Escúcheme, amigo mío. —Posó una enorme mano sobre un hombro de Bond—. Esto es una mesa de billar. Una lisa, plana mesa verde de billar. Y usted ha golpeado su bola blanca, que está rodando con facilidad y silenciosamente hacia la roja. El agujero está pegado a ella. De modo fatal e inevitable, la bola blanca va a golpear a la roja y la roja entrará en el agujero. Es la ley de la mesa de billar, la ley de la sala de billar. Pero, fuera de la órbita de todo esto, el piloto de un reactor se ha desmayado y el reactor se precipita directamente hacia la sala de billar, o una tubería de gas está a punto de estallar, o está a punto de caer un rayo sobre la sala. Y el edificio se derrumba sobre usted y sobre la mesa de billar. Y entonces, ¿qué sucede con esa bola blanca que no puede errarle a la roja, y con la bola roja que no puede errar el agujero? La bola blanca no puede errar según las leyes de la mesa de billar. Pero las leyes de la mesa de billar no son las únicas leyes que existen, y las leyes que gobiernan el avance de este tren, que lo gobiernan a usted y a su destino, tampoco son las únicas leyes existentes en esta partida concreta.
Kerim hizo una pausa. Descartó su arenga con un encogimiento de hombros.
—Usted ya sabe todo eso, amigo mío —añadió con tono de disculpa—. Y a mí me ha entrado sed a fuerza de decir perogrulladas. Métale prisa a la muchacha y nos iremos a comer. Pero vigile por si surgen sorpresas, se lo ruego. —Trazó una cruz con un dedo sobre el centro de su chaqueta—. No se lo juro por mi vida, eso sería ponerse demasiado serio. Pero lo juro por mi estómago, que para mí es un juramento importante. En el camino hay sorpresas para ambos. El gitano nos dijo que tuviéramos cuidado. Ahora yo digo lo mismo. Podemos jugar la partida sobre la mesa de billar, pero los dos tenemos que estar en guardia contra el mundo exterior a la sala de billar. Mi nariz —finalizó, dándole unos ligeros golpecitos— me dice que así es.
El estómago de Kerim emitió un sonido de indignación, como un auricular telefónico olvidado, con una persona enfadada al otro lado de la línea.
—Ahí lo tiene —dijo con tono ansioso—. ¿Qué le he dicho? Tenemos que ir a comer.
Acababan la cena cuando el tren entraba en la monstruosa estación de empalme de Tesalónica. Los tres regresaron por el corredor, Bond con el pesado estuche pequeño en la mano, y se separaron para pasar la noche.
—Dentro de poco volverán a molestarnos —les advirtió Kerim—. Pasaremos la frontera a la una. Los griegos no nos darán ningún problema, pero a esos yugoslavos les gusta despertar a cualquiera que viaje con comodidad. Si los fastidian, háganme llamar. Incluso en su país, hay algunos nombres que puedo mencionar. Estoy en el segundo compartimento del coche siguiente.
Lo tengo para mí solo. Mañana me trasladaré a la cama de nuestro amigo Goldfarb, en el número doce. Por el momento, los asientos de primera clase son un establo adecuado.
Bond estaba completamente despierto mientras el tren recorría trabajosamente el valle del Vardar iluminado por la luna, hacia la frontera yugoslava. Tatiana dormía otra vez con la cabeza sobre su regazo. Bond pensaba en lo que había dicho Darko. Se preguntaba si no debería haber enviado al hombretón de vuelta a Estambul cuando lograron pasar sanos y salvos per Belgrado.
No era justo arrastrarlo por Europa en una aventura que se desarrollaba fuera de su territorio, y por la cual sentía poca simpatía. Era obvio que Darko sospechaba que Bond había perdido la cabeza por la joven y que ya no veía la operación con claridad. Bueno, había una pizca de verdad en eso.
Sin duda sería más seguro bajarse del tren y coger otra ruta hacia Inglaterra. Pero, como admitió Bond para sí, no podía soportar la idea de huir de esta conspiración, si era una conspiración. Si no lo era, no podía soportar igualmente la idea de sacrificar los tres días restantes que le quedaban para estar con Tatiana. Y M había dejado la decisión en sus manos. Como Darko había señalado, también M sentía curiosidad por llegar al final de la partida. Perversamente, M también quería ver de qué iba toda esta colección de disparates. Bond apartó a un lado el problema. El viaje transcurría bien. Una vez más, ¿por qué dejarse ganar por el pánico?
Diez minutos después de haber llegado a la estación griega fronteriza de Idomeni, se oyeron unos apresurados golpes de llamada en la puerta, que despertaron a la joven. Bond se deslizó de debajo de su cabeza. Apoyó el oído contra la puerta.
—¿Sí?
—
Le conducteur, monsieur
. Ha habido un accidente. Su amigo Kerim Bey.
—Espere —respondió Bond con ferocidad. Enfundó la Beret a y se puso la chaqueta. Abrió la puerta de un tirón.
—¿Qué sucede?
El rostro del revisor se veía amarillento bajo la luz del pasillo.
—Venga. —Echó a correr por el corredor hacia el coche de primera clase.
En torno a la puerta abierta del segundo compartimento, había un grupo de oficiales apiñados.
Se hallaban de pie y miraban fijamente al interior.
El revisor los separó para que pasara Bond. Este llegó a la puerta y miró al interior.
El cabello se le erizó ligeramente. Sobre el asiento de la derecha había dos cuerpos. Estaban inmovilizados en una horrible lucha de muerte que podría haber sido una pose para una película.
Debajo estaba Kerim, con las rodillas flexionadas en un último intento de levantarse. La empuñadura forrada con cinta de una daga le sobresalía del cuello cerca de la yugular. Tenía la cabeza echada hacia atrás y los vacuos ojos inyectados de sangre miraban fijamente la luz. La boca estaba contorsionada en un gruñido. Un fino hilo de sangre le bajaba por el mentón.
Medio tumbado sobre él se encontraba el pesado cuerpo del hombre del MGB que ostentaba el nombre de Benz, inmovilizado allí por el brazo izquierdo de Kerim que le rodeaba el cuello.
Bond podía ver un extremo del bigote estilo Stalin y un lado de la cara ennegrecida. El brazo derecho de Kerim descansaba a través de la espalda del hombre, con un gesto casi indiferente. La mano acababa en un puño cerradoy en el extremo de la empuñadura de un cuchillo y, en la parte de la chaqueta que quedaba bajo la mano, se veía una amplia mancha.
Bond escuchó a su imaginación. Era como mirar una película. Darko dormido, el hombre que se escabullía en silencio a través de la puerta, los dos pasos hacia delante y el veloz golpe en la yugular. Luego, los últimos espasmos violentos del hombre agonizante que lanzaba un brazo al aire y aferraba contra sí al asesino, mientras hundía el cuchillo cerca de la quinta costilla.
Aquel hombre maravilloso que llevaba el sol consigo… Ahora se había extinguido, estaba muerto sin remedio.
Bond se volvió bruscamente y se alejó de la visión del hombre que había muerto por él.
Comenzó, cuidadosa, evasivamente, a responder preguntas.
El Orient Express entró lentamente en Belgrado, despidiendo vapor, a las tres en punto de la tarde, con media hora de retraso. Habría una espera de ocho horas hasta que la otra sección del tren llegara a través del Telón de Acero, procedente de Bulgaria.
Bond contemplaba la muchedumbre y esperaba el golpe en la puerta que señalaría la llegada del hombre de Kerim. Tatiana estaba sentada junto a la puerta, envuelta en su abrigo de cebellina, observando a Bond mientras se preguntaba si volvería a su lado.
Lo había visto todo desde la ventanilla: los largos cestos alargados de mimbre que eran sacados del tren, los destellos de los fiases de los fotógrafos policiales, el gesticulante
ehef de
train
que intentaba acelerar las formalidades, y la alta silueta de James Bond, erguido, duro y frío como el cuchillo de un carnicero, yendo de un lado a otro.
Bond había regresado y se había sentado, mirándola. Le había formulado preguntas duras, brutales. Ella se había defendido con desesperación, ateniéndose fríamente a su historia, a sabiendas de que si ahora se lo contaba todo, si le decía, por ejemplo, que SMERSH estaba involucrado en aquello, lo perdería sin duda para siempre.
Ahora permanecía sentada y tenía miedo, miedo a la tela de araña en la que estaba atrapada, miedo a lo que podría haber habido detrás de las mentiras que le habían contado en Moscú y, por encima de todo, miedo de perder a este hombre que se había transformado repentinamente en la luz de su vida.
Se oyó un golpe de llamada en la puerta. Bond se levantó y abrió. Un hombre que parecía de caucho, duro y alegre, con los ojos azules de Kerim y una mata de pelo enredado castaño claro sobre el rostro atezado, irrumpió en el compartimento.
—Stefan Trempo a su servicio. —Su gran sonrisa los abrazó a ambos—. Me llaman Tempo. ¿Dónde está el jefe?
—Siéntese —le pidió Bond. Pensó para sí: «Lo sé. Éste es otro de los hijos de Darko».
El hombre les lanzó a ambos una mirada penetrante. Se sentó cuidadosamente entre ambos.
Su rostro se había ensombrecido. Ahora, los ojos brillantes miraban fijamente a Bond con una intensidad terrible, en la que había miedo y suspicacia. Su mano derecha se deslizó con gesto casual en el bolsillo del abrigo.
Cuando Bond hubo acabado, el hombre se puso de pie. No formuló ninguna pregunta. Sólo dijo:
—Gracias, señor. ¿Quiere acompañarme, por favor? Iremos a mi apartamento. Hay muchas cosas que hacer. —Salió al corredor y se detuvo de espaldas a ellos, mirando hacia las vías.
Cuando salió la muchacha, echó a andar por el corredor sin volverse. Bond siguió a la joven, con el pesado estuche y su pequeño maletín.
Avanzaron por el andén hasta la plaza de la estación. Había comenzado a lloviznar. La escena, con los pocos taxis dispersos y vapuleados y el espectáculo de edificios modernos sin carácter, resultaba deprimente. El hombre abrió la puerta trasera de un deslucido Morris Oxford saloon. Él ocupó el asiento delantero, tras el volante. Fueron dando saltos sobre los adoquines hasta salir a un resbaladizo bulevar asfaltado y continuaron durante una hora a través de anchas calles desiertas. Vieron pocos peatones y tan sólo un puñado de coches.
Se detuvieron a medio camino de una calle lateral adoquinada. Tempo los condujo a través de la ancha puerta de un edificio de apartamentos y ascendieron dos tramos de escalera que tenían el olor característico de los Balcanes: el olor de sudor muy viejo, humo de cigarrillo y col. Abrió una puerta cerrada con llave y los hizo pasar a un apartamento de dos habitaciones con muebles ordinarios y pesadas cortinas rojas de felpa que estaban descorridas y permitían ver las vacías ventanas del otro lado de la calle. Sobre un aparador había una bandeja con varias botellas sin abrir, vasos y bandejas de fruta y galletitas: la bienvenida preparada para Darko y los amigos de Darko.
Tempo hizo un gesto vago hacia las bebidas.
—Por favor, señor, usted y la señora siéntanse como en casa. Hay un cuarto de baño. Sin duda, a ambos les gustaría bañarse. ¡Si me disculpan, debo hacer unas llamadas telefónicas!
La dura fachada de su rostro estaba a punto de desmoronarse. El hombre entró rápidamente en el dormitorio y cerró la puerta a sus espaldas.
Siguieron dos horas vacías durante las cuales Bond permaneció sentado mirando por la ventana hacia la pared de la acera de enfrente. De vez en cuando se levantaba, se paseaba de arriba abajo y volvía a sentarse. Durante la primera hora, Tatiana se sentó y fingió mirar las revistas que formaban una pila. Luego se levantó abruptamente, entró en el baño, y Bond oyó vagamente el agua que caía a borbotones dentro de la bañera.
A eso de las seis, Tempo salió del dormitorio. Le dijo a Bond que se marchaba.
—Hay comida en la cocina. Regresaré a las nueve y los llevaré al tren. Por favor, consideren mi apartamento como suyo.
Sin aguardar la respuesta de Bond, salió y cerró la puerta con suavidad tras de sí. Bond oyó sus pasos en la escalera, el chasquido de la puerta principal y el encendido automático del Morris.
Entró en el dormitorio, se sentó en la cama, cogió el teléfono y habló en alemán con su interlocutor de larga distancia.
Media hora después se oyó la voz queda de M.
Bond habló como lo haría un viajante con el director de la Universal Export. Dijo que su compañero se había puesto muy enfermo. ¿Había alguna instrucción nueva?
—¿Muy enfermo?
—Sí, señor, mucho.
—¿Y qué hay de la otra compañía?
—Tres de ellos estaban con nosotros, señor. Uno contrajo lo mismo. Los otros dos se sintieron mal cuando salíamos de Turquía. Nos dejaron en Uzunkopru, que está en la frontera.
—¿Así que la otra compañía se ha retirado?
Bond podía imaginar el rostro de M mientras tamizaba la información. Se preguntó si el ventilador estaría girando lentamente en el techo, si M tendría la pipa en la mano, si el jefe de estado mayor estaría escuchando por la otra línea.
—¿Qué piensa hacer? ¿Les gustaría seguir otra ruta de regreso, a usted y a su esposa?
—Prefiero que lo decida usted, señor. Mi esposa se encuentra bien. La muestra está en buenas condiciones. No veo motivo por el que deba deteriorarse. Yo todavía tengo ganas de acabar el viaje. De otro modo, el territorio quedará sin explotar. No sabremos qué posibilidades hay.
—¿Le gustaría que otro de nuestros vendedores le echara una mano?
—No debería ser necesario, señor. Simplemente haga lo que crea oportuno.
—Pensaré en ello. ¿Así que usted realmente quiere llegar hasta el final de esta campaña de ventas?
Bond podía ver los ojos de M resplandeciendo con la misma curiosidad perversa, el mismo afán de saber que él mismo experimentaba.
—Sí, señor. Ahora que estoy a medio camino, parece una lástima no cubrir toda la ruta.
—Muy bien, pues. Pensaré en eso de enviarle otro vendedor para que le eche una mano. —Se produjo una pausa al otro extremo de la línea—. ¿No se le ocurre nada más?
—No, señor.
—En ese caso, adiós.
—Adiós, señor.
Bond colgó el receptor. Se quedó sentado, mirándolo. De repente deseó haber accedido a la sugerencia de M de enviarle refuerzos, sólo por si acaso. Se levantó de la cama. Al menos, dentro de poco habría salido de estos condenados Balcanes y estaría bajando por Italia. Luego Suiza, Francia… entre gente amistosa, lejos de las tierras furtivas.
¿Y la muchacha? ¿Qué podía decir de ella? ¿Podía culparla por la muerte de Kerim? Bond se marchó a la otra habitación y volvió a situarse junto a la ventana, mirando al exterior, formulándose preguntas, repasándolo todo una vez más, cada expresión y cada gesto hecho por ella desde que había oído su voz por primera vez en el Kristal Palas. No, sabía que no podía atribuirle la culpa. Si era una agente, era una agente sin saberlo. No existía una sola muchacha de su edad en todo el mundo capaz de representar este papel, si es que estaba representando, sin delatarse. Y a él le gustaba. Y confiaba en su instinto. Además, con la muerte de Kerim, ¿acaso no habían llegado al final de la conspiración, cualquiera que fuese? Algún día descubriría cuál había sido el plan. Por el momento, estaba seguro de que Tatiana no era una pieza consciente del mismo.