Días de amor y engaños (18 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

BOOK: Días de amor y engaños
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Notó en la cara de Susy un gesto desesperado. Por fin hizo un mohín de niña contrariada y bajó la cabeza. Dijo remoloneando:

—Eres odiosa. Espero que ese maldito bar esté más animado que el otro día, porque de lo contrario...

Paula sonrió triunfalmente, la tomó de un hombro, haciéndola regresar sobre lo caminado.

—Seguro, seguro que lo estará; y si no, lo animaremos nosotras.

Volvieron a San Miguel. Paula supo entonces que Susy se encontraba completamente a merced de su voluntad.

Ramón tiró a un lado la pieza. Alrededor de él, en plena extensión de campo, varios trabajadores lo miraban con expectación. Se dirigió al mecánico jefe:

—De modo que sin esta pieza no hay nada que hacer.

—Puedo intentar un apaño mientras llega el recambio original, pero tendré que ir a buscar materiales a San Miguel.

—No podemos perder tiempo. Hazme una lista y yo iré; mientras tanto, tú empiezas a desmontar. Dos horas de ida y dos de vuelta. Para esta misma noche puedo estar de regreso. ¿Podrías dejarlo listo para mañana por la tarde?

—Lo intentaré.

Se alejó de la máquina, enorme y muerta como un dinosaurio en un museo. Los hombres disolvieron la pequeña reunión. Fue hacia el barracón de oficinas. Adolfo hablaba con Santiago, ambos inclinados sobre unos planos.

—Adolfo, hay problemas. La máquina del tajo de arriba se ha cascado. Hay que ir a buscar materiales a San Miguel.

—¡Joder, es como si trabajáramos con máquinas de segunda mano!

—Felipe puede intentar repararla, pero hay que traerle unas piezas de San Miguel hasta que llegue la original.

—Pues ojalá sea así, porque vamos acumulando retrasos. ¿Quién va a San Miguel?

Santiago tomó la palabra:

—Iré yo. Esta tarde la tengo tranquila.

—Prefiero que vayáis vosotros; si el encargado manda a uno de los suyos es capaz de tardar tres días.

—Pensaba ir yo —dijo Ramón—. Pero si se anima Santiago me hace un favor, tengo la mesa atascada de papeles.

—No se hable más —remató Adolfo—. A ver si salimos de ésta lo antes posible.

Ramón salió del despacho y Santiago continuó escuchando las explicaciones que su jefe le daba frente a los planos. Sin embargo, ahora le costaba concentrarse. Lo oía lejano, y los detalles del trabajo habían dejado de tener interés para él. Dejó que terminara, tomó o hizo como si tomara notas en su libreta y se apresuró a marcharse. Adolfo resopló, de mal humor:

—Siento que tengas que darte este mal rato. Quédate a cenar en la colonia, y toma bastante café; sólo faltaría que te durmieras y tuvieras un accidente.

—No te preocupes, no tiene importancia.

—¡Sí la tiene! Es tremendo trabajar en estas condiciones, en medio de ninguna parte, sin apoyo logístico...

—Somos como pioneros del salvaje Oeste.

—No te cachondees y ¡cuidado por la carretera!

Fue al barracón donde los ingenieros dormían y entró en su habitación. Se dio una ducha. Cogió un paquete de cigarrillos, una camisa limpia y las gafas que utilizaba para conducir. Echó una mirada a su mesa: informes de obra y una taza de té vacía. Lo miró todo como si no fuera a verlo más. Cuando se encontraba en el quicio de la puerta volvió atrás y añadió una cazadora a su reducido equipaje. Por las noches hacía frío. Subió al todoterreno y lo puso en marcha. Llevaba encendida la radio y el interior del coche se llenó de melodías mexicanas. Sustituyó la emisora local por un CD; las oberturas de Rossini sonaron, alegres y esplendorosas, haciéndolo sonreír de placer.

Poco a poco fue dejando atrás los ajetreados tajos de la obra, el campamento. Una vez en la carretera, lo asombró la magnífica luz de la tarde. Pronto empezaría a anochecer. Se dejó envolver por la música, por la extrema sensación de felicidad. Un hombre al volante de su coche encuentra la auténtica paz, pensó. ¿Cuánto tiempo hacía que no se sentía tan bien, tan cercano a la calma profunda? Había sido paciente, la desesperación no le había rondado más de una o dos veces en su vida. Poseía la facultad de encajar bien los contratiempos, de no necesitar la perspectiva de una dicha inmediata para seguir adelante. Había llegado bastante entero hasta ese momento y todo lo que había sufrido quedaría atrás. Vio cómo el sol rojo desaparecía tras las montañas. Con los años había aprendido a hablar poco, porque el silencio era una defensa inmejorable contra el dolor. Pero eso había afectado a su capacidad para expresarse. En ese mismo instante no podría haber explicado con palabras qué estaba sucediéndole. Pero no era necesario, simplemente estaba encarando su nuevo destino con total seguridad, tranquilo y firme. Su día había llegado, sin más. Afloraban en él sentimientos que parecían venir de un recuerdo lejano, aunque estaba convencido de que nunca los había experimentado. Sin embargo, no había nada mágico en aquello, era sin duda tan racional como todo cuanto en el mundo sucede. Lo veía con nitidez, aunque no pudiera expresarlo. Con toda certeza, la pasión genera clarividencia, no es la madre del caos, como han intentado hacernos creer, sino la base de la verdad en su estado más puro. Se dejó mecer por aquel bienestar, que no era sino la antesala de la dicha.

A mitad de trayecto pasó frente a El Cielito. Comprobó que el coche de Darío ya no estaba allí, Darío había ido a recogerlo. El recuerdo del chico le hizo sonreír. Era un elemento extraño. La gente de la obra no paraba de bromear sobre él por su desenfrenada afición al burdel, por el modo discreto en que sin embargo llevaba tanta actividad sexual, sin ostentaciones ni comentarios jactanciosos. Pero entonces vio el coche aparcado en un lugar más escondido. Darío aún no se lo había llevado, aunque no debía preocuparse, lo haría con toda seguridad.

Mientras Santiago pasaba frente a El Cielito, Darío se encontraba en una de sus habitaciones, con Rosita. Sentado frente a la ventana, tenía los ojos cerrados, de modo que no pudo ver al ingeniero. Rosita le masajeaba el cuero cabelludo. La brisa fresca le daba en la cara y desde abajo le llegaba la música del salón.

—¿Ya estás más descansado, mi amor?

—Estoy mejor, pero en seguida tendré que marcharme en ese maldito coche.

—¡Ay, qué mal, qué mal, mi niño, que no lo dejan tranquilo!

Le hablaba en un ronroneo suave y envolvente que se conjugaba con la presión de sus dedos morenos sobre la cabeza vencida hacia atrás.

—Abre los ojos y mira por la ventana, mi amor, verás qué cielo rojo tan lindo.

Rojo y brillante como una piedra preciosa, era verdad. Le hubiera gustado que aquel momento se prolongara indefinidamente, vivir en aquel sueño sin despertarse: aquella enorme casa para él solo, con todas las chicas cuidándolo, acompañándolo el día y la noche enteros. Pero sabía que debía regresar pronto a la colonia y eso lo desazonaba hasta hacerle perder el gusto por lo que estaba viviendo en el presente.

—¿A que es lindo, mi amor?

—Muy bonito, pero tengo que marcharme, Rosita, es muy tarde ya.

—Espera, espera un poco, que yo haré que te vayas más contento.

La chica le separó las piernas con suavidad, se arrodilló frente a él, le abrió el pantalón. Darío volvió a dejar caer la cabeza sobre el respaldo del viejo sillón de mimbre. Empezó a jadear.

Santiago llamó a la puerta con un timbrazo corto que hizo sonar gorjeos de pájaros metálicos. Esperó, tranquilo, y cuando ella abrió notó cómo el pecho le ardía. Victoria no hizo nada, no intentó recomponerse de la sorpresa empleando ni una sola palabra. Se hizo a un lado, franqueándole el paso. Quedaron mirándose en silencio. Ella lo acogió en un abrazo cerrado. Permanecieron así mucho rato. Después Santiago la besó, sintiendo que el mundo era un lugar demasiado grande, pero que él había encontrado su rincón, allí donde no azotan los vientos helados. Cuando ella se separó de sus brazos, estaba desorientado. La siguió hasta el salón y notó que Victoria se tambaleaba un poco.

—Estoy mareada.

—Yo también.

Ambos rieron, un poco nerviosos, pero de repente ella se echó a llorar. Santiago le habló con voz tranquilizadora:

—Va a ser muy duro, ya lo sé; pero no tengas miedo, todo saldrá bien.

—¿Estás seguro?

—Sí. Es pronto aún, no te preocupes por nada. Sabemos que nos vamos a ir juntos pero no cuándo; si piensas así te tranquilizarás.

—Eso da igual; pienso en mi marido, pienso en...

—No pienses, todo irá saliendo por sí mismo. No te angusties, no pienses demasiado.

—¿Cómo quieres que no piense?

—Piensa, pero sólo en mí.

—¡Todo el tiempo pienso en ti!

—Eso es lo importante; el resto saldrá solo.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Porque Dios está con nosotros.

Victoria lo miró con gesto de incredulidad. Él se echó a reír y ella lo siguió. Se abrazaron. Santiago le secó con la mano las lágrimas que aún quedaban en su cara.

—En esta casa no podremos encontrarnos, Santiago, sería demasiado para mí.

—Buscaré otro sitio, ¿de acuerdo?

Ella hizo una mueca de desagrado.

—Sí, ya lo sé; el engaño es desagradable; pero se trata de una solución temporal que durará muy poco. Haremos que no se convierta en algo sórdido.

—Te lo ruego.

—Pero tú no te asustes por nada. Tienes que saber perfectamente hacia adónde vamos.

—¿Cuándo volveremos a vernos y cómo?

—Yo lo arreglaré, no te preocupes. Quédate tranquila, ten siempre presente que te quiero muchísimo.

—Ni siquiera nos conocemos.

—Pero tú también me quieres.

—Sí.

—¿Estás segura?

—Sí.

Se abrazaron y luego caminaron, trabados, hacia el sofá. Santiago fue desnudándola poco a poco. Ella tenía los ojos cerrados. Hicieron el amor allí mismo, él sobre ella, con deseo de estar el uno dentro del otro, sin preocuparse del placer.

De madrugada, él salió de la casa tomando precauciones para no ser visto. Cada paso que daba alejándose de la casa le causaba auténtico dolor físico. Arrancó el coche y de pronto, ya en camino, toda la congoja que sentía frente a la ausencia se convirtió en euforia sin tránsito intermedio. Puso rítmica música autóctona y tamborileó sobre el volante. Sí, cierto, aquél era el primer día de su nueva vida. Todo iba bien; pero ¿lo había dudado en algún momento?, ¿había considerado la posibilidad de que Victoria lo rechazara? No, naturalmente que no, una pasión como la que sentía no se generaba en el aire ni era individual. Una pasión como aquélla siempre estaba conectada a otro polo y del choque fluía una fuerza infinita.

Aminoró la marcha al llegar a El Cielito. El trayecto se le había hecho corto.

Sí, el coche de Darío seguía allí. Aparcó junto a él. Ya era completamente de día. Olía a jazmín.

Cuando entró en la inmensa sala del bar vio a Darío acodado en la barra. Aún no había clientes. Se acercó, poniéndole la mano en la espalda. El chico dio una sacudida de sobresalto.

—¡Perdona, no quería asustarte!

—No esperaba verlo por aquí; al menos a estas horas.

—He tenido que comprar unos materiales en San Miguel. Estoy de vuelta y pensaba desayunar.

—Acompáñeme, entonces. He pedido huevos y café.

—¿Has venido a buscar el coche?

—Llegué anoche, me trajo el cocinero; pero estaba cansado y me dio miedo conducir.

—Siento mucho haberte complicado la vida, pero ¡estaba tan bebido el otro día!

—No tiene importancia, está bien así.

Pidieron desayuno también para Santiago y guardaron silencio mientras llegaba. Luego ambos comieron con apetito. Cuando acabaron, Santiago miró fijamente a los ojos del chico.

—Tú eres un hombre discreto, ¿verdad, Darío?

Casi se atragantó. Debería haber imaginado antes que el ingeniero quería algo de él. Aparentó normalidad.

—Santiago, puede estar seguro de que lo que usted me dijo quedará entre nosotros. No se me ocurriría comentarle a nadie ni siquiera que estuvimos juntos aquí.

—Ya lo sé, y como estoy convencido de que eres discreto, quiero pedirte un favor.

La taza que Darío sostenía tembló ligeramente.

—Lo que usted guste mandar.

—Dime, Darío, tú conoces bien a las chicas que trabajan aquí, ¿verdad?

—Bueno, ya sabe que yo estoy solo en México, y la soledad...

—No te pido ninguna explicación. Sólo te pregunto si tienes confianza con alguna de ellas, una que te parezca una chica prudente.

—Tengo confianza con alguna, no le diré que no.

—¿Vive alguna de ellas cerca de El Cielito?

—Todas. Unas en aldeas de los alrededores y otras en ranchitos perdidos en el campo.

—Necesito que me alquilen una habitación en un sitio discreto y tranquilo para cuando la necesite.

—Ya.

—Es para ir en compañía femenina, no voy a engañarte. Los hoteles de Oaxaca están demasiado lejos, y San Miguel no es segura, alguien puede vernos, ¿comprendes?

—Sí, le entiendo.

—Todo esto, Darío, no es un juego ni es golfería...

—Usted tampoco tiene que darme explicaciones.

—De acuerdo, pero quiero que sepas que se trata de algo muy serio, importante; así que el silencio es básico, el de la chica también. Le pagaré con esplendidez, díselo con estas palabras.

—Descuide.

—Otra cosa, muchacho. Si quieres te puedes negar a hacerme este favor. Lo entenderé perfectamente.

—No se preocupe, puedo hacerlo sin problemas, sólo que... bueno, si alguien... si su esposa... en fin, si se descubriera el pastel, y perdóneme esta expresión, le ruego que usted tampoco diga a nadie que el contacto para la casa se lo proporcioné yo.

—Puedes estar tranquilo.

—Entonces no hay más que hablar. Preguntaré con discreción a mis amigas.

Intercambiaron serias miradas. Se había instalado entre ellos la solemnidad de los pactos secretos. Pocos minutos más tarde, Santiago emprendía el regreso al campamento.

Una vez solo, Darío pidió un tequila. Se lo tragó de un golpe. ¡Joder!, pensó, por qué todas las cosas raras tenían que pasarle a él. Luego reflexionó; si no hubiera tenido semejante familiaridad con las putas, el ingeniero no hubiera requerido su ayuda. En el pecado llevaba su penitencia, como suele decir el saber popular. Aunque, de todos modos, aquel grupo de gente en teoría respetable que debía soportar era una panda de viciosos e hipócritas, se lo había parecido desde el principio. Resignado a volver a la colonia buscó las llaves del coche en el bolsillo.

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