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Authors: Paul AUSTER

Diario de Invierno (15 page)

BOOK: Diario de Invierno
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Once años después, la muerte de la madre de tu madre fue algo completamente distinto. Ya eras mayor por entonces, el rayo que había matado a tu amigo cuando tenías catorce años te había enseñado que el mundo era caprichoso e inestable, que nos pueden robar el futuro en cualquier momento, que el firmamento está lleno de rayos que pueden precipitarse y matar tanto a jóvenes como a viejos, y que siempre, siempre, el rayo cae cuando menos se espera. Ésa era la abuela a quien tenías cariño, la mujer remilgada y algo nerviosa a quien querías, que se quedaba contigo a menudo y era una constante presencia en tu vida, y ahora que estás pensando en su fallecimiento, en la naturaleza de su muerte, que fue lenta y horrible, y espantosa de ver, te das cuenta de que en tu familia todas las muertes han sido repentinas, una serie de rayos semejantes al que fulminó a tu amigo: la madre de tu padre (ataque al corazón, fallecida al cabo de unas horas), el padre de tu padre (muerto de un tiro antes de que lo conocieras), tu padre (ataque al corazón, muerto en cuestión de segundos), tu madre (ataque al corazón, muerta en pocos minutos), e incluso el padre de tu madre, cuya muerte no fue instantánea, que llegó a los ochenta y cinco con buena salud y entonces, al cabo de un rápido declive de dos o tres semanas, murió de neumonía, o lo que es lo mismo, murió de viejo: una muerte envidiable, a tu juicio, una vida vivida hasta bien entrada la novena década y luego, en lugar de la electrocución por un rayo, la oportunidad de asimilar el hecho de que te vas de este mundo, la ocasión de reflexionar durante un tiempo, para luego quedarte dormido y entrar flotando en el reino de la nada. Tu abuela no se fue flotando a parte alguna. Durante dos años se vio arrastrada sobre un lecho de clavos, y cuando murió a los setenta y tres, no quedaba mucho de ella. Esclerosis lateral amiotrófica, comúnmente conocida como enfermedad de Lou Gehrig. Has visto el cuerpo de personas consumidas por el autocanibalismo de un cáncer virulento, has contemplado la asfixia gradual de otros por el enfisema, pero la ELA no es menos cruel ni hace menos estragos, y en cuanto la diagnostican, ya no hay esperanza ni remedio, nada frente al enfermo más que una prolongada marcha hacia la desintegración y la muerte. Los huesos se derriten. El esqueleto se vuelve masilla dentro de la piel, y uno por uno los órganos empiezan a fallar. Lo que hizo que el caso de tu abuela fuera más difícil de soportar era que los primeros síntomas le aparecieron en la garganta, y las funciones del lenguaje se vieron afectadas antes que cualquier otra: laringe, lengua, esófago. Un día, de buenas a primeras, tuvo dificultad en pronunciar claramente las palabras, arrastraba las sílabas, le salían ligeramente desconectadas. Un par de meses después, de forma alarmante, no guardaban conexión alguna. Al cabo de varios meses, cascabeles de flemas ocluían sus frases, estrangulados gorgoteos, las humillaciones de la discapacidad, y cuando ningún médico de Nueva York pudo explicarse lo que le pasaba, tu madre la llevó a la Clínica Mayo para que le hicieran un reconocimiento completo. Los de Minnesota fueron los únicos que pronunciaron su sentencia de muerte, y al cabo de poco tiempo sus palabras se hicieron ininteligibles. A partir de entonces se vio obligada a comunicarse por escrito, llevaba un lapicerito y un bloc adondequiera que iba, aunque de momento parecía funcionarle todo lo demás, podía andar, tomar parte en la vida que la rodeaba, pero a medida que pasaban los meses y se le continuaban atrofiando los músculos de la garganta, tragar le resultaba problemático, comer y beber se convertía en un sufrimiento permanente, y al final el resto de su organismo también la empezó a traicionar. Durante las dos primeras semanas en el hospital, conservaba el uso de brazos y manos, aún podía manejar el lápiz y el cuaderno para comunicarse, aunque su caligrafía se había deteriorado grandemente, y entonces se puso al cuidado de una enfermera particular llamada señorita Moran (menuda y eficiente, un rictus de perpetua y falsa alegría pegado a la cara), que le retenía el lapicero y el bloc, y cuantos más aullidos daba tu abuela para protestar, más tiempo se quedaba ella con el cuaderno. En cuanto tu madre y tú descubristeis lo que pasaba, Moran fue despedida, pero la batalla que tu abuela había librado con la sádica enfermera había agotado las pocas fuerzas que le quedaban. La mujer discreta y retraída que te había leído cuentos de Maupassant cuando estabas enfermo, que te había llevado a espectáculos del Radio City Music Hall, que te había invitado a helados bañados con chocolate y a comer en Schrafft’s se moría en el Doctors Hospital del Upper East Side de Manhattan, y poco después de que ya no pudiera sujetar el papel de lo débil que estaba, perdió el juicio. La poca energía que aún conservaba quedó sumergida por la rabia, una cólera demente que la volvió irreconocible y se manifestaba en continuos aullidos, los alaridos estrangulados, apagados, de una persona imposibilitada, paralizada, luchando por no ahogarse en un charco de su propio esputo. Nacida en Minsk, en 1895. Fallecida en Nueva York, en 1968.
El fin de la vida es amargo
(Joseph Joubert, 1814).

Las cosas eran como eran, y nunca dejabas de plantearte preguntas. En tu ciudad había colegios públicos y colegios católicos, y como tú no eras católico, asististe a los públicos, que estaban considerados buenos centros docentes, al menos según los parámetros que se utilizaban para evaluar esas cosas en la época, y según lo que tu madre te contó más adelante, fue por ese motivo por lo que la familia se había mudado a la casa de Irving Avenue unos meses antes de que empezaras el jardín de infancia. No tienes elementos para comparar tu experiencia, pero en los trece años que pasaste en ese circuito, los primeros siete en Marshall School (jardín de infancia–6), los tres siguientes en South Orange Junior High School (7–9) y los tres últimos en Columbia High School de Maplewood (10–12), tuviste educadores buenos y algunos mediocres, unos cuantos profesores excepcionales y alentadores y otros pésimos e incompetentes, y tus compañeros iban desde los brillantes, pasando por los de inteligencia normal, hasta los semirretrasados mentales. Eso es lo que suele ocurrir en la enseñanza pública. Todos los que viven en el barrio pueden ir gratis, y como tú creciste en una época anterior al advenimiento de la educación especial, antes de que establecieran colegios aparte para dar cabida a niños con presuntos problemas, cierto número de tus compañeros de clase eran discapacitados físicos. Ninguno en silla de ruedas que recuerdes, pero aún puedes ver al niño jorobado con el cuerpo torcido, a la chica a quien faltaba un brazo (un muñón sin dedos sobresaliéndole del hombro), al niño al que se le caía la baba sobre la pechera de la camisa y a la niña que apenas era más alta que una enana. Echando ahora la vista atrás, consideras que esas personas constituían una parte fundamental de tu educación, que sin su presencia en tu vida, tu idea de lo que entraña el hecho de ser humano quedaría empobrecida, carente de toda hondura y simpatía, de toda comprensión de la metafísica del dolor y la adversidad, porque aquéllos eran niños heroicos, que tenían que trabajar diez veces más que cualquiera de los otros para encontrar su sitio. Quienes hayan vivido exclusivamente entre los físicamente dichosos, los niños como tú que no sabían apreciar su bien formado cuerpo, ¿cómo podrían aprender lo que es el heroísmo? Uno de tus amigos de la época era un chico regordete, nada atlético, con gafas y rostro poco agraciado, de esos que no parecen tener barbilla, pero los demás niños lo apreciaban mucho por su agudo ingenio y sentido del humor, sus proezas en matemáticas, y lo que a ti te impresionaba entonces era su singular generosidad de espíritu. Tenía postrado en cama a su hermano pequeño, un chico que padecía una enfermedad que había atrofiado su crecimiento y le había dejado con los huesos quebradizos, que se fracturaban al menor contacto con superficies duras, que se rompían sin motivo alguno, y recuerdas haber ido en varias ocasiones de visita a casa de tu amigo después del colegio y entrado a ver a su hermano, que sólo era un par de años menor que tú, tendido en una cama de hospital provista de cables y poleas, las piernas escayoladas, con una cabeza enorme y la piel increíblemente pálida, y apenas podías abrir la boca en aquella habitación, estabas nervioso, un poco asustado, quizá, pero el hermano era buen chico, simpático, afable e inteligente, y siempre te pareció absurdo, completamente indignante, que tuviera que estar tumbado en aquella cama, y cada vez que lo veías te preguntabas qué necia divinidad había decretado que fuera él quien estuviese encerrado en aquel cuerpo y no tú. Tu amigo sentía devoción por él, estaban mucho más unidos que otros hermanos que conocías, y compartían un mundo privado para dos personas, un universo secreto dominado por una obsesión mutua por el béisbol virtual al que jugaban con un tablero, dados, cartas, reglas complejas y estadísticas elaboradas, anotando meticulosamente los datos al término de cada partido, cosa que evolucionó hasta convertirse en ciclos completos de competición, una nueva serie cada dos meses, una temporada tras otra de partidos imaginarios acumulándose con el paso de los años. Qué perfectamente natural, comprendes ahora, que fuese aquel amigo tuyo quien te llamara una tarde del invierno de 1957–58, no mucho después de que los Dodgers anunciaran su traslado de Brooklyn a Los Ángeles, para decirte que Roy Campanella, el receptor estelar, había tenido un accidente de coche, un siniestro tan grave que, aunque se salvara, quedaría paralítico para el resto de su vida. Tu amigo estaba llorando al teléfono.

Veintitrés de febrero: trigésimo aniversario del día en que conociste a tu mujer, treinta años de la primera noche que pasasteis juntos. Salís los dos de casa a última hora de la tarde, cruzáis el puente de Brooklyn y os registráis en un hotel del sur de Manhattan. Un pequeño lujo, quizá, pero no queréis que pasen esas veinticuatro horas sin hacer algo que señale la ocasión, y como la idea de dar una fiesta no se os pasa por la cabeza (¿por qué querría una pareja celebrar su longevidad delante de los demás?), tu mujer y tú cenáis solos en el restaurante del hotel. Después, cogéis el ascensor hasta el noveno piso y entráis en vuestra habitación, donde os despacháis una botella de champán entre los dos, olvidándoos de encender la radio, de poner la televisión para investigar las cuatro mil películas que están a vuestra disposición, y mientras bebéis el champán, charláis durante varias horas, no hacéis otra cosa sino hablar, no sobre el pasado y los treinta años que habéis dejado atrás, sino acerca del presente, de vuestra hija y de la madre de tu mujer, del trabajo que estáis realizando ahora, de una serie de cosas pertinentes y triviales, y en ese aspecto esta noche no es distinta de cualquier otra de vuestro matrimonio, porque siempre habláis, eso es lo que en cierto modo os define, y durante todos estos años habéis estado viviendo dentro de la larga e ininterrumpida conversación que se inició el día que os conocisteis. Afuera, otra fría noche de invierno, otra ráfaga de lluvia glacial que azota las ventanas, pero ahora estás acostado con tu mujer, y la cama del hotel es cálida, las sábanas son suaves y confortables, las almohadas decididamente enormes.

Numerosos devaneos y enamoramientos, pero sólo dos grandes amores en tu juventud, los cataclismos entre los diecisiete y los veinte años, desastrosos los dos, seguidos de tu primer matrimonio, que también acabó en desastre. Empezando en 1962, cuando te enamoraste de la preciosa inglesa de tu clase de inglés en el instituto, parecías tener un talento especial para perseguir a la persona que menos te convenía, para querer lo que no podías tener, para rendir tu corazón a chicas que no podían o no querían corresponderte. Cierto interés por tu intelecto, destellos de interés por tu cuerpo, pero ninguno en absoluto por tu corazón. Chicas medio locas, ambas deslumbrantes y autodestructivas, profundamente excitantes para ti, pero apenas llegabas a entenderlas. Las inventabas. Las utilizabas como ficticias encarnaciones de tus propios deseos, dejando de lado sus problemas e historias personales, sin comprender quiénes eran al margen de tu propia imaginación, y sin embargo, cuanto más te eludían, más apasionadamente las deseabas. La del instituto emprendió una secreta huelga de hambre y acabó en el hospital. La palabra
anorexia
no existía entonces en tu vocabulario, así que pensaste en cáncer o leucemia (que había acabado con la vida de su madre unos años antes), pues cómo, si no, explicar la forma en que se consumía su cuerpo antes precioso, aquella horrible delgadez, y te acuerdas de tus intentos de visitarla en el hospital para verte rechazado, con la entrada prohibida cada tarde, enloquecido de amor, de miedo, pero en el fondo no estaba hecha para los chicos, e incluso cuando de nuevo apareció un par de veces en tu vida nada más cumplir los veinte (lo que acabó con el descalabro de las ladillas), era esencialmente una chica hecha para otras chicas, y por tanto nunca tuviste la mínima posibilidad con ella. La segunda historia empezó en el invierno de tu primer año de universidad, cuando te prendaste de otra chica inestable que te quería y a la vez no te quería, y cuanto más dejaba de quererte, con más ardor la perseguías. Un trovador enfermo y su dama inconstante, e incluso cuando se cortó las venas en un desganado intento de suicidio unos meses después, seguiste amándola, aquella de las vendas blancas y la atrayente y tortuosa sonrisa, y entonces, cuando le quitaron el vendaje, la dejaste embarazada, se rompió el condón que utilizabas, y os gastasteis hasta el último céntimo que poseíais en pagar el aborto. Un recuerdo brutal, otra de las cosas que aún te mantiene despierto por las noches, y aunque estás seguro de que ambos tomasteis la decisión acertada de no tener el niño (padres a los diecinueve y veinte años, grotesca idea), te atormenta el recuerdo del niño que no nació. Siempre has imaginado que sería niña, una criatura maravillosa, pelirroja, una verdadera polvorilla, y te duele pensar que ahora tendría cuarenta y tres años, lo que significa que con toda probabilidad ya te habrías convertido en abuelo, tal vez hace mucho tiempo. Si la hubierais dejado vivir.

A la luz de tus antiguos fracasos, tus errores de juicio, tu falta de capacidad para entenderte a ti mismo y a los demás, tus decisiones impulsivas e imprevisibles, tus meteduras de pata en cuestiones del corazón, resulta curioso que al final hayas tenido un matrimonio que dure tanto tiempo. Has intentado averiguar las razones de ese inesperado vuelco de la fortuna, pero nunca has podido hallar la respuesta. Una noche te encuentras con una desconocida y te enamoras de ella; y ella de ti. No lo mereces, pero tampoco lo desmereces. Simplemente ocurrió, y nada puede explicarlo salvo la buena suerte.

BOOK: Diario de Invierno
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