—Gracias, amigo —dijo Bond, jovial, y tuvo la satisfacción de ver como la sonrisa se desvanecía en el momento en que el conductor daba media vuelta y se alejaba con paso rápido.
Bond recogió su maletín, mostró su pasaporte a un hombre agradable, de semblante despierto, que puso una cruz detrás de su nombre en la lista de pasajeros, y se dirigió a la sala de salidas. A su espalda oyó la grave voz de Tiffany Case decir «Gracias» al hombre de semblante despierto, y un momento más tarde ella entraba también en la sala de salidas, escogiendo un asiento entre él y la puerta. Bond sonrió. Era el mismo que él hubiera escogido si estuviese vigilando a alguien que pudiera echarse atrás.
Bond abrió su
Evening Standard
y, casi sin darse cuenta, examinó al resto de los pasajeros por encima de sus hojas.
El avión iba a estar casi completo (Bond había llegado demasiado tarde para conseguir una litera) y se sintió aliviado al comprobar que de las cuarenta personas que había en la sala no reconocía ni un solo rostro. Algunos ingleses; dos de las monjas de costumbre, reflexionó Bond, que parece que siempre cruzan el Atlántico en verano —Lourdes, quizás—; algunos estadounidenses indefinibles, la mayoría del tipo hombre de negocios; dos bebés dispuestos a evitar que los pasajeros pudieran dormir, y un puñado de europeos indeterminados. El cargamento típico, decidió Bond, mientras admitía que si dos de ellos, él y Tiffany Case, tenían sus secretos, no había razón alguna para que muchas de aquellas personas grises no estuvieran también comprometidas en misiones extrañas.
Bond se sintió observado, pero era sólo la mirada vacía de dos pasajeros a los que había clasificado como hombres de negocios estadounidenses. Sus ojos miraron hacia otra parte, y uno de los hombres, de rostro joven pero con el cabello prematuramente blanco, dijo algo al otro; entonces los dos se pusieron de pie, cogieron sus maletas, que a pesar de que era verano iban protegidas con fundas impermeables, y se dirigieron hacia el bar. Bond les oyó pedir unos brandies con agua. El otro hombre, pálido y gordo, sacó un frasco de pastillas de su bolsillo y se tragó una con el brandy. «Dramamina», conjeturó Bond. El hombre sería un mal viajero.
La azafata del vuelo de la BOAC estaba cerca de Bond. Cogió el teléfono, a Control de Vuelo, supuso Bond.
—Tengo cuarenta pasajeros en la sala final —dijo; esperó la conformidad y entonces colgó el auricular y cogió el micrófono.
«¿Sala final? Agradable forma de empezar un vuelo a través del Atlántico», reflexionó Bond. Ya estaban cruzando el asfalto en dirección al gran Boeing. Con un vahído de gasolina y metano, los motores arrancaron uno por uno. El comandante de a bordo anunció por los altavoces que la próxima escala sería Shannon, donde tomarían la cena, y que el tiempo de vuelo sería de una hora y cincuenta minutos. El gran Stratocruiser de dos pisos rodó lentamente fuera de la pista de despegue Este Oeste. El avión tembló contra sus propios frenos al acelerar el capitán los cuatro motores, uno tras otro, hasta alcanzar velocidad de despegue. A través de su ventanilla Bond observó cómo eran probados los alerones de vuelo. El gran avión giró lentamente hacia el sol poniente. El aparato dio un salto al liberarse los frenos y el césped a los dos lados de la pista de despegue se aplanó mientras, ganando velocidad, el Monarch se lanzaba sobre los dos kilómetros de desgastado cemento y se elevaba hacia el oeste, dirigiéndose hacia otra pequeña cinta de cemento en el otro extremo del mundo.
Bond prendió un cigarrillo y estaba acomodándose con su libro cuando el respaldo del asiento izquierdo del par de butacas situadas más adelante se reclinó de repente en su dirección. Era uno de los dos hombres de negocios estadounidenses, el gordo, que yacía desparramado con el cinturón de seguridad ajustado sobre el vientre. Su rostro estaba verde y sudoroso. El hombre sostenía el maletín con fuerza sobre el pecho y Bond pudo leer el nombre en la tarjeta de visita insertada en el portatarjetas de cuero:
W. Winter
y, debajo, en pulidas mayúsculas de tinta roja, estaba escrito
Grupo sanguíneo F.
«Pobre bruto —pensó Bond—. Está aterrorizado. Sabe que el aparato se va a estrellar. Sólo espera que los hombres que saquen su cuerpo de entre los escombros le den la transfusión de sangre correcta. Para él este avión no es más que un tubo gigantesco lleno de anónimos pesos muertos, mantenido en el aire por un puñado de cables que echan chispas y guiado a su destino por un poco de electricidad. No tiene fe en él, ni tampoco en las estadísticas sobre la seguridad de los aviones. Sufre de los mismos terrores de cuando era un niño pequeño: miedo al ruido y miedo a caer. No se atreve ni a ir al baño por miedo de atravesar con el pie el suelo del avión al levantarse.»
Una silueta interceptó los rayos de sol del atardecer que inundaba la cabina y Bond apartó la vista del hombre. Era Tiffany Case. Pasó por su lado en dirección a las escaleras que conducían al salón comedor, en la cabina inferior, y desapareció. Bond hubiese querido seguirla. Se encogió de hombros y esperó a que la azafata pasara con el carrito de las bebidas y los canapés de caviar y de salmón ahumado. Volvió a su libro y leyó una página sin enterarse de una sola palabra. Se sacó a la joven de la cabeza y empezó de nuevo la lectura de la página.
Bond había leído un cuarto del libro cuando sintió que sus oídos empezaban a taponarse, mientras el avión emprendía el descenso de ocho mil metros hacia la costa oeste de Irlanda.
—Abróchense los cinturones. Apaguen los cigarrillos.
Allí estaba, la luz de posición verde y blanca de Shannon y el rojo y oro de la pista de aterrizaje apresurándose hacia ellos, y después las luces de tierra de un azul brillante entre las cuales el Stratocruiser rodaba pesadamente en dirección a la zona de desembarco. Bistec y champán para la cena, y la maravillosa taza de café caliente sazonado con whisky irlandés y rematado con un dedo de nata espesa. Una ojeada a la basura en las tiendas del aeropuerto: «Rosarios de cuerno irlandeses», «Arpa irlandesa de roble» y «Leprechauns de bronce», todo a 1,50 dólares; la espantosa «Casa de campo musical irlandesa», a 4,00 dólares; los peludos tweeds, imposibles de llevar, y los exquisitos tapetes de lino irlandés. Y luego el galimatías irlandés saliendo de los altavoces, del que sólo las palabras BOAC y New York resultaron comprensibles de la traducción al inglés. El último vistazo a Europa, y de nuevo estaban ascendiendo los cinco mil metros en dirección a su próximo contacto con la superficie del mundo; los radiofaros en los barcos meteorológicos
Jig
y
Charlie
, marcando el tiempo entre sus puntos de compás, en algún lugar en medio del Atlántico.
Bond durmió bien y sólo se despertó en el momento en que se acercaban a las costas del sur de Nueva Escocia. Fue al servicio, se afeitó y se enjuagó de la boca el sabor de una noche de aire acondicionado; luego volvió a su asiento entre las filas de pasajeros acurrucados, y tuvo su momento de euforia habitual cuando el sol apareció en el borde del mundo bañando la cabina en sangre.
Despacio, con el amanecer, el avión recobró la vida. Seis mil metros más abajo, las casas empezaban a aparecer como pequeños granos de arroz desperdigados sobre una alfombra marrón. Nada se movía en la superficie de la tierra, excepto el delgado gusano de humo de un tren, la recta pluma blanca dejada por la estela de un barco de pesca y el destello cromado de un coche de juguete atrapado por el sol. Bond casi podía ver como los bultos durmientes bajo las mantas empezaban a retorcerse, y donde había un girón de humo ascendiendo hacia el quieto aire matinal, sentía el olor del café hirviendo en las cocinas.
Llegó el desayuno, el inapropiado surtido de alimentos que la BOAC anunciaba como «un desayuno de campo inglés». El comandante de vuelo cruzó la cabina con los formularios de la aduana de Estados Unidos: Formulario NB
6063
del Ministerio de Hacienda. Bond leyó la letra pequeña:
El fallo en declarar cualquier artículo o cualquier declaración intencionadamente falsa… Multa o encarcelamiento, o los dos;
escribió «efectos personales» y con una alegre sonrisa firmó la mentira.
Pasaron tres horas en que el avión permaneció inmóvil en la mitad del mundo, y sólo los rayos de sol moviéndose lentamente unos pocos centímetros arriba y abajo de las paredes de la cabina daban la sensación de movimiento. Al fin allí estaba la gran extensión de Boston a sus pies, y luego New Jersey Turnpike, con su forma de hoja de trébol. Los oídos de Bond empezaron a taponarse con el lento descenso hacia la capa de niebla que eran los suburbios de Nueva York. Hubo un siseo y el olor enfermizo de la bomba insecticida, el estridente quejido hidráulico de los frenos y las ruedas de aterrizaje tomando posición, el inclinarse del morro del avión, el rebote de las ruedas en la pista de aterrizaje, el desagradable rugir de las hélices al ser puestas en reversa para reducir la velocidad de entrada del avión, el ronroneante avance sobre la gastada hierba hacia la cinta de asfalto, el golpe seco de la escotilla al ser abierta, y habían llegado.
El oficial de aduanas, un hombre panzudo con marcas oscuras de sudor bajo los brazos de la camisa gris de su uniforme, se dirigió con desgana desde la mesa del supervisor hasta donde se encontraba Bond con sus tres piezas de equipaje, de pie bajo la letra B. A su lado, bajo la C, la joven sacó un paquete de Parliaments del bolso y se puso un cigarrillo entre los labios. Bond escuchó los impacientes clics del encendedor, y luego un sonido más seco, el de la cremallera del bolso al cerrarse. Bond era consciente de que lo vigilaba. Deseó que su nombre empezara por Z para que no estuviese tan cerca. ¿Zarathustra?, ¿Zacharias?, ¿Zophany…?
—¿Señor Bond?
—Sí.
—¿Es ésta su firma?
—Sí.
—¿Sólo efectos personales?
—Sí, eso es todo.
—Muy bien, señor Bond. —El hombre arrancó un sello de aduanas de su libro y lo pegó en la maleta. Hizo lo mismo con el maletín. Llegó a los palos de golf. Se detuvo con el libro de sellos en la mano y miró a Bond.
—¿A qué dispara, señor Bond?
Bond se quedó en blanco por unos segundos.
—Son palos de golf.
—Seguro —dijo el hombre, paciente—. Pero ¿a qué dispara? ¿Dónde la suele colocar?
Bond se habría dado de bofetadas por haberse olvidado del americanismo.
—Oh, en la mitad de los ochenta, supongo.
—Nunca he pasado de los cien en mi vida —dijo el oficial de aduanas.
Pegó el bendito sello en el costado de la bolsa, a unos centímetros del cargamento de contrabando más caro que nunca había pasado por la aduana de Idlewild.
—Que tenga unas buenas vacaciones, señor Bond.
—Gracias —respondió él. Llamó a un mozo y siguió a sus maletas hasta el último obstáculo, el inspector que estaba en la puerta. No se detuvo. El hombre se inclinó, buscó los sellos, les puso el tampón y le dejó pasar.
—¿El señor Bond? —preguntó un hombre alto de facciones enjutas, con el cabello de color barro y ojos maliciosos. Llevaba pantalones marrones y una camisa color café—. Tengo un coche para usted —dijo mientras giraba sobre sus talones y se dirigía hacia el sol caliente de la mañana.
Bond notó el bulto cuadrado en el bolsillo de su pantalón. Era del tamaño de una pistola de pequeño calibre automática.
«Típico —pensó Bond—. Rutina Mike Hammer. Estos gángsters estadounidenses son demasiado obvios. Han leído demasiados cómics y han visto demasiadas películas.»
El automóvil era un Sedan Oldsmobile negro. Bond no esperó a que se lo dijeran. Se sentó en el asiento delantero, dejando que el hombre de marrón colocara el equipaje en la parte trasera y le diese una propina al mozo. Cuando, después de dejar atrás la triste pradera de Idlewild se mezclaron con el tráfico de la Van Wyck Parkway, Bond sintió que tenía que decir algo.
—¿Qué tiempo hace por aquí?
El conductor no apartó los ojos de la carretera.
—Sobre los cuarenta grados.
—Bastante calor —dijo Bond—. En Londres no hemos pasado de los veintitrés.
—¿Sólo?
—Y ahora, ¿cuál es el programa? —preguntó Bond después de una pausa.
El hombre echó una ojeada al retrovisor y se colocó en el carril central. Durante los siguientes doscientos metros se entretuvo en adelantar a un puñado de coches que se movían lentamente en los carriles laterales. Llegaron a un tramo de carretera vacío. Bond repitió la pregunta.
—He preguntado que cuál es el programa.
El conductor le echó una ojeada rápida.
—Shady quiere verle.
—¿De veras?
Bond comenzaba a impacientarse con aquella gente. Se preguntaba cuándo iba a empezar la acción. Las perspectivas no eran muy buenas. Su misión consistía en mantenerse en la red y moverse hacia arriba. Cualquier signo de independencia o falta de cooperación y se librarían de él. Tendría que pasar desapercibido y permanecer así. Sería mejor que se acostumbrara a la idea.
Cruzaron los barrios altos de Manhattan y siguieron el río hasta la Calle 40. entonces cortaron por el centro de la ciudad y pararon a medio camino de la Calle 46 Oeste, el Hatton Garden de Nueva York. El conductor estacionó en doble fila delante de un portal anónimo. Su punto de destino estaba emparedado entre una tienda mugrienta que vendía bisutería para el teatro y una elegante fachada recubierta de mármol negro. Las plateadas letras en itálica sobre la entrada de mármol negro de la tienda elegante eran tan discretas que, de no haber sido porque su nombre estaba grabado en la cabeza de Bond, no habría sido capaz de descifrarlas desde donde se encontraba sentado. Decían:
The House of Diamonds, Inc
.
Mientras el conductor aparcaba, un hombre salió a la acera y rodeó el automóvil.
—¿Todo bien? —preguntó al conductor.
—Seguro. ¿Está el jefe?
—Sí. ¿Quieres que aparque el trasto?
—No me importaría que lo hicieses. —El conductor se volvió hacia Bond—. Hemos llegado, colega. Vamos a sacar las maletas.
Bond salió del coche y abrió la portezuela trasera. Cogió su pequeño maletín, pero cuando fue a recoger los palos de golf…
—Yo llevo los palos —dijo el conductor a su espalda.
Obediente, Bond cargó con la maleta. El conductor alcanzó los palos y cerró la portezuela de un golpe. El otro hombre se había sentado en el coche, que ya se movía hacia el tráfico mientras Bond seguía al conductor a través del anónimo portal.