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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (8 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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En uno de los muchos microfilmes que concordaban con los criterios de búsqueda que había establecido, Julia halló una imagen que en un principio consideró exactamente igual a los símbolos del cuadro. Lo primero que pensó fue que sus sospechas eran ciertas, que no había sido la primera persona en descubrir el secreto de la pintura, y la desilusión creció en su interior como una riada. Toda la excitación se esfumó al creer que su misterio era en realidad un hecho conocido y documentado. Pero tras leer la noticia, Julia se sintió si cabe más perdida y confundida que antes.

Fechado en 1976, el artículo detallaba los descubrimientos realizados por un equipo de investigación, la Starfish Alliance, al otro lado del océano Atlántico, en una remota isla de Nueva Escocia llamada isla de Oak. La isla había sido famosa por albergar a conocidos piratas en el siglo XVI y, como es habitual en este tipo de historias, era el supuesto escondite de un fabuloso tesoro que éstos habrían ocultado antes de morir o ser capturados. La isla había sido examinada en varias ocasiones desde 1795 y había revelado poco o nada, aunque se había cobrado varias vidas y seguía desafiando todos los intentos de descifrar el misterio del tesoro. Se suponía que el hipotético botín debía reposar en el Pozo del Dinero, de origen y profundidad desconocidos, plagado de trampas y construido con ingenio diabólico, de que se llevaban excavados unos cincuenta metros y que había hecho inútiles todos los esfuerzos realizados para recuperar el tesoro.

Lo más extraño de la noticia era que en 1804 se había hallado una pequeña losa de piedra, a unos veintisiete metros de profundidad, que mostraba unos jeroglíficos idénticos en apariencia a los representados por Ûte en el medallón.

Julia pestañeó varias veces, confusa. Al parecer, allí estaba la explicación de los símbolos. Ûte debió de enterarse de la noticia del descubrimiento y su afición por el esoterismo le había llevado a incluir los símbolos herméticos en su retrato.

Otra oleada de decepción barrió la esperanza de Julia. El misterio del cuadro se estaba desmoronando a pasos agigantados. Pese a todo, habituada a seguir una pista hasta el final, siguió buscando más información. Las referencias cruzadas de la base de datos de la hemeroteca la condujeron a otros artículos, más oscuros y de poca relevancia. Algunos daban detalles de la isla de forma sucinta, otros describían las extrañas formaciones de rocas marcadas que había diseminadas y un par de ellos relataban la desaparición misteriosa de la losa de piedra en 1919. Todos añadían teorías sobre el tesoro que incluían al pirata Barbanegra, al capitán Kidd o a guerreros incas perseguidos por los sanguinarios conquistadores españoles. Una de las más descabelladas afirmaba que la isla de Oak era refugio y reposo de la espada del arcángel Gabriel, y había constituido el argumento de una novela de bolsillo de escaso éxito unos años atrás.

Julia desechó la mayor parte de las referencias y volvió a los jeroglíficos. Encontró un microfilme, fechado en 1985, que contenía un recorte que mencionaba a un profesor de la universidad de Halifax, cuyo nombre no citaba, identificándolo como el traductor de los misteriosos signos. Según éste, la inscripción vendría a decir: «Cuarenta pies más abajo yacen enterrados dos millones de libras». Sin embargo, había detractores que consideraban muy oportuna la indicación, y otros que contrastaban la antigüedad de la piedra con el redactado y el sistema de cifrado; también existían notas sobre la posible fraudulencia de la piedra y había un sinfín de contradicciones y acusaciones mutuas que no aclaraban en absoluto el misterio del pozo ni su contenido.

Lo que sí estaba claro era que la Starfish Alliance había puesto cerco a la isla, que los últimos informes emitidos no se habían hecho públicos en su totalidad y que, al menos para el mundo en general, el caso se había convertido en uno más de esos secretos que aparentan ser mucho más de lo que la mayoría de las veces son.

—Señorita, disculpe, pero vamos a cerrar en breve —le susurró una voz queda al oído, haciéndole dar un brinco en el asiento—. ¡Oh! Lo siento, no pretendía asustarla.

Julia alzó la vista y contempló con una sonrisa un poco forzada la cara de preocupación con que la miraba una joven empleada. Meneó la cabeza para tranquilizarla y consultó su reloj. Eran las seis de la tarde.

—No se preocupe —dijo con la voz un poco ronca—, he perdido la noción del tiempo. Estaré lista en dos minutos. Muchas gracias.

Los ojos de la empleada, clarísimos, casi transparentes, se posaron con expresión curiosa en la pantalla y en las anotaciones de Julia.

—¿Es usted historiadora? —preguntó fijando su mirada en Julia.

Ésta desvió la suya hacia la pantalla. En aquel momento se veía el microfilme del profesor anónimo de Halifax y su artículo sobre la traducción.

—No, no —replicó con una ligera sonrisa—. Trabajo en una galería de arte y estoy haciendo una pequeña investigación sobre uno de nuestros artistas.

La empleada sonrió pero siguió mirando la pantalla con expresión extraña, mientras se apoyaba ligeramente en el respaldo de la silla de Julia. Sin saber muy bien por qué, Julia siguió un impulso inconsciente y apagó la pantalla.

—Ya había terminado —agregó apresuradamente, maldiciendo la intromisión para sus adentros.

—Si puedo ayudarla en algo… —se ofreció la joven, posando de nuevo la gélida mirada en ella.

La presión de los ojos casi incoloros estaba haciendo mella en su ánimo y de pronto sintió la necesidad casi rayana en la claustrofobia de abandonar la sala de inmediato y perder de vista a la inquietante empleada.

—Gracias, pero debo irme ya —farfulló, levantándose del asiento, reuniendo con premura los papeles y notas y embutiéndolos en el maletín—. No sé si volveré, pero la buscaré cuando la necesite,
miss

Al no obtener respuesta, Julia giró sobre sus talones. Estaba sola. La empleada había desaparecido. Miró en todas direcciones pero no la vio. Frunció el ceño y acabó de cerrar el maletín con nerviosismo. Recogió el abrigo del respaldo de la silla, se enfundó en él y salió con cierta aprensión al exterior. Miró a ambos lados de la calle, pero no había ni rastro de la solícita empleada. Encogiendo el cuello dentro del abrigo y con la sensación de que algo no iba bien, Julia echó a andar hacia la boca del metro.

En el interior del todoterreno aparcado a pocos metros del edificio de
The Times
, una mano enguantada accionó un interruptor en un panel. Una pequeña luz verde empezó a parpadear en una pantalla del salpicadero, donde se veía un sector del plano de Londres. Los ocupantes del vehículo, un hombre de pelo rizado y una mujer de ojos casi transparentes, se miraron y esbozaron una pequeña sonrisa.

—Buen trabajo —le dijo él.

Un rato más tarde, Julia se encontraba de nuevo en la habitación del hotel intentando establecer prioridades. Descifrar los jeroglíficos de la pintora demente parecía ahora una pérdida total de tiempo. Viajar a Viena para intentar conseguir el cuadro seguía teniendo sentido, pero la acumulación inicial de misterios sin resolver iba camino de convertirse en la fantasía de una galerista que llevaba una vida solitaria y a la que cualquier cosa le parecía ya un evento extraordinario.

No obstante, la imagen escondida bajo el retrato seguía estando allí, enigmática y provocativa, desafiándola con descaro. Era un reto demasiado fuerte incluso para una Julia que había perdido en pocas horas tres de las razones que daban singularidad a la dama de expresión seria y ojos saltones.

Miró hacia la cama, cubierta de nuevo con todo el material. Desde allí, las ampliaciones de los dibujos parecían pisadas de un ave caprichosa y, sin embargo, había algo en ellas que seguía despertando su curiosidad. Con una cierta desgana, Julia recogió las ampliaciones y el ensayo del profesor de Halifax y se sentó frente a la ventana.

Comparó los símbolos y cotejó las notas una y otra vez, pero a pesar de todos sus esfuerzos no consiguió ninguna palabra con sentido. Al final, tras llenar la papelera de la habitación y salpicar parte del suelo a su alrededor con las bolas de papel que contenían traducciones fracasadas, se dio por vencida y cedió a los ruidosos deseos de su estómago, poco acostumbrado a la anarquía horaria.

Mientras degustaba otra especialidad del día en un pub, Julia hojeó el diario del día anterior que alguien había dejado. Por poco se atraganta al leer en una pequeña reseña de sucesos el intento de robo perpetrado dos noches antes en Solsbury’s. Al parecer, leyó con horror creciente, uno o varios ladrones habían accedido al interior del edificio por una escalera de incendios y habían registrado de forma violenta el despacho del responsable de compras. Debido al enorme caos en que había quedado la habitación, se desconocía qué había sido robado. La policía estaba procediendo a investigar las huellas que había encontrado en el despacho.

De súbito, la comida ya no se le antojó apetitosa. Lo único que sentía era un nudo enorme en el estómago y la sensación de pánico atenazándole la garganta como un guantelete. Todos los parroquianos del pub se transformaron de pronto en policías camuflados de paisano que, entre sorbo y sorbo, echaban miradas cautelosas y acusadoras en su dirección. La atmósfera se volvió de pronto opresiva y asfixiante. Con esfuerzo, Julia se levantó del asiento y trató de dirigirse a la puerta con naturalidad, pero tropezó con varios muebles y atrajo aún más las miradas
inquisidoras
. Salió a la calle, tratando de conservar su maltrecha dignidad y reprimiendo el ansia que sentía de echar a correr. Volvió al hotel todo lo deprisa que le permitieron las piernas, arrancó la llave de manos de un sorprendido recepcionista y, olvidando por fin su orgullo, echó a correr escalera arriba.

Llegó con el tiempo justo de cerrar la puerta y levantar la tapa del inodoro antes de que los espasmos de miedo se tradujeran en un vómito violento que la dejó caída y sin fuerzas, con la cabeza recostada en la taza y respirando con dificultad. Un sudor frío le había empapado toda la ropa en un instante y un acceso incontrolable de temblores la obligó a acurrucarse en una esquina del cuarto de baño, cubierta con todas las toallas que pudo coger desde allí.

Todo se había acabado. Su prometedora carrera se cerraría con la mancha permanente y vergonzosa del hurto y el allanamiento. La cárcel, la extradición, la humillación y la lacra social la estaban esperando en cuanto volviera a bajar a la calle. Sin poderse contener más, estalló en sollozos que se fueron convirtiendo en un llanto desgarrador y doloroso, que ahogó tapándose la boca con una gruesa toalla. Golpeó los fríos azulejos de la pared con la cabeza, una, dos, tres veces, haciendo que el dolor físico se mezclara con los horribles sentimientos de desolación y miedo que la dominaban. Una sola palabra resonaba sin cesar en su cabeza dolorida: «imbécil, imbécil, imbécil». Las imágenes de la incursión nocturna la obligaron a revivir lo que entonces consideró una intrépida aventura y que había finalizado en un descomunal desastre.

Y entonces, sólo entonces, Julia recordó otro detalle que culminó el horror que sentía: la noticia de la prensa hablaba de robo con violencia, de huellas y de caos en el despacho de Solsbury’s. No obstante, ella había tenido la precaución de borrar todas sus trazas, en la medida de lo posible, y de dejar todo como lo había encontrado. Incluso había cambiado la documentación de forma selectiva para retrasar aún más el posible hallazgo. Por lo tanto,
alguien más
había entrado en el despacho
después
de que Julia lo abandonó, alguien que no había dudado en registrar los archivos sin temor, alguien que había dejado huellas claras y que podía —y eso era lo peor— haber estado observando los movimientos de Julia y haberla seguido hasta el hotel. Alguien que en aquellos momentos podía estar acechándola.

Rápida como un relámpago, la imagen de unos ojos prístinos escudriñando su interior se antepuso a la visión de la habitación. ¡La empleada de
The Times
! Súbitamente, la supuesta empleada con habilidades de escapista adquirió un carácter mucho más amenazador.

«Por el amor de Dios, también podía ser de Scotland Yard», pensó presa de un miedo que crepitaba en sus entrañas.

Los ruidos cotidianos del ir y venir de los clientes del hotel, las conversaciones amortiguadas intuidas a través de las delgadas paredes, el súbito repiqueteo de una nueva racha de lluvia que caía sobre el cristal de la ventana, todo se amplificó de repente y se convirtió en algo ominoso y amenazador que fue subiendo de tono paulatinamente hasta retumbar con estrépito ensordecedor entre las paredes del cuarto de baño; Julia sintió que se ahogaba y sólo un último acto instintivo la hizo retirar la toalla que había estado manteniendo apretada contra su boca y que la estaba asfixiando. El torrente de aire frío que le llenó los pulmones al inhalar con fuerza aportó tanto oxígeno a su cerebro que le acometió otro vértigo y, como en el final de una película antigua, hubo un fundido en blanco y después en negro.

Cuando volvió en sí, Julia fue dolorosamente consciente del lamentable estado de su cabeza y de la tensión de su cuerpo. Uno a uno, todos los acontecimientos fueron desfilando por su mente con nitidez, y el miedo volvió a adueñarse de ella. Apelando a unas fuerzas de las que no era consciente, consiguió arrastrarse hasta la bañera, abrió el grifo del agua caliente y se quitó las toallas y la ropa. Se dejó caer en el agua y aguardó a que ésta la cubriera con un dulce manto cálido. Aspiró profundamente varias veces e intentó relajar las piernas, luego los brazos, el cuello y los hombros doloridos, apretando los dientes con fuerza y respirando entre siseos para silenciar el dolor hormigueante, como si la pincharan mil finas agujas. Al rato abrió el agua fría y repitió una vez más la operación. Poco a poco se sintió con la fuerza suficiente para salir de la bañera, envolverse en las toallas y meterse en la cama.

La calidez del lecho le fue devolviendo el ánimo y disolvió un poco el dolor que le agarraba el vientre con la fuerza de un cinturón de acero. La claridad relativa de otro día londinense se recortaba en la ventana, pero el cuerpo de Julia decidió declarar el estado de emergencia, y su mente apagó de nuevo la luz, sumiéndola en la inconsciencia.

Capítulo V

Fue el día más triste de vida. Unos días antes, su madre había empezado a respirar de manera extraña, sibilante y con un gorgoteo siniestro en cada inspiración. Julia había llamado al médico de cabecera, que le había hecho unas pruebas y había decidido internarla, finalmente, en el Hospital de la Santa Cruz de Vigo. Tan rápida como la marea, la extraña enfermedad de su madre había desembocado en una crisis que los médicos creían terminal. La joven Julia, que había venido desde Santiago para pasar el verano en casa, cansada de la facultad y deseando el retiro y el sosiego que le proporcionaban los parajes de su infancia, se había despertado entumecida en el sillón de la habitación inmaculada, un día más, esperando casi con ansia el fatal desenlace.

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