos. Desde el fondo de una calle del lado este, el faro que había bajo el palacio Topkapi Saray les hizo un gran guiño amarillo.

—Para.

El coche se detuvo en la oscuridad bajo los tilos. Kerim tendió la mano hacia el tirador de la puerta.

—No tardaremos mucho, James. Usted siéntese adelante, en el asiento del conductor, y si un policía se acerca, simplemente dígale:
«fíen Bey Kerim in ortagiyim»
. ¿Podrá recordarlo? Significa: «Soy el socio de Kerim Bey». Lo dejarán en paz.

Bond profirió un bufido.

—Muchísimas gracias, pero se sorprenderá al saber que yo voy a acompañarlos. Sin mí, será inevitable que se metan en líos. En cualquier caso, que me condenen si tengo intención de quedarme aquí a embaucar agentes de policía. Lo peor de aprender bien una sola frase es que parece que uno sepa el idioma. El policía me responderá con una andanada de turco y, cuando no pueda responderle, se olerá que hay gato encerrado. No discuta, Darko.

—Bueno, no me culpe si esto no le gusta. —La voz de Kerim era de incomodidad—. Va a ser un asesinato sin más, a sangre fría. En mi tierra, se deja que los perros dormidos se queden echados, pero si se levantan y muerden, se les pega un tiro. No se les ofrece un duelo. ¿De acuerdo?

—Lo que usted diga —replicó Bond—Me queda una bala para el caso de que usted falle.

—Venga, pues —aceptó Kerim, reacio—. Tendremos que andar un buen trecho. Ellos dos irán por otro camino.

Kerim cogió un largo bastón que tenía el chófer y un estuche de cuero. Se los echó sobre el hombro y partieron andando calle abajo hacia el guiño amarillo del faro. El sonido de sus pasos rebotaba en las cortinas de hierro de las tiendas cerradas y volvía a ellos. No se veía ni un alma, ni un gato, y Bond se alegró de no ir solo por aquella larga calle hacia el funesto ojo lejano.

Desde el principio, Estambul le había dado la impresión de ser una ciudad donde, al caer la noche, el horror sale arrastrándose de las piedras. Le parecía una urbe que los siglos habían embebido en sangre y violencia de tal manera que, cuando la luz diurna se apagaba, los fantasmas de sus muertos eran la única población. El instinto le decía, como les sucedía a otros viajeros, que Estambul era una ciudad de la que se alegraría de salir con vida.

Llegaron a un estrecho callejón maloliente que descendía una empinada colina hacia la derecha. Kerim giró en él y comenzó a bajar con pies de plomo por el adoquinado.

—Cuidado dónde pone los pies —dijo en voz baja—. «Basura» es una palabra demasiado fina para lo que mi encantador pueblo arroja a la calle.

La luna brillaba blanca sobre el húmedo río de adoquines. Bond mantenía la boca cerrada y respiraba por la nariz. Bajaba un pie después del otro, planos sobre el suelo, con las rodillas dobladas, como si descendiera por una ladera cubierta de nieve. Pensó en su cama del hotel y en el cómodo acolchado del automóvil que aguardaba bajo los tilos de dulce aroma, y se preguntó con cuántas clases de hedores espantosos más iba a tropezarse durante su presente misión.

Se detuvieron al final del callejón. Kerim se volvió hacia él con una ancha sonrisa blanca.

Señaló un elevado bloque de negras sombras que había en lo alto.

—Es la mezquita del sultán Ahmet<
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, con sus famosos frescos bizantinos. Lamento no tener tiempo para enseñarle más de las bellezas de mi país. —Sin aguardar la respuesta de Bond, giró a la derecha y siguió un polvoriento bulevar, flanqueado por tiendas baratas, que descendía hacia el lejano destello que era el mar de Mármara. Caminaron en silencio durante diez minutos. Luego Kerim se detuvo y atrajo a Bond hacia las sombras.

—Ésta será una operación sencilla —comentó en voz baja—. Krilencu vive ahí abajo, junto a la vía del tren. —Con un gesto indicó vagamente un grupo de luces rojas y verdes que se veía al final del bulevar—. Se oculta en una choza que hay detrás de una valla publicitaria. La choza tiene una puerta frontal y una trampilla que conduce a la calle a través de la valla. Él cree que nadie sabe de su existencia. Mis dos hombres entrarán por la puerta frontal. Él se escapará a través de la valla. Entonces yo le dispararé. ¿Comprendido?

—Si usted lo dice.

Continuaron avanzando bulevar abajo, manteniéndose cerca de las paredes. Tras unos diez minutos, apareció a la vista la valla de seis metros de alto que remataba la intersección en forma de T que había al final de la calle. La luna se encontraba detrás de la valla y proyectaba una sombra. Kerim avanzaba ahora con más cuidado aún, posando los pies ante sí con sigilo. A unos cien metros de la valla, las sombras acababan y la luna resplandecía blanca sobre la intersección.

Kerim se detuvo en el último portal oscuro y colocó a Bond ante sí, en contacto con su pecho.

—Ahora debemos esperar —susurró. Bond oyó que Kerim manipulaba algo a sus espaldas.

Se oyó un suave chasquido cuando se abrió la tapa del estuche. Dejó en manos de Bond un pesado tubo fino de acero, de unos sesenta centímetros de largo, con una protuberancia en cada extremo.

—Mira telescópica. Modelo alemán —susurró Kerim—. Lente para infrarrojos. Se puede ver en la oscuridad. Échele un vistazo a ese cartel cinematográfico de allí. Esa cara. Justo debajo de la nariz. Verá el contorno de una trampilla. En línea recta desde la garita de señales del tren.

Bond apoyó el antebrazo contra la jamba de la puerta y se llevó el tubo al ojo derecho. Enfocó la zona en sombras que tenía delante. Lentamente, el negro se transformó en gris. Aparecieron el contorno de un enorme rostro de mujer y algunas letras. Ahora Bond podía leer la inscripción.

Decía: «NIYAGARA. MARILYN MONROE YE JOSEPH GOTTEN» y más abajo «BONZO FUTBOLOU». Bond descendió lentamente con el visor por la vasta masa de cabello de Marilyn Monroe, por el acantilado de su frente y por la nariz de sesenta centímetros hasta las cavernosas narinas. Sobre el cartel se distinguía un débil recuadro. Corría por debajo de la nariz y abarcaba la gran curva tentadora de los labios. Era de alrededor de un metro veinte de ancho. Desde allí habría una buena caída hasta el suelo.

Detrás de Bond sonaron una serie de chasquidos suaves. Kerim alzó horizontalmente su bastón. Como Bond había supuesto, era un arma, un rifle con culata de esqueleto que también formaba la recámara. El rechoncho cilindro de un silenciador había ocupado el sitio de la punta de goma del bastón.

—Un cañón del nuevo Winchester 88 —susurró Kerim con orgullo—. Me lo montó especialmente un hombre de Ankara. Usa cartuchos de 308 milímetros. Los cortos. Tres de ellos. Deme la mira. Quiero enfocar y apuntar a esa trampilla antes de que mis hombres entren por la puerta delantera. ¿Le molesta si uso su hombro como punto de apoyo?

—No hay problema. —Bond le pasó a Kerim la mira telescópica. Kerim la acopló a la parte superior del cañón y deslizó el arma sobre el hombro de Bond.

—Ya la tengo —susurró Kerim—. Está donde Vavra dijo que estaría. Es un buen hombre.

—Bajó el arma justo en el momento en que dos policías aparecían en la esquina derecha de la intersección. Bond se puso tenso.

—No pasa nada —susurró Kerim—, Son mi hijo y el chófer. —Se llevó dos dedos a la boca.

Un silbido muy bajo sonó durante una fracción de segundo. Uno de los policías se llevó una mano a la nuca. Luego ambos dieron media vuelta y se alejaron, con las botas golpeteando sonoramente los adoquines.

—Faltan pocos minutos —susurró Kerim—. Tienen que pasar por detrás de esa valla. —Bond sintió que el pesado cañón del arma volvía a deslizarse sobre su hombro derecho.

El silencio bañado de luna se vio interrumpido por un sonoro entrechocar metálico procedente de la garita de señales que quedaba al otro lado de la valla. Uno de los brazos de señales cayó. Un puntito de luz verde se hizo visible entre el grupo de las rojas. Desde lejos llegó un suave retumbar bajo, hacia la izquierda, en dirección a Cabo Serrallo. Se aproximó más y acabó por definirse en el pesado jadeo de una locomotora y el estruendo de dos coches de mercancías mal acoplados. Un débil brillo trémulo de color amarillo pasó a lo largo del terraplén izquierdo.

La locomotora apareció avanzando trabajosamente por encima de la valla publicitaria.

El tren avanzó rechinando en su recorrido de ciento sesenta kilómetros hacia la frontera griega, una negra silueta quebrada contra el mar plateado, y la espesa nube de humo de su combustible de mala calidad flotó hacia ellos en el aire quieto. Cuando la luz roja del furgón de cola destelló brevemente para luego desaparecer, se oyó un retumbar profundo cuando la locomotora entró en una trinchera, y luego dos ásperos lamentos tristes cuando hizo sonar el silbato para advertir que se acercaba a la pequeña estación de Buyuk, que quedaba a un kilómetro y medio más abajo.

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