Bond regresó al hotel y se metió en la cama.
Puntual, a las nueve de la mañana del domingo, un Studebaker descapotable negro se acercó a la acera en que Bond esperaba, de pie, al lado de su maleta.
Bond echó la maleta al asiento trasero y de un salto se sentó al lado de Leiter. Éste alcanzó la capota del coche con la mano y tiró hacia atrás de una palanca. Después oprimió un botón del salpicadero, y, con un ligero chirrido hidráulico, la capota se levantó con lentitud en el aire, se dobló y luego se asentó en el hueco entre el asiento trasero y el maletero. Después, manipulando el cambio de marchas con facilidad, condujo el coche rápidamente a través del Central Park.
—Está a unas doscientas millas —dijo Leiter, una vez tomaron la Hudson River Parkway—. Casi en línea recta desde el norte del Hudson. En el estado de Nueva York. Al sur de los Adirondacks y no muy lejos de la frontera con Canadá. Iremos por Taconic Parkway. No tenemos prisa, así que nos lo tomaremos con calma. No me gustaría que me pusiesen una multa. En la mayor parte del estado de Nueva York el límite es de ochenta kilómetros por hora, y la pasma es muy estricta. Por lo general, puedo librarme de ellos si tengo prisa. No te multan si no te pillan. Están demasiado avergonzados de tener que aparecer en el juzgado y admitir que algo es mas rápido que sus indios.
—Creía que esos indios podían pasar de los noventa —dijo Bond, pensando que su amigo se había vuelto un poco fanfarrón desde los viejos tiempos—. No sabía que los Studebakers llegaran a tanto.
Delante de ellos se extendía un tramo de carretera vacía. Leiter echó una rápida ojeada al espejo retrovisor y de repente puso el cambio de marchas en segunda a la vez que pisaba con fuerza el acelerador. La cabeza de Bond se echó con fuerza hacia atrás y sintió como su espina dorsal se aplastaba contra el respaldo del asiento. Incrédulo, miró el cuentakilómetros. Ciento treinta. Con un sonido metálico, la palanca de cambios alcanzó la velocidad más alta. El coche siguió acelerando: ciento cuarenta, ciento cincuenta, sesenta, setenta… Entonces un puente y un cruce de carreteras aparecieron y Leiter puso el pie en el freno. El ronco rugido del motor dio paso a un ronroneo constante mientras reducía hasta los ciento diez, tomando con facilidad las escalonadas curvas.
Leiter volvió la cabeza hacia Bond y sonrió.
—Puede alcanzar otros diez más con facilidad —dijo con orgullo—. No hace mucho pagué cinco dólares y lo pasé por el test de la milla en Daytona. Alcanzó los doscientos tres, y eso que la superficie de arena no es de las mejores.
—¡Que me cuelguen! —exclamó Bond incrédulo—. Pero ¿qué tipo de coche es éste? Vamos en un Studebaker, ¿no?
—«Studillac» —rectificó Leiter—. Studebaker con motor de Cadillac. Transmisión y frenos especiales. Un trabajo de conversión. Una pequeña compañía cerca de Nueva York les hace el trucaje. Sólo a unos pocos, pero son mejores coches deportivos que esos Corvettes y Thunderbirds. Y no se puede conseguir un chasis mejor que éste. Diseñando por ese francés, Raymond Loewy. El mejor diseñador del mundo. Pero es un poco demasiado avanzado para el mercado norteamericano. A Studebaker nunca le dieron suficiente crédito por su chasis. Demasiado poco convencional. ¿Te gusta el coche? Apuesto a que puede darle un buen repaso a tu Bentley. —Leiter se sonrió mientras buscaba una moneda en su bolsillo izquierdo. Se acercaban al peaje del puente Henry Hudson.
—Hasta que pierdas una de tus ruedas —dijo Bond, cáustico, al ver que aceleraban de nuevo—. Este tipo de chapuzas están bien para chicos que no pueden permitirse un coche de verdad.
Disputaron alegremente sobre los respectivos méritos de los deportivos ingleses y norteamericanos hasta que llegaron al peaje del Westchester County. Quince minutos más tarde estaban en la Taconic Parkway, que serpenteaba hacia el norte a lo largo de cientos de kilómetros de pradera y bosque. Bond se arrellanó y disfrutó en silencio de uno de los paisajes de autopista más bellos del mundo, preguntándose qué estaría haciendo Tiffany en ese momento. Después de Saratoga tenía que verla de nuevo.
A las 12:30 pararon a comer en The Chiken in the Basket, un restaurante de carretera construido con vigas de madera al estilo «Frontera», que contaba con el equipamiento estándar: un alto mostrador cubierto con las marcas más conocidas de caramelos y chocolates, cigarrillos, cigarros, revistas y libros de bolsillo; una máquina de discos de cromo resplandeciente y luces de colores que parecía salida de una película de ciencia ficción; una docena de mesas de pino pulidas en el centro del local y tantos o más taburetes a lo largo de las paredes; un menú con pollo frito y «trucha fresca de la montaña» que había pasado algunos meses en algún congelador lejano; un surtido de platos fríos, y un par de camareras desganadas.
Pero los huevos revueltos con salchichas, las tostadas de pan moreno calientes con mantequilla y la cerveza Miller's Highlife llegaron enseguida, y todo estaba bueno, así como el café helado que los siguió. Tras el segundo vaso se olvidaron del trabajo y de sus vidas privadas y se concentraron en Saratoga.
—Once meses al año —explicó Leiter—, este lugar está muerto. La gente se va a tomar las aguas y los baños de lodo para aliviar sus dolencias, reumatismo y enfermedades de ese tipo; es como cualquier otro balneario de cualquier lugar del mundo fuera de temporada. Todos en la cama a las nueve, y los únicos signos de vida durante el día se producen cuando dos caballeros con sombrero panamá discuten al final de la calle sobre la rendición de Burgoyne en Schulerville o si el suelo de mármol del viejo Union Hotel era negro o blanco. Y de repente, durante un mes, agosto, el lugar se desmadra. Probablemente es el concurso hípico más elegante de Norteamérica. Saratoga se llena de apellidos como Vanderbilt y Whitney. Las casas de huéspedes multiplican sus precios por diez; el comité de la pista de carreras empapa la tribuna de pintura y, de alguna manera, encuentra algunos cisnes para el estanque en el centro de la pista; amarran la vieja canoa india en el medio del estanque y ponen en marcha la fuente. Nadie recuerda de dónde vino la canoa; un escritor de carreras estadounidense intentó descifrar sus orígenes y sólo sacó en claro que tenía que ver con una leyenda india. Cuando oyó eso, el escritor ya no quiso saber más; dijo que cuando estaba en cuarto grado podía decir mejores mentiras que cualquier leyenda india que hubiese escuchado.
Bond lanzó una carcajada.
—¿Qué más? —preguntó.
—Deberías saberlo por ti mismo —dijo Leiter—. Solía ser un buen lugar para los ingleses, los que estaban forrados, claro. Jersey Lili acostumbraba a venir a menudo, vuestra Lili Langtry. Por aquellos tiempos
Novelty
ganó a
Iron Mask
en las Apuestas Esperanzadas. Pero las cosas han cambiado un poco desde la década Mauve. —Sacó un recorte de periódico de su bolsillo—. Mira, esto te pondrá al día. Lo recorté del
Post
esta mañana. Este Jimmy Cannon es su columnista de deportes. Un buen escritor. Sabe de qué está hablando. Léelo en el coche. Tenemos que ponernos en marcha.
Leiter dejó el dinero de la cuenta sobre la mesa y salieron. Mientras el Studillac avanzaba por las tortuosas carreteras que llevaban a Troya, Bond se acomodó con la ardua prosa de Jimmy Cannon. Mientras leía, la Saratoga de los días de Jersey Lili se desvaneció en el polvoriento y dulce pasado, dando paso al siglo xx, que le mostraba los dientes burlón desde el pedazo de periódico.
«El pueblo de Saratoga Springs
—leyó Bond debajo de la fotografía de un atractivo joven de grandes y honestos ojos y sonrisa de labios más bien delgados—
era el Coney Island de los bajos fondos hasta que los Kefauver pusieron su espectáculo en televisión. Eso asustó a los catetos y empujó a los matones hacia Las Vegas. Pero las bandas han ejercido durante mucho tiempo el poder en Saratoga. Esta era una colonia de las bandas nacionales, que llevaban el negocio con pistolas y bates de béisbol.
»Saratoga se separó de la Unión, como hicieron otros pueblos dedicados al juego, lo cual dejó a sus gobiernos municipales a merced de las corporaciones de estafadores. Saratoga es todavía el lugar donde los decentes herederos de viejas fortunas y nombres famosos vienen a hacer correr sus establos bajo unas condiciones de carrera que son primitivas y sugieren una reunión hípica justa al aire libre.
»Antes del cierre de Saratoga, los autoestopistas eran metidos en chirona por un policía que vivía de su salario y de las propinas de asesinos y proxenetas. Ser pobre era una seria violación de la ley en Saratoga. Los borrachos que se forraban en los tugurios de dados eran también considerados una amenaza cuando se quedaban sin blanca.
»En cambio, al asesino se le garantizaba la libertad más absoluta mientras pagara y se tomara interés en alguna institución local. Ya fuese una casa de prostitución o la sala trasera de algún garito de juego, donde el perdedor siempre podía pegarse un tiro.
»Curiosidad profesional me empuja a leer los artículos de la época. Los periodistas recuerdan los tranquilos viejos tiempos, como si Saratoga hubiese sido siempre una ciudad de frivola inocencia. Menudo burgo podrido que acostumbraba a ser.
»Las casas de juego tenían abierto toda la noche en las orillas del lago. Los grandes empresarios invertían en juegos preparados para que no pudieran ser vencidos. Los croupieres y los giradores de ruleta eran matones nómadas pagados por día de trabajo que hacían el circuito de juego desde Newport, Kentucky, a Miami, en invierno, y de vuelta a Saratoga en agosto. Casi todos habían sido educados en Steubenville, donde el juego de poca monta era una especie de escuela del oficio. Eran vagabundos y la mayoría de ellos no poseía tipo de talento alguno para hacer una buena apuesta. No eran más que funcionarios de los bajos fondos que desaparecían así que olían tormenta. Muchos se han asentado en Las Vegas o en Reno, donde sus antiguos jefes han tomado el mando, pero esta vez con licencias colgadas en las paredes.
»Sus jefes no eran jugadores en la tradición del viejo coronel E. R. Bradley, que fue un hombre imponente de comportamiento siempre cortés. Pero hay quienes dicen que su bazar de juego en Palm Beach dejaba acumular ganancias a los jugadores hasta unas cifras demasiado altas.
»Entonces, según los que se han puesto en contra de los juegos de Bradley, se mecanizó, usando cualquier técnica que mantuviese la casa solvente. A aquellos que conocieron a Bradley les divierte leer su canonización como un filántropo cuya ocupación era dar a los ricos un poco de la diversión que les negaba el estado de Florida. Pero, comparado con las ladillas que controlaban Saratoga, el coronel Bradley tiene derecho a los elogios de los sentimentales.
»La pista de Saratoga es una pila de maderas secas y el clima es muy caliente y húmedo. Hay algunos, como Al Vanderbilt y Jock Whithney, que son deportistas en el sentido obsoleto del término. Las carreras de caballos son su juego y resultan demasiado buenos en él. Lo mismo que entrenadores como Bill Winfrey, que envió Native Dancer a las carreras. Hay jockeis que te darían un puñetazo en la nariz si les propusieras hacer trampas con un caballo.
»Ellos disfrutan Saratoga y deben estar contentos que tipos como Lucky Luciano hayan desaparecido de la ciudad sin ley que una vez floreció porque permitió a los tipos duros que esquilmasen a los visitantes. En la era en que las apuestas se hacían a mano, los corredores de apuestas eran desplumados al dejar la pista. Había uno llamado Kid Tatters a quien limpiaron 50.000 dólares en el aparcamiento. Los matones le dijeron que tenían la intención de secuestrarlo si no les daba más dinero.
»Kid Tatters sabía que Lucky controlaba casi todos los lugares de juego y le pidió que solucionase su problema. Lucky dijo que era un asunto sencillo. Nadie molestaría al corredor de apuestas si éste hacía cuanto él le dijera. Kid Tatters disponía de licencia para aceptar apuestas en la pista y su reputación estaba limpia, pero sólo tenía una manera de protegerse.
»—Hazme tu socio —le dijo Lucky (alguien que estaba presente me repitió la conversación)—. Nadie se atreverá a meterse con un socio de Lucky.
»Kid Tatters se consideraba un hombre honorable en un negocio aprobado por el Estado, pero cedió y Lucky fue su socio hasta la muerte. Le pregunté a un tipo si Lucky puso dinero o trabajó para merecer su parte de los beneficios del corredor de apuestas.
»—Lo único que Lucky hacía era cobrar —me dijo el tipo—. Pero en esos días, Kidd Tatters hizo un buen negocio. Nunca más lo molestaron.
»Era una ciudad podrida, como todas las ciudades de juego.»
Bond dobló el recorte y se lo metió en el bolsillo.
—Definitivamente parece que ha llovido mucho desde los tiempos de Lili Langtry —comentó tras una pausa.
—Seguro —dijo Leiter indiferente—. Lo que Jimmy Cannon se calla es que él sabe que los peces gordos han vuelto, o sus sucesores. Pero hoy en día son propietarios, como nuestros amigos los Spang, haciendo correr a sus caballos contra los Vanderbilt y los Woodward, y ahora preparando un truco sucio como el de
Shy Smile
. Quieren embolsarse cincuenta de los grandes con este trabajo; seguro que es mejor que apalear a un corredor de apuestas por unos pocos centavos. De acuerdo, en Saratoga algunos de los nombres han cambiado. Por aquí también han cambiado el lodo por los baños de lodo.
Por la derecha apareció una gran señal de carretera que decía:
PARE EN EL SAGAMORE.
AIRE ACONDICIONADO. CAMAS SLUMBERITE. TELEVISION.
A OCHO KM. DEL BALNEARIO DE SARATOGA,
Y EL SAGAMORE - PARA VIVIR CON DISTINCIÓN
—Lo que significa que te dan el cepillo de dientes envuelto en una bolsita de papel y el asiento del váter sellado con una tira de papel sanitario —comentó Leiter en tono áspero—. Y no creas que puedes llevarte una de esas camas Slumberite. Los moteles acostumbraban a perder una cada semana. Ahora las atornillan al suelo.
Lo primero que sorprendió a Bond de Saratoga fue la verde majestuosidad de sus olmos, que daban a la discretas avenidas de casas de estilo Colonial algo de la paz y la serenidad de un centro de reposo europeo. Había caballos por todas partes; por las calles, con un policía regulando el tráfico para que pudieran pasar; caballos que eran sacados de los camiones para caballerías que los habían transportado alrededor de los distintos grupos de establos, y eran conducidos a las pistas de ejercicio, paralelas a la pista de carreras, situadas muy cerca del centro de la ciudad. Mozos de establo y jokeis, blancos, negros y mexicanos, merodeaban por las calles y se podía oír en el aire el piafar y algún ocasional relincho de los caballos.