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Authors: Paul AUSTER

Diario de Invierno (16 page)

BOOK: Diario de Invierno
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Desde el principio mismo, todo era diferente con ella. No un producto de tu imaginación esta vez, no una proyección de tus caprichos interiores, sino una persona de verdad, que impuso su realidad desde el instante en que empezasteis a hablar, lo que ocurrió un momento después de que el conocido que teníais en común os presentó en el vestíbulo del centro 92nd Street Y al término de una lectura de poemas, y como no era tímida ni esquiva, como te miraba a los ojos y se hacía valer como una presencia con los pies en la tierra, no había modo de que la convirtieses en algo que no era: imposible inventarla, como habías hecho con otras mujeres en el pasado, porque ella se había inventado a sí misma. Bella, sí, sin duda de una belleza sublime, una rubia delgada de uno ochenta y dos, de largas y magníficas piernas, con las muñecas minúsculas de una niña de cuatro años, la persona más grande y más pequeña que habías conocido nunca, o quizá la más pequeña y más grande, y sin embargo no estabas contemplando un lejano objeto de esplendor femenino, estabas manteniendo una conversación con un sujeto humano vivo, de carne y hueso. Sujeto, no objeto, y por tanto no estaban permitidas las vanas ilusiones. No daba lugar a engaño. La inteligencia es una cualidad humana que no admite falsificaciones, y en cuanto tus ojos se habituaron al resplandor de su belleza, comprendiste que aquella mujer poseía talento, las mejores facultades mentales con que te habías encontrado.

Poco a poco, a medida que fuiste conociéndola mejor durante las semanas siguientes, descubriste que coincidíais en casi todo lo importante. Vuestras inclinaciones políticas eran las mismas, los libros que os interesaban eran en su mayor parte los mismos, y manteníais posturas similares con respecto a lo que esperabais de la vida: amor, trabajo e hijos; con el dinero y las propiedades muy abajo en la lista. Para gran alivio tuyo, vuestras personalidades eran muy distintas. Ella reía más que tú, era más libre y extrovertida, más cordial que tú, y sin embargo, en el fondo de todo, en el punto más profundo donde os articulabais, tenías la impresión de haber encontrado otra versión de ti mismo; pero más plenamente evolucionada, más capaz de expresar lo que tú guardabas en tu interior, una persona más sana. La adorabas, y por primera vez en tu vida, la persona a quien idolatrabas te correspondía. Procedíais de mundos diferentes, una joven luterana de Minnesota y un judío no tan joven de Nueva York, pero sólo dos meses y medio después de vuestro casual encuentro del veintitrés de febrero de hace treinta años, decidisteis iros a vivir juntos. Hasta entonces, te habías equivocado en todas las decisiones tomadas en asunto de mujeres; pero esta vez, no.

Era poeta y estudiaba el doctorado, y en los primeros cinco años de vuestra vida en común viste cómo realizaba los trabajos del curso, cómo preparaba y aprobaba los exámenes orales, para luego concluir con éxito el gran esfuerzo de escribir la tesis (sobre lenguaje e identidad en Dickens). En ese tiempo publicó un libro de poesía, y como andabais escasos de dinero en los primeros tiempos de vuestro matrimonio, tuvo diversos empleos, por un lado editando una antología de tres volúmenes publicada por Zone Books, y por otro reescribiendo clandestinamente una tesis ajena sobre Jacques Lacan, además de dando clases, sobre todo dando clases. La primera vez para empleados de inferior nivel de una compañía de seguros, jóvenes y ambiciosos trabajadores que querían mejorar sus oportunidades de promoción asistiendo a cursos intensivos de gramática inglesa y redacción de textos informativos. Dos veces a la semana, tu mujer llegaba a casa con historias sobre sus alumnos, algunas de ellas entretenidas, otras bastante penosas, pero la que mejor recuerdas se refiere a un disparate que surgió en el examen final. A mitad del semestre, tu mujer había dado una clase sobre figuras retóricas, entre ellas el concepto de eufemismo. A modo de ejemplo, citó
desaparecer
como eufemismo por
morir
. En el examen final pidió a los miembros de la clase que dieran una definición del término
eufemismo
, y un estudiante vagamente atento pero con afán de superación contestó: «Eufemismo significa
morir.»
Después de la compañía de seguros, estuvo en el Queens College, en donde trabajó de adjunta durante tres años, un trabajo agotador, mal pagado, dos cursos por semestre con clases de recuperación de inglés y composición inglesa, veinticinco estudiantes por curso, cincuenta trabajos que corregir a la semana, tres entrevistas particulares con cada estudiante cada semestre, un trayecto de dos horas de Cobble Hill a Flushing que empezaba a las seis de la mañana y suponía coger dos metros y un autobús, y luego otras dos horas de viaje en dirección contraria, todo por un salario de ocho mil dólares anuales sin prestaciones sociales. Las largas jornadas la dejaban agotada, no sólo por el trabajo y el viaje sino también por las horas pasadas bajo las lámparas fluorescentes de Queens, esas luces que parpadean continuamente y producen dolor de cabeza a las personas que sufren de jaquecas, y como tu mujer padecía esa afección desde la infancia, rara era la noche que no entrara por la puerta con oscuros círculos bajo los ojos y la cabeza estallándole de dolor. Su tesis avanzaba despacio, su calendario semanal era demasiado fragmentado para que pudiera dedicar periodos prolongados a la investigación y la escritura, pero de pronto vuestra economía empezó a mejorar un poco, lo suficiente para convencerla de que en cualquier caso dejara las clases, y en cuanto se liberó, se liquidó el resto de la tesis sobre Dickens en seis meses. La gran cuestión era por qué seguía tan decidida a terminarla. El doctorado tenía sentido al principio: una mujer soltera necesita un trabajo, sobre todo si viene de una familia sin muchos medios económicos, y aunque su ambición era escribir, no podía contar con eso para mantenerse, y por tanto se hizo profesora. Pero ahora las cosas eran diferentes. Estaba casada, su situación económica era cada vez menos precaria, ya no pensaba en buscar un puesto académico, pero siguió luchando hasta conseguir su doctorado. Una y otra vez le preguntaste por qué era tan importante para ella, y las diversas respuestas que te dio iban derechas al corazón de quien era entonces, de quien sigue siendo hoy. Primero: porque no podía decidirse a abandonar algo que ya había empezado. Cuestión de tenacidad y orgullo. Segundo: porque era mujer. Estaba muy bien que tú dejaras colgado el doctorado al cabo de un año, eras hombre, y los hombres dominan el mundo, pero una mujer que ostente el título de posgrado ganará cierto respeto en ese mundo de hombres, no la menospreciarán tanto como a una mujer que no lleve ese distintivo. Tercero: porque le encantaba. El trabajo duro y la disciplina del estudio intensivo habían mejorado sus facultades, la habían hecho pensar mejor y de manera más profunda, y aunque en el futuro se pasaría la mayor parte del tiempo escribiendo novelas (ya había empezado la primera), no tenía intención de abandonar su vida intelectual una vez que se doctorase. Mantenías con ella esas deliberaciones hace veinticinco años, aunque entonces parecía que ya hubiera empezado a atisbar en el futuro y ver los contornos de lo que la esperaba más adelante. Desde entonces, cinco novelas publicadas y una sexta en marcha, pero también cuatro libros de no ficción, en su mayoría ensayos, docenas de trabajos sobre una enorme variedad de temas: literatura, arte, cultura, política, cine, vida cotidiana, moda, neurociencia, psicoanálisis, filosofía de la percepción y fenomenología de la memoria. En 1978, se contaba entre el centenar de estudiantes que empezaba el curso de doctorado en Columbia. Siete años después, era una de los tres que lo habían seguido hasta el final.

Al casarte con ella, también te casaste con su familia, y como sus padres seguían viviendo en la casa donde se crió, en tu torrente sanguíneo fue asimilándose poco a poco otro país: Minnesota, la provincia más septentrional del reino rural del Medio Oeste. No el mundo llano que te habías imaginado, sino un territorio de pequeñas elevaciones con lomas y pendientes en curva, sin montañas ni protuberancias accidentadas pero con nubes a lo lejos que simulan montes y colinas, moles ilusorias, una vaporosa masa blanca para suavizar la monotonía de kilómetros y kilómetros de tierra ondulante, y en los días sin nubes, los campos de alfalfa que se extienden hasta el mismo horizonte, una línea baja y distante con el interminable arco del cielo por encima, un cielo tan inmenso que llega a envolverte hasta la punta de los pies. Los inviernos más fríos del planeta, seguidos de veranos achicharrantes y húmedos, un calor tórrido que te aplasta con millones de mosquitos, tantos, que venden camisetas con un dibujo de esos bombarderos homicidas y la leyenda:
Ave del Estado de Minnesota
. La primera vez que fuiste, para una estancia de dos meses en el verano de 1981, estabas escribiendo el prólogo a tu antología de la poesía francesa del siglo XX, un largo ensayo que alcanzaba las cuarenta y tantas páginas, y como los padres de tu futura mujer no estaban en la ciudad durante tu visita, trabajaste en el despacho de tu futuro suegro en el campus de Saint Olaf College, produciendo penosamente párrafos sobre Apollinaire, Reverdy y Breton en una habitación decorada con cascos vikingos, yendo en coche todas las mañanas a la casi desierta universidad, que súbitamente volvió a la vida durante una semana cuando la Conferencia Anual de Instructores Cristianos alquiló allí unos edificios, y cómo disfrutaste al aparcar el coche viendo deambular por allí a aquellos instructores, docenas de hombres de aspecto casi idéntico con pelo al cepillo, barriga y pantalones cortos, y luego en tu despacho del Departamento de Noruego, en donde escribías otro par de páginas sobre poetas franceses. Estabas en Northfield, que se anunciaba a sí misma como «Hogar de Cabezas de ganado, Colegios universitarios y Complacencia», una ciudad de unos ocho mil habitantes, más conocida como el lugar en donde la banda de Jesse James encontró su fin en un atraco frustrado (aún están los agujeros de bala en las paredes del banco de Division Street), pero el sitio que se convirtió enseguida en tu preferido fue la fábrica Malt–OMeal de la autopista 19, con su chimenea soltando nubes blancas del grano con olor a frutos secos utilizado en la receta de esos cereales para el desayuno de color pardo rojizo y textura de almidón, situada a medio camino entre la casa de tus suegros y el centro de la ciudad, sólo a unos centenares de metros de las vías del tren frente a las cuales te detuviste con tu mujer una tarde de aquel verano mientras pasaba despacio un convoy, el tren más largo que has visto en la vida, de entre cien y doscientos vagones de carga, aunque no tuviste ocasión de contarlos porque tu futura mujer y tú estabais hablando, principalmente del apartamento que empezaríais a buscar nada más volver a Nueva York, y entonces fue cuando la cuestión del matrimonio surgió por primera vez entre vosotros, no sólo vivir juntos bajo el mismo techo sino también unidos por el matrimonio, eso era lo que ella quería, en lo que ella insistía, y aunque tú habías decidido no volverte a casar nunca, contestaste que sí, por supuesto que te casarías gustosamente con ella si eso era lo que quería, porque para entonces llevabas queriéndola lo suficiente para saber que cualquier cosa que ella quisiera era precisamente lo que tú también querías. Por eso prestaste tan detenida atención a todo lo que te rodeaba aquel verano, porque aquél era el país en que había pasado su niñez y su primera época de mujer, y observando los detalles del paisaje pensabas que llegarías a conocerla mejor, a entenderla mejor, y uno por uno, cuando fuiste tratando a sus padres y a sus tres hermanas menores, empezaste a entender un poco a su familia, lo que también te ayudó a comprenderla mejor a ella, a sentir la solidez del terreno que pisaba, porque aquél era un hogar sólido, nada que ver con la familia fracturada y provisional en la que habías crecido tú, y no tardaste mucho en convertirte en uno de ellos, porque aquélla, por imperecedera suerte para ti, también era ahora tu familia.

Luego vinieron las visitas en invierno, el regreso a fin de año, una semana o diez días en un mundo congelado de aire silencioso, de puñales traídos por el viento que te traspasaban el cuerpo, de mirar por la mañana el termómetro por la ventana de la cocina y ver el mercurio rojo atascado en los veintinueve, treinta y cuatro grados centígrados bajo cero, temperaturas tan inhóspitas para la vida humana que con frecuencia te has preguntado cómo podía alguien vivir en un sitio así, la cabeza llena de imágenes de familias sioux envueltas de la cabeza a los pies en pieles de búfalo, familias de pioneros muriendo congeladas en la llanura semejante a la tundra. No hay frío como ése, un frío increíble que paraliza los músculos de la cara en cuanto se pone el pie fuera de casa, que aporrea la piel, arrugándola, que coagula la sangre en las venas, y sin embargo, no hace muchos años, la familia entera salió a ver la aurora boreal, sólo la has visto aquella única vez, inolvidable, inimaginable: en medio de aquel frío y contemplando el verde eléctrico del firmamento, un cielo que lanzaba verdes destellos contra el muro negro de la noche, nada que hayas presenciado nunca se acerca a la febril grandiosidad de aquel espectáculo. En otras ocasiones, en las noches claras sin nubes, un cielo repleto de estrellas, abarrotado de horizonte a horizonte, más estrellas de las que has visto en parte alguna, tantas, que se funden en charcos de espeso líquido, gachas de blancura sobre la cabeza, y las blancas mañanas que siguen, las tardes blancas, la nieve, la nieve que cae sin cesar a todo alrededor, que llega a las rodillas, a la cintura, creciendo como el girasol que de pequeño te pasaba por encima de la cabeza en el jardín de tu madre, más nieve de la que jamás has visto en ningún sitio, y de pronto revives un momento de mediados de los noventa, cuando tu mujer, tu hija y tú hicisteis el peregrinaje anual a Minnesota, y tú estás al volante en una noche de ventisca, yendo de casa de una hermana de tu mujer en Minneapolis a casa de sus padres en Northfield, a menos de sesenta kilómetros de distancia. Sentadas en el asiento trasero hay tres generaciones de mujeres (tu suegra, tu mujer, tu hija), y delante, contigo, sentado a tu derecha en el asiento del pasajero, va tu suegro, hombre que te ha tratado con todo género de atenciones durante los años que llevas casado con su hija mayor, aunque en muchos aspectos sea una persona distante y retraída, casi como tu padre, porque ambos pasaron por una infancia dura y sumida en la pobreza, y en el caso de tu suegro estaba la terrible experiencia añadida de haber servido de joven como soldado de infantería en la Segunda Guerra Mundial (batalla de Luzón, Filipinas, selvas de Nueva Guinea), pero eres un experto de toda la vida en el arte de establecer comunicación con hombres reservados, y si tu suegro se parece a veces a tu padre, notas que hay en él grandes reservas de afecto y ternura, que es más accesible de lo que nunca fue tu padre, que es miembro de la raza humana de forma más plena. A los cuarenta y seis o cuarenta y siete años, te encuentras en excelentes condiciones físicas, aún joven en plena edad madura, y al gozar todavía de fama de
buen conductor
, el contingente femenino del asiento de atrás tiene absoluta confianza en tu capacidad para llevarlas sanas y salvas a la casa de Northfield, y como tienen fe en ti, no se alarman ante los posibles peligros de la tormenta. En realidad, se pasan todo el trayecto charlando animadamente las tres sobre una serie de temas, comportándose como si fuera una cálida noche de pleno verano, pero en el momento en que arrancas el coche y te alejas de casa de tu cuñada, tu suegro y tú sabéis que os espera un viaje infernal, que las condiciones atmosféricas son malas hasta el punto de imposibles. En cuanto llegáis a la autovía y tomáis dirección sur por la I–35, la nieve empieza a azotar el parabrisas, y aunque los limpiaparabrisas funcionan a toda velocidad, apenas alcanzas a ver algo, porque la nieve empieza a acumularse de nuevo en el cristal en cuanto las escobillas concluyen su arco. No hay farolas en la autovía, pero los faros de los coches que vienen hacia vosotros por el carril contrario iluminan la nieve que cae sobre el parabrisas, de manera que lo que ves ya no es nieve sino un chaparrón de pequeñas y cegadoras luces. Lo peor es que la carretera está resbaladiza, tan lisa y cubierta de hielo como una pista de patinaje, y circular a más de quince o veinte kilómetros por hora le quitaría tracción a las ruedas e inutilizaría los frenos. Cada cincuenta o cien metros, tanto a la izquierda como a la derecha, pasas un coche que al salirse de la carretera yace medio volcado sobre un descomunal ventisquero o banco de nieve. Tu suegro, que ha vivido toda la vida en Minnesota, conoce muy bien los peligros de conducir en tormentas como ésta, y mientras procuras que el coche avance lentamente a través de la noche va pendiente de todo, sentado en el asiento del copiloto y atisbando las destellantes nubes de nieve que continúan precipitándose sobre el parabrisas, advirtiéndote de curvas próximas, manteniéndote tranquilo y concentrado, conduciendo mentalmente contigo, sintiendo el camino en los músculos, y así llegáis por fin a la casa de Northfield, el viejo soldado y tú delante, las mujeres detrás, un viaje de dos horas en vez del habitual trayecto de treinta o cuarenta minutos, y cuando entráis los cinco en la casa, las mujeres siguen charlando y riendo, pero tu suegro, consciente de la dura prueba que han soportado tus nervios, porque también lo ha sido para los suyos, te da una palmadita en el hombro y te guiña un ojo. Cincuenta años después de colgar el uniforme, el sargento te ha saludado.

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