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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Desde Rusia con amor (25 page)

BOOK: Desde Rusia con amor
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Y ahora, la pregunta que había estado demorando. Se sentía terriblemente azorado. Esta muchacha no era ni por asomo lo que él había esperado. Formular la pregunta lo estropearía todo.

Pero había que hacerlo.

—¿Qué me dice de la máquina?

Sí, fue como si la hubiese abofeteado. El dolor afloró a sus ojos, que llegaron al borde de las lágrimas.

Ella se subió la sábana hasta taparse la boca y habló detrás de la misma. Sus ojos, por encima de la tela, tenían una expresión de frialdad.

—Así que eso es lo que quiere.

—Espere, escuche. —Bond habló con tono de aplomo—. Esa máquina nada tiene que ver con nosotros dos. Pero mi gente de Londres la quiere. —Recordó las normas de seguridad. Habló con tono halagador—. No es tan importante. Lo saben todo acerca de la máquina y piensan que es un maravilloso invento ruso. Sólo quieren una para copiarla. Igual que los rusos copian las cámaras fotográficas extranjeras, y demás. —¡Dios, qué poco convincente!

—Ahora el que miente es usted. —Una lágrima cayó de uno de los grandes ojos azules y descendió por la mejilla hasta la almohada. Ella subió la sábana hasta taparse los ojos.

Bond tendió una mano y la posó sobre el brazo, que estaba bajo la sábana. El brazo se apartó con gesto enojado.

—Condenada y maldita máquina —dijo él con impaciencia—. Pero, ¡por el amor de Dios, Tania, usted sabe que tengo que hacer mi trabajo! Sólo dígame una cosa u otra, y nos olvidaremos del asunto. Hay muchas otras cuestiones de las que hablar. Tenemos que preparar nuestro viaje, y demás, Por supuesto que mi gente la quiere, o no me habrían enviado a buscarla a usted junto con el descifrador.

Tatiana se enjugó los ojos con la sábana. Bruscamente, volvió a bajarla hasta sus hombros. Sabía que había estado descuidando su deber. Sólo que… En fin, si al menos él hubiese dicho que la máquina no le importaba, siempre y cuando ella lo acompañara… Pero era esperar demasiado. Bond tenía razón. El debía realizar su trabajo. Y lo mismo debía hacer ella.

Lo miró con serenidad.

—La llevaré conmigo. No tenga miedo. Pero no volvamos a mencionar el tema. Y ahora escúcheme. —Se sentó más erguida contra las almohadas—. Debemos marcharnos esta noche. —Recordó la lección aprendida—. Es la única oportunidad que tendremos. Esta noche estaré de servicio a partir de las seis de la tarde. Me encontraré sola en la oficina y podré coger la Spektor.

Los ojos de Bond se entrecerraron. Su mente trabajaba a toda velocidad considerando los problemas que habría que afrontar. Dónde esconder a la muchacha. Cómo sacarla en el primer avión una vez que se hubiese descubierto la desaparición. Sería una cuestión arriesgada. Ellos no se detendrían ante nada para recuperarlas a ella y a la Spektor. Bloqueos de las carreteras que llevaban al aeropuerto. Una bomba en el avión. Cualquier cosa.

—Eso es fantástico, Tania. —La voz de Bond era ligera—. La mantendremos escondida y cogeremos el primer avión que salga mañana por la mañana.

—No sea tonto. —A Tatiana le habían advertido que en esta parte de su papel habría algunas cosas difíciles—. Cogeremos el tren. El Orient Express. Sale a las nueve de esta noche. ¿Piensa que no he estado reflexionando sobre eso? No permaneceré en Estambul un minuto más de lo estrictamente necesario. Al amanecer habremos pasado la frontera. Usted debe conseguir los billetes y un pasaporte. Yo lo acompañaré como su esposa. —Alzó los ojos hacia él, con expresión de felicidad—. Eso me gustará. Iremos en uno de esos coches-cama sobre los que he leído. Tienen que ser muy cómodos. Como una pequeña casa rodante. Durante el día charlaremos y leeremos, y por la noche usted se quedará de guardia en la puerta de nuestra casa.

—¡Que me aspen si haré eso! —respondió Bond—. Pero, mire, Tania. Lo que está proponiéndome es una locura. Sin duda nos darán alcance en algún punto del recorrido. En ese tren tardaremos cuatro días y cinco noches en llegar a Londres. Tenemos que pensar otra cosa.

—Ni hablar —replicó la muchacha, sin más—. No aceptaré marcharme de ninguna otra manera. Si usted es inteligente, ¿cómo van a descubrirlo?

«¡Oh, Dios!», pensó Tatiana. «¿Por qué habían insistido en ese tren?» Pero se habían mostrado terminantes. Era un buen lugar para el amor, habían dicho. Dispondría de cuatro días para lograr enamorarlo. Luego, cuando llegaran a Londres, no le complicarían la vida. El la protegería. Por el contrario, si viajaban a Londres en avión, la meterían en prisión en cuanto llegara. Los cuatro días de viaje eran esenciales. Y le habían advertido que tendrían hombres en el tren para asegurarse de que no se bajaba a medio recorrido. Así que habría de tener cuidado y obedecer las órdenes. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! Y sin embargo, ahora anhelaba pasar esos cuatro días con él en la pequeña casita rodante. ¡Qué curioso! Antes, obligarla a ello, había sido un deber. Ahora constituía su más apasionado deseo.

Observó el pensativo rostro de Bond. Deseó tenderle una mano y tranquilizarlo respecto a que nada malo sucedería; que esto no era más que una inofensiva
konspiratsia
para hacerla llegar a Inglaterra; que ningún mal podría sobrevenirles a ninguno de los dos, porque no era ése el objetivo del plan.

—Bueno, yo continúo pensando que es una locura —respondió Bond, al tiempo que se preguntaba cuál sería la reacción de M—. Pero supongo que podría funcionar. Ya tengo el pasaporte. Necesitaré un visado yugoslavo. —La miró con severidad—. No piense que voy a llevarla en la parte del tren que atraviesa Bulgaria, o pensaré que quiere secuestrarme.

—Pues es verdad —le aseguró Tatiana, con una risilla—. Secuestrarlo es exactamente lo que quiero hacer.

—Ahora, cállese, Tania. Tenemos que solucionar todos los detalles. Conseguiré los billetes y haré que uno de nuestros hombres nos acompañe. Por si acaso. Es un buen hombre. Le gustará.

»Su nombre será Caroline Somerset. No lo olvide. ¿Cómo va a llegar hasta el tren?


Karolin Siomerset
. —Mentalmente, la muchacha le dio vueltas al nombre—. Es un nombre bonito. Y usted es el
Señor Siomerset
. —Rió con alegría—. Es divertido.

»No se preocupe por mí. Llegaré al tren justo antes de que se marche. Sale de la estación Sirkeci. Sé dónde está. Eso es todo, pues. Y no nos preocupemos más. ¿Sí?

—Suponga que pierde el valor. Suponga que la descubren. —De pronto, Bond se sintió preocupado por la confianza que manifestaba la muchacha. ¿Cómo podía estar tan segura? Un repentino escalofrío de sospecha le recorrió la columna vertebral.

—Antes de verlo estaba asustada. Ahora, ya no. —Tatiana intentó convencerse de que era la verdad. En algún sentido, casi lo era—. Ahora, no perderé el valor, como dice usted. Y no pueden descubrirme. Dejaré mis cosas en el hotel y llevaré a la oficina el bolso que llevo siempre. No puedo dejar aquí mi abrigo de piel. Le tengo demasiado cariño. Pero hoy es domingo, y eso será una excusa para ir con él a la oficina. Esta noche, a las ocho y media, saldré y tomaré un taxi hasta la estación. Y ahora, debe dejar de poner esa cara de preocupación. —Impulsivamente, porque tenía que hacerlo, tendió una mano hacia él—. Dígame que está contento.

Bond se acercó al borde de la cama. Tomó la mano de ella y la miró a los ojos. «¡Dios! —pensó—. Espero estar haciendo lo correcto. Espero que este plan descabellado salga bien. ¿Es un fraude, esta muchacha maravillosa? ¿Es sincera? ¿Es real?» Los ojos nada le decían, excepto que la joven era feliz, que quería que él la amase, que se sentía sorprendida ante lo que le sucedía.

La otra mano de Tatiana ascendió, le rodeó el cuello y lo atrajo ardientemente hacia ella. Al principio, los labios de Tatiana temblaron bajo los de él y luego, al invadirla la pasión, la boca se rindió a un beso infinito.

Bond se tendió en la cama. Mientras su boca no dejaba de besarla, su mano se deslizó hasta el pecho izquierdo de la muchacha y lo rodeó, sintiendo el pezón duro de deseo bajo sus dedos. La mano se deslizó hacia abajo, a través del vientre plano. Las piernas de ella se movieron con languidez. Gimió suavemente y su boca se apartó de los labios de Bond. En el extremo de los párpados cerrados, las largas pestañas se agitaron como susurrantes alas de pájaro.

Bond cogió el borde superior de la sábana, la retiró completamente y la dejó caer por los pies de la enorme cama. Ella no llevaba nada puesto, excepto la cinta negra en torno al cuello y unas medias de seda negra sujetas por encima de las rodillas. Los brazos se alzaron en busca de Bond.

Por encima de ambos, y sin que ellos lo supieran, detrás del falso espejo de marco dorado que había en la pared, sobre la cabecera de la cama, dos fotógrafos de SMERSH permanecían sentados muy juntos en el estrecho
cabinet de voyeur
, al igual que, antes que ellos, tantos amigos del propietario se habían apostado allí en una de las noches de luna de miel de cualquier pareja alojada en esa habitación especial del Kristal Palas.

Y los visores ópticos contemplaban fríamente el arabesco apasionado que los dos cuerpos formaban y deshacían, y volvían a formar, y el mecanismo de relojería de las cámaras cinematográficas zumbaba suavemente, sin descanso, mientras la respiración salía agitada por la boca de los dos hombres, y el sudor de excitación bajaba por sus rostros hinchados hasta los cuellos de mala calidad.

Capítulo 21
El Orient Express

Los trenes de lujo están desapareciendo prácticamente en todos los países de Europa, uno a uno; sin embargo, tres veces a la semana, el Orient Express retruena soberbiamente por los más de dos mil kilómetros de rutilantes vías férreas que unen Estambul y París.

Bajo las luces de arco, la locomotora alemana de largo chasis jadeaba agitadamente con la trabajosa respiración de un dragón agonizante de asma. Cada pesada exhalación parecía que iba a ser la última. Luego se oía otra. De los empalmes entre coches, ascendían jirones de vapor que desaparecían con presteza en el aire tibio del mes de agosto. El Orient Express era el único tren vivo que había en la estación central de Estambul, una fea madriguera de arquitectura ordinaria.

Los trenes que se encontraban en las otras vías carecían de locomotora y estaban desiertos, aguardando al día siguiente. Sólo la vía número tres y su andén latían con la trágica poesía de la partida.

La sólida inscripción de bronce que se veía en el lateral del coche azul oscuro decía:

«COMPAGNIE INTERNATIONALES DES WAGON-LITS ET DES GRANDES EXPRESS EUROPÉENS»

Por encima de la inscripción, encajado en ranuras metálicas, se veía un letrero plano de hierro que anunciaba, en letras negras sobre fondo blanco, «ORIENT EXPRESS» y, debajo del mismo, en tres líneas, se leía lo siguiente:

ISTAMBUL — THESSALONIKI — BEOGRAD

VENEZIA — MILAN

LAUSANNE — PARIS

James Bond pasó una mirada vaga sobre los nombres más románticos del mundo. Por décima vez, miró su reloj. Las ocho y cincuenta y un minutos. Sus ojos volvieron a los letreros. Todos los nombres estaban escritos en el idioma del país, excepto Milán. ¿Por qué no habían escrito MILANO? Bond sacó el pañuelo y se enjugó el sudor de la cara. ¿Dónde demonios estaba la muchacha? ¿La habrían descubierto? ¿Se habría arrepentido? ¿Acaso habría sido demasiado brusco con ella anoche, o más bien esta madrugada, en la cama?

Las ocho y cincuenta y cinco. El quedo jadeo de la locomotora había cesado. Se oyó un resonante soplido cuando la válvula de seguridad dejó escapar el exceso de vapor. A cien metros de distancia, a través de la hormigueante multitud, Bond observó cómo el jefe de estación levantaba una mano hacia el maquinista y el fogonero, y echaba a andar lentamente hacia el final del tren, cerrando de golpe las puertas de los coches de tercera clase, colocados en cabeza. Los pasajeros, principalmente campesinos griegos que regresaban a Grecia después de haber pasado el fin de semana con sus parientes de Turquía, se asomaron a las ventanillas y comenzaron a parlotear con la multitud que atestaba el andén.

A lo lejos, donde acababan las débiles luces de arco y se veía la noche azul oscuro y las estrellas a través de la embocadura en forma de media luna del túnel de la estación, Bond vio que una luz roja cambiaba a verde.

El jefe de estación llegó cerca de él. El empleado del cochecama, ataviado con uniforme marrón, le tocó un brazo a Bond.


En voiture, s'il vous plait
.

Dos turcos con aspecto de ricos besaron a sus amantes —eran demasiado bellas para ser sus esposas—, y con una andanada de recomendaciones acompañadas de carcajadas, subieron el pequeño pedestal de hierro y los dos altos escalones, hasta el interior del coche. En el andén no había ningún otro pasajero de coche-cama. El revisor, tras dirigir una mirada de impaciencia al inglés de elevada estatura, recogió el pedestal de hierro y subió con él al tren.

El jefe de estación pasó por su lado con paso decidido. Dos compartimentos más, los coches de primera y segunda clase y luego, cuando llegara al furgón, alzaría la sucia banderilla verde.

No se veía ninguna silueta apresurada que corriera hacia el tren desde la
guichet
. Muy por encima de la
guichet
, cerca del techo de la estación, el minutero del enorme reloj iluminado dio un salto de dos centímetros y señaló las nueve.

Una ventanilla resonó al bajar por encima de la cabeza de Bond. Él alzó la vista. Su reacción inmediata fue pensar que la trama del velo negro era demasiado abierta. La intención de ocultar la boca exuberante y los emocionados ojos azules era de aficionada.

—Rápido.

El tren había comenzado a moverse. Bond se aferró al pasamanos que desfilaba ante él y saltó al escalón. El camarero aún tenía la puerta abierta. Bond la traspasó sin prisas.

—La señora ha llegado tarde —explicó el camarero—. Ha venido hasta aquí por el pasillo.

Debe de haber entrado por el último coche.

Bond avanzó por el corredor enmoquetado hasta el compartimento central. Un número siete negro se destacaba por encima de un ocho negro en el losange metálico de color blanco. La puerta estaba entornada. Bond entró y la cerró tras de sí. La joven se había quitado el velo y el sombrero negro de paja. Se encontraba sentada en un rincón, junto a la ventanilla. El largo y lustroso abrigo de cebellina que llevaba puesto estaba abierto para mostrar un vestido de seda teñido con tintes naturales que tenía falda plisada, medias de nilón color miel, y cinturón y zapatos de piel de cocodrilo, negros. Ella parecía serena.

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