Tatiana, congelada por sus pensamientos, volvió a mirar su reloj. Le quedaban cuatro minutos. Se alisó el uniforme con las manos y se miró una vez más el semblante blanco en el espejo. Se volvió para despedirse de su querida, familiar habitacioncilla. ¿Volvería a verla alguna vez?
Avanzó por el recto pasillo y llamó el ascensor.
Cuando llegó, cuadró los hombros, alzó el mentón y entró en él como si se tratara de la plataforma de la guillotina.
—Octavo —le dijo a la muchacha ascensorista. Permaneció de cara a la puerta. Dentro de sí, recordando una palabra que no había usado desde la infancia, repetía, una y otra vez: «Dios mío… Dios mío… Dios mío.»
En el exterior de la puerta anónima pintada de color crema, Tatiana ya percibió el olor de la habitación que había detrás. Cuando la voz le dijo ásperamente que entrara y ella abrió la puerta, fue el olor lo que llenó su mente mientras se detenía en la entrada y miraba fijamente los ojos de la mujer que se encontraba sentada detrás de una mesa redonda, bajo la luz central.
Era el olor del metro en los atardeceres calurosos: perfume barato que ocultaba olores animales. La gente de Rusia se empapaba en perfume, tanto si se había bañado como si no, pero sobre todo cuando no lo había hecho, y las muchachas sanas y limpias como Tatiana volvían siempre andando de la oficina a casa, a menos que lloviera o nevara mucho, para evitar el hedor de los trenes y el metro.
Ahora, Tatiana se encontraba en un baño de ese olor. Sus narinas se contrajeron de asco.
Fueron el asco y el desprecio que le inspiraba una persona capaz de vivir en medio de un hedor tal lo que la ayudó a mirar a los ojos amarillentos que la contemplaban fijamente a través de los cristales cuadrados de las gafas. No podía leerse nada en ellos. Eran ojos receptores, no dadores. Se desplazaron lentamente por toda la muchacha, como el objetivo de una cámara, abarcándola.
La coronel Klebb habló:
—Es usted una muchacha de muy buen aspecto, camarada cabo. Atraviese la habitación y regrese.
¿Qué eran esas almibaradas palabras? Tensa a causa de un nuevo miedo, miedo de los conocidos hábitos personales de la mujer, Tatiana hizo lo que le ordenaban.
—Quítese la chaqueta. Déjela en la silla. Levante las manos por encima de la cabeza. Más arriba.
Ahora inclínese y toqúese los dedos de los pies. Enderécese. Bien. Siéntese.
La mujer hablaba como un médico. Con un gesto le indicó la silla que había al otro lado de la mesa, frente a ella. Los ojos de mirada fija, penetrantes, se encapotaron al bajar los ojos hacia el expediente que tenía ante sí.
«Debe de ser mi
zapiska»
, pensó Tatiana. ¡Qué interesante resultaba ver el instrumento que recogía toda la vida de uno! ¡Qué grueso era, casi cinco centímetros! ¿Qué podían ser todas esas páginas? Contempló la carpeta abierta con ojos grandes, fascinados.
La coronel Klebb hojeó las últimas páginas y lo cerró. La cubierta era naranja y tenía una banda negra diagonal. ¿Qué significaban esos colores?
La mujer alzó los ojos. De alguna forma, Tatiana consiguió devolverle la mirada con valentía.
—Camarada cabo Romanova. —Era la voz de la autoridad, del oficial superior—. Tengo buenos informes sobre su trabajo. Su expediente es excelente, tanto en lo que se refiere al deber como a los deportes. El Estado está satisfecho de usted.
Tatiana no podía creer lo que oía. Sintió que se desvanecía de emoción. Se puso roja hasta la raíz del cabello y luego palideció. Posó una mano sobre el borde de la mesa.
—Se lo agradezco, camarada coronel —tartamudeó con voz débil.
—Debido a sus excelentes servicios, se la ha escogido para una importante misión. Es un gran honor para usted. ¿Lo comprende?
Con independencia de lo que fuere, era mejor de lo que podría haber sido.
—Sí, por supuesto, camarada coronel.
—Esta misión acarrea una gran responsabilidad. Es merecedora de un rango elevado. La felicito por el ascenso a capitán de Seguridad del Estado que recibirá al concluir la misión, camarada cabo.
¡Aquello era insólito en el caso de una muchacha de veinticuatro años! Tatiana percibió el peligro. Se tensó como un animal que ve las fauces de acero de la trampa debajo del cebo de carne.
—Me siento muy honrada, camarada coronel. —No pudo evitar que la cautela asomara a su voz. Rosa Klebb gruñó algo ambiguo. Sabía con total exactitud lo que la muchacha debía de haber pensado cuando recibió la llamada. El efecto causado por su amable recepción, la conmoción de alivio ante las buenas noticias, el redespertar de los temores, habían resultado evidentes. Era una muchacha hermosa, cándida, inocente. Justo lo que exigía la
konspiratsia
. Ahora había que relajarla.
—Querida —dijo con voz suave—, ¡qué descuidada soy! Este ascenso debe ser celebrado con una copa de vino. No debe llevarse la impresión de que los oficiales superiores somos inhumanos.
Beberemos juntas. Será una buena excusa para abrir una botella de
champagne
francés.
Rosa Klebb se levantó y avanzó hasta el aparador, donde su ordenanza había dispuesto lo que ella pidió.
—Pruebe uno de estos bombones mientras lucho con el corcho. Nunca resulta fácil descorchar una botella de
champagne
. La verdad es que las chicas necesitamos a un hombre para que nos ayude con ese tipo de cosas, ¿no cree?
El aburrido parloteo continuó mientras depositaba ante Tatiana una espectacular caja de bombones. Regresó al aparador.
—Son de Suiza. Los mejores de todos. Los de centro blando son los redondos. Los duros son cuadrados.
Tatiana murmuró su agradecimiento. Tendió la mano y escogió uno redondo. Resultaría más fácil de tragar. Tenía la boca seca a causa del miedo que le inspiraba el momento en que finalmente vería la trampa y la sentiría cerrarse en torno a su cuello. Tenía que ser algo espantoso si resultaba necesario esconderlo debajo de esta actuación. El mordisco de bombón se le pegó a la boca como chiclé. Por suerte, le pusieron una copa de
champagne
en la mano.
Rosa Klebb permaneció de pie a su lado. Levantó alegremente su copa.
—
Za vashe zdarovie
, camarada Tatiana. ¡Y mis más cálidas felicitaciones!
Tatiana forzó sus labios en una pálida sonrisa. Cogió su copa e hizo una pequeña reverencia.
—
Za vashe zdarovie
, camarada coronel. —Vació la copa, como es costumbre en Rusia, y la dejó ante sí.
Rosa Klebb volvió a llenársela de inmediato, derramando un poco sobre la mesa.
—Y ahora, a la salud de su nuevo departamento, camarada.
Alzó la copa. La sonrisa almibarada se tensó mientras observaba las reacciones de la muchacha.
—¡Por SMERSH!
Aturdida, Tatiana se puso de pie. Cogió la copa llena.
—Por SMERSH.
Las dos palabras apenas lograron salir de sus labios. Se atragantó con el
champagne
y tuvo que bebérselo en dos sorbos. Se dejó caer en la silla.
Rosa Klebb no le dejó tiempo para reflexionar. Se sentó ante ella y apoyó las manos planas sobre la mesa.
—Y ahora, vayamos al trabajo, camarada. —La autoridad había vuelto a su voz—. Hay muchas cosas que hacer. —Se inclinó hacia delante—. ¿Ha deseado alguna vez vivir en el extranjero, camarada? ¿En otro país?
El
champagne
estaba haciéndole efecto a Tatiana. Probablemente llegarían cosas peores, pero ahora prefería que llegaran rápido.
—No, camarada. Soy feliz en Moscú.
—¿Nunca ha pensado cómo sería vivir en Occidente… todas esas ropas bonitas, el jazz, las cosas modernas?
—No, camarada. —Se quedó meditativa. Nunca había pensado en ello.
—¿Y si el Estado le pidiera que viviese en Occidente?
—Obedecería.
—¿De buena gana?
Tatiana se encogió de hombros con un asomo de impaciencia.
—Uno hace lo que se le ordena.
La mujer calló durante un instante. En la pregunta siguiente había un toque de conspiración femenina.
—¿Es usted virgen, camarada?
«Oh, Dios mío», pensó Tatiana.
—No, camarada coronel.
Los húmedos labios brillaron en la luz.
—¿Cuántos hombres?
Tatiana enrojeció hasta la raíz del pelo. Las muchachas rusas son reacias y gazmoñas en lo que al sexo se refiere. En Rusia, la atmósfera sexual es de plena época victoriana. Estas preguntas de Klebb resultaban todavía más repugnantes por ser formuladas en ese frío tono inquisitorial por una oficial del Estado a quien no había visto nunca antes. Tatiana se llenó de valor. Miró con aire defensivo a los ojos amarillos.
—Por favor, camarada, ¿puede decirme cuál es el propósito de estas preguntas íntimas?
Rosa Klebb se irguió. Su voz salió disparada como un látigo.
—Recuerde quién es, camarada. No está aquí para formular preguntas. Olvida con quién está hablando. ¡Respóndame!
Tatiana se acobardó.
—Tres hombres, camarada coronel.
—¿Cuándo? ¿Qué edad tenía usted? —Los duros ojos amarillos se clavaron en los perseguidos ojos azules de la muchacha que tenía delante, le sostuvieron la mirada y les dieron una orden.
Tatiana estaba al borde de las lágrimas.
—En el colegio, cuando tenía diecisiete años. Luego en el Instituto de Lenguas Extranjeras. Tenía veintidós. Luego, el año pasado. Tenía veintitrés. Era un amigo al que conocí patinando.
—Sus nombres, por favor, camarada. —Rosa Klebb cogió un lápiz y empujó una libreta de notas hacia ella.
Tatiana disimuló los sollozos.
—No, nunca, no me importa lo que me haga. No tiene ningún derecho.
—Déjese de tonterías. —La voz era un siseo—. En cinco minutos puedo hacerle decir esos nombres, o cualquier otra cosa que desee saber. Está jugando un juego peligroso conmigo, camarada. Mi paciencia no es infinita. —Rosa Klebb hizo una pausa. Estaba siendo demasiado brusca—. Por el momento, lo dejaremos estar. Mañana me dará los nombres. Ningún mal les sobrevendrá a esos hombres. Se les harán una o dos preguntas acerca de usted… preguntas sencillas, técnicas, eso es todo. Ahora, enderécese y séquese las lágrimas. No podemos aceptar ninguna otra tontería como ésta.
Rosa Klebb se levantó y rodeó la mesa. Se detuvo con los ojos bajos sobre Tatiana. Su voz se volvió untuosa y suave.
—Vamos, vamos, querida. Debe confiar en mí. Sus pequeños secretos están a salvo conmigo.
Vamos, beba un poco más de
champagne
y olvide este desagradable asuntillo. Debemos ser amigas. Tenemos trabajo que hacer juntas. Debe aprender, mi querida Tania, a tratarme como a su madre. Tenga, bébase esto.
Tatiana sacó un pañuelo de la cintura de su falda y se secó los ojos con pequeños toquecitos.
Tendió una mano temblorosa para coger la copa de
champagne
y bebió pequeños sorbos con la cabeza baja.
—Bébaselo todo, querida.
Rosa Klebb permaneció de pie junto a la muchacha, como una especie de espantosa madre pata, graznando palabras de aliento.
Obediente, Tatiana vació la copa. Sentía que la había abandonado toda resistencia, estaba cansada, dispuesta a hacer cualquier cosa para acabar con esta entrevista y marcharse a alguna parte y dormir. Pensó: «Así que esto es lo que pasa en la mesa de interrogatorio, y ésa es la voz que usa Klebb». Bueno, pues con ella funcionaba. Ahora estaba dócil. Cooperaría.
Rosa Klebb se sentó. Observó calculadoramente a la muchacha desde detrás de la máscara maternal.
—Y ahora, querida, sólo una preguntita íntima más. Entre chicas. ¿Le gusta hacer el amor? ¿Le proporciona placer? ¿Mucho placer?
Las manos de Tatiana volvieron a ascender y se cubrió el rostro. Desde detrás de las mismas, con la voz amortiguada, respondió:
—Bueno, sí, camarada coronel. Naturalmente, cuando se está enamorada… —Su voz se apagó. ¿Qué otra cosa podía decir? ¿Qué respuesta quería esta mujer?
—Y suponiendo, querida, que no estuviera enamorada. ¿Aun así le proporcionaría placer hacer el amor con un hombre?
Tatiana sacudió la cabeza con gesto indeciso. Apartó las manos del rostro e inclinó la cabeza.
Su cabello cayó sobre ambos lados de la cara como una pesada cortina. Estaba intentando pensar, ser servicial, pero no lograba imaginarse una situación semejante. Suponía…
—Supongo que dependería del hombre, camarada coronel.
—Esa es una respuesta sensata, querida. —Rosa Klebb abrió un cajón de la mesa. Sacó una fotografía y la deslizó hasta dejarla ante la muchacha—. ¿Qué me dice de este hombre, por ejemplo?
Tatiana atrajo cautelosamente la fotografía hacia sí, como si pudiera prenderse fuego. Bajó los ojos con prudencia hacia el rostro apuesto, implacable. Intentó pensar, imaginarse…
—No puedo decírselo, camarada coronel. Es bien parecido. Tal vez si fuese dulce… —Apartó la fotografía de sí con gesto ansioso.
—No, quédesela, querida. Póngala junto a su cama y piense en este hombre. Más adelante, en su nuevo trabajo, recibirá más información sobre él. Y ahora… —los ojos brillaron tras los cristales cuadrados de las gafas—, ¿le gustaría saber cuál será su nuevo trabajo? ¿La tarea para la que ha sido escogida entre todas las muchachas de Rusia?
—Sí, desde luego, camarada coronel. —Tatiana miró obedientemente al rostro resuelto dirigido hacia ella como un perro de caza.
Los húmedos labios gomosos se separaron, seductores.
—La misión para la que ha sido escogida es sencilla y placentera, camarada cabo… un auténtico trabajo de amor, como decimos nosotros. Es cuestión de enamorarse. Eso es todo. Nada más. Sólo enamorarse de este hombre.
—Pero, ¿quién es? Ni siquiera lo conozco.
La boca de Rosa Klebb expresó deleite. Esto le daría algo en lo que pensar a la tonta mujercilla.
—Es un espía inglés.
—
Bozhi moi!
—Tatiana se tapó la boca con una mano, tanto para sofocar el nombre de Dios como por terror. Permaneció sentada, tensa por la conmoción, y miró a Rosa Klebb con ojos muy abiertos, ligeramente achispados.
—Sí —confirmó Rosa Klebb, satisfecha del efecto causado por sus palabras—. Es un espía inglés. Tal vez el más famoso de todos. Y a partir de este momento usted está enamorada de él.
Así que será mejor que se acostumbre a la idea. Y nada de tonterías, camarada. Tenemos que actuar con seriedad. Éste es un importante asunto de Estado para el cual usted ha sido escogida como instrumento. Así que nada de tonterías, por favor. Y ahora, vayamos a algunos detalles prácticos. —Rosa Klebb se interrumpió—. Y aparte esa mano de su estúpida cara —dijo con tono cortante—. Y deje esa expresión de vaca asustada. Siéntese erguida y ponga atención. O será peor para usted. ¿Entendido?