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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Desde Rusia con amor (14 page)

BOOK: Desde Rusia con amor
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Resultaba inevitable que los deberes del capitán Troop lo pusieran en conflicto con el resto de la organización, pero resultaba particularmente desafortunado que a M no se le hubiera ocurrido nadie mejor que Troop para designarlo como presidente de esta comisión en particular.

Porque se trataba de otra de esas comisiones de investigación que se encargaban de las delicadas complejidades del caso Burgess y Maclean, y de las lecciones que podían aprenderse del mismo.

M se la había inventado, cinco años después de cerrar su propio expediente particular sobre aquel caso, puramente como un engañabobos para el Comité Asesor de Investigacionees dentro del servicio secreto, que el primer ministro había ordenado en 1955.

De inmediato, Bond se había trabado en una indecorosa disputa sin esperanzas con Troop, acerca del empleo de «intelectuales» en el servicio secreto.

Perversamente, y a sabiendas de que irritaría, Bond había presentado la propuesta de que, si el MI5 y el servicio secreto iban a ocuparse seriamente de los «espías intelectuales» de la era atómica, deberían emplear a un cierto número de intelectuales para contrarrestarlos.

—Los oficiales retirados del ejército de la India —había declarado Bond— no tienen ninguna posibilidad de comprender los procesos de pensamiento de Burgess o de Maclean. Ni siquiera sabrán que existen personas semejantes, y mucho menos se hallarán en posición de frecuentar sus camarillas y conocer a sus amigos o enterarse de sus secretos. Una vez que Burgess y Maclean se marcharon a Rusia, la única manera de volver a establecer contacto con ellos y, quizá, cuando se cansaran de Rusia convertirlos en agentes dobles contra los rusos, habría sido enviar a sus amigos más íntimos a Moscú, Praga y Budapest con orden de esperar hasta que uno de ellos se escabullese fuera de sus muros de piedra y estableciera contacto. Y uno de ellos, probablemente Burgess, se habría visto impulsado a contactar a causa de la soledad y por la gran necesidad de contarle su historia a alguien
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. Pero sin duda no correrían el riesgo de hacerle revelaciones a alguien vestido con gabardina, que llevara un mostacho de caballería y tuviera una mente inferior a las de segunda categoría.

—Ah, vaya —respondió Troop con gélida calma—. Así que sugiere usted que llenemos la organización de pervertidos de pelo largo. Es una noción muy original. Pensaba que estábamos todos de acuerdo en que los homosexuales son casi el peor riesgo que existe para la seguridad. No me imagino a los estadounidenses entregándoles muchos secretos atómicos a un montón de maricones empapados en perfume.

—No todos los intelectuales son homosexuales. Y muchos de ellos son calvos. Sólo estoy diciendo que… —y así había continuado la discusión, de modo intermitente, durante las reuniones de los pasados tres días. Los otros miembros de la comisión habían, más o menos, cerrado filas en torno a Troop. Hoy tendrían que redactar las recomendaciones, y Bond se preguntaba si debía dar el impopular paso de adjuntar un informe de desacuerdo.

¿Hasta qué punto se tomaba en serio todo aquel asunto?, se preguntó Bond mientras, a las nueve en punto, salía del apartamento y bajaba las escaleras hasta su coche. ¿Estaba comportándose de manera intolerante y obstinada? ¿Se había atrincherado en una posición única con el solo objetivo de darles a sus dientes algo que morder? ¿Estaba tan aburrido que no se le ocurría nada mejor que hacer que transformarse en un fastidio para la organización? Bond no lograba decidirse. Se sentía inquieto e indeciso y, por detrás de todo eso, había una molesta intranquilidad que no era capaz de identificar.

Cuando pulsó el arranque automático y los tubos de escape gemelos despertaron con su palpitante incandescencia, una cita sin autor se deslizó en la mente de Bond, como caída del cielo:

«Los dioses aburren primero a aquellos a quienes han decidido destruir.»

Capítulo 12
Coser y cantar

Según resultaron las cosas, Bond nunca tuvo que tomar una decisión sobre el informe final del comité.

Había elogiado a su secretaria por el vestido nuevo de verano que llevaba, y estaba a mitad del expediente de mensajes que habían llegado durante la noche, cuando el teléfono rojo, que sólo podía significar M o su jefe de estado mayor, emitió un suave y perentorio ronroneo. Bond cogió el receptor.

—007.

—¿Puede subir? —Era el jefe de estado mayor.

—¿M?

—Sí, y al parecer será una sesión larga. Ya le he dicho a Troop que no podrá asistir a la reunión del comité.

—¿Tiene idea de qué se trata?

El jefe de estado mayor rió entre dientes.

—Bueno, de hecho, sí que la tengo. Pero será mejor que se lo cuente él mismo. Eso le dará qué pensar. El asunto tiene una característica bastante rara.

Mientras Bond se ponía la chaqueta y salía al pasillo dando un portazo a sus espaldas, tuvo la inconfundible sensación de que había sonado el disparo de salida y de que los días más calurosos habían tocado a su fin. Incluso la subida hasta el último piso en el ascensor, y el paseo por el largo corredor silencioso hasta la puerta del pequeño despacho de M, parecieron cargados del significado de aquellas otras ocasiones en que el sonido del teléfono rojo había sido la señal que lo había disparado, como a un proyectil cargado, al otro lado del mundo, hacia algún lejano objetivo escogido por M. Y los ojos de la señorita Moneypenny, la secretaria personal de M, tenían esa vieja expresión emocionada de conocimiento de secreto, cuando alzó la cara para sonreírle y pulsó el botón del intercomunicador.

—007 está aquí, señor.

—Hágale pasar —respondió la voz metálica, y la luz roja de reunión privada se encendió encima de la puerta.

Bond la traspasó y cerró con suavidad a sus espaldas. La habitación estaba fresca, o tal vez eran las persianas que daban una sensación de frescor. Proyectaban barras de luz y sombra sobre la alfombra verde oscuro hasta el borde del gran escritorio central. Allí el sol se detenía, de modo que la figura que estaba tras el escritorio se hallaba sentada en medio de una difusa sombra de tono verdoso. En el techo, justo encima del escritorio, un gran ventilador tropical de doble pala, reciente añadido al despacho de M, giraba lentamente, removiendo el tormentoso aire de agosto que, incluso en lo alto del Regent's Park, se había vuelto pesado y rancio después de la ola de calor que había durado una semana.

M señaló una silla colocada al otro lado del escritorio de cuero rojo. Bond se sentó y miró al tranquilo rostro curtido de marinero al que quería, honraba y obedecía.

—¿Le importa si le hago una pregunta personal, James? —M nunca le hacía preguntas personales a sus empleados, y a Bond no se le ocurría cuál podía ser.

—No, señor.

M cogió su pipa del gran cenicero de cobre y comenzó a llenarla, contemplando pensativamente sus dedos en movimiento. Con tono áspero, prosiguió:

—No está obligado a responder, pero la pregunta tiene que ver con su, eh, amiga, la señorita Case. Como ya sabe, no suelo interesarme por estos asuntos, pero he oído decir que ustedes han estado, eh, viéndose mucho desde el asunto de los diamantes. Incluso hay quienes piensan que tal vez acaben por casarse. —M alzó la vista hacia Bond y volvió a bajarla. Se colocó la pipa llena en la boca y le acercó una cerilla encendida. Por un lado de la boca, mientras aspiraba la danzante llama, añadió—: ¿Desea contarme algo al respecto?

«¿Y qué más? —se preguntó Bond—. ¡Malditos chismorreos de oficina!»

—Bueno, señor —dijo, malhumorado—, la verdad es que nos llevábamos bien. Y surgió la idea de que tal vez podríamos casarnos. Pero luego ella conoció a un tipo en la embajada estadounidense. Del personal del agregado militar. Un comandante del cuerpo de marina. Y supongo que va a casarse con él. De hecho, los dos han regresado a Estados Unidos. Tal vez sea mejor así. Los matrimonios entre personas de diferentes nacionalidades no suelen tener éxito.

»Supongo que él es bastante buen tipo. Tal vez sea mejor para ella que vivir en Londres. La verdad es que no podía establecerse aquí. Es una buena muchacha, pero un poco neurótica. Tuvimos demasiadas peleas. Probablemente por culpa mía. De todas formas, eso ya ha terminado.

M le dedicó una de las breves sonrisas que le iluminaban más los ojos que la boca.

—Lamento que haya salido mal, James —dijo. En la voz de M no había ni rastro de compasión.

Reprobaba el carácter mujeriego de Bond, como lo denominaba para sí mismo, aunque reconocía que su prejuicio en este tema era una reliquia de su educación victoriana. No obstante, como jefe de Bond, lo último que quería era que el agente se atara de forma definitiva a la falda de una sola mujer—. Tal vez sea mejor así. En esta profesión, no es buena cosa mezclarse con mujeres neuróticas. Se le cuelgan a uno del brazo con el que dispara, si comprende lo que quiero decir. Disculpe por preguntarle por ese asunto. Debía conocer la respuesta antes de hablarle de lo que ha surgido.

»Se trata de un asunto bastante extraño. Resultaría difícil implicarlo en él si estuviera a punto de casarse, o algo parecido.

Bond sacudió la cabeza, esperando que le contara la historia.

—Muy bien, pues —continuó M. Había una nota de alivio en su voz. Se recostó en el respaldo de la silla y chupó varias veces la pipa para que se encendiera bien—. Lo que ha sucedido es lo siguiente. Ayer nos llegó un largo mensaje procedente de Estambul. Al parecer, el martes pasado, el jefe del puesto T recibió un mensaje anónimo mecanografiado que le decía que sacara un billete de ida y vuelta en el transbordador de las ocho de la noche que va desde el Puente Gálata a la embocadura del Bosforo y regresa. Nada más. El jefe del puesto T es un tipo aventurero, y por supuesto, cogió el transbordador. Se quedó en proa junto a la borda, y esperó. Pasado más o menos un cuarto de hora, una muchacha se acercó y se detuvo junto a él. Era una joven rusa, muy guapa, según dice, y después de que charlaran un poco acerca de la vista y cosas parecidas, ella cambió de repente y, en el mismo tipo de voz convencional, le contó una historia extraordinaria.

M hizo una pausa para acercar una cerilla encendida a su pipa. Bond intervino.

—¿Quién es el jefe del puesto T? Yo nunca he trabajado en Turquía.

—Es un hombre llamado Kerim, Darko Kerim. De padre turco y madre inglesa. Se trata de un hombre notable. Ha sido jefe del puesto T desde la guerra. Uno de los mejores hombres que tengo en el mundo. Realiza una labor maravillosa. Adora su trabajo. Es muy inteligente y conoce esa zona del mundo como la palma de su mano. —M apartó a Kerim de la conversación con un gesto lateral de la mano—. En fin, el caso es que, según la historia que le contó, la muchacha era cabo del MGB. Había estado en el oficio desde que salió del colegio, y acababan de trasladarla a Estambul como oficial de criptografía. Ella misma tramó su traslado porque quería salir de Rusia y venir aquí.

—Eso está bien —comentó Bond—. Podría resultarnos útil tener a una de sus chicas de criptografía. Pero, ¿por qué quiere venir aquí?

M miró a Bond desde el otro lado de la mesa.

—Porque está enamorada. —Hizo una pausa, y añadió con voz suave—: Dice que está enamorada de usted.

—¿Enamorada de mí?

—Sí, de usted. Eso dice ella. Se llama Tatiana Romanova. ¿Ha oído hablar de ella alguna vez?

—¡Santo Dios, no! Quiero decir, no, señor. —M sonrió ante la mezcla de expresiones que afloró al rostro de Bond—. Pero, ¿qué demonios quiere decir? ¿Me ha conocido alguna vez? ¿Cómo sabe que existo?

—Bueno —respondió M—, todo el asunto parece absolutamente ridículo. Aunque es tan disparatado que muy bien podría ser verdad. La muchacha tiene veinticuatro años. Desde que entró en el MGB ha estado trabajando en el índice Central ruso, que es lo mismo que nuestros archivos. Y ocupaba un puesto en la sección inglesa del mismo. Trabajó allí durante seis años.

»Uno de los expedientes de los que tuvo que ocuparse fue el suyo.

—Me gustaría ver ese expediente —comentó Bond.

—La historia que cuenta es que primero le gustaron las fotografías suyas que había en el expediente. Que sintió admiración por su aspecto y demás. —M bajó las comisuras de los labios, como si acabara de chupar un limón—. Leyó todos sus casos y decidió que usted era un tipo fuera de serie.

Bond miró desdeñosamente. La expresión de la cara de M era evasiva.

—Dijo que usted le atraía particularmente porque le recordaba a un héroe de un libro escrito por un tipo ruso llamado Lermontov. Al parecer, era su libro preferido. A ese héroe le gustaba el juego y se pasaba todo el tiempo metiéndose en broncas y saliendo de ellas. En cualquier caso, usted se lo recordaba. Dice que llegó a no pensar en nada más, y que un día se le ocurrió la idea de que, si lograba que la trasladaran a uno de los centros extranjeros, podría ponerse en contacto con usted y usted iría a rescatarla.

—Nunca he oído una historia tan disparatada como ésa, señor. Sin duda, el jefe del puesto T no se la tragó.

—Espere un momento —lo atajó M con voz enojada—. No se apresure demasiado por el simple hecho de que ha surgido algo con lo que nunca se ha tropezado. Suponga que fuese usted una estrella del cine en lugar de estar en este oficio en particular. Recibiría amorosas cartas de muchachas de todo el mundo, llenas de vaya a saberse qué necedades acerca de no poder vivir sin usted y cosas por el estilo. Aquí tenemos a una muchacha que hace trabajo de secretaria en Moscú. Probablemente todo el departamento está lleno de mujeres, como en nuestros archivos.

Ni un solo hombre en la sala al que mirar, y ahí está ella, ante su, eh, apuesto rostro, en un expediente que cada dos por tres tiene que coger para actualizarlo. Y, como creo que suele decirse por ahí, pierde la chaveta por esas fotografías igual que todas las secretarias del mundo pierden la chaveta por las horribles caras que salen en las revistas. —M movió la pipa a un lado para indicar su ignorancia respecto a este espantoso hábito femenino—. Bien sabe el Señor que yo no entiendo mucho de estas cuestiones, pero debe admitir que suceden.

Bond sonrió ante esta súplica de ayuda.

—Bueno, de hecho, señor, estoy comenzando a ver que hay algo de sentido en todo el asunto. No existe ninguna razón por la que una muchacha rusa no pueda ser tan tonta como una inglesa.

»Pero debe de tener agallas para hacer lo que hizo. ¿Le ha dicho el jefe del puesto T si ella se daba cuenta de las consecuencias en caso de que la descubrieran?

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