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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Diamantes para la eternidad (29 page)

BOOK: Diamantes para la eternidad
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Descendía. Se hallaba a unos diez metros por encima de su cabeza. La mano apareció y destelló A, y el hombre en tierra le devolvió el guiño, la B y la C. Las hélices perdieron velocidad y el gran insecto de hierro se posó suavemente en el suelo.

El polvo se dispersó. El contrabandista de diamantes retiró la mano con que se protegía los ojos y observó el descenso del piloto por la escalerilla. Llevaba casco de vuelo y gafas. Extraño. Y parecía más alto que el alemán. Un hormigueo recorrió la espina dorsal del hombre. «¿Quién es este tipo?», pensó mientras se dirigía despacio a su encuentro.

—¿Tienes el material? —Dos ojos fríos bajo unas negras cejas rectas lo miraban duramente a través de las gafas. El piloto movió la cabeza y sus ojos quedaron ocultos tras el reflejo de la luna en los cristales. Ahora eran sólo dos brillantes círculos blancos en el centro del brillante casco de cuero negro.

—Sí —respondió nervioso el hombre de las minas—, pero ¿dónde está el alemán?

—No volverá. —Los dos círculos miraban sin ojos al contrabandista—. Soy ABC. Estoy cerrando la red.

La voz, con acento estadounidense, era dura, monótona y final.

—Oh.

De manera automática, la mano del contrabandista se introdujo debajo de su camisa. Sacó el paquete húmedo y los sostuvo con el brazo extendido, como si se tratara de una ofrenda de paz. Como el escorpión, un mes atrás, sintió la piedra levantada por encima de su cabeza.

—Échame una mano con la gasolina.

Era la voz de un capataz dando una orden a un coolie. El contrabandista se adelantó obedeciendo con rapidez.

Trabajaron en silencio. Una vez hubieron terminado, saltaron de nuevo a tierra. El contrabandista, que había estado pensando desesperadamente, intentó ponerse al mismo nivel que el piloto, usar el tono de voz de un igual, de alguien que controla la situación.

Clavó la vista en el pedazo de oscuridad azabache en que el piloto permanecía de pie, con una mano en la escalerilla.

—He estado pensando, y me temo…

Se le cortó la voz; sus labios se abrieron y su boca empezó a emitir un sonido que estaba a medio camino entre un gruñido y un grito.

La pistola en la mano del piloto disparó tres veces. El contrabandista dijo «Oh» con voz servil, cayendo de espaldas sobre el polvo.

—No se muevan. —La voz metálica cubrió el helicóptero con el chirriante eco del amplificador—. Están rodeados.

Se escuchó el sonido de un motor arrancando.

El piloto no esperó a descubrir de dónde le llegaba la voz. Trepó por la escalerilla. Cerró de golpe la puerta de la cabina y prendió la ignición. El motor rugió mientras las paletas del rotor empezaban a girar poco a poco, ganando velocidad hasta transformarse en dos remolinos de plata. Con una sacudida el helicóptero se elevó en el aire y empezó a ganar altura ascendiendo hacia el cielo.

En tierra, entre los arbustos, el camión frenó bruscamente. Bond saltó al asiento de hierro de los Bofors.

—Arriba, cabo —ordenó al hombre que estaba al mando de la palanca de elevación. Acercó los ojos a la ranura de visor mientras la boca del cañón se elevaba hacia la luna. Empujó la palanca de disparo de la posición de «Seguro» a la de «Disparo único»—. Diez a la izquierda.

—Alimentaré la trazadora de forma constante. —El oficial que estaba al lado de Bond tenía en las manos dos ristras de cinco proyectiles amarillos.

Los pies de Bond se acomodaron sobre los pedales de disparo; ahora tenía al helicóptero en el centro del punto de mira.

—Firme —dijo en voz baja.

«¡Bumpa!»

La brillante bala trazadora saltó perezosa hacia el cielo, a pocos segundos por debajo de la velocidad del sonido.

—Bajo y a la izquierda.

El cabo giró las dos palancas delicadamente.

«¡Bumpa!»

La trayectoria de la bala trazadora se curvó, muy por encima del aparato en ascensión. Bond se inclinó hacia delante y empujó la palanca de selección hasta «Auto Disparo». El movimiento de su mano fue vacilante. Aquello significaría muerte segura. Tenía que hacerlo de nuevo.

«Bumpa — bumpa — bumpa — bumpa — bumpa.»

El rojo fuego encendió el cielo. Pero el helicóptero seguía su ascensión en dirección a la luna, ahora girando hacia el norte.

«Bumpa — bumpa.»

Se produjo un resplandor amarillo cerca del rotor de cola y el sonido distante de una explosión.

—Tocado —comunicó el oficial. Cogió unos prismáticos de visión nocturna—. Ha perdido la hélice de cola —dijo. Y luego, excitado—: ¡Cielos! Parece como si la cabina estuviera dando vueltas con la hélice principal. El piloto debe de estarlo pasando muy mal.

—¿Otra más? —preguntó Bond, siguiendo con su punto de mira el torbellino del helicóptero.

—No, señor —dijo el oficial—. Lo queremos vivo, si es posible. Pero parece que… Sí, ha perdido el control. Se viene abajo dando grandes tumbos. Debe de tener algún problema con la hélice principal. Allá va.

Bond retiró la cabeza del punto de mira y se protegió los ojos contra la cegadora luna.

Sí. Ahí estaba. Sólo a unos trescientos metros, el motor rugía y las grandes aspas giraban inútilmente mientras la maraña de metal caía en picado con los tambaleantes movimientos de un borracho.

Jack Spang. El hombre que ordenó la muerte de Bond. Que ordenó la muerte de Tiffany. El hombre a quien él sólo había visto por unos minutos en la habitación de Hatton Garden. El señor Rufus B. Saye. De la Casa de Los Diamantes. Vicepresidente para Europa. El hombre que jugaba al golf en Sunningdale y visitaba París una vez al mes. «Ciudadano modelo», le había llamado M. El señor Spang de la Pandilla de las Lentejuelas, que acababa de matar a un hombre, ¿el último de cuántos más?

Bond podía imaginarse la escena en la estrecha cabina: el corpulento hombre se agarraba con una mano y con la otra manipulaba frenético los controles, mientras contemplaba como la aguja del altímetro se movía bajando de los treinta. Sus ojos brillaban, rojos de terror; el paquete de diamantes, con un valor de más de cien mil libras, transformado en un peso muerto, y la pistola, que había sido su principal colaboradora desde su adolescencia, no podría ofrecerle ayuda alguna.

—Va a caer encima del gran zarzal —gritó el cabo por encima del estrépito.

—Está perdido —dijo el capitán, casi para sí mismo.

Observaron los últimos movimientos de vaivén y luego contuvieron el aliento, mientras el aparato, girando salvajemente, embestia el gran zarzal como si de un enemigo se tratase, hundiéndose con furia en las ramas espinosas.

Antes de que los ecos de la colisión se desvanecieran, se oyó un estallido hueco que salía del corazón del zarzal, seguido por una dentada bola de fuego que se expandió en el aire, oscureciendo la luna y bañando toda la planicie de un resplandor anaranjado.

El capitán fue el primero en romper el silencio. Lanzó una exclamación, bajó lentamente sus prismáticos de visión nocturna y se volvió hacia Bond.

—Bien, señor —dijo en tono resignado—, eso es todo. Me temo que nos será imposible acercarnos a los restos hasta mañana por la mañana. Y nos llevará unas horas más hasta que podamos remover los escombros. Esto va atraer a los guardias fronterizos franceses al galope. Por suerte, estamos en bastante buenas relaciones con ellos, pero el gobernador va a tener que convencer a Dakar. —El oficial vio una pesadilla de papeles y burocracia acumulándose en el horizonte. Para un día ya había tenido suficiente—. ¿Le importa si nos vamos a dormir, señor?

—Adelante —dijo Bond. Miró a su reloj—. Mejor será que se metan debajo del camión. El sol saldrá en unas cuatro horas. Yo no me siento cansado. Vigilaré por si el fuego empezara a extenderse.

El oficial echó una ojeada de curiosidad a aquel hombre callado, enigmático, que se había presentado de repente en el Protectorado entre un revuelo de señales de «Prioridad Absoluta». Lo que un hombre necesitaba por encima de todo era dormir. Pero todo aquello nada tenía que ver con Freetown. Cosas de Londres.

—Gracias, señor —dijo, y saltó fuera del camión.

Bond retiró lentamente los pies de los pedales de disparo y se recostó en el asiento metálico. Mecánicamente, con la mirada todavía fija en las llamas, sus manos palparon los bolsillos de la camisa de combate —que había tomado prestada de Garrison C. O.—, buscando su mechero y su tabaco. Sacó un cigarrillo y lo encendió.

Así pues, aquél era el fin de la red de diamantes. Y la última página de su informe. Aspiró una fuerte bocanada de humo a su cigarrillo y luego lo dejó escapar por entre sus dientes con un largo y silencioso suspiro. Seis cadáveres que amar. Fin del juego.

Bond se enjugó la frente con la mano y se echó hacia atrás el mojado mechón de cabello que le caía sobre la ceja derecha. El resplandor rojo iluminó su endurecido y delgado rostro y brilló en sus ojos cansados.

Así que aquel rojo punto y aparte marcaba el final de la Pandilla de las Lentejuelas y de su fabuloso tráfico de diamantes. Pero no el fin de los diamantes que se estaban cociendo en el corazón del fuego. Ellos sobrevivirían y recorrerían el mundo, quizá descoloridos, pero indestructibles, tan permanentes como la muerte.

Y Bond recordó de repente los ojos del cadáver que una vez había tenido sangre del grupo F. Se habían equivocado. La muerte es para la eternidad. Pero también lo son los diamantes.

Bond saltó del camión y empezó a caminar con paso lento hacia el fuego, con una lúgubre sonrisa en los labios. Todo aquel asunto de muerte y diamantes resultaba demasiado solemne. Para Bond era simplemente el final de otra aventura. Otra aventura para la cual una de las ácidas frases de Tiffany Case sería un buen epitafio. Bond podía ver la boca apasionada, irónica, diciendo las palabras:

—Se lee mejor que se vive.

IAN FLEMING nació en Londres en 1908. Se educó en Eton y en la academia militar de Sandhurst. Cursó estudios universitarios en Munich y en Ginebra. Trabajó en la agencia de noticias Reuters y, al comenzar la segunda guerra mundial, se alistó en la Inteligencia Naval, donde sirvió con el grado de capitán de fragata. En 1945, al acabar la guerra, se hizo construir una casa,
Goldeneye
, en Jamaica, donde se instalaba todos los inviernos. Fue en ella donde creó a su agente secreto James Bond.
Casino Royale
, la primera novela en que aparece el personaje, fue terminada de escribir la víspera de su boda con Anne Rothermere en 1952 y publicada en 1953. Fleming escribió otras dos novelas,
Chitty Chitty Bang Bang
y
The Diamond Smugglers
, no ambientadas en el mundo de los servicios secretos.

La salud de Fleming comenzó a deteriorarse a finales de los años 50. Murió en 1964, a la edad de 56 años.

Notas

[1]
Organización internacional formada por las antiguas colonias británicas.
<<

[2]
«Buen viaje», en afrikaans (idioma que proviene directamente del neerlandés y es hablado por la mayoría de los habitantes de raza blanca o mestiza).
<<

[3]
«Buena suerte», en afrikaans.
<<

[4]
Servicio de Inteligencia británico.
<<

[5]
Casa de los Diamantes.
<<

[6]
Departamento de Investigación Criminal.
<<

[7]
Tree
significa «árbol» en inglés;
shady
, «sombreado».
Shady Tree
se traduciría entonces como «árbol que da sombra».
(N. del t.)
<<

[8]
Juego de palabras que puede traducirse por «Servicio de cableado: Fuego Asegurado». (N. del t.)
<<

[9]
Director del FBI.
(N. del t.)
<<

[10]
Lame Brain
puede traducirse literalmente como «cerebro cojo» o «de cerebro incapacitado».
(N. del t.)
<<

[11]
Ting-a-ling
es una onomatopeya que se traduce por «Tilín».
Bell
significa «campana», y por consiguiente
Tingaling Bell
sería algo así como «tintineo de campana».
(N. del t.)
<<

[12]
En inglés:
Rose
es «rosa», y
Bud
, «capullo».
Rossy Budd
puede traducirse por «Capullo rosado» o «Capullo de rosa».
(N. del t.)
<<

[13]
Wind
es «viento» y, como en español, también significa «pedo».
Windy
podría traducirse por «pedorro».
(N. del t.)
<<

[14]
«Muñequita.»
(N. del t.)
<<

[15]
The Strip
en inglés. «La Línea» es una sección de aproximadamente 6,4 km de la calle Las Vegas Boulevard South en las localidades de Paradise y Winchester, Nevada, al sur de los límites de la ciudad de Las Vegas. Muchos de los hoteles, casinos y resorts más grandes del mundo están localizados en ella.
(N. del e.)
<<

[16]
Forma familiar estadounidense y australiana para referirse a un inglés. (N. del t.)
<<

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