Al final del largo almacén se alzaba una plataforma a la que rodeaba una balaustrada. Sobre ella, media docena de muchachos y muchachas, sentados sobre altos taburetes, escribían con diligencia en gruesos libros mayores anticuados. Era como una oficina de contables descrita por Dickens, y Bond reparó en que cada uno de los altos escritorios tenía un vapuleado ábaco junto al tintero. Ninguno de los empleados alzó la vista cuando Bond pasó entre ellos, pero un alto hombre moreno, con rostro flaco e inesperados ojos azules, avanzó desde el escritorio más alejado para hacerse cargo de Bond, al cual le dedicó una cálida sonrisa que dejó a la vista hileras de dientes extremadamente blancos. Después de lo cual lo condujo a la parte trasera de la plataforma. Con unos golpecitos llamó a una hermosa puerta de caoba que tenía una cerradura Yale y, sin aguardar respuesta, la abrió, dejó entrar a Bond y la cerró suavemente tras de sí.
—Ah, amigo mío. Adelante. Adelante. —Un hombre muy corpulento, vestido con un traje de seda
tussah
color crema de excelente corte, se levantó de detrás de un escritorio de caoba y acudió a recibirlo con la mano tendida.
Un asomo de autoridad subyacente en la sonora voz amistosa le recordó a Bond que aquél era el jefe del puesto T y que él se encontraba en el territorio de otro hombre y, jurídicamente, estaba bajo su mando. No era más que una cuestión de protocolo profesional, pero una cuestión que debía recordar.
Darko Kerim tenía un apretón de manos maravillosamente secas. Eran cinco fuertes dedos occidentales, activos, no el apretón de manos untuosas propio de Oriente, que hace que uno sienta el impulso de limpiarse la mano en los faldones de la chaqueta. Y la mano grande tenía un poder controlado que daba a entender que podía apretar más y más la mano de alguien hasta acabar por partirle los huesos.
Bond medía un metro ochenta y dos de estatura, pero este hombre lo superaba en al menos cinco centímetros, y daba la impresión de ser dos veces más ancho y el doble de grueso que él. El agente inglés alzó la vista hacia dos ojos muy separados, sonrientes y azules, situados en un terso rostro grande y moreno con nariz fracturada de boxeador. Los ojos eran lacrimosos y recorridos por pequeñas venas rojas, como los de un sabueso que con excesiva frecuencia se echa demasiado cerca del fuego. Bond los reconoció como señal de desenfrenado libertinaje.
El rostro era vagamente egipcio en su feroz orgullo, su espeso pelo negro rizado y su nariz curvada, y la impresión de soldado de fortuna vagabundo se veía realzada por un pequeño aro de oro que Kerim llevaba en el lóbulo de la oreja derecha. Se trataba de un rostro sorprendentemente espectacular, vital, cruel y libertino, pero lo que uno advertía más que su espectacularidad era que irradiaba vida. Bond pensó que jamás había visto tanta vitalidad y calidez en una cara humana. Era como hallarse cerca del sol; Bond soltó la fuerte mano seca y le devolvió a Kerim la sonrisa con una cordialidad que raras veces sentía hacia un desconocido.
—Gracias por enviar anoche un coche para recogerme.
—¡Ha! —Kerim estaba encantado—. También debe darles las gracias a nuestros amigos. Fue recibido usted por ambos bandos. Ellos siempre siguen a mi coche cuando va al aeropuerto.
—¿Era una Vespa o una Lambretta?
—¿Se dio cuenta? Era una Lambretta. Tienen toda una flota de ellas para sus hombrecillos, los hombres a los que llamo «los sin rostro». Se parecen tanto que nunca hemos conseguido diferenciarlos. Son delincuentes de poca monta, sobre todo apestosos búlgaros, que les hacen el trabajo sucio. Pero espero que éste se haya mantenido a prudente distancia. No se acercan al Rolls desde el día en que mi chófer frenó en seco y luego dio marcha atrás a la máxima velocidad posible. Estropeó la pintura y manchó de sangre la parte inferior del chasis, pero les enseñó modales al resto de ellos.
Kerim ocupó su silla e hizo un gesto hacia una idéntica a ésta que se encontraba al otro lado del escritorio. Empujó hacia su visitante una blanca caja plana de cigarrillos, y Bond se sentó, cogió uno y lo encendió. Era el cigarrillo más maravilloso que hubiese probado en su vida, el más suave y dulce tabaco turco en delgados cilindros largos de forma ovalada con una elegante luna creciente dorada.
Mientras Kerim metía uno de ellos en una larga boquilla de marfil manchada de nicotina, Bond aprovechó la oportunidad para recorrer con la mirada la habitación, donde había un fuerte olor a pintura y barniz, como si acabaran de redecorarla.
Era grande, cuadrada y revestida de caoba pulida, excepto en la pared que había detrás del escritorio de Kerim, donde lucía, colgado del techo, un tapiz oriental que se movía suavemente en la brisa como si detrás hubiese una ventana abierta. Pero eso parecía improbable, dado que la luz entraba por tres ventanas circulares abiertas en lo alto de las paredes. Detrás del tapiz había tal vez un balcón que daba al Cuerno de Oro, cuyas olas Bond podía oír chapoteando en las paredes de más abajo. En el centro de la pared que quedaba a la derecha colgaba una reproducción del retrato de la reina pintado por Annigoni, con marco dorado. Frente a éste, también con un marco imponente, se encontraba la fotografía que le había tomado Cecil Beatón, en tiempos de guerra, a Winston Churchill, en la que el primer ministro levantaba los ojos desde su escritorio en las oficinas del gabinete como un despectivo perro bulldog. Una ancha librería se alzaba contra una de las paredes y, en la del otro lado, había un sofá tapizado en piel, muy mullido. En el centro de la sala, el gran escritorio de caoba hacía guiños con sus asas de latón bruñido. Sobre el desordenado escritorio había dos fotografías con marco de plata, y Bond captó de reojo las inscripciones en cobre de dos menciones a la eficacia y la Orden del Imperio Británico, división militar.
Kerim encendió su cigarrillo. Volvió la cabeza para mirar el tapiz.
—Nuestros amigos me hicieron ayer una visita —comentó con tono indiferente—. Colocaron una bomba lapa en la pared exterior. Programada para pillarme en mi escritorio cuando estallara.
Gracias a mi buena suerte, me había tomado unos minutos para relajarme en ese sofá con una muchacha rumana que aún cree que un hombre contará secretos a cambio de amor. La bomba estalló en un momento vital. Yo me negué a que me distrajera, pero creo que la experiencia fue excesiva para la chica. Cuando la solté, tenía un ataque de histeria. Me temo que ha decidido que mi manera de hacer el amor es demasiado violenta. —Blandió la boquilla del cigarrillo con gesto de disculpa—. Pero tuvimos que correr para tener la oficina reparada para su visita. Cristales nuevos para las ventanas y para mis cuadros, y ahora apesta a pintura. En cualquier caso… —Kerim se recostó en la silla; en su rostro había un leve fruncimiento de ceño—, lo que no puedo comprender es esta súbita interrupción de la paz. En Estambul convivimos muy cordialmente.
»Todos tenemos que hacer nuestro trabajo. Es inaudito que mis
chers collégues
declaren de pronto la guerra de esta manera. Resulta bastante preocupante. Sólo puede crearles problemas a nuestros amigos rusos. Me veré obligado a reprender al hombre que lo hizo, cuando averigüe su nombre. —Kerim sacudió la cabeza—. Es de lo más desconcertante. Espero que no tenga nada que ver con este caso que tenemos entre manos.
—Pero, ¿era necesario hacer tan pública mi llegada? —preguntó Bond con voz suave—. Lo último que deseo es implicarlo a usted en todo esto. ¿Por qué envió el Rolls al aeropuerto? Con eso sólo consigue que lo relacionen conmigo.
Kerim rió con indulgencia:
—Amigo mío, tengo que explicarle algo que debe usted saber. Los rusos, los estadounidenses y nosotros tenemos, cada uno, un hombre a sueldo en todos los hoteles. Y todos le pagamos un soborno a un oficial del cuartel general de la policía secreta y recibimos una copia de todos los extranjeros que entran cada día en el país por avión, tren y barco. Si hubiese tenido unos cuantos días más, yo podría haberlo hecho entrar en secreto por la frontera griega, pero ¿con qué propósito? Su existencia aquí debe ser conocida por el otro bando para que nuestra amiga pueda contactar con usted. Una de las condiciones que impuso fue que sería ella misma quien organizara el encuentro. Tal vez no se fía de nuestra seguridad. ¿Quién sabe? Pero se mostró inflexible al respecto y dijo, como si yo no lo supiera, que cuando usted llegara, su centro de trabajo recibiría notificación inmediata. —Kerim encogió sus anchos hombros—. Así pues, ¿por qué ponerle las cosas difíciles a la joven? Lo único que me preocupa es facilitarle las cosas a usted y hacer que se sienta cómodo, para que al menos disfrute de su estancia… aun en el caso de que no fuera fructífera.
Bond se echó a reír.
—Retiro todo lo dicho. Había olvidado la fórmula de los Balcanes. En cualquier caso, aquí estoy bajo su mando. Usted dígame qué debo hacer, y yo lo haré.
Kerim apartó el asunto a un lado con un gesto de la mano.
—Y ahora, dado que estamos hablando de su comodidad, ¿qué tal su hotel? Me sorprendió que escogiera el Palas. Apenas es mejor que un burdel, lo que los franceses llaman
baisodrome
. Y es muy frecuentado por los rusos, aunque eso no tenga importancia.
—No está demasiado mal. Sencillamente no quería alojarme en el Hilton ni en uno de los otros hoteles elegantes.
—¿Dinero? —Kerim metió la mano en un cajón y sacó un fajo plano de billetes verdes nuevos—. Aquí tiene mil libras turcas. Su valor real, y su precio en el mercado negro, es de alrededor de veinte por cada libra esterlina. El precio oficial es de siete. Avíseme cuando se le acaben y le daré tantas como quiera. Pasaremos cuentas cuando acabe la partida. De todas formas, es basura. Desde que Creso, el primer millonario, inventó las monedas de oro, el dinero ha perdido valor. Y la cara de las monedas se ha degradado con la misma rapidez que su valor.
»Primero aparecían las caras de los dioses en las monedas. Luego las caras de los reyes. Luego de los presidentes. Ahora no llevan ningún rostro. ¡Mire esto! —Kerim le arrojó el dinero a Bond—. Hoy es sólo papel, con una imagen de un edificio público y la firma del cajero. ¡Basura! El milagro es que aún puedan comprarse cosas con eso. En fin. ¿Qué más? ¿Cigarrillos? Fume sólo éstos. Le haré enviar unos cuantos centenares a su hotel. Son los mejores.
Diplomates
. No son fáciles de conseguir. La mayoría van a parar a los ministerios y embajadas.
»¿Algo más antes de pasar al trabajo? No se preocupe por sus comidas y tiempo de ocio. Yo me encargaré de ambas cosas. Disfrutaré con ello; y, si me disculpa, deseo permanecer cerca de usted mientras esté aquí.
—Nada más —respondió Bond—. Excepto que algún día debe usted ir a Londres.
—Jamás —replicó Kerim tajante—. El clima y las mujeres son demasiado fríos. Y me siento orgulloso de tenerlo a usted aquí. Me recuerda los tiempos de la guerra. Y ahora —dijo mientras pulsaba un timbre que había en su escritorio—, ¿quiere el café amargo o dulce? En Turquía no podemos hablar en serio sin café o
raki
, y es demasiado temprano para el
raki
.
—Amargo.
Se abrió la puerta que estaba detrás de Bond. Kerim ladró una orden. Cuando la puerta se hubo cerrado, Kerim abrió un cajón que estaba cerradocon llave y sacó un expediente que dejó ante sí. Luego, con un golpe, posó ambas manos sobre él.
—Amigo mío —dijo con aire ceñudo—, no sé qué decir sobre este caso. —Se echó atrás en la silla y entrecruzó los dedos de las manos a la altura de la nuca—. ¿Se le ha ocurrido alguna vez que el tipo de trabajo que hacemos es como rodar una película? Con tanta frecuencia tengo a todo el mundo en el plato y creo que puedo comenzar a hacer girar la manivela; entonces las cosas se tuercen, o bien por el tiempo atmosférico, o bien por los actores, o bien por un accidente. Y hay algo más que también sucede cuando se rueda una película. Aparece el amor bajo una u otra forma, y lo peor de todo, como es ahora el caso, entre las dos estrellas. Para mí, ése es precisamente el factor más desconcertante de este asunto, y el más inescrutable. ¿Acaso esta muchacha está enamorada de la idea que tiene de usted, en realidad? ¿Lo amará cuando lo vea? ¿Será usted capaz de amarla lo suficiente para hacer que se cambie de bando?
Bond no hizo comentario. Se oyó un golpe de llamada en la puerta, y el jefe de secretarios depositó dos tacitas de finísima porcelana azul, rodeadas por filigranas de oro, ante ambos hombres. Luego volvió a salir. Bond bebió un sorbo de café y lo dejó sobre el escritorio. Era bueno, pero tenía mucho poso en suspensión. Kerim bebió el suyo de un sorbo, colocó un cigarrillo en la boquilla y lo encendió.
—Pero no hay nada que podamos hacer respecto a este asunto amoroso —continuó Kerim, hablando en parte para sí mismo—. Sólo podemos esperar a ver qué pasa. Entretanto, hay otras cosas de qué ocuparse.
Se inclinó sobre el escritorio y miró a Bond con ojos repentinamente muy duros y astutos.
—En el campo enemigo está sucediendo algo. No se trata sólo de este intento de librarse de mí. Hay idas y venidas. Cuento con pocos datos concretos —alzó un dedo índice voluminoso y lo posó a lo largo de su nariz—, pero tengo a ésta. —Dio unos golpecitos en un flanco de su nariz como si le diera palmaditas a un perro—, Y ésta es una buena amiga mía en la cual confío. —Bajó las manos lenta y significativamente hasta posarlas sobre el escritorio y añadió, en voz baja—: Y si no estuviéramos jugándonos algo tan valioso, le diría: «Márchese a casa, amigo. Márchese a casa. Aquí hay algo de lo que es mejor alejarse».
Kerim se recostó en el respaldo de la silla. La tensión desapareció de su voz. Profirió una áspera carcajada.
—Pero nosotros no somos unas viejas miedosas, y éste es nuestro trabajo. Así que olvidémonos de mi nariz y pongámonos manos a la obra. Antes que nada, ¿hay algo que yo pueda decirle que no sepa ya? La muchacha no ha dado más señales de vida desde que envié el mensaje, y no tengo información adicional. Pero tal vez quiera hacerme algunas preguntas acerca del encuentro.
—Sólo hay una cosa que quiero saber —replicó Bond sin más—. ¿Qué piensa usted de esa muchacha? ¿Cree que su historia es verdad o no? Me refiero a su historia acerca de mí. Ninguna otra cosa tiene importancia. Si ella no ha perdido la chaveta por mí debido a algún rasgo histérico de su carácter, todo este asunto se viene abajo y se trata entonces de alguna complicada conspiración del MGB que no logramos entender. Dígame, ¿creyó usted a la muchacha? —La voz de Bond era apremiante y sus ojos sondeaban el rostro del otro hombre.