Era una mezcla de Newmarket y Vichy, y Bond se dio cuenta que, a pesar de que no tenía el más mínimo interés en los caballos, le fascinaba el ambiente que los acompañaba.
Leiter le dejó en el Sagamore, que estaba situado en las afueras de la ciudad, sólo a un kilómetro de la pista de carreras, y fue a encargarse de sus asuntos. Acordaron que entrarían en contacto sólo durante la noche, o de forma casual entre la gente que atendía a las carreras, pero que al amanecer visitarían la pista de entrenamiento si
Shy Smile
iba a recibir su última puesta a punto a la salida del sol. Leiter dijo que se enteraría de ello y de mucho más después de pasar la tarde por los establos y en The Tether, el restaurante-bar abierto veinticuatro horas y que era el punto de reunión de los maleantes del mundo de las carreras que acudían al encuentro de agosto.
Bond se inscribió en la oficina central del Sagamore, firmó:
James Bond, Hotel Astor, Nueva York
, delante de una mujer de facciones enjutas cuyos ojos, tras unos lentes con montura metálica, asumieron que Bond, como los demás clientes que buscaban una «vida con distinción», tenía la intención de robar las toallas y posiblemente las sábanas. Pagó treinta dólares por tres días y recibió la llave de la habitación 49.
Cargó con su maleta a través del césped quemado por el sol, entre parterres de hortensias y gladiolos marchitos, y entró en la limpia y desahogada habitación doble, con el sillón, la mesilla de noche, el grabado de Currier e Ives, la cómoda y el cenicero de plástico marrón que son el equipamiento estándar de cualquier motel de Estados Unidos. El lavabo y la ducha estaban inmaculados, y como Leiter había pronosticado, el vaso de dientes estaba metido en una bolsa de papel
para su protección
, y el asiento del váter inmovilizado por una banda de papel que decía
saneado
.
Bond se duchó, se cambió y salió a dar un paseo. Luego se tomó dos bourbons y el Chicken Dinner por 2,80 dólares; comió en el restaurante de la esquina con aire acondicionado, que era tan típico del «estilo de vida norteamericano» como el motel. Después volvió a su habitación y se echó en la cama con
The Saratogian
, donde leyó que un tal T. Bell montaría a
Shy Smile
en Las Perpetuidades.
Poco después de las diez, Félix Leiter llamó suavemente a la puerta y entró cojeando. Olía a licor y a humo de cigarro barato y parecía contento de sí mismo.
—Hice algún progreso —dijo. Arrastró con el garfio el sillón hasta el pie de la cama, en que Bond descansaba. Se sentó y sacó un cigarrillo—. Significa que tenemos que levantarnos a una condenada hora, muy temprano. A las cinco de la mañana. Se dice que a
Shy Smile
le van a controlar los tiempos sobre los 1.000 metros a las 5:30. Me gustaría ver quién está presente en el entrenamiento. El propietario ha sido inscrito bajo el nombre de
Pissaro
.
»Resulta que uno de los directores del Tiara se llama así. Otro con nombre cómico.
Lame-Brain
[10]
Pissaro. Acostumbraba a estar encargado de los asuntos de drogas. Llevaba el material al otro lado de la frontera con México y luego lo dividía en paquetes que enviaba a sus intermediarios en la costa. El FBI lo pilló y tuvo que pasarse una temporada en San Quintín. Cuando salió, Spang le dio un trabajo en el Tiara como pago por mantener la boca cerrada. Y ahora es un propietario de caballos de carreras como los Vanderbilt. Estaba bien enganchado en la época en que traficaba con coca. Le dieron la cura en San Quintín, pero quedó un poco tocado de la cabeza. De ahí el
Lame-Brain
.
»Luego está el jockey,
Tingaling
Bell
[11]
. Buen corredor, pero incapaz de mantenerse al margen de una chapuza si está bien pagada y no se le puede involucrar luego. Me gustaría tener unas palabras con Tingaling, si es que puedo pillarlo a solas. Tengo una pequeña proposición para él. El entrenador es otro matón, se llama Budd,
Rosy
Budd
[12]
. Todos estos nombres parecen muy graciosos. Pero no te dejes engañar por ellos. Es de Kentucky, sabe de caballos. Se ha metido en problemas por todo el Sur, es lo que ellos llaman un pequeño
habitu
, que es lo contrario a un gran
habitu
, un criminal habitual. Robo, asalto, rapto…, nada en gran escala. Suficiente para que tenga una abultada ficha policial. Pero durante los últimos años se ha mantenido en el buen camino, si se le puede llamar así, como entrenador de Spang.
Leiter lanzó su cigarrillo con precisión a través de la ventana abierta al parterre de gladiolos. Se levantó desperezándose.
—Estos son los actores por orden de aparición —dijo—. Un elenco distinguido. No veo el momento de prenderles fuego.
Bond estaba perplejo.
—Pero ¿por qué no los entregas a los árbitros? ¿Quiénes son tus jefes en todo esto? ¿Quién paga la cuenta?
—Un anticipo de los principales propietarios —respondió Leiter—. Nos pagan un anticipo y luego el resto de acuerdo con los resultados. Y no llegaría muy lejos con árbitros. No sería justo poner entre rejas a un mozo de establo. Sería como firmar su sentencia de muerte. El veterinario ha dado el visto bueno al caballo, y el verdadero
Shy Smile
fue matado de un tiro y quemado luego hace meses. No. Tengo mi propio plan, y a los chicos de la Pandilla les va a doler más que si los echan de la pista antes de la carrera. Ya lo verás. De todas formas quedamos a las cinco en punto, vendré a llamar a tu puerta por si acaso.
—No te preocupes —dijo Bond—. Estaré en el vestíbulo con mis botas y mi silla de montar mientras los coyotes aúllan a la luna todavía .
Bond se despertó a tiempo, el aire era maravillosamente fresco. Siguió a la renqueante figura de Leiter a lo largo de la pálida luz que se filtraba a través de los olmos, entre los establos que empezaban a despertar. Al este, el cielo era de un color gris perla iridiscente, como un globo de juguete relleno de humo de cigarrillo, y entre los matorrales los ruiseñores ensayaban su primera canción.
El azulado humo del fuego de los campamentos improvisados detrás de los establos se levantaba en línea recta hacia el cielo, y se podía sentir olor a café, a leña quemada y a rocío. Se escuchaba el golpear de los cubos de latón y otros ruidos suaves de hombres y caballos en las primeras horas de la madrugada. Mientras se movían saliendo de debajo de los árboles hacia las vallas de madera blancas que rodeaban la pista, pasó una fila de caballos cubiertos con mantas, acompañados de un mozo por cabeza, llevando las riendas agarradas a la altura del bocado y hablando con suave dureza a sus respectivos caballos.
—Vamos, gandul, levanta las patas. Despierta. No estás muy peleón hoy.
—Se están preparando para los entrenamientos de la mañana —dijo Leiter—. Los galopes. Este es el momento que más odian los entrenadores. Cuando vienen los propietarios.
Se apoyaron contra la valla, pensando en lo temprano que era y en el desayuno. El sol alcanzó los árboles de repente, a un kilómetro de distancia del otro lado de la pista, transformando en oro pálido las ramas más altas; en pocos minutos, las últimas sombras habían desaparecido y era de día.
Como si hubiesen estado esperando la señal, tres hombres aparecieron de entre los árboles a lo lejos, por la izquierda, uno de ellos llevaba de las riendas a un gran caballo castaño, con una estrella en la frente y los cuatro cascos blancos.
—No los mires —dijo Leiter en voz baja—. Date la vuelta y observa la hilera de caballos que se acercan por el otro lado de la pista. Ese hombre viejo que está con ellos es
Sunny Jim
Fitzimmons, el mejor entrenador de Norteamérica. Y ésos son los caballos de los Woodward. Casi todos saldrán ganadores en el encuentro de hoy. Compórtate con indiferencia y yo vigilaré a nuestros amigos. No nos hará ningún bien parecer demasiado interesados.
>»Vamos a ver, un mozo de establo conduce a
Shy Smile
y ése es Budd, muy bien, y mi viejo amigo
Lame-Brain
llevando una preciosa camisa lavanda. Siempre tan elegante. El caballo tiene buena planta. Poderoso de espaldas. Le han quitado la manta y parece que no le gusta el frío. Encabritándose como loco con el mozo de establo colgado de las riendas. Lástima que no le pegue una coz en el morro al señor Pissaro.
»Budd lo ha agarrado —prosiguió Leiter— y ha conseguido tranquilizarlo. Budd ha echado una mano al mozo, conduciéndolo hasta la pista. Ahora se dirige a medio galope al otro extremo de la pista, hacia uno de los postes de salida. Los matones han sacado sus relojes, están mirando alrededor. Nos han visto. Actúa con naturalidad, James. Una vez el caballo empiece a correr dejarán de interesarse por nosotros. Exacto. Ya puedes volverte.
Shy Smile
está en el otro extremo de la pista y tienen sus prismáticos dirigidos hacia ella esperando la salida. Serán cuatro vueltas. Pissaro es el que está al lado del quinto poste.
Bond se volvió y miró a su izquierda, a lo largo de la valla, a las dos figuras corpulentas con el sol reflejándose en los gemelos y los relojes de pulsera y, a pesar de que no creía en gente como aquélla, la aurora parecía envolverlos desde debajo de los dorados olmos.
—Ha salido.
A lo lejos, Bond vio un caballo marrón que volaba hacia el extremo de la pista, y daba media vuelta y se dirigía hacia ellos. Con la distancia no les llegaba ni un solo sonido, pero rápidamente un débil tamborileo sobre la pista fue haciéndose más intenso, hasta que el caballo, con un poderoso estruendo de sus cascos, tomó la curva frente a ellos, casi pegado a la valla opuesta, y se lanzó en la última vuelta hacia los hombres que lo observaban.
Un escalofrío de excitación recorrió la espina dorsal de Bond al pasar el caballo castaño como una exhalación, mostrando los dientes, los ojos salvajes por el esfuerzo, sus brillantes cuartos traseros batiendo la pista y su aliento saliendo a borbotones de sus anchos orificios nasales. El mozo que lo cabalgaba iba arqueado como un gato sobre los estribos, la cabeza baja, casi tocando el cuello del caballo. En unos segundos habían desaparecido en un remolino de ruido y tierra. Los ojos de Bond se posaron sobre los hombres que observaban, ahora agachados, y vio sus brazos moverse al unísono para detener el segundero de sus relojes.
Leiter le tocó el brazo y con la mayor naturalidad caminaron de vuelta bajo los árboles en dirección al coche.
—Se movía muy bien —comentó Leiter—. Mejor que el verdadero
Shy Smile
se movió nunca. Ni idea del tiempo que ha hecho, pero desde luego ha salido quemando la pista. Si puede hacer lo mismo en la carrera, se llevará el premio. Ahora vayamos a tomarnos un desayuno gigante. Ver a esos chorizos tan de mañana me ha abierto el apetito. —Y añadió en voz baja, casi como para sí mismo— Y luego voy a ver cuánto quiere el maestro Bell por hacer trampas y conseguir que lo descalifiquen.
Tras el desayuno, y después de oír un poco más sobre los planes de Leiter, Bond mató la mañana y luego almorzó en la pista, mirando las carreras de poco interés que Leiter le había advertido tomaban lugar durante la primera tarde del encuentro.
Hacía un buen día y Bond disfrutó empapándose del lenguaje de Saratoga —una mezcla de Brooklyn y Kentucky—; de la elegancia de los propietarios y sus amigos en el cercado, a la sombra de los árboles, donde se agrupaban los caballos antes de la carrera; del eficiente mecanismo del gran marcador y sus luces intermitentes, anotando las apuestas y el dinero invertido; de los inicios sin problemas a través de la puerta de salida manipulada por el empuje de un tractor, del lago de juguete, sus seis cisnes y la canoa anclada; y, por todas partes, el exótico toque de los negros que, excepto en el papel de jockeis, son una parte muy importante de las carreras de caballos estadounidenses.
La organización parecía mejor que la de Inglaterra. Daba la sensación de que había menos oportunidades para las trampas con la gran cantidad de medidas que se habían tomado contra los tramposos; pero, en el fondo, Bond sabía que servicios de cable ilegales esparcían el resultado de cada carrera a través de los Estados, cortando las apuestas a un máximo de 20-8-4, veinte por un ganador, ocho por primero o segundo y cuatro por una clasificación, y esos millones de dólares anuales iban derechos a los bolsillos de gángsters para quienes las carreras de caballos eran una forma más de obtener ingresos, como la prostitución o las drogas.
Bond probó el sistema que
Chicago
O'Brien había hecho famoso. Apostó al favorito de cada casa por una clasificación, y, al terminar el encuentro del día, había ganado quince dólares y algunos centavos tras la octava carrera. Caminó de vuelta a casa con la multitud, tomó una ducha, durmió un rato y más tarde cenó en un restaurante cercano al círculo de subastas, donde pasó una hora bebiendo lo que Leiter había dicho que estaba de moda en los círculos ecuestres, bourbon y agua de manantial. Bond sospechó que en realidad el agua salía del grifo de detrás de la barra, pero Leiter le había asegurado que los verdaderos bebedores de bourbon insistían en tomar su whisky a la manera tradicional, con agua de un manantial situado en los orígenes del río local, donde era más pura. El barman no pareció sorprendido cuando Bond la pidió, y a Bond le divirtió la idea. Comió un bistec pasable y, tras un bourbon final, se dirigió al círculo de subastas, donde debía encontrarse con Leiter.
Era un cobertizo de madera pintado de blanco, con techo pero sin paredes, en el que los desgastados bancos descendían hasta un círculo de césped artificial delimitado por sogas plateadas frente a la plataforma del subastador. Cuando un caballo era conducido bajo el resplandor de las luces de neón, el subastador, el formidable Swinebroad de Tennessee, detallaba su historia y empezaba la puja con la cantidad que él pensaba la más adecuada, aumentándola de cien en cien dólares en una especie de canto rítmico, atrapando, con la ayuda de dos hombres trajeados situados en los pasillos, cada movimiento de cabeza o lápiz levantado entre las hileras de propietarios y agentes elegantemente vestidos.
Bond se sentó entre una mujer flacucha en traje de noche y visón, cuyas muñecas, cargadas de joyas, sonaban y relampagueaban cada vez que hacía una puja. A su lado se sentaba un hombre con aire aburrido —vestido con esmoquin blanco y lazo rojo oscuro— que debía de ser su marido o su entrenador.